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Cazados

El retirarse no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza.

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

Sábado, 21 de marzo de 2009

Alex conducía el Hummer en dirección a las ruinas de Palenque. Vio que Lia iba ensimismada, leyendo en la pantalla del portátil. No tenían ninguna otra pista que seguir, así que habían decidido marchar a ese lugar donde sus escasos indicios apuntaban: la revelación de un Skinner moribundo, y la confirmación por parte de Owl de que el historiador efectivamente había visitado aquella zona. Pensar en su amigo le hizo sentir como si algo le oprimiera el pecho, pues aún no habían podido contactar con él.

—¿Has averiguado algo más? —le preguntó a su compañera.

Durante el trayecto ella había ido repasando los archivos que Owl les había remitido. En ellos había abundante información sobre las ruinas, especialmente sobre la Pirámide de las Inscripciones, bajo la que se encontraba la tumba de Pacal el Grande. Lia había soltado una exclamación cuando contempló por primera vez el relieve que decoraba la superficie de la losa de la tumba del emperador. Esa era la imagen que también había asombrado al hacker: en ella se veía, perfectamente esculpida en el siglo VII, a una persona que manejaba lo que parecía una nave espacial.

A Alex se le erizó el pelo. Pero mucho más intrigantes les resultaron los documentos que trataban de probar —con sorprendentes fundamentos— que la antigüedad de la tumba era bastante mayor que la de su propietario. Los argumentos se basaban en la presencia de las estalactitas y estalagmitas que había hallado el mexicano Ruz L’Huillier en el año 1952, cuando pudo acceder al interior de la cripta.

—Todo esto es realmente extraño —le contestó Lia, plenamente concentrada en el ordenador—. Según las notas de Milas la clave podría estar en la tumba. Pero lo más curioso —añadió frunciendo el ceño— es que al parecer no debemos llegar a través del acceso que en su día cruzó Ruz L’Huillier, ya que según Milas existen otras entradas que permiten acceder a otras cámaras. Ese fue su hallazgo.

Lia levantó la vista para añadir:

—Alex —dijo, moviendo la cabeza negativamente—, ¿de verdad estamos buscando una momia para conocer el origen del chip?, ¿guiados por las notas de un investigador que ha sido asesinado Dios sabe por qué, y que además han sido robadas de su casa por un pirata informático? —suspirando siguió diciendo—. ¡Todo esto no tiene el más mínimo sentido!, ¿por qué seguimos adelante? ¿No sería más lógico dejarlo en manos de Baldur o de la policía?

El médico tragó saliva.

—Sé que esta historia resulta incomprensible —dijo con un hilo de voz—, desde las muertes acontecidas en el seno del proyecto hasta el tiroteo de Madrid. Eso, sin hablar del hecho de que no podamos contactar con Lee ni con Owl, algo bastante preocupante, a mi entender.

—¿Entonces…? —dijo ella, implorando.

—Pues que estoy convencido de que tenemos nuestra capacidad intuitiva aumentada hasta lo irracional, algo difícil de explicar a Baldur, del que no me fío en absoluto después de que nos mintiera, y mucho menos a la policía. Nuestra historia sería inmediatamente catalogada como una psicosis paranoide en la consulta de cualquier psiquiatra. ¡La evaluación psicológica duraría menos de cinco minutos!

De reojo vio que Lia se mordía el labio inferior.

—Así que solo caben dos posibilidades —continuó él—: la primera, asumir que definitivamente hemos perdido la razón y que en breve estaremos bajo tratamiento psiquiátrico —ella le miró de nuevo—; y la segunda, creer que esta historia tiene una explicación que alguien quiere que no se conozca y por la cual nuestras vidas corren peligro —tragó saliva antes de añadir—: En cualquiera de los dos casos, tenemos que llegar al fondo de esto nosotros.

—Pero no tiene sentido —dijo Lia con gesto preocupado—, ¿qué clase de conexión podría existir entre un procesador tecnológicamente asombroso y un líder maya desaparecido hace siglos?

—Respecto a eso tengo una… —Alex suspiró dubitativo— teoría a la que le vengo dando vueltas desde que hablamos con Owl —dijo, sintiendo un nudo en la garganta al pronunciar el nick de su amigo.

—Creo que a estas alturas ya nada podría sorprenderme… —dijo ella en tono irónico.

—Créeme, esta historia sí que lo hará —dijo él, convencido de que debía contársela—. Imagina por un instante que hace miles de años una… —tragó saliva—, digamos, nave extraterrestre aterrizara o se estrellara en el sitio al que nos dirigimos.

—Pero ¿¡te has vuelto loco!? —exclamó Lia, abriendo los ojos desmesuradamente.

—¡Espera, déjame un minuto! —dijo él, alzando su palma derecha en señal de paciencia—. Solo me estoy basando en las múltiples leyendas mayas que existen sobre seres venidos del cielo, y que están relacionadas con lo que Owl nos ha contado. —Ella puso los ojos en blanco—. ¡De acuerdo, vale, esa teoría es imposible! —insistió él—. Pero, por favor, tan solo imagínala por un momento.

Lia suspiró profundamente.

—Tú ganas —dijo con gesto cansado—, cuéntame esa locura.

El comentario hizo que Alex se sintiera frustrado. Era complicado que ella le comprendiera. Decidió limitarse a relatar la hipótesis según se le había ocurrido:

—Supón que dentro de esa nave viajara un ser de aspecto humanoide de mayor estatura que los mayas e intelectualmente mucho más avanzado y con unos conocimientos impensables, incluso para nosotros hoy en día. Y también supón que se viera obligado a permanecer aquí durante un largo período de tiempo por algún motivo: no pudo volver, le dieron por muerto, no contestaron a sus mensajes… —hizo una pausa para mirar a Lia y siguió—. Finalmente fallecería por enfermedad o por vejez, me imagino, pero atrapado en un planeta que no era el suyo. Durante su estancia aquí lo más lógico es que transmitiera algunos de sus conocimientos a un pueblo que, según ha relatado Owl, no conocía ni la rueda. Según muchos, eso justificaría los extraños conocimientos de los mayas en determinados campos, como la astronomía.

—Sí, suena «bastante verosímil»… —dijo ella en tono ácido.

Alex se mordió el labio y continuó:

—Lo más probable es que los habitantes de esta zona lo adoraran como a un dios. Piénsalo: llegado del cielo, con aspecto diferente, innumerables conocimientos… ¡les ocurrió hasta a los españoles cuando llegaron aquí, y apenas eran algo más avanzados! ¿No le iba a suceder a un hipotético ser venido de otro planeta?

