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Realidad aumentada

No almacenes en la memoria lo que puedas almacenar en el bolsillo.

ALBERT EINSTEIN

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Boggs, mientras descendían por un ascensor hasta el nivel del suelo.

—Lo siento, tengo vértigo… Al asomarnos al laboratorio me he visto a treinta metros del suelo, algo que no me esperaba.

Lo que realmente no esperaba era ver a Lia, pero se cuidó mucho de decirlo. Respiró hondo e intentó relajarse, pero sentía cómo su corazón se aceleraba con cada metro que descendía. Finalmente, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. La sala, vista desde abajo, le pareció más grande.

—Me alegro de que estés mejor —dijo Boggs, mientras salía—, pues ha llegado el momento de que te explique de qué va todo esto. Antes haremos las primeras presentaciones.

—Genial… —dijo Alex, en tono irónico.

Caminaron unos pasos en dirección al centro de la sala. A medio camino se encontraron con un joven asiático que, nada más verles, se les acercó.

—Este es Lee Chen, nuestro experto en software —anunció Boggs.

—Encantado —dijo el programador, inclinando la cabeza.

Su mirada y sus gestos le inspiraron confianza.

—Chen —continuó diciendo Boggs— es uno de los mejores ingenieros informáticos del planeta y dirige un equipo de doce personas. Son los responsables del código del proyecto: desde el programa que arranca el sistema hasta las rutinas de inteligencia artificial más complejas… ¡Este chico es un genio!

—Es un placer y un honor para mí contar con usted, doctor Portago —dijo Chen, ruborizándose—. A pesar de las buenas palabras del doctor Boggs, ahora estamos parados por un problema con el código de interpretación neuronal. Ahí es donde necesitamos su ayuda.

—¿Interpretación neuronal? —preguntó Alex—. ¿No estaréis…?

—¡Tranquilo! —contestó Boggs—. Todo a su debido tiempo. Déjame que te presente a los otros chicos del equipo y enseguida te enseñaremos una pequeña demostración de nuestro trabajo. Creo que a Lia ya la conoces…

Alex por fin la vio, frente a él, y apenas prestó atención a las palabras de Boggs: era la directora y coordinadora de pruebas. Tenía a su cargo a siete personas, tres hombres y cuatro mujeres, ingenieros de diversas especialidades, desde la robótica hasta la psicología. Lia le regaló una amplia sonrisa y le preguntó qué tal se encontraba. A él se le ocurrieron cientos de respuestas, pero se limitó a escrutar sus azules y profundos ojos. En ellos percibió un mensaje que le resultó evidente: «nada de tonterías». Sabía que Lia tenía un humor muy cambiante y que llevarle la contraria entrañaba un enorme riesgo. Decidió contestar cortésmente, como si no la conociera, y seguir saludando al resto de sus compañeros.

Al frente del hardware estaba Mark Gekko, de treinta y pocos años, caucásico, de aspecto fuerte, con el pelo alborotado, unas gafas gruesas y cara de niño despistado. Coordinaba un equipo de treinta operarios responsables de los cables, routers y placas base, entre otros. Cualquier ensamblaje era posible en sus manos.

El equipo de seguridad estaba dirigido por Jones, que compartía bastantes rasgos con Smith. A pesar de no llegar a la envergadura de este, el físico de Jones no invitaba a bromas. Alex empezó a pensar que en ese proyecto parecía haber implicada alguna otra organización, y más relacionada con «hombres de negro» de Langley que con profesores de Harvard.

Lo que más le llamó la atención fue la unidad de asistencia sanitaria, que contaba con dos especialistas en medicina intensiva, tres turnos de enfermería para cubrir las veinticuatro horas del día y una moderna sala que no tenía nada que envidiar a las mejores unidades de cuidados intensivos. Le pareció exagerado.

—Estamos preparados para cualquier percance —le explicó Stephen—. Podemos estabilizar a una persona grave y disponer un traslado de forma eficaz y discreta.

Veinte minutos después ya conocía a casi todo el personal del laboratorio. El núcleo del experimento lo componían más de cincuenta personas, otras cinco se encargaban de la seguridad, más el personal de mantenimiento, limpieza, suministros y cocina. Alex conocía algunos pueblos cercanos con menos habitantes.

—Bien, ya conoces a casi todo el mundo —exclamó Boggs—. Ha llegado el momento de que te hagamos la demostración.

