10
Intuición

La única cosa realmente valiosa es la intuición.

ALBERT EINSTEIN

Miércoles, 18 de marzo de 2009
06:00 horas

El aire helado de la madrugada enfrió sus alveolos, acostumbrados al aire cálido de su dormitorio. Alex apretó el paso para ver si así se sacudía la pereza. Disfrutaba corriendo tan temprano, ya que no había gente en la calle. Seguía sin dormir bien, a pesar de que no recordaba haber tenido pesadillas en los últimos días. Por ello había decidido castigar su entumecido cuerpo con una carrera por la ciudad, además así podría pensar. Su otra forma preferida para hacerlo era echar unas carreras al Wipeout, un videojuego de aeronaves que contaba nada menos que con catorce años y que disfrutaba como el primer día en su consola de última generación de Sony.

Una afición, la de la tecnología, que Lia nunca había compartido con él. Otra vez ella, pensó resignado. Aparecía constantemente en sus pensamientos, por mucho que intentara evitarlo, y es que los intensos acontecimientos del día anterior hacían imposible lo contrario. Más bien, pensar en ella se había convertido en algo parecido a inyectarse dosis de una droga: necesitaba sentir el «subidón», y solo con pensar en ella sus neuronas parecían relajarse, aunque fuera momentáneamente. Resignado, aceptó que de nuevo estaba ilusionado, algo que paradójicamente le generaba una inmensa aprensión, y es que con esa mujer nunca tenía la certeza de nada. Quizás ahí residiera la clave de la obsesión que tenía ella.

Obsesión… ¿será eso lo que me ocurre?, pensó. Furioso por intuir la respuesta, apretó el paso y quiso olvidarse de ella, así que intentó pensar en otra cosa, por ejemplo, en la inesperada aparición de William Baldur. Era un joven americano que había dejado los estudios de medicina para fundar una empresa de tecnología, cuando nadie sabía lo que era eso. «Un fracasado», habían pronunciado algunos, señalándole con el dedo. Alex no pudo evitar sonreír, sentía auténtica envidia de lo que ese hombre había logrado.

Le invadió un escalofrío y se detuvo sin saber por qué. Él mismo se sorprendió, y miró a su alrededor en busca del motivo que le había hecho detenerse, pero no vio a nadie. ¿Otra vez esta sensación…?, se dijo, y se preguntó si de nuevo se iba a topar con Lia. En ese momento oyó un rugido, que supuso sería el motor de un vehículo. No pudo razonar mucho más. De forma instintiva —y sin saber realmente por qué— saltó hacia delante, mientras de refilón veía un vehículo que pasaba rozándole. Sus luces le cegaron durante un instante, y lo siguiente que percibió fue un estruendo de metal retorcido y cristales rotos. Duró unos segundos que se le hicieron eternos y, dado que todo estaba en silencio, el ruido pareció extenderse por casi toda la ciudad. Allí se iba a armar una buena, pensó, y para terminar de darle la razón una alarma empezó a sonar, martilleándole los tímpanos.

Lentamente apartó el brazo con el que se había protegido la cara de forma inconsciente y vio un turismo. Estaba empotrado en el escaparate de un comercio de electrodomésticos, en el sitio donde él habría estado, más o menos, si no se hubiera detenido un segundo antes, precisamente al sentir el escalofrío, se dijo.

Con la respiración entrecortada por la adrenalina se aproximó al vehículo. De un vistazo examinó al conductor, que parecía estar tan ileso como borracho, a tenor del olor a alcohol que emanaba del habitáculo. Unas botellas vacías en el asiento del copiloto confirmaron su hipótesis; lo curioso era que estaban aplastadas por una lavadora que había aterrizado sobre ellas. Esa imagen, la de un electrodoméstico haciendo de copiloto, fue la que le hizo reaccionar: debía llamar a emergencias.

Sacó el móvil de su bolsillo, y al hacerlo reparó en la multitud de cristales que colgaban de la manga de su camiseta y en lo mucho que le dolía el brazo. Se subió la manga, y respiró tranquilo al comprobar que no sangraba, aunque tenía un amplio hematoma en el antebrazo. Un objeto, y bastante contundente debido al tamaño del impacto, debía de haberle golpeado. Sintió como si el mundo empezara a girar a su alrededor. ¡Sabía que iba a ocurrir el accidente!, se dijo, mirando de nuevo el hematoma. Se había detenido, esquivando el vehículo y protegiéndose con el brazo, antes de oír el ruido del motor. Y si no lo hubiera hecho así, miles de cristales hubieran impactado en su cabeza y la contusión del brazo hubiera sido craneal…

Pero ¿cómo es posible?, se preguntó, una vez más, aturdido. Se dio cuenta de que estaba temblando. Y una idea, en lo más profundo de su cerebro, comenzó a pugnar por salir a la superficie. En las últimas semanas no se le escapaba nada: intuía lo que iban a pensar los demás; había encontrado a Lia dos veces, una de ellas, sin el dispositivo; había conseguido que ella cambiara de opinión sobre el proyecto e incluso sobre él, eligiendo las palabras adecuadas. ¡He conseguido hasta que me bese!, pensó, respirando de forma cada vez más agitada. También había conseguido provocar a Baldur para que mostrase su verdadera identidad; y, hacía unos segundos, acababa de evitar ser aplastado contra un escaparate por un vehículo que ni había oído acercarse.