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —insistió Lia.

—Sí —dijo él seriamente—, y solo te pido que te lo imagines, no que te lo tomes al pie de la letra —ella asintió, suspirando, y él continuó algo más animado—. Es posible que lo idolatraran en vida y que le construyeran una tumba propia de su rango, que incluiría una enorme y pesada losa con un grabado de una nave espacial, rememorando así su procedencia. Mucho tiempo después, sobre la tumba, construirían la pirámide, algo que propiciaría la confusión con la tumba de Pacal el Grande, que es la que buscaba realmente el arqueólogo Ruz L’Huillier.

—¿Y todo eso qué tiene que ver con Milas? —dijo ella, con un tono algo más cálido.

—Skinner era un metomentodo, probablemente necesitado de dinero en ese momento —dijo Alex—. Puede que se enterara de la existencia de esa tumba de alguna manera: un chivatazo, un artículo de algún fanático de la ufología… —hizo una pausa para pensar—. El caso es que algo hizo que se fijara en este sitio, decidió venir a investigar y encontró un acceso a la tumba que ni siquiera Ruz L’Huillier había localizado. Meses después aparece en escena un chip de una potencia descomunal y que provoca extraños sucesos en un proyecto de investigación. —Miró a Lia a los ojos para preguntarle—: ¿No te parece demasiada casualidad?

—Creo que es más plausible tu teoría de que has perdido la cabeza —dijo ella sin alterar su expresión.

Alex se sintió sin fuerzas. Sabía que su explicación estaba fuera de todo raciocinio pero esperaba algo de comprensión por parte de su compañera. Fue uno de esos instantes en los que se preguntó si merecía la pena luchar tanto por ella.

—Es comprensible que no me creas, incluso a mí me parece que esto podría ser el fruto de una locura —dijo, apretando las mandíbulas—. Pero esa posibilidad tiene tratamiento y solo me afectaría a mí, la otra posibilidad… —carraspeó— es que efectivamente ese chip pueda proceder de los restos de una nave extraterrestre. Y es remota, pero de ser cierta sería el hallazgo más importante de la historia de la humanidad. Cambiaría el devenir de nuestra existencia —la miró de nuevo a los ojos, esta vez con furia en su mirada—: algo que justificaría que hubiera gente interesada en asesinar a quien pudiera averiguarlo. Así que —hizo una nueva pausa para medir sus palabras— no me voy a quedar esperando a que un psiquiatra determine si estoy loco, o a que un asesino venga y me dispare. Voy a averiguar si esta historia es real o no por mí mismo, buscando la entrada que refiere Milas en sus archivos, y solo necesito saber si estás conmigo… —tragó saliva antes de añadir— o no.

Alex se detuvo y pasó su mano por la frente, empapada de sudor. Contempló cómo Lia, que caminaba unos metros detrás de él, se acercaba. Llevaban casi dos horas andando campo a través y por el GPS supo que apenas habían recorrido tres kilómetros. Estaba resultando complicado moverse por un terreno desconocido y tan cambiante, por no hablar del considerable peso de sus mochilas, pero por desgracia era impensable intentar realizar ese trayecto con el Hummer.

Mientras su compañera le alcanzaba le agradeció mentalmente que hubiera aceptado ir con él a pesar de su absurda teoría. Durante un instante había estado seguro de que le iba a decir que no, pero, incomprensiblemente, al final había aceptado con un leve asentimiento de cabeza, mientras una lágrima le resbalaba por el rostro. Él había sentido una emoción solo comparable a su primer beso en el Samnuloc, una historia que parecía pertenecer a otro plano de su existencia.

—Voy a intentar contactar de nuevo con Owl —dijo, sentándose, cuando Lia le alcanzó.

—Recuerda —dijo ella jadeando— que estamos en medio del campo y está anocheciendo. Las baterías tienen un límite, y dudo que los cargadores solares vayan a ser de utilidad en las próximas horas.

—Siempre tan pendiente de los detalles prácticos —dijo él en tono socarrón.

Creó la red WiFi y abrió el programa de comunicación. Una vez más no obtuvo resultado. Fue a contárselo a Lia cuando un ruido seco, como una rama quebrada a lo lejos, hizo que se le saltaran todas las alarmas internas.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Lia, agachándose.

Alex miró alrededor, llevándose un dedo a los labios. Aún había luz, pero también una considerable cantidad de vegetación. Permanecieron casi un minuto en silencio, expectantes y con los sentidos alerta, pero no oyó nada, ni siquiera el susurro del viento.

—Supongo que algún animal —dijo él, poco convencido—. Vamos, debemos movernos.

Ella asintió y sin mediar palabra reanudaron la marcha, espoleados por la sensación de inquietud que acababa de anidar en su ya mermado ánimo. Los siguientes dos kilómetros los hicieron en poco más de media hora y, tras coronar una leve pendiente, Alex se agachó nada más cruzar al otro lado, haciéndole un gesto de silencio a Lia. Ella le obedeció y se limitó a esperar mientras él extraía las gafas de visión nocturna. Con ellas puestas oteó el camino que acababan de recorrer.

Sintió como si el corazón le diera un vuelco cuando vislumbró varias siluetas borrosas en el seno de una verdosa neblina. Creyó oír sus propios latidos, de lo tenso que estaba. Le pareció que estaban discutiendo e intentó contarlas cuando un inoportuno reflejo le deslumbró, cegándole durante menos de un segundo. Cuando pudo volver a ver, ya no había nadie. Con el corazón acelerado supo que, aunque apenas había podido vislumbrar detalles —ni siquiera el número—, había algo sobre lo que no tenía la menor duda: no eran turistas.

Al quitarse las gafas se dio cuenta de que temblaba. Sin atreverse a mover un músculo más de los estrictamente necesarios con el fin de no hacer ningún ruido, le susurró a Lia al oído lo que acababa de ver. Ella le miró con expresión horrorizada, y fue necesario que él le sujetara la cabeza con ambas manos para que no rompiera a llorar de forma histérica. Ella gesticuló un «¿Qué vamos a hacer?» con los labios.

Alex meditó sus posibilidades intentando no dejarse llevar por los nervios. Aparentando una tranquilidad que no sentía, alcanzó el portátil y su teléfono e intentó realizar una nueva conexión con Owl, una vez más sin éxito. Entonces se acordó de Jones. El responsable de seguridad del laboratorio no solo les había salvado la vida en Madrid, sino que les había prometido que no se iba a separar de ellos. Esperanzado, pensó que a lo mejor le había visto a él. Localizó su número en la agenda y pulsó el icono de llamada.