Una pareja de técnicos desplegaron una gran pantalla semicircular que abarcó todo el campo de visión de Alex, y le invitaron a sentarse sobre una silla hidráulica. En el reposabrazos derecho había un joystick, similar a los que había utilizado para jugar al ordenador durante su adolescencia. Sonriendo, pensó que hacía mucho tiempo que no manejaba uno.

—Como ya sabes —explicó Boggs— nuestro trabajo se basa en un proyecto de realidad aumentada. Los diseños disponibles actualmente en el mercado captan una imagen de nuestro entorno y la analizan. Buscan en sus bases de datos o se ayudan de un chip GPS y, con suerte y tras un rato de espera, por fin nos dicen qué es lo que tenemos delante de nosotros. Si somos pacientes, hasta pueden superponer sobre ella información adicional de utilidad, como por ejemplo dónde está el McDonald’s más cercano. Como comprenderás, nosotros vamos un poco más allá.

Un operario le colocó unas gafas con una gruesa montura de plástico y cristales anchos sin graduación. Quizás eran un poco grandes y pesadas, pero podían pasar por unas gafas corrientes. Supuso que sería uno de esos modelos para ver imágenes en tres dimensiones.

—Hace dos años —siguió hablando Boggs— empezamos a trabajar en un dispositivo que reconociera el entorno a gran velocidad y perfección, pero que también ofreciera una información fidedigna y adaptada a las necesidades de cada usuario. Hemos conseguido desarrollar un aparato, alejado de complicados interfaces de usuario, que responde a una sola gran exigencia: la sencillez. Este proyecto es el que te va a mostrar nuestra directora de pruebas. Creo que te gustará la presentación.

Alex sonrió, pensando en que seguramente cualquier cosa que viniera de Lia le gustaría. Estaba completamente seguro de que se trataba de una presentación filmada en 3D, así que cuando vio proyectadas en la pantalla imágenes en dos dimensiones, se decepcionó ligeramente.

—Estás viendo una simulación de las calles de Roma —la voz de Lia le generó un agradable cosquilleo en el vientre, algo que no podía evitar—. Es como si estuvieras ahora mismo allí. Si mueves hacia delante el joystick, verás que la imagen se desplaza, como si caminaras. Hacia los lados, giras. Pruébalo.

Obedeció, y el programa respondió con una fluidez espectacular, incluso simulando los pasos que hubiera dado al andar. Sonriendo, probó a empujar con fuerza la palanca hacia delante, y le agradó comprobar que el programa simulaba que corría. Realmente parecía que estaba en Roma.

—Estupendo, Alex —dijo Lia—, ahora mueve la palanca con suavidad, vamos a activar nuestro dispositivo.

¿Es que todavía no está en marcha?, pensó, cuando oyó un suave zumbido que salía de las gafas. Entonces abrió los ojos de par en par. Seguía en Roma, pero todo había cambiado. Ahora no solo veía las calles, las casas y las tiendas. Sobre el cristal de sus gafas se iluminaban ahora miles de píxeles, proporcionando información. Todo tenía ahora un nombre asociado mediante una etiqueta que flotaba alrededor de cada imagen. Veía los nombres de las calles y de los comercios, junto a una detallada descripción de su actividad. Probó a mover la cabeza, enfocando diferentes zonas de la enorme pantalla, y todo se desplazó con suavidad. La información parecía formar parte del entorno. Se dio cuenta de que uno de los factores que contribuía a eso era que veía de forma muy nítida los textos en los que centraba su atención, y más difuminados aquellos que quedaban en la periferia de su campo visual.

Fue consciente de que había tardado tan solo unos segundos en adaptarse a aquel sistema perceptivo, y enseguida se decidió a actuar por su cuenta. Empujó el joystick hacia delante, y el sistema respondió acelerando la animación. Los portales y los nombres de las calles parpadeaban, tenues, para llamar su atención, y cuando pasaba a su lado, rápidamente. Sonriendo, avanzó por la Via Ostilia. Era facilísimo captar la información, a pesar de que se desplazaba corriendo. Unos instantes después de pasar por el número seis, giró a su derecha. A pesar de la velocidad, vio nítidamente el nombre Capo d’Africa. El sistema le resaltó el Teatro Ivelise con un leve parpadeo, que vio de pasada. Cuando volvió a fijarse en el centro de la enorme pantalla, se paró en seco, soltando la palanca.