Respirando aceleradamente y con el teléfono aún en la mano, recordó que era imposible adivinar el futuro o intuir lo que pensaban los demás. Sin embargo, había enfermedades, como la esquizofrenia o ciertos tumores cerebrales, que sí podían hacer creer que se tenía esa capacidad.

—Perdón, pero aquí no se pueden utilizar teléfonos móviles.

La mirada de Alex fue suficiente para silenciar primero, y ahuyentar después, al enfermero que se había atrevido a recriminarle. Habían pasado tres horas desde que había evitado, sorprendentemente, ser arrollado por un conductor borracho. Tras llamar a emergencias, había hecho lo propio con Boggs, al que había convencido de la necesidad de hacerse una revisión neurológica completa, que él mismo había dirigido, en un hospital privado cercano. Una resonancia magnética cerebral, una analítica y un electroencefalograma le habían ayudado a tranquilizarse, aunque solo parcialmente. Había decenas de procesos que podían escapar a esas pruebas, pero al menos había descartado los más llamativos. Como un tumor cerebral, se repitió, sintiendo un estremecimiento. A pesar de estar ligeramente más tranquilo seguía sin saber qué estaba ocurriendo en el interior de su cráneo.

Sacudiendo la cabeza, se centró en la llamada que había interrumpido por culpa del empleado que ahora se alejaba por el pasillo.

—Continúa… —dijo, sin alzar la voz.

—¡Le he localizado! —contestó Owl.

—¿¡Qué!? —preguntó sin creérselo. Una noticia positiva le pareció fuera de lugar en aquel día que había comenzado de forma tan extraña.

—¡Un fallo de principiantes! —exclamó el pirata—. ¿Te acuerdas del blog de donde extrajimos su nombre? Pues resulta que la base de datos de sus colaboradores está en otro ordenador, el de contabilidad… ¡que está conectado al resto! No me ha costado nada arrancarlo por vía remota y extraer el archivo. El resto, un par de contraseñas, ha sido pan comido… —dijo Owl, riéndose y con la boca llena de comida—. Si tu amigo supiera lo imprudentes que han sido en el blog, te aseguro que la próxima vez que vaya por allí, ¡la noticia la van a protagonizar ellos, pero en la sección de sucesos! Ese tío es jodido, ya lo verás en la información que te mando.

—¡Adelántame algo, Owl, me muero de impaciencia! —le pidió Alex.

—¿No eres tú el que dice que hablemos poco por teléfono…? —dijo el pirata, burlón—. Te lo acabo de enviar todo en un email. Va encriptado, pero estoy seguro de que sabrás abrirlo… —después bostezó y añadió—: Estoy rendido, he estado toda la noche trabajando en esto, así que me voy al curro a dormir un rato, ¡ya voy tarde!

Alex se preguntó cómo pensaba su amigo «dormir un rato» en el trabajo, cuando un punto de color rojo apareció sobre el icono del programa Mail. Pinchó y se abrió un correo, por supuesto sin remitente, que solo contenía una frase: «Acechado por el Trance», y un archivo en formato mp3. Hizo clic sobre él, y un estruendo brotó de los altavoces del portátil, inundando la sala de espera: ¡Piiiii-tchundatchunda-tchunda!

Cerró el archivo a toda velocidad y en la sala de espera volvió a oírse, muy lejano, el suave hilo musical que resonaba por todo el centro. Una pareja de ancianos le miraba con gesto adusto y murmurando entre sí. ¡Yo mato a este tío!, pensó, furioso. Revisó de nuevo el correo, no había nada más. Con curiosidad, pasó el ratón por encima del texto, y la flecha se transformó en una mano con el dedo índice extendido: era un enlace. Se trataba de una forma sutil de ocultar un mensaje muy propia de Owl. Aliviado, hizo clic sobre él, y una ventana apareció en el centro de la pantalla. Contenía una pregunta: «¿Hay alguien ahí dentro…?»

Un cursor parpadeó, pidiendo lo que a todas luces debía de ser una contraseña, y conociendo a su amigo, si fallaba una sola vez, esa ventana se desactivaría y no volvería a aparecer. Sonriendo, tecleó «McFly», por la mítica trilogía del cine de los ochenta, Regreso al Futuro. Tiene que ser McFly, tiene que serlo…, se dijo, nervioso. Pulsó la tecla «Intro» y una frase apareció en pantalla: «¿Carreteras? Adonde vamos no necesitamos… carreteras». Soltó una sonora carcajada y la pareja de ancianos volvió a mirarle.

Esta vez no les hizo caso y se centró en la pantalla. Ante sus ojos apareció una carpeta llena de archivos, la mayoría de texto y algunos con imágenes. Abrió una de estas y apareció un tipo moreno de unos cuarenta años, con el pelo muy corto, los ojos pequeños y de aspecto amenazante. Su mirada era inquietante y sus facciones angulosas. Sí que parece un tipo peligroso, pensó.