Tras un minuto esperando no obtuvo respuesta. Preocupado, volvió a intentarlo, pero el resultado fue el mismo, por lo que maldijo interiormente. Aguantándose las ganas de dar un puñetazo en el suelo se dirigió a Lia:

—Jones tampoco contesta —le susurró—. Pero tranquila, estoy seguro de que en cuanto vea nuestra llamada sabrá que estamos en peligro.

Para su pesar, ella no dijo nada. La observó atentamente y se dio cuenta de que los labios le temblaban y tenía las mejillas empapadas en lágrimas, que dejaban surcos entre la suciedad que se le había adherido. Parecía al borde del derrumbamiento emocional. Alex suspiró: estaban agotados y oscurecía por momentos; necesitaban avanzar, pero también encontrar un sitio donde descansar unas horas.

—Lia… —le dijo a su compañera mientras le sujetaba el rostro con ambas manos—. Tú sabías cómo borrar un rastro, ¿verdad?

Ella siempre había tenido vocación de voluntaria y había participado como monitora en campamentos de verano para adolescentes. Le había contado a Alex que, entre las actividades que había practicado, estaban las de seguir y borrar rastros. Aunque supongo que nunca jugándose la vida, se dijo él.

—Yo… —dijo ella en tono dubitativo—, no creo que sea una buena idea.

—Debemos descansar un rato —insistió él—. Si eres capaz de borrar nuestras huellas y crear rastros falsos podremos despistarlos al menos unas horas. Si es que realmente alguien nos sigue.

Ella le miró y, tras unos segundos, accedió. Alex se preguntó si no estaba actuando ya por puro agotamiento, dándole la razón en prácticamente todo. Le sonrió, intentando animarla. Ella pareció corresponderle y comenzó a examinar el terreno.

Nada mejor que poner a alguien a hacer cosas para que aparque sus temores —pensó, recordando uno de los libros que había escrito—. Si con ello la persona se siente útil, también gana confianza. Deseando que eso le ocurriera en ese momento a Lia, se levantó y se puso en marcha.

Tres horas después estaban convencidos de que habían hecho un buen trabajo borrando casi por completo sus huellas y creando un par de rastros falsos. Había sido más sencillo de lo que Alex pensaba. Así que algo más animados, habían decidido acampar, seguros de que iban a poder despistar o entretener a sus seguidores. Alex, satisfecho, observó el lugar donde habían montado su minúscula tienda de campaña: estaba bajo un saliente de roca inclinado que la ocultaba casi por completo. No se plantearon la posibilidad de encender un fuego y, por prudencia, apenas habían hablado en la última hora. Alex se sintió relajado al ver que tan solo a un par de metros de distancia, dado que era ya noche cerrada, la tienda era prácticamente invisible. Se introdujo en ella, donde Lia estaba empaquetando lo imprescindible en una sola mochila. «Por si tenemos que salir corriendo», le dijo, y él sonrió, contento de verla con más iniciativa.

Decidieron dormir por turnos. Alex insistió en que Lia lo hiciera primero y él aprovechó para probar suerte de nuevo con las comunicaciones: una vez más conectó su iPhone al portátil y pulsó el icono del programa. Entonces se dio cuenta, de repente, de que estaba haciendo una tontería: su amigo le había dicho que debía actualizar el software de comunicación antes de volver a contactar con él. Esperanzado por que ese fuera el motivo de no haber podido contactar en las ocasiones anteriores, procedió a actualizarlo. En cuanto el proceso terminó, pulsó el icono y, por primera vez esa tarde, no visualizó el mensaje de «Fallo en la conexión». Sonrió, pensando en que si hablaba con Owl se sentiría mucho mejor.

Sin embargo su ánimo se vino abajo cuando un mensaje nuevo apareció en pantalla: «Envío de datos no autorizados. NO USAR». Con el rostro congelado en una mueca de espanto, se quedó mirando el teléfono durante unos segundos con una idea en mente: el software no era seguro. Había detectado una intrusión que antes no estaba interceptando.

Con la sensación de que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, Alex se dio cuenta de que todas sus conversaciones con Owl podían haber sido interceptadas, y que eso podía, teóricamente, haberle costado la vida a su amigo. Se dio cuenta de que había empezado a sudar, y pensó que tenía que hacer algo. No quería despertar a Lia: ella no podía ayudarle y estaba al borde del desequilibrio tanto física como mentalmente. Sintiendo gotas caer por su frente probó de nuevo con los números de Chen y de Jones. En ambos casos solo obtuvo tono de llamada. Una y otra vez.

¿Dónde narices se ha metido el resto del planeta?, pensó, respirando de forma agitada y sintiendo un inminente ataque de ansiedad. Tenía que hacer algo.

Redmond, Washington

William Baldur golpeó el cristal de su mesa con el puño. Era un gesto que solo había hecho en otra ocasión, y fue cuando Bill Gates se le adelantó unos meses con el lanzamiento de su sistema operativo Windows, idéntico al que él llevaba desarrollando durante años. Por tan solo unos meses su obra —mucho más rápida, más estable y mejor en todos los aspectos— quedó eclipsada por el rápido movimiento de su competidor. Cuando descubrió al topo que había estado filtrando información de su desarrollo ya fue demasiado tarde: todo el mundo quería una copia del programa de Gates. El suyo solo generó pérdidas. Le costó muchos años superar ese revés, y siempre supo que aquel puñetazo sobre la mesa había sido premonitorio.

Durante estos años había dado alguno más, pero no con tanta rabia como el primero. Salvo ahora, ya que intuyó que en esta ocasión podía suceder lo mismo: por segunda vez en su dilatada carrera estaba perdiendo el control de la situación, algo a lo que no estaba acostumbrado. Él era el que manejaba las situaciones, no al revés. Esa era la clave para amasar una de las mayores fortunas del planeta.

El problema no residía en organizar a toda prisa dos expediciones a México: la de Alex y Lia por un lado, y la de los tres agentes que la CIA había puesto a sus órdenes por otro. Los verdaderos inconvenientes estaban surgiendo sobre el terreno, a pesar de sus esfuerzos por evitarlos: había equipado a ambos grupos con todo lo necesario para afrontar casi cualquier situación; y se había asegurado el estar al corriente de lo que aconteciera gracias a que recibía, en tiempo real, toda la información que transmitían los teléfonos con capacidad módem que Alfonso Juárez había entregado. Dichos equipos transmitían absolutamente todo lo que pasaba por sus circuitos. Incluidas, por supuesto, las conversaciones cifradas entre Alex y su amigo, el hacker Owl.