Al frente se alzaba, majestuoso y milenario, el Coliseo. Su contorno parpadeó dos veces, y varias perspectivas del monumento aparecieron a un lado. Junto a ellas, un nítido texto comenzó a moverse, lentamente, de abajo arriba: «Piazza del Colosseo, 9, 00184 Roma, Lazio. El Coliseo (Colosseum en latín), originalmente llamado Anfiteatro Flavio (Amphitheatrum Flavium), es un gran edificio situado en el centro de la ciudad de Roma, capital de Italia. En la antigüedad poseía un aforo de 50.000 espectadores, con ochenta filas de gradas. Los que estaban cerca de la arena eran el emperador y los senadores, y a medida que se ascendía se situaban los estratos inferiores de la…»

Haciendo un esfuerzo por abrir la boca, Alex habló:

—Impresionante…

—Aún no has visto lo mejor —comentó Boggs por los altavoces del laboratorio—. La que estás manejando es la primera versión operativa del software del dispositivo. Vamos a explicarte cómo se controla una versión posterior, la 1.20, antes de ejecutarla.

¿Pero es que hay más?, se preguntó Alex. Antes de que pudiera decir palabra alguna, los textos desaparecieron y dejó de oírse el zumbido de las gafas. La pantalla semicircular quedó en blanco. Tras unos largos segundos, se vio situado al lado de la conocida fuente de la Plaza de España de Madrid, mirando hacia la Gran Vía.

—Alex —oyó decir a Lia—, empieza a andar. Por tu bien, no corras…

Él obedeció y volvió a sentir el zumbido. Como por arte de magia aparecieron de nuevo infinidad de rótulos superpuestos sobre los portales, bares, hoteles y cines. Hasta sobre los quioscos había información. No pudo evitar sonreír de nuevo, intentando mirar todo lo que le rodeaba para ver hasta qué grado de detalle llegaba el etiquetado. Avanzó unos metros y se detuvo a mirar un periódico. El dispositivo lo catalogó inmediatamente: «Diario El Mundo, descargando noticias…», y los titulares de prensa empezaron a desfilar a un lado de su visión. Admiró los potentes algoritmos de procesamiento de información que debía de tener integrado ese dispositivo.

—Por favor —le dijo su compañera—, me gustaría que dijeras en voz alta algo que te gustaría localizar.

Alex apenas se podía creer lo que acababa de oír.

—¿Le hablo al dispositivo?, ¿es eso lo que quieres decir?

—Bueno, más o menos —respondió ella.

Captó el tono irónico en su respuesta y se preguntó si le estaría tomando el pelo. Enseguida se dio cuenta de que el reconocimiento de voz era ya una tecnología muy desarrollada, así que decidió poner a prueba la capacidad de interpretación del software:

—A ver si este aparato tiene buen gusto literario… —dijo, sonriendo—, me gustaría encontrar El Emblema del Traidor, un thriller histórico de Juan Gómez-Jurad…

Sin que acabara la frase, vio cómo se dibujaba sobre el suelo una línea semitransparente que se dirigía hacia la plaza de Callao. A la derecha, aparecieron dos imágenes. En una se veía la fachada de una tienda con un texto debajo: «Fnac Madrid. Calle Preciados, 28. Abierto de lunes a domingo. Distancia: 700 metros». En la imagen inferior se veía una foto de la fachada de otro establecimiento: «Casa del Libro. Gran Vía, 29. Abierto de lunes a domingo. Distancia: 1.000 metros». Un mensaje parpadeaba muy despacio en la parte inferior de su campo de visión, a modo de subtítulo: «¿Desea ir a alguno de estos dos establecimientos?»

Sin pensar en lo que hacía, movió el mando y vio cómo la línea hacía de guía, indicándole el camino a los dos establecimientos. En el momento en el que iba a abrir la boca para admitir que el dispositivo funcionaba de forma espectacular, Lia le interrumpió de nuevo.

—Alex, ahora viene lo mejor de todo el proyecto. En vez de decir dónde quieres ir a buscar el libro, por favor, limítate a pensarlo.

Negando con la cabeza inconscientemente, con un claro gesto de incredulidad, Alex pensó que lo lógico sería ir al más cercano. Antes de que concluyera esa idea, las imágenes y el texto cambiaron. Se borró la información referente a la Casa del Libro y empezó a parpadear una silueta, delimitando el contorno del llamativo edificio anaranjado de la Fnac. En la parte inferior de la pantalla, el mensaje cambió: «Destino: tienda Fnac Madrid. Distancia: 698 metros. Tiempo de llegada, 5 minutos».

Alex estaba realmente sorprendido. Aquello era mucho más de lo que él mismo habría podido soñar. Este maldito dispositivo no interpreta órdenes mentales… ¡Me está leyendo el mismísimo pensamiento!, concluyó, llevándose las manos a la cabeza.