Empezó a leer documentos rápidamente, saltando entre líneas. En pocos minutos supo que Milas Skinner, en la vida real, era un tipo de lo más anodino: hijo de unos británicos que se habían quedado a vivir en Ibiza tras unas vacaciones, había estudiado Historia en la Universidad Autónoma de Madrid, donde había conseguido una plaza de profesor asociado a poco de finalizar los estudios. En su tiempo libre —que al parecer era abundante— colaboraba en revistas, libros y fascículos de historia contemporánea, en la que era especialista. Tenía publicados tres libros y, a pesar de que habían recibido críticas favorables, sus ventas eran escasas y circunscritas al ámbito universitario. Parecía que ni siquiera sus alumnos los compraban. Decepcionado, Alex buscó en otra carpeta. Otro documento, bastante diferente, le mostró una información con más mordiente: Owl había concluido que cuando Skinner utilizaba alguno de sus múltiples seudónimos (Azabache era uno de ellos), el escritor realizaba trabajos de investigación que rozaban la ilegalidad. Estos «trabajos» habían originado innumerables quebraderos de cabeza a sus víctimas, que solían ser políticos corruptos o famosos de medio pelo que se habían metido en líos. Tras pasar por el escrutador ojo de Skinner, sus «víctimas» normalmente acababan en las portadas de prensa y, en la mayoría de los casos, imputados en diversos delitos. Alex se sorprendió al ver la cantidad de casos conocidos que el periodista había destapado. Eso explica que se esconda tanto, no deben de faltarle enemigos, pensó. Al contrario que su paupérrima plaza de profesor, los artículos sí le generaban unos considerables ingresos que al parecer desviaba a cuentas en el extranjero, ya que todos eran abonados en dinero contante y sonante. Aun consciente de que habían topado con una perla de considerable interés, Alex siguió sin entender cuál podía ser la relación entre un historiador y un chip de alta tecnología.

Consciente de que el tiempo corría en su contra siguió abriendo archivos, y cada vez más deprisa. Tras unos cuantos que no le aportaron nada de interés decidió ir directamente al último de ellos. La ley de Murphy se aplicó, una vez más, y por fin encontró una dirección al final del texto. Al leerla ahogó una exclamación de sorpresa; según ese archivo la persona a la que buscaba vivía cerca del local al que él había llegado, con el simulador, haciendo la última prueba con el aparato de realidad aumentada. Un pub donde estaba seguro que el propio Skinner se habría tomado más de una copa, el sitio donde esa historia parecía haber empezado, muchos años atrás, una fría noche de invierno, la misma en la que Lia le besó a tan solo unos metros de donde residía Milas Skinner.

Alex se sintió extraño al darle su tarjeta de embarque a la azafata. Aún no podía creer que estuviera a punto de subirse a un avión junto a Lia. Sonrió al pensar que era lo mejor que le había sucedido desde que comenzó a trabajar en el proyecto, aunque también temió que la rapidez con la que se estaban sucediendo los acontecimientos les terminara pasando factura: en solo unas horas había averiguado (gracias a Owl) el paradero de Milas Skinner, la persona que podía arrojar algo de luz sobre los graves problemas del proyecto; a duras penas había convencido a Lia de la necesidad de ir a su encuentro. Bastante más difícil de persuadir fue Boggs: su súbita necesidad de viajar a Madrid le cogió desprevenido y respondió negativamente. Para convencerlo había apelado a la necesidad de consultar a un amigo que era una referencia mundial en procesadores, y que trabajaba en un centro de alta tecnología en las afueras de la capital española. El amigo existía, pero visitarle era lo último que entraba en sus planes.

Boggs se debió de oler algo, pensó Alex, ya que argumentó que no tenía claro que pudiera obtener información útil de ese amigo sin revelar nada de la existencia del procesador. El neurólogo tuvo un nuevo momento de inspiración cuando le pidió que lo consultara con Baldur. Boggs se quedó sorprendido por esa petición. Convencido de la potencial negativa del multimillonario, aceptó: antes de llamarle, recordó a Alex que estaban pasando una auditoría y que, en cuanto esta finalizara, deberían reiniciar el trabajo sin perder más tiempo.

Para sorpresa del propio Alex, minutos después Boggs le devolvía la llamada de muy mal humor. Enseguida comprendió el porqué de su ánimo: tenían luz verde, pues por algún ignoto motivo Baldur había aprobado el viaje. A pesar de ello Boggs insistió en mostrar su desaprobación, molesto además por el hecho de que el multimillonario hubiera aceptado esa absurda propuesta a pesar de su negativa. A Alex también le extrañó la rápida, y sobre todo positiva, respuesta de Baldur. No tenía mucho sentido, pero se limitó a encogerse de hombros. Era su oportunidad de averiguar algo… y de estar a solas con Lia.

—Será un viaje relámpago —le había dicho a Boggs por teléfono—, estaremos de vuelta antes de que acabe la auditoría.

—Alex —respondió el americano, en todo ácido—, soy yo quien coordina el proyecto, y quien decide quién debe estar aquí, y cuándo. Esto es completamente absurdo.

—Llevas razón, Stephen, pero creo que puedo aprovechar este intervalo de inactividad para obtener algo de información. Y usaré los ratos muertos para analizar los datos que tengo pendientes —añadió Alex, antes de que Boggs diera por finalizada la conversación con un gruñido.