El pirata informático había sido precavido, preparando un software que encriptaba la comunicación. Solo ellos disponían de ese programa y, por tanto, de los algoritmos para descifrar las conversaciones en tiempo real. Pero con lo que no había contado Owl era con el hecho de que esa información también iba a ser transmitida a los servidores que Baldur tenía ubicados en su central de Redmond. La potencia bruta de esas máquinas sin parangón en todo el planeta había desecho la codificación con la misma facilidad que si se hubiera enfrentado a un juego para niños de tres años. Así que Baldur había escuchado todas las conversaciones entre Alex y su amigo —las había considerado prioritarias— prácticamente en tiempo real.

El motivo de esta decisión, tan poco usual en él, de seguir tan de cerca un asunto —lo normal es que los miembros de sus equipos se encargaran de todo y le informaran puntualmente— se debía a su obsesión por el chip, una pieza de ingeniería asombrosa de la que aún desconocía su origen y que había llegado a sus manos un año y medio antes a través de un ejecutivo intermedio de una de sus filiales en México. El tipo había intentado ponerse en contacto con él en repetidas ocasiones, y en todas insistía en que le dejaran el mismo mensaje: que podía conseguir «algo fascinante». Baldur pidió un informe sobre el empleado y se enteró de que estaba alcoholizado y asfixiado por deudas de juego, así que desestimó hablar con él. Sin embargo, el tipo insistió de una forma que consideró inusual. Decidido a despedirle en persona, atendió por fin su llamada.

Se sorprendió cuando, en solo unos pocos minutos, el ejecutivo le explicó que un tipo le había enviado una serie de pruebas realizadas con un chip asombroso. Los resultados eran fabulosos, a años luz de cualquier otro prototipo, insistió varias veces. La parte débil de la historia residía en que el potencial vendedor le había transmitido los datos por email, así que aún no había visto ese procesador. Al parecer estaba dispuesto a venderle tres unidades por un precio cuantioso. Ni planos, ni esquemas, ni manuales, nada más que los chips.

Baldur sintió en ese momento que podía estar ante una oportunidad. No temía en absoluto que los procesadores fueran robados —el espionaje entre empresas estaba a la orden del día, para eso tenía abogados—, pero sí que pudiera ser objeto de una estafa. Sus empresas eran conocidas y su fortuna, sumamente envidiada. Receloso, remitió los datos que le proporcionó el ejecutivo a sus ingenieros de confianza. Para su sorpresa estos no dudaron en decirle que aceptara. Si los datos eran ciertos parecía ser un dispositivo espectacular; y el no disponer de esquemas no iba a suponer un problema, le dijeron. Eran expertos en ingeniería inversa y estaban seguros de que, por avanzada que fuera su tecnología, podrían copiarlo y desarrollar uno similar.

A pesar de sus dudas el millonario aprobó la operación y el tipo que había vendido los chips a su empresa se embolsó una considerable cantidad. A pesar de la insistencia personal de Baldur, el tipo no llegó a revelar su identidad en ningún momento, y esta fue una de sus condiciones más exigentes. Toda la operación se realizó mediante correos electrónicos y transferencias bancarias a cuentas protegidas. El ejecutivo de México ni siquiera llegó a conocer al tipo, así que en todo momento Baldur tuvo la sensación de que le iban a engañar.

Ya durante la entrega de la «mercancía», el vendedor mantuvo al obeso ejecutivo recorriendo las calles de México D. F. durante toda una mañana. Cuando Baldur ya pensaba que le habían engañado, el sudoroso ejecutivo se encontró un paquete sobre su mesa que contenía los preciados chips. Al interrogar a su secretaria esta le dijo que un repartidor lo había entregado mientras él estaba ausente. Por supuesto no recordaba el aspecto del chico. Cuando revisaron las cámaras de seguridad vieron que solo se podía distinguir una gorra roja que tapaba el rostro de un hombre atlético y con un tupido mostacho. Un par de millones de dólares habían cambiado de manos y no tenían ni un maldito nombre, a excepción de una dirección de correo electrónico que contenía la palabra «Azabache».

Tras la entrega y hasta que llegaron los primeros resultados, Baldur estuvo furioso, convencido de que le habían engañado en sus narices por culpa de un empleado con serios problemas personales, al que pronto se le iban a añadir unos cuantos más. La llamada del laboratorio de desarrollos avanzados hizo que su humor se ensombreciera nada más escuchar las primeras reacciones de sus empleados: nadie daba crédito a los resultados obtenidos por el chip en las primeras pruebas. Baldur no tenía en ese laboratorio a los ingenieros más novatos o impresionables del planeta precisamente, así que cuando le dijeron que era mejor que se acercara para explicarle los hallazgos en persona, el multimillonario empezó a creer que ya tenía la confirmación de que le habían estafado.

Su sorpresa fue mayúscula cuando le relataron algo completamente diferente a lo que él creía que iba a oír: al parecer la potencia de cálculo de ese chip era tan descomunal que, si había algún engañado —le dijeron—, era la persona que los había vendido por «solo» un par de millones. Como guinda de los hallazgos positivos le explicaron que se acoplaba sin problema a cualquier placa base conocida mediante unos sencillos adaptadores. Era una pieza de ingeniería asombrosa que parecía «haber sido traída desde el futuro», afirmaron.

Y Baldur se dio cuenta de que los que realmente habían salido perdiendo en ese asunto eran quienes lo hubiesen desarrollado: alguien había sido víctima de un execrable expolio. Una empresa que tenía que estar echando de menos tres de sus prototipos, por lo que no había tiempo que perder: dio orden de desmantelarlos para copiarlos, sin reparar en gastos. Lo prioritario era no perder el tiempo. Sin embargo, en un par de días la decepción llegó junto con un demoledor informe: sus ingenieros carecían de la capacidad suficiente para manipular los procesadores dado el sorprendente grado de miniaturización alcanzado en sus componentes.

El chip parecía tener una estructura tan diferente a todo lo conocido que no se atrevían a manejarlo sin conocer más sobre él. Sus hombres temían carecer de las herramientas necesarias para desmontarlo, minimizando el riesgo de dañarlo. Apesadumbrados, le aconsejaron no manipularlo hasta conocer más sobre él, y fue entonces cuando Baldur, frustrado y poco acostumbrado a no satisfacer sus obsesiones, se dio cuenta de que tenía una frente a él: la mayor a la que se hubiera enfrentado nunca.