Se quitó las gafas rápidamente y miró a Lia. Ella le sonreía.

Le llegó un aroma a café recién hecho que aspiró profundamente. La cantina en la que se encontraba era amplia, bien iluminada y con paredes y suelos brillantes de aluminio. Un lineal de autoservicio contenía diversos platos y bebidas, y numerosas mesas ocupaban el resto del local. En las paredes había amplios ventanales falsos, que mitigaban la claustrofóbica sensación que provocaba el resto del complejo. Frente a él estaban Boggs y Lia. Ella era la que hablaba:

—La estructura del dispositivo es en sí bastante sencilla: una diminuta placa base que alberga un potente procesador, una memoria flash de 256 gigas, 4 gigas de memoria RAM, una potente tarjeta gráfica y varios chips: GPS, 3G, WiFi, acelerómetros y brújula digital. Todos de última generación y algunos en fase experimental. El resultado es un dispositivo inalámbrico que cabe en un bolsillo y que se conecta a las gafas.

—Un momento —interrumpió Alex—, me parece un logro que hayáis condensado un ordenador de última generación en algo más pequeño que un móvil. Lo que no entiendo es cómo gestiona la inmensa información que maneja: los miles de datos necesarios para el reconocimiento del entorno y los programas de interpretación, como el mental. Eso por no hablar de los datos adicionales, como las búsquedas y las bases de datos.

Lia y Boggs se miraron. Este comenzó a decir:

—En realidad, es muy simple: una parte del dispositivo la componen las dos pantallas transparentes de las gafas, que superponen la información. Todo lo que se proyecta en ellas se desplaza conforme lo hacen los objetos de tu campo de visión. Esa parte fue la más fácil, gracias a los acelerómetros y la brújula digital. —Alex se echó hacia delante, entrecruzando las manos—. La otra parte es el ordenador que te ha comentado Lia y, por supuesto, el software. Dadas las limitaciones técnicas que tenía el hardware, nos centramos en depurar el código y los algoritmos de compresión.

Alex asintió con la cabeza, y dijo:

—Cuanta menos información tenga que gestionar, mejor aprovecháis el procesador…

—¡Exacto! —sonrió Stephen—. Las gafas llevan incorporadas unas microcámaras que envían imágenes del entorno hacia el dispositivo de bolsillo. Con las coordenadas GPS, los datos de la brújula y los acelerómetros, sabemos dónde está el usuario, pero también dónde mira y hacia dónde se dirige.

—Cuando usamos el simulador desactivamos el GPS y la brújula —dijo Lia, poniendo la mano sobre el brazo de Stephen—. Esa información la genera un ordenador, conectado al joystick que has utilizado.

—Con toda esa información —continuó Boggs— el dispositivo solicita lo que necesita de una base de datos, que a su vez se alimenta de los datos que captura de Internet… En cuanto la obtiene, superpone las etiquetas en los sitios adecuados, y las desplaza siguiendo los movimientos del usuario. Como ves, es un desarrollo tan simple como efectivo.

—Supongo que eso fue solo el principio… —murmuró Alex, mirando a Lia.

Ella sonrió, y a Alex se le iluminó el rostro.

—Cierto —contestó ella, mientras se le ruborizaban las mejillas—. Hasta aquí la parte que cualquier otro hubiera podido hacer, y que seguro que están desarrollando en algún otro lugar. Nosotros, además, desarrollamos el programa de reconocimiento de voz.

—Pero decidisteis dar un paso más… —le interrumpió Alex—. ¡Nada menos que leer la mente!

—Bueno, ya sabes que «leer la mente», literalmente, no es posible —dijo Boggs—. Lo que hicimos fue añadir un nuevo programa que interpretaba las ondas cerebrales cuando el usuario «pensaba» las órdenes, en vez de «pronunciarlas» en voz alta. Tardamos más de lo previsto, pero al final funcionó… De hecho, funcionó espectacularmente bien.

—Alto, Stephen, para un momento —le interrumpió Alex, alzando la mano—. Admito que el reconocimiento de voz y la interpretación de las ondas cerebrales son tecnologías relativamente asequibles. Pero me estás hablando de un procesador que maneja gran cantidad de información, que se comunica por WiFi, que proyecta imágenes en tiempo real en dos pantallas, y que gestiona varios programas, entre ellos uno que interpreta ondas cerebrales. ¿Me puedes decir cuál estáis utilizando? Es el único componente que no os he oído mencionar.