Poco después, avergonzado por la reprimenda —que, en cierto modo, consideraba comprensible—, había empezado a cumplir su promesa de completar sus análisis: mientras esperaban el embarque de su avión comenzó a repasar las tablas de resultados de los experimentos. Al hacerlo recordó fragmentos de la última conversación con Baldur: este había sugerido que el chip procesaba en exceso los datos que recibía. Y eso podía magnificar una sutil idea: «como una lejana, profunda y casi inconsciente ideación de suicidio —recordó—. Una idea que puede terminar haciéndose consciente y real, sin que el usuario ni siquiera se dé cuenta de ello». En ese momento se hizo una pregunta de lo más simple: ¿Por qué?

Visualizó el chip en su mente, girándolo, dándole vueltas, como si así pudiera encontrar la respuesta. Decenas de preguntas se agolparon en su córtex cerebral: ¿cómo era, realmente? ¿cómo funcionaba? ¿cuáles eran sus límites? El procesador era un enigma y, paradójicamente, la causa de sus problemas seguro que residía en él. ¡Al cuerno con las prohibiciones!, se dijo: tenían que indagar sobre él.

La cuestión residía en cómo hacerlo sin incumplir la promesa de no abrirlo ni manipularlo. Se le ocurrió una idea; inicialmente le pareció absurda, pero tras unos minutos de reflexión la terminó plasmando en un email que finalmente remitiría a Chen, la persona en quien más confiaba para llevarla a cabo.

Camino del avión Alex consultó su reloj, y comprobó que había pasado una hora desde que le había enviado el email a Chen. Sin duda ya lo habría leído, así que decidió llamarle. El asiático respondió enseguida:

—¡Doctor, creo que se va a hacer turismo! —dijo Chen, en tono alegre—. ¿Se puede creer que aún no conozco Madrid? Dicen que en esta época está precioso.

—Madrid siempre lo está, Lee —contestó él, con una sonrisa—. ¿Has leído mi email?

—¿Que si lo he leído? ¡Varias veces! —dijo Chen, entusiasmado—. ¡Es una idea genial!

Esta era realmente sencilla: Alex le había pedido que desarrollara un nuevo programa al que denominarían Neo, rememorando al protagonista de la trilogía Matrix. En esta película la mente del héroe se introducía en un mundo creado por ordenadores que parecía real, pero no lo era. Su habilidad consistía precisamente en lograr distinguir el mundo virtual del real, cosa que el resto no podía hacer. El programa haría lo mismo que el personaje de Keanu Reeves, solo que dentro del chip. Primero intentaría obtener una imagen de cómo estaba estructurado este. Luego, e igual que hacía el protagonista de las películas, intentaría forzarlo mediante unas pruebas que se denominaban «de estrés».

Chen añadió:

—Creo que nos va a ayudar mucho a comprobar su teoría. Me gustaría tenerle cerca cuando obtenga los resultados.

Alex estaba pensando exactamente lo mismo, y se preguntó si todos tendrían la capacidad de intuición aumentada. Ya estaban en el interior del avión, y una azafata le señaló su asiento. No podía seguir hablando con tanta gente a su alrededor.

—Lee, tengo que colgar, ¿tienes alguna duda? —dijo, casi en un susurro.

—Ninguna —respondió Chen—. Creo que hasta a Stephen le va a gustar esta idea… —y en voz más baja, añadió—: Aunque está enfadado, no entiende que tengáis que viajar en este preciso momento.

Alex oyó cómo la azafata pedía que desconectaran los teléfonos móviles y se despidió del asiático. Apagó su terminal y miró a Lia. Tenía el rostro ligeramente demacrado, pero por fin le sonrió. Fue una sonrisa fugaz, apenas un movimiento de sus labios, pero bastó para que Alex sintiera su corazón acelerarse. Si no se estropeaba nada, esa noche dormirían juntos. Con suavidad puso su mano sobre el brazo de Lia, y con satisfacción vio que ella no la retiraba.

Una hora y media después, bajaban del avión cogidos de la mano. El muro de hielo de su compañera se había deshecho durante el vuelo, y habían terminado besándose como dos adolescentes en su primer viaje juntos. Sonrojados, habían dejado de hacerlo al notar las miradas de los otros viajeros.

Va a ser un viaje muy intenso…, pensó, al pisar la terminal T4 del aeropuerto de Barajas y deleitarse con sus amplios espacios, sus alegres colores y la deslumbrante luminosidad de la moderna estructura. Estaba tan contento que en ningún momento se fijó en un hombre de raza negra, estatura elevada y complexión fuerte que caminaba a unos cincuenta metros por detrás de ellos.

—Alex, ¿estamos aquí… por un impulso? —dijo Lia, sujetando una taza de café con ambas manos.

Estaban sentados en el interior del Café Comercial, ubicado bastante cerca del domicilio de Milas. Era un local que formaba parte de la historia del país: su apertura databa del año 1887 y había sido epicentro de incendiarias tertulias literarias y políticas, sobre todo tras la Guerra Civil española. Entre sus paredes se habían gestado ideas que habían cambiado el rumbo de una nación pobre en dinero y argumentos, pero rica en orgullo y carácter, mientras el resto de Europa se hundía en la Segunda Guerra Mundial. Alex sentía un profundo respeto por el local, y le pareció el sitio perfecto para que un historiador repasara sus notas. Dados los últimos acontecimientos decidió hacer caso a su potenciada intuición y le propuso a Lia entrar y esperar.