William Baldur, completamente obsesionado con los procesadores, decidió estudiar su potencial en dos proyectos que ordenó que se desarrollaran de forma simultánea: el primero era un programa de simulación estratégica militar que realizaba cálculos de situaciones de conflicto armado en tiempo real. Su concepto era sorprendentemente parecido al de los videojuegos de estrategia que triunfaban en todo el planeta, solo que en este caso las tropas, unidades, terreno, factores climatológicos y todas las variables se basaban en la realidad.

La parte más compleja del software residía en el aprendizaje. Su equipo de ingenieros había desarrollado unas rutinas de inteligencia artificial que aprendían de las simulaciones, obteniendo así mejores resultados cada vez que se enfrentaban a situaciones similares. Una de las mejores ideas para ello fue que el sistema aprendiera directamente de personas reales. Inicialmente tomaron datos de contiendas reales, pero pronto se dieron cuenta de que no había suficientes con las que alimentar la voraz capacidad de aprendizaje de su creación, así que recurrieron a una fuente que resultó ser de lo más fructífera: los miles de servidores de partidas online de los videojuegos de estrategia.

Dado que casi todos se podían jugar ya por Internet, el programa de Baldur accedió —sin ningún tipo de permiso— a los servidores de las compañías creadoras de los videojuegos, y comenzó una estrecha monitorización de todas y cada una de las partidas que se jugaban en todo el planeta. En ellas el software aprendía cómo los jugadores se devanaban los sesos para resolver diferentes situaciones, y a pesar de rastrear decenas de miles de partidas simultáneas, el chip procesaba esa abrumadora cantidad de datos sin ningún tipo de problema.

Tras unas semanas decidieron probar el software, para lo que crearon miles de usuarios diferentes que el programa controlaba de forma simultánea. El rendimiento fue espectacular: ganó todas las partidas en las que participó, y lo hizo en tiempos récord y sin signos de sobrecarga del chip. El equipo de ingenieros estalló de alegría al comprobar que el sistema resolvía inmediatamente cualquier situación a la que se enfrentara, por novedosa que esta fuera. Las partidas duraban minutos —a veces solo segundos— y en la mayoría de los servidores sus falsos usuarios fueron expulsados bajo sospecha de tramposos. La única trampa que estaban haciendo consistía en que ese jugador, sorprendentemente bueno, simplemente no era humano.

Baldur estaba muy satisfecho con los progresos: el software era invencible y sus capacidades de aprendizaje y mejora parecían no tener límites. Todo gracias a ese procesador que no podía quitarse de la cabeza. El único aspecto con el que no estaba conforme era con que la mitad de los fondos del proyecto —y por ende gran parte del control de este— procedieran del Gobierno de Estados Unidos: en su desarrollo estaba participando el ejército, que iba a ser el más beneficiado de esa tecnología; y en su «supervisión» —por decirlo de alguna forma— estaba implicada la CIA. Baldur no tenía ninguna duda de la importancia de mantener todo el desarrollo controlado y en el mayor de los secretos, pero le resultaba bastante incómodo no tener absoluto control de todo el proyecto. Era algo a lo que no estaba acostumbrado.

Para empeorar las cosas, la Agencia había metido las narices en otro de sus proyectos: uno mucho más sencillo —un deseo personal— que había ordenado llevar a cabo en una desconocida y pequeña ciudad europea, lejos de miradas ajenas, sobre realidad aumentada. Era una de esas apuestas que hacía por instinto y que generalmente terminaban saliéndole bien. Había sorprendido a sus colaboradores más íntimos cuando les dijo que iba a enviar a ese proyecto uno de sus recién adquiridos chips. Los problemas con la CIA comenzaron cuando tuvo que explicarles que uno de aquellos prototipos —que creían que él había desarrollado— se iba a España, con el consiguiente riesgo de pérdida o robo. Baldur discutió amargamente con la Agencia y al final tuvo que aceptar que un equipo de sus hombres supervisara también el desarrollo del proyecto europeo. Así entraron a formar parte de él algunos agentes, como Jones, cuya actuación posterior había sido crucial para salvar la vida de Alex y Lia.

Lo que nadie más sabía era que existía un tercer equipo, al frente del cual se encontraba Jules Beddings, casualmente un antiguo compañero de facultad de Alex, que había destacado en el mundo empresarial gracias a su absoluta falta de escrúpulos. Era un hombre inteligente y ambicioso que enfocaba toda su energía vital —que no era escasa— en buscar soluciones a rompecabezas. En este caso consistían en estudiar el verdadero potencial del misterioso chip y, lo más importante, descubrir su origen con el fin de clonarlo. Así que le proporcionó toda la información de la que disponía, encontrándose entre ella una dirección de correo electrónico que contenía la palabra «Azabache».

Baldur sabía que en un principio Jules había querido contratar a Alex, consciente de sus amplios conocimientos en neurología e informática. Pensaba que era la persona ideal para estudiar un chip de esas características. Sin embargo Boggs se le adelantó por poco. Así que Jules ideó un maquiavélico plan: intentó convencer a Alex de que cambiara de proyecto, a sabiendas de que no lo iba a hacer. Su verdadera intención era crear dudas en el médico, con el fin de que este colaborara con él, cosa que había conseguido con un poco de psicología y mucho de manipulación.

Baldur aún estaba sorprendido por cómo habían transcurrido los acontecimientos: la idea de Jules de proporcionarle el nombre de «Azabache» a Alex había resultado ser un éxito. Su amigo el hacker había logrado encontrar la identidad de la persona que ellos llevaban meses buscando. Así que las cosas habían salido perfectas para Jules —ya que Alex estaba trabajando para él—, y para Baldur —que por fin tenía una investigación en marcha sobre el origen del chip—. Por eso había financiado las expediciones a México de forma tan sorprendentemente rápida: por un lado la de Alex y Lia; por otro, la de Jones y sus hombres; y en tercer lugar —y sin que nadie más lo supiera—, la de Jules Beddings.

El problema era que alguien había asesinado en Madrid al que creían que había sido el vendedor del chip, Milas Skinner, intentado además hacer lo propio con Alex y Lia. Y al igual que el médico, Baldur tampoco creía en las casualidades. ¿Quién más estaba tras la pista de los médicos? El hecho de que estos hubieran sobrevivido a tan extraño tiroteo se debía únicamente a la providencial aparición de Jones, que él había solicitado que cubriera las espaldas de sus protegidos. Por fortuna la Agencia había aceptado y, gracias a eso, los médicos estaban vivos. Una de las cosas que más le tranquilizaba era precisamente que Jones y dos hombres más también estuvieran en México, cubriendo los movimientos de la pareja.