Lia agachó la cabeza.

—Uno increíble —contestó Boggs, mucho más serio—. Te explico: al principio, para que una sola unidad del dispositivo funcionara de forma fluida, nos teníamos que apoyar nada menos que en cuatro prototipos de servidores XServe: procesadores Quad Core Xeon, 12 gigas de RAM… auténticos monstruos del cálculo, como imaginas.

—¿Y cómo habéis pasado de un servidor de cincuenta kilos a una cajita de menos de trescientos gramos? —preguntó divertido Alex—. Y no vamos a hablar del precio…

—Esa es la información más clasificada del proyecto —respondió Boggs—. Al principio, ni con los XServe a pleno rendimiento el programa funcionaba fluidamente. Los textos y las imágenes iban mal sincronizados con el entorno, y los técnicos se mareaban con las pruebas. La solución apareció cuando la empresa que subvenciona la mayor parte del proyecto nos visitó para presenciar una de las pruebas. Estábamos convencidos de que nos iban a suspender los fondos, pero finalmente se mostraron bastante satisfechos.

El neurólogo frunció el entrecejo.

—Sé que es sorprendente —añadió Lia—. Enseñamos un maravilloso prototipo de aparato de realidad aumentada que necesitaba una carretilla para su transporte, un enchufe cercano y que provocaba vómitos y mareos si lo forzabas. Para nosotros, al menos en esa fase, era un completo fracaso —concluyó, bajando la mirada y agarrando con fuerza su taza.

Alex pensó que Lia siempre había sido muy dura consigo misma. También le llamaba la atención el atractivo de sus ojos cuando se ponían tristes.

—Para nuestra sorpresa —dijo Boggs—, los directivos nos anunciaron que estaban muy contentos con nuestros avances. Añadieron que era el proyecto ideal para probar una «pieza» que nos harían llegar y que podíamos usar bajo ciertas condiciones. Una de ellas era que no podíamos manipularla, y otra, por supuesto, que no podíamos ni comentar su existencia, bajo pena de sanciones que ya conoces.

Alex se dio cuenta de que a Stephen le estaba costando encontrar algunas palabras, y algo le dijo que no se debía a la barrera del lenguaje.

—Al cabo de unos días nos entregaron un prototipo de un nuevo procesador —siguió Lia, algo más animada—. Recuerdo la primera prueba que hicimos nada más acoplarlo al dispositivo de bolsillo… ¡Ninguno nos creíamos los resultados!

—Que no son otra cosa que lo que tú has experimentado hoy —añadió Boggs, con los ojos brillantes—. Ese chip se entiende a la perfección con nuestro código, lo procesa a una velocidad mil veces superior a los anteriores, y sin calentarse siquiera, ¡es asombroso! Es una tecnología que se anticipa veinte años, por decirlo así.

—Y nuestro proyecto con él es el invento del siglo —puntualizó ella, con una sonrisa que se le antojó agridulce a Alex—. Si ese chip se puede comercializar, en unos meses el aparato podría estar en el mercado. ¡Y todo el mundo querrá uno! ¿Quién va a querer caminar por las calles sin él, sabiendo todo lo que se pierde por no llevarlo encima?

—¿Cuál es el problema, entonces? —preguntó Alex, cada vez más intrigado.

Aparentemente habían logrado un desarrollo que se adelantaba en decenios al resto de la industria, pero Lia tenía una cierta tristeza en sus ojos, nadie mejor que él sabía captar eso. Algo no estaba saliendo del todo bien, pensó.

—Esa es la clave… —contestó Boggs—. Tenemos un gran producto de innovación tecnológica, pero también un problema: es el motivo por el que estás aquí. Como has comprobado, nuestras rutinas de lectura de ondas cerebrales funcionan muy bien, gracias a la potencia del chip, y además sabemos que es así precisamente porque estas rutinas están poco depuradas.

—Pues para estar «poco depuradas» —replicó Alex, con una sonrisa—, parecen leer la mente. Supongo que será una sensación ficticia, como consecuencia de la enorme velocidad del procesador, ¿no?

—No —le interrumpió Boggs—. El dispositivo no es que parezca anticiparse al pensamiento… —Alex se puso rígido, pensando que la otra posibilidad era, sencillamente, imposible—, lo que ocurre es que el programa envía órdenes antes de que nosotros generemos las ondas. Hablando claro, el dispositivo sabe lo que vamos a pensar, antes de que nosotros seamos conscientes de nuestro propio pensamiento.