En ese momento, el local estaba poco concurrido: la barra estaba vacía y apenas había media docena de mesas ocupadas. Acababa de contarle a Lia por qué estaban sentados allí, aunque ella negó con la cabeza. Pero él no vio el gesto y el corazón le dio un vuelco cuando vio entrar un hombre con el rostro anguloso.

—Creo que vas a tener que empezar a creerme… —murmuró, mirando por encima del hombro de Lia—. ¿A que no adivinas quién acaba de entrar?

Ella abrió los ojos y Alex se dio cuenta de que se estaba aguantando las ganas de darse la vuelta, de forma súbita, para no llamar la atención. Él siguió con la vista el recorrido del individuo, y respiró cuando vio que se sentaba en una mesa. A pesar de alegrarse, se preguntó de nuevo si lo que le estaba ocurriendo a su cerebro no sería peligroso. Una vez más, decidió posponer esa idea. Tenía algo más inmediato en lo que centrarse.

—Ya puedes dejar de mirarle, si no quieres que sospeche —dijo Lia, haciéndole volver a la realidad—. Y puedo estar de acuerdo en que es llamativo que hayas acertado que él iba a venir, pero también es fácil deducir que si vive aquí cerca, le pueda gustar este sitio. Vamos, que creo que has acertado de chiripa.

—Puede… —dijo Alex, sonriendo—. Pero ahora tenemos que hablar con él. Puede que sea nuestra única oportunidad.

Se levantaron de la mesa y se dirigieron a la del profesor. Este levantó la cabeza, al sentir que se aproximaban.

—Perdone que le interrumpa —dijo Alex, mostrando la sonrisa más amplia que le permitieron sus nervios—. ¿Es usted Milas Skinner, el profesor?

Alex confió en que no viera una amenaza en ellos. El tipo detuvo su mirada unos segundos en Lia. Ella mostró su mejor sonrisa y Skinner pareció deleitarse contemplándola. Una punzada recorrió el pecho de Alex.

—¿Les conozco? —preguntó, desconfiado—. No parecen estudiantes.

—Hace ya unos años que nos licenciamos —contestó ella, ensanchando aún más su sonrisa—, pero hemos leído algunos de sus trabajos. No se imagina lo interesantes que nos han resultado, a mí especialmente. Tenía muchas ganas de conocerle.

Milas pareció morder el anzuelo, embelesado por el coqueteo de Lia. A pesar de lo oportuno de su actuación, Alex no pudo evitar sentirse incómodo con el papel de su compañera.

—¿Han leído alguno de mis libros? —dijo el periodista, sin apartar la vista de Lia—. No suelo conocer a mis lectores. Ya saben, no soy Stephen King, precisamente.

—No es tan famoso, desde luego —dijo Alex, rompiendo el coqueteo—, pero sin duda tiene usted un estilo particular. ¿Nos permite charlar un minuto con usted?

El rostro de Milas cambió, y Lia le lanzó una breve pero furiosa mirada.

—Oh, lo siento, no creo que pueda —dijo, mirando de reojo la puerta del establecimiento—. Se me está haciendo un poco tarde.

—Ni siquiera ha pedido usted —dijo Alex, llamando al camarero con un gesto—. Tranquilo, no somos ninguna amenaza: mi nombre es Alex Portago y ella es Lia Santana. Estamos trabajando en un proyecto y creemos que usted nos puede ayudar. Serán solo unas preguntas, y luego nos marcharemos. Lo único que le ruego es que sea sincero con nosotros.

—¿Y qué es lo que desean saber, que es tan importante? —preguntó, desconfiado—. Y por cierto, ¿en qué clase de proyecto andan inmersos?

—Señor Skinner —contestó el neurólogo—, usted está relacionado de alguna forma con un chip que ahora mismo está…, digamos, generando problemas. Me consta que ese chip ha pasado por sus manos. Necesitamos conocer toda la información que pueda darnos sobre él.

De forma brusca, Skinner se levantó de la mesa, exclamando:

—Señores, no sé de qué me hablan, es evidente que se equivocan de persona —dijo, cogiendo su abrigo—. En mi vida he visto un… ¿ha dicho «chip»? Sinceramente, no sé ni lo que es eso. Y ahora, si me disculpan, he de marcharme.

Alex no hizo ningún movimiento para impedir que Skinner se marchara, a pesar de la gélida mirada de Lia. Sin duda ella debía de pensar que había dado al traste con la posibilidad de obtener alguna información. En el momento en que el profesor comenzó a andar hacia la salida, Alex por fin habló:

—Señor Skinner, no voy a pronunciar sus seudónimos en voz alta, no querría comprometerle… —El escritor se detuvo, con el abrigo a medio poner, y Alex continuó en voz baja—: Pero si se sienta, le explicaré que me importan tan poco sus artículos como el hecho de que esté echando una mano a cierto partido político. Sí, me refiero a ese sucio asunto de financiación irregular que está saliendo en todos los medios, y que es evidente que va a influir en las próximas elecciones. No me importa nada de todo eso, ¿sabe? —Skinner se giró, su rostro parecía una máscara—. Solo quiero hablar del chip un rato, después nos iremos, y no volverá a vernos. Nunca.