Pero a pesar de todo, algo no iba nada bien, pensó Baldur. Durante unos segundos contempló su monitor sin mover un solo músculo del rostro: allí visualizaba, en tiempo real, las posiciones de sus dos expediciones. Y mientras Alex y Lia habían seguido desplazándose en las últimas tres horas, el equipo de Jones no se había movido ni un metro. Algo preocupante, sin duda, aunque mucho más preocupante era que el agente no respondiera a sus llamadas.

Cerca de las Ruinas de Palenque
Palenque, México

Antes de que Baldur se preocupara por él, Jones ya se sentía inquieto, a pesar de ser uno de los mejores agentes de la Agencia y de que ese tipo de misiones era su especialidad. De hecho, los meses que había tenido que pasar en el laboratorio de Boggs le habían parecido un infierno al permanecer confinado. Lo más extraño de todo era la funesta sensación que le venía acompañando desde hacía varios días. No sabía a qué podía deberse esa inquietud, que formaba parte de su instinto, pero que nunca había sentido con tanta fuerza. Era como si de repente se hubiera incrementado su capacidad de intuir peligros, se decía encogiéndose de hombros. Algo bueno, por supuesto. Lo malo era que su nueva capacidad no le advertía de dónde iban a surgir los problemas, y que aquella sensación había aumentado hasta límites desconocidos para él en las últimas horas.

Suponía que parte de esa angustia —por llamarla de alguna forma— se debía a cómo habían cambiado las circunstancias. En un bosque del Chiapas profundo era bastante más complicado proteger a una pareja de civiles que en el centro de Madrid. Hechos como el medir casi dos metros, el ser de raza negra y el ir acompañado por otros dos hombres armados hasta los dientes no contribuían precisamente a pasar desapercibido, y no dejarse ver resultaba crucial para la misión, ya que sus órdenes eran claras: debía atrapar a los potenciales asesinos, y la única forma de hacerlo era utilizar a la pareja como cebo. Una mierda de trabajo, pensó, ya que ahora mismo Alex y Lia estaban demasiado expuestos, como en tantos otros momentos en los que había actuado de forma similar. Y sabía, por experiencia, que era ridículamente fácil acabar con ellos si se disponía de un equipo mínimamente cualificado, algo que estaba seguro de que ocurriría con sus potenciales enemigos.

Ese pensamiento le llevó a otro aún más preocupante: ¿quiénes son esos tipos?, se preguntó. En Langley estaban desconcertados, ya que aún no habían identificado los dos cadáveres de Madrid. Estos constituían un auténtico misterio; sus compañeros habían accedido a las muestras de huellas, moldes dentales y ADN, pero sorprendentemente estas no habían revelado nada. Algo preocupante, se dijo, ya que no era fácil despistar a la mismísima CIA. Aun en uno de sus peores momentos —históricamente hablando—, por los recortes económicos y el desprestigio de algunas operaciones mal llevadas, el poder y los medios de la Agencia aún eran considerables. Así que quien estuviera detrás de esos cadáveres debía de ser alguien muy listo… o con considerables recursos, pensó.

Apretando el paso hizo un repaso mental de los dos últimos días: habían viajado en los mismos vuelos que Alex y Lia. Estos no se habían percatado de su presencia ni en el trayecto hacia Madrid —donde habían estado bastante pendientes el uno del otro, besándose parte del viaje— ni en el intercontinental, donde sus asientos habían estado separados por una considerable distancia. Jones y sus dos agentes habían viajado por separado, alternando disfraces de turistas y de hombres de negocios, y en todo momento habían permanecido fuera de la vista de la pareja. Eso había sido pan comido.

Los problemas habían comenzado en México, donde su presencia resultaba demasiado evidente. Por fortuna habían podido seguir a la pareja a una considerable distancia, ya que el móvil que Juárez les había entregado enviaba su posición constantemente gracias a un GPS integrado. Jones la recibía en un pequeño portátil del que no se separaba, y gracias a esa sencilla tecnología habían podido seguir a la pareja de lejos, aunque por otro lado, también le ponía especialmente nervioso el no disponer de contacto visual.

La situación no mejoró cuando sus protegidos decidieron caminar campo a través. Allí habían tenido que aumentar la distancia y esforzarse doblemente por ocultarse, no solo de Alex y Lia, sino también de los que denominaba como «los otros». Esos tipos, pensó de nuevo, estaban confirmando ser realmente buenos: era relativamente difícil seguir a alguien sin ser visto en una ciudad; pero en un bosque como aquel, hacerlo resultaba bastante más complicado. Así que, si «los otros» andaban tras la pista de los médicos —algo de lo que Jones estaba seguro—, ya deberían haberse dejado ver, cosa que no había ocurrido para su desesperación.

Suspirando, cogió sus prismáticos para observar de nuevo a la pareja y vio que se habían detenido. Parecían hurgar en sus mochilas. Hizo una señal con la mano a sus hombres y estos se detuvieron inmediatamente. No quería acercarse demasiado. En ese momento detectó algo de movimiento por el rabillo del ojo. Imposible que fueran sus hombres, pensó en milésimas de segundo. Su instinto, entrenado con los años y acrecentado en las últimas semanas, le hizo echarse a tierra sin pensar, esquivando así de forma milagrosa dos disparos que impactaron en el suelo, a escasos centímetros de él.

¡Pop!, ¡Pop!

Aún rodando, se dio cuenta de que habían sonado varios disparos más. Armas con silenciador —pensó—, profesionales. En cuanto recuperó el equilibro, alzó la cabeza y vio uno de sus hombres cayendo como un muñeco de trapo, y en ese momento supo que era hombre muerto. Casi como una confirmación de su lóbrego pensamiento, cuatro individuos aparecieron prácticamente de la nada. Llevaban un extraño equipamiento de color negro, que dibujaba perfectamente sus musculosas siluetas, con extraños relieves en su oscura superficie y que parecían de aspecto ligero y resistente. Llevaban los rostros cubiertos con máscaras del mismo tejido. Sobre los ojos portaban unas gafas ajustadas, también oscuras, de forma que era imposible adivinar sus intenciones por la mirada. Aunque Jones las tuvo claras, lo que más le llamó la atención de lo que vio, curiosamente, fue que no hicieron el más mínimo ruido al caminar hacia ellos. Sus botas parecían absorber hasta el último crujido de las ramas que pisaban. Una tecnología admirable la de esos trajes, se dijo el derrotado agente.