Skinner inspiró profundamente y se llevó la mano al bolsillo de su abrigo. Alex se aterrorizó, pensando que iba a sacar un arma y descerrajarles dos tiros allí mismo. Lejos de eso, el profesor extrajo un cigarro de una pitillera, que encendió con un Zippo. Tras la primera bocanada, habló de nuevo:

—No sé si son ustedes conscientes —dijo, sentándose y señalándoles con la mano con la que sostenía el cigarro— del charco de mierda en el que se han metido.

Alex tragó saliva: las palabras de Skinner habían hecho mella en él, pero no tanto como la mirada fulminante de Lia, que había captado por el rabillo del ojo. Por fortuna, el historiador tomó la iniciativa:

—No sé qué es lo que saben ustedes acerca de las próximas elecciones. Aún falta mucho para que se celebren —dijo, mientras el camarero le servía un humeante café—, pero ya hay gente interesada en «hacer los deberes», supongo que sabe a lo que me refiero. —Alex asintió, sin tener ni idea de lo que hablaba Skinner, mientras este daba una calada a su cigarro—. No es mi problema que un partido político se financie de forma ilegal, pero si alguien se encarga de investigarlo, ¿acaso es un delito?

—Supongo que dependerá de los métodos que se usen en la investigación…

—¿Sabe usted de lo que está hablando? —preguntó Skinner, con el rostro inmerso en sus propias volutas de humo.

—¿Qué tiene todo esto que ver con el chip? —interrumpió Lia, para alivio de Alex.

—Pregúntele a su amigo, parece que está al tanto de muchas cosas —dijo el periodista, dando una nueva calada a su cigarro—. De hecho, creo que me resultaría bastante menos peligroso hablarles de política que de ese… —hizo una pausa para espirar el humo— supuesto chip.

Alex suspiró, fastidiado, estaba perdiendo la iniciativa: Milas no parecía dispuesto a colaborar, y Lia, con motivos, le estaba acribillando con la mirada. Una vez más decidió dejarse llevar por su intuición:

—Es usted quien no parece llegar a entender del todo su situación actual —dijo, señalando al historiador con el dedo—. Supongo que no puede hablar por varios motivos, a ver si los adivino: el primero de ellos debe de ser mantenerse en el anonimato; el segundo, que creo que hay algo más que dinero tras sus artículos; el tercero, que probablemente su vida corra peligro si lo hace.

El escritor le miró fijamente, apagando el cigarro.

—¿Y con todos esos motivos que usted mismo argumenta —dijo, sacando otro pitillo— pretende convencerme para que, digamos, mantenga una conversación con ustedes?

Alex sonrió.

—Se lo explicaré despacio: podrá seguir manteniendo su anonimato solo si colabora con nosotros —Milas se quedó con el cigarro a medio encender y Alex, satisfecho por la reacción, continuó—. Comprendo que tenga motivaciones más poderosas que el dinero, por ejemplo, que un determinado partido gane las elecciones. Pero esa motivación pasa a un segundo plano cuando su vida corre peligro, y creo que así es a raíz de su obsesión por no publicar últimamente… ¿me equivoco? —Milas contrajo el rostro, en lo que Alex supuso que era una afirmación velada—. Toda esta información me la ha proporcionado un buen amigo que también usa un seudónimo. Por cierto, con mayor éxito que usted.

Skinner dejó escapar varias volutas de humo. Mientras parecía pensar su respuesta, Lia hizo un evidente gesto de repulsa. Al verlo, Skinner puso los ojos en blanco.

—¿Tienen el valor de amenazarme… ustedes? —dijo, con evidente poca paciencia—. Creo que no saben a quién se enfrentan y que son ustedes una pareja de blandos mequetrefes que no tienen ni idea de lo que es la calle, ni de los peligros que esta alberga. ¿Me equivoco? —añadió en tono irónico, imitando la anterior pregunta de Alex.

Alex sintió el pánico subir por su garganta en forma de bola. Vio la expresión horrorizada de Lia, y pensó que no podían dejarse llevar por el pánico, allí no. Estaba seguro de que Skinner estaba acostumbrado a tener ese tipo de conversaciones, y lo que necesitaba era alguien que le enseñara los dientes. Respiró hondo y habló, intentando hacerlo en un tono firme:

—¿Cree usted que somos idiotas? —dijo muy despacio—. Si nos ocurre algo, mi amigo enviará un completo informe sobre usted y sus seudónimos a los principales periódicos y cadenas de televisión. Estoy seguro de que habría tortas por investigar esa información, y cuando ciertos artículos suyos, de esos escritos bajo seudónimo, salgan a la luz, entonces su vida que correrá verdadero peligro —y con media sonrisa, añadió—: ¿Me equivoco?

Durante unos segundos Skinner no se movió, aunque contrajo los labios hasta que el color desapareció de ellos. Se llevó el cigarro a los labios y dio una profunda calada, que hizo chisporrotear la punta. Alex apreció un ligero temblor en sus manos, que entendió como una buena señal. El historiador exhaló el humo lentamente.

—No me dejan elección —pronunció, entrecruzando las manos—. Más les vale que su respaldo sea auténtico, porque lo investigaré en cuanto salgamos de aquí.

Alex vio de reojo la expresión de horror de Lia, que no parecía entender nada. Sin embargo, él aguantó la mirada de Skinner, impertérrito.

—Creo que voy a tener que tragarme su historia —dijo por fin el investigador, apagando su cigarro—. Lo más sensato es alcanzar un acuerdo. Daré por sentado que no desean perjudicarme. Si fuera así, supongo que ya lo habrían hecho.

—Exacto: si nos ayuda, no volverá a saber de nosotros.

—Pues más les vale que no solo sea así, sino que lo que les cuente quede entre nosotros… —respondió Skinner, amenazante—. Si me pasa algo a mí, me encargaré de que también les suceda a ustedes.

Alex tragó saliva, esquivando la mirada de odio de Lia.

—De acuerdo —dijo, intentando que no se le notara la bola de saliva que sentía en la garganta.

—Ya saben que les esperan muchos kilómetros de viaje. Concretamente, hasta México.

Alex vio cómo Lia abría los ojos de par en par. Él, evidentemente, debió de hacer lo mismo. Ambos hicieron la misma pregunta, a la vez:

—¿¡Qué!?

—Me lo imaginaba… —dijo Skinner, encendiendo un nuevo cigarro—. Creo que será mejor que demos una vuelta.

Oscurecía cuando salieron del café. Alex respiró ese olor tan típico de Madrid cuando cae la noche, corre una ligera brisa fresca y empiezan a correr bandejas con jarras de cerveza helada en dirección a las mesas de las terrazas. Había salido muchas veces con Lia por allí y le invadió un repentino deseo de retroceder en el tiempo y volver a estar a solas con ella, sin tantas preocupaciones.

Nada más alejado de que su deseo se cumpliera, el improvisado trío se dirigió hacia un conocido restaurante de ambiente de la calle Malasaña, a instancias de Skinner. Alex y Lia se miraron, habían cenado allí en más de una ocasión. Era un local pequeño y ruidoso, donde los comensales se apiñaban y peleaban por una mesa mientras los camareros aprovechaban cualquier excusa para saltar encima de la barra y bailar. Alex supuso que el historiador había propuesto ese sitio porque el ruido impediría cualquier intento de grabar la conversación. Y, con toda seguridad, estarían a salvo de miradas indiscretas, ya que el espacio era tan reducido y las mesas tan juntas que resultaba complicado discernir quién estaba con quién.

Al entrar en la estrecha calle donde se encontraba el restaurante, Alex sintió de nuevo esa extraña sensación de inquietud que tan familiar estaba empezando a resultarle. Agarró el brazo a Lia instintivamente, pero antes de que pudiera decirle nada un enorme vehículo oscuro apareció invadiendo la acera. Era tan ancho que tuvieron que juntarse, y dejaron que Milas se colocara delante de ellos. Posteriormente Alex recordaría que ese gesto les había salvado la vida ya que, inmediatamente después de que sucediera, un calambrazo le recorrió la espalda, justo en el momento en el que dos ruidos secos llegaron a sus oídos:

¡Plop!, ¡plop!

Alex intuyó lo que eran cuando Skinner cayó hacia atrás y sobre ellos. Sin tiempo para reaccionar, intentaron sin éxito sostener al historiador, que parecía haber perdido su tensión muscular. Al final les hizo perder el equilibrio, y se fueron los tres al suelo. Alex tuvo tiempo de ver que el vehículo que le había llamado la atención tenía la ventanilla del copiloto bajada, y por ella asomaba lo que a todas luces era una pistola con silenciador. Era la primera vez que veía una en la vida real. Entonces sintió un crujido sordo que le atravesó el cráneo, cuando este impactó contra el suelo.

Se le nubló la vista. Horrorizado, tuvo tiempo para pensar que, si se desmayaba, podía darse por muerto. Le dispararían y no volvería a despertar. Angustiado por la idea buscó fuerzas, y las encontró gracias a la oleada de dolor que emergió del punto en el que su cabeza había impactado contra el suelo. Este se expandió por todo su cuerpo, casi como una sacudida eléctrica, y la descarga de adrenalina surtió su efecto: la niebla se deshizo y volvió a ser consciente de su entorno: vio, por el rabillo del ojo, que la puerta del vehículo se abrió. Desesperado, bregó como pudo, intentando quitarse a Skinner de encima. Jadeando, se dio cuenta de que pesaba demasiado.

¡Nos van a acribillar!, pensó, buscando a Lia con la mirada, mientras forcejeaba con el cuerpo del escritor. Sintiendo cómo se desgarraban algunas fibras musculares en sus brazos, empujó con todas sus fuerzas. En el momento en el que el cuerpo de Skinner por fin se movió, oyó varias detonaciones sin silenciador. Instintivamente relajó los brazos, dejando que el cuerpo del historiador volviera a caer sobre él, a modo de escudo.

Sorprendido, oyó un golpe sordo en el suelo, a su derecha. Giró la cabeza y vio un tipo con traje oscuro tumbado a escasos centímetros de él, mirándole fijamente. Dio un brinco cuando vio que le faltaba un fragmento del hueso frontal y que parte del cerebro se le estaba desparramando sobre la cara. El miedo le hizo por fin reaccionar. Estiró los brazos con toda la fuerza que pudo y empujó a un lado a Skinner, como si fuera un fardo. Si sobrevivía, pensó, luego le iba a doler todo el cuerpo.