Se acabó, pensó. Eran cuatro contra dos. Enarbolaban pistolas con silenciadores, con las que les apuntaban, y ellos no tenían ni sus armas en las manos. En ese momento fue plenamente consciente del fracaso de la que ya, sin duda, se había convertido en su última misión: aun siendo unidades de élite, esos tipos les habían cogido desprevenidos. Alex y Lia no iban a tener la más mínima oportunidad, pensó, seguramente morirían sin saber ni quién les había disparado, y puede que ni siquiera fueran conscientes de su propia muerte. Un impacto en la frente, oscuridad y fin de la historia. Pensó que si tenían suerte, ocurriría así de rápido.

Su entrenamiento y la experiencia de años le impidieron sentir el más mínimo miedo o preocupación. Los únicos sentimientos que ocupaban sus neuronas en ese momento eran un evidente fastidio —que supuso llevaba dibujado en el rostro— y una incipiente sensación de furia por haberse dejado atrapar como vulgares aspirantes a agentes del FBI.

De repente oyó su propia voz, algo que le sorprendió a él mismo tanto como a sus enemigos, que detuvieron su avance como si él hubiera sacado una metralleta del bolsillo.

—Solo quiero saber una cosa —se oyó decir, en tono tranquilo.

Los dos hombres de negro que estaban frente a él se miraron. No podía ver sus ojos, pero uno de ellos asintió ligeramente con la cabeza y miró de nuevo a Jones. Este entendió el gesto y formuló las que sabía que iban a ser sus últimas palabras:

—¿Quiénes sois?

Los dos hombres volvieron a mirarse, y en ese momento el potenciado instinto de Jones tomó las riendas: realmente no tenía intención de probar nada —sabía que no tenía opciones en el cuerpo a cuerpo—, pero al ver el instante de vacilación en sus enemigos, los ganglios basales de su cerebro —las zonas donde se había almacenado su entrenamiento— comenzaron a mandar órdenes a sus siempre preparados músculos: dio una zancada hacia delante contrayendo al máximo sus gruesos gemelos y se abalanzó hacia el tipo que tenía más cerca. Su compañero debió de entender su movimiento, ya que de reojo vio cómo él saltaba en dirección al otro tipo. Era una locura pues aún quedaban dos tiradores apuntándoles, pero si se abalanzaban encima de sus adversarios les pondrían las cosas difíciles: los tiradores que tenían a sus espaldas no podrían disparar sin riesgo de herir a sus compañeros. Tenían una oportunidad, se dijo, no iba a vender barato su pellejo.

El individuo que le apuntaba dio un paso atrás, trastabillándose. En el aire, Jones pensó por un segundo que, si caía con contundencia sobre él, tendría una considerable oportunidad de desarmarlo a la vez que lo usaba como escudo frente a los otros tipos. Pero ellos también eran profesionales y habían sido entrenados: en solo unas décimas de segundo los cuatro individuos de negro apretaron sus gatillos. Todos acertaron en sus blancos: las balas de los dos soldados que estaban siendo atacados se clavaron en el pecho de sus víctimas. Las que dispararon los hombres que estaban a sus espaldas, y que habían podido apuntar con más precisión, a pesar de los movimientos de sus objetivos, penetraron cada una en un cráneo. Ellos también tenían ganglios basales. En menos de tres segundos, desde que Jones hubiera formulado su pregunta, había terminado todo. Su cuerpo y el de su compañero yacían sobre el suelo, sin vida.

El líder del grupo hizo un gesto con la mano, consciente de que podían haber llamado la atención de sus perseguidos, y todos se echaron al suelo, permaneciendo inmóviles. En ese momento se oyó un zumbido, que enseguida comprobaron que procedía del cuerpo de Jones. Uno de los hombres se acercó y lo registró hasta encontrar un teléfono móvil. Mostró la pantalla al líder, en la que visualizaron un nombre: «Alex». La llamada se cortó. El líder hizo una señal de silencio y ninguno de los cuatro tipos se movió. Volvió a oírse el mismo zumbido, y vieron que de nuevo era Alex. Permanecieron tumbados y en silencio hasta que el teléfono dejó de vibrar.

Se quedaron así unos minutos más, hasta que el líder pudo constatar en la pantalla de su miniordenador portátil que la posición de las personas que estaban siguiendo había comenzado a variar: se estaban desplazando de nuevo. Hizo una señal a sus hombres y, sin hacer el más mínimo ruido, estos se levantaron y comenzaron a andar. Si alguien los hubiera visto, le habrían semejado cuatro fantasmas en un bosque en el que comenzaba a oscurecer, en una noche que pintaba que iba a ser larga. En unos segundos habían desaparecido del claro. Sobre el suelo, el cuerpo de Jones se enfriaba mientras algunos insectos comenzaban a acercarse.

Tres horas después de haber acampado, las profundas respiraciones de Lia —que tenía la cabeza apoyada sobre su pecho— sumieron a Alex en un duermevela. A medio camino entre la consciencia y el sueño, su cerebro a veces confundía si estaba despierto o no. De vez en cuando abría los ojos completamente, recordándose que no debía quedarse dormido. En otras ocasiones se sumía en esas ideas extrañas, inconexas, descabaladas, que se tienen antes de dormir.

Aunque hubiera estado completamente despierto y alerta, difícilmente hubiera percibido los movimientos que se produjeron alrededor de la roca que albergaba la diminuta tienda de campaña. Cuatro hombres, completamente de negro y que no hacían el más mínimo ruido al desplazarse, habían tomado posiciones tumbados alrededor de la tienda. No habían tenido la más mínima dificultad en encontrarla: se habían limitado a seguir las coordenadas GPS que el módem de la pareja había transmitido.

Los visores térmicos de los individuos les mostraron una señal de calor alargada sobre el suelo de la tienda que encajaba con la silueta de dos personas durmiendo abrazadas. Llevaban unos minutos observando la imagen y apenas tenían dudas, a pesar de que era poco nítida. No podían arriesgarse a que uno de ellos hubiera salido a dar una vuelta o simplemente a hacer sus necesidades. El líder apreció leves movimientos que podían corresponder con sus respiraciones o leves cambios de postura. Cabía la posibilidad de que uno de ellos se despertara en cualquier momento y saliera de la tienda. Eso no debía ser ningún problema para sus planes, pero decidió ser prudente y acabar de una vez su trabajo. Ya habían tenido bastante sorpresa con la reacción de los tipos de antes.

Se comunicó con sus hombres susurrando por el micrófono que llevaba junto a su mejilla. Su voz quedó amortiguada por la máscara protectora que le cubría el rostro, pero ellos recibieron las órdenes de forma nítida en sus auriculares, que portaban dentro del conducto auditivo externo. Fuera de ahí no se oyó ningún ruido. Obedeciéndolas apuntaron sus potentes pistolas, potenciadas con visores y silenciadores, hacia las marcas de calor ubicadas a escasos metros de su posición. Los cuatro asaltantes se movieron prácticamente al unísono, casi parecían tener hasta sus respiraciones acompasadas. Durante unos instantes solo se oyó el rumor de la brisa nocturna y el movimiento de unas cuantas ramas. La antesala perfecta para una visita de la Parca, pensó el líder.

Su orden llegó nítida:

—Fuego.

Todos apretaron los gatillos de forma inmediata.

¡Pop!, ¡Pop!, ¡Pop!

Ni siquiera los animales más cercanos se inquietaron por los doce disparos, apenas audibles, que atravesaron la noche en apenas dos segundos. Cada miembro del grupo había apuntado a una zona diferente y ejecutado tres disparos con el fin de asegurarse. El líder había estimado que, desde sus posiciones, cada víctima recibiría entre cuatro y ocho impactos en lo que confiaban fuera la cabeza o, como mucho, el pecho. Le habían comunicado que sus objetivos eran portadores de información delicada que podía ser transmitida con solo pulsar una tecla, así que debían morir en el acto y sin ser conscientes de ello. Esas eran sus órdenes, y así las había ejecutado.

El grupo se quedó en silencio, expectante. Con un tremendo fastidio el líder contempló desde su posición cómo uno de los cuerpos se movió ligeramente, algo impropio de un grupo de élite como ellos. Por fortuna fue un movimiento leve. Dio una nueva orden de disparo y enseguida se oyeron varios ¡Pop! adicionales, alguno de ellos ya ligeramente más sonoro que los anteriores. Algún silenciador estaba empezando a fallar, se dijo el líder, y atento, contempló el resultado.

Algo más satisfecho, comprobó que ya no había movimiento dentro de la tienda. Aun así se quedaron inmóviles, era posible que alguno de sus objetivos aún siguiera con vida; por lo que le habían dicho solo con un gesto de la mano se podía enviar esa información, y la experiencia le había enseñado que era mejor esperar a que su enemigo se delatara —en caso de estar vivo— que ir a comprobarlo. Permanecieron en sus posiciones y con las armas apuntando en espera de un nuevo movimiento. Transcurridos dos largos minutos el líder estuvo seguro de que eso ya no iba a ocurrir: los cuerpos no se movían ni para respirar. La única imagen nueva que vio se correspondió con un reguero de calor que salía de la tienda y se dirigía hacia ellos, perdiendo intensidad conforme se aproximaba. Sabía lo que era, pero siguió inmóvil.

Tras otros dos minutos en los que no constató ningún movimiento, finalmente se quitó el visor térmico. Ordenó a sus hombres cubrirle, mientras él se acercaba a sus objetivos sin hacer ruido gracias a sus botas de goma sintética de alta tecnología, que absorbían el sonido que se generaba bajo ellas. Cuando abrió la lona, vio los sacos de dormir, uno junto al otro. Estaban plagados de agujeros de los que salía sangre. Con cuidado de no pisarla, vio que esta formaba un reguero que se desparramaba fuera de la tienda, serpenteando entre las piedras y las matas del suelo.

Unos instantes después sus hombres se movían a toda velocidad. Apenas se oyeron unos susurros y algún que otro crujido mientras arrojaban unas cuantas pastillas para encender fuego dentro de la tienda. Una cerilla encendida surcó el aire y cayó en el interior, provocando un devastador efecto de forma inmediata.

La llamarada fue brusca y furiosa dado que la mayoría de los materiales que había en el interior eran altamente inflamables. La llama enseguida se transformó en una bola de fuego que alcanzó y consumió la lona de la tienda en pocos segundos. Esta cayó sobre el interior, envolviendo todo el contenido en un sofocante abrazo. Aunque hubieran estado vivos, hubiera sido imposible salvar a ningún ocupante, pensó el líder. En ese momento olió el inconfundible y angustioso olor a carne y grasa quemada. Era exactamente el mismo de las barbacoas, donde paradójicamente le resultaba más repulsivo que ahora. En estas circunstancias formaba parte de su trabajo, y lo asumía como tal. En la playa, con una cerveza bien fría y rodeado de sus amigos, su mujer y sus dos hijas de corta edad, era donde le resultaba vomitivo el recordar las tareas que tenía que hacer como medio para ganarse la vida sirviendo a su país.

Contempló el voraz fuego durante unos segundos. Pronto el olor a plástico comenzó a mezclarse con los anteriores. Era bueno asegurarse de que los cuerpos se carbonizaban, ya que retrasaría su identificación. El hecho de que hubieran sido acribillados a balazos quedaría tapado tras el correspondiente soborno al funcionario de turno. La ejecución no podía haber sido de otra forma, era la única forma de realizarla sin dar tiempo a reaccionar a sus víctimas. Sabía que la posterior autopsia sería una pantomima: determinaría que habían muerto accidentalmente al prenderse fuego en la tienda mientras dormían. Era algo que ocurría de vez en cuando a los turistas imprudentes, y era fácil de creer. ¿Quién iba a querer asesinar a dos médicos españoles que retozaban en un viaje de placer?, pensó. Nadie haría demasiadas preguntas.

El humo se volvió especialmente denso, fruto de la combustión de los productos químicos, y el olor ya resultaba insoportable, además de peligroso para sus pulmones. Las llamas empezaron a bajar su furia, al no encontrar tanto combustible del que alimentarse, señal de que el fuego se había estabilizado y allí ya no había nada más que hacer. El líder decidió que era el momento de desaparecer; le hubiera gustado quedarse y comprobar el estado en el que quedaban los cuerpos, pero sabía que era absurdo. El trabajo había sido limpio, y era arriesgado permanecer más tiempo, pues alguien podría ver las llamas y alertar a las autoridades locales. Lo último que deseaba era tener que disparar a un policía mexicano. Bastante follón habían organizado ya, se dijo, pensando en los tres cadáveres que habían dejado kilómetros atrás. En cualquier momento alguien los encontraría y aquella zona pasaría a ser un hervidero de actividad.

Dio una orden y sus hombres se replegaron, borrando sus huellas de forma mucho más profesional y eficiente de lo que Lia había hecho con las suyas. Acudiera alguien o no al maldito fuego, pensó el líder, no estaba dispuesto a facilitarle las cosas. Varios minutos después ya estaban a cientos de metros del lugar donde la hoguera seguía consumiendo los escasos restos que quedaban de carne, grasa y huesos. El líder sintió su olor en lo más hondo de su cerebro, mezclado con el de la sangre fresca. Asqueado, intentó pensar en su familia mientras apretaba el paso, y esta vez la imagen de sus dos hijas no logró reconfortarle.