Miró a Lia, estaba horrorizada, pero entera, pensó. Gracias, Dios mío… Dos nuevas detonaciones le hicieron girar la cabeza, y abrió la boca de par en par cuando vio a Jones que acababa de descerrajar dos tiros en la cabeza al conductor del vehículo, atravesando el parabrisas. El responsable de seguridad del laboratorio se volvió hacia Alex, y este se dispuso a abalanzarse sobre él.

—¡Estoy aquí para protegerles, doctor! —bramó el gigante, dando un paso hacia él, con el arma apuntando hacia el suelo—. ¡Esto estará lleno de policías enseguida, deben marcharse ahora!

—¡No! —exclamó Alex desesperado, agachándose al lado de Skinner, y palpándole el cuello, en busca de pulso.

—¡Está muerto! —le gritó Jones, a su lado—. ¡Deben marcharse ahora mismo!

Vio que Lia contemplaba la escena como si estuviera viviendo un mal sueño. Tenía restos de sangre en el rostro, pero era evidente que no eran suyos. Alex dio un brinco al encontrar lo que estaba buscando:

—¡Tiene pulso! —exclamó—. ¡Necesito hablar con él!

—¡No, deben irse los dos ahora mismo! —gritó aún más fuerte Jones, señalando el corro de curiosos que estaba empezando a formarse alrededor.

Algunos de ellos estaban hablando por sus móviles, así que en unos minutos aquello estaría infestado de policías. Y quién sabe de qué más, pensó Alex, desesperado.

—Milas, ¿¡dónde encontró el chip!? —gritó Alex, a escasos centímetros del oído del historiador.

Un reguero de sangre corría alrededor de su pabellón auricular. Por favor, que pueda oírme…, suplicó Alex. El pulso de Skinner era cada vez más rápido, señal de que estaba perdiendo sangre rápidamente. En la parte alta de su tórax dos manchas rojas no paraban de extenderse por su camisa. Gruñendo, Alex supuso que debía de estar en coma.

Se llevó un susto de muerte cuando el historiador abrió los ojos y pareció querer murmurar algo. Alex rápidamente pegó su oreja a los labios del moribundo, y apenas logró oír un susurro. En ese momento sintió cómo algo tiraba de él hacia arriba con una fuerza descomunal.

—¡Noooo! —gritó desesperado, golpeando al aire con los puños.

La voz de Jones sonó como un trueno junto a su oreja, amenazando con reventarle el tímpano:

—¡O se van de aquí o les meto un tiro yo mismo!

Alex intentó protestar, pero la mirada del jefe de seguridad no admitió réplica alguna, así que cogió a Lia de la mano. Por fortuna no dijo nada y se dejó llevar, lo último que necesitaba era discutir con ella. Anduvieron, alejándose del lugar del crimen, y la gente se apartó a su paso. Alex estaba seguro de que en unos instantes nadie se acordaría de sus rostros, habiendo también en escena un negro de casi dos metros y dos cadáveres de unos matones que parecían salidos de una película de Coppola.

Caminaron deprisa y cuando oyeron las primeras sirenas ya se habían deshecho de sus chaquetas. La de Alex estaba manchada de sangre y la de Lia, destrozada por el roce con el suelo. Arrojaron ambas por un colector de alcantarilla después de vaciar los bolsillos, y procurando asegurarse de que caían al agua. Nada más oír el chapoteo, Lia por fin habló:

—¡Nos han disparado, Alex! —exclamó ella, con los ojos húmedos y aún en estado de shock—. ¡Han intentado matarnos!

De un rápido vistazo Alex comprobó que no les seguían y la abrazó con ternura. Ella comenzó a llorar, claramente desesperada, y él la dejó desahogarse. Sentía ganas de hacer lo mismo, pero se contuvo. Cuando ella por fin pareció relajarse un poco, le habló:

—Lia, esto es una locura —dijo, acariciándole el pelo—. No sé quién es esa gente, ni si buscaban a Milas o a nosotros, pero no creo que haya sido casualidad el que le hayan disparado estando con nosotros. Creo que alguien más le buscaba.

—¿Quiénes querrían matarnos, Alex? —preguntó ella, entre sollozos—. ¿Y de dónde ha salido Jones?

—No sé… —contestó él, sinceramente—. Pero sí dónde podemos buscar la respuesta.

Ella le miró con los ojos empapados por las lágrimas.

—Pero ¿cómo puedes hablar de respuestas? —dijo, rabiosa—. ¿¡Es que quieres seguir con esto? ¿Quieres que nos maten!?

—¡No tenemos otro remedio! —contestó él, sujetándole la cabeza entre sus manos—. ¿Acaso crees que servirá de algo dar media vuelta, volver a casa y fingir que aquí no ha pasado nada? ¿Y que nos acribillen en la primera ocasión en que no esté Jones para defendernos?

—¿Y qué vamos a hacer? —dijo ella, sollozando—. ¡Milas era la persona que podía ayudarnos!

—Y ha cumplido con su palabra —dijo él, acariciándole el rostro.

—¿Qué? —dijo ella, con sus dulces ojos inundados de lágrimas.

Alex sonrió.