15
Traición

Hay puñales en las sonrisas de los hombres. Y cuanto más cercanos son, más sangrientos.

WILLIAM SHAKESPEARE

Lunes, 23 de marzo de 2009

Alex forcejeó con su invisible asiento hasta que logró impulsarse hacia un lado y a duras penas consiguió aterrizar sin lesionarse. Dio dos zancadas en dirección a Lia sin dejar de apartar en ningún momento la mirada de la entrada. No puede ser —pensó en una fracción de segundo—, esta nave lleva enterrada miles de años. Es un milagro que siga funcionando, ¡imposible que albergue ninguna forma de vida! Se detuvo en seco al constatar la respuesta, que le llegó desde su propio cerebro. Este ya había distinguido la forma y los movimientos de la silueta como humanos y, además, los había catalogado como conocidos.

—¡Jules! —exclamó parpadeando—. ¿Pero qué demonios…?

La pregunta quedó en el aire al ver que su amigo empuñaba una pistola con la que les apuntaba. Su rostro pálido iluminado por la escasa luz azulada de la sala de control le resultó mortecino.

—¿Acaso no conoces la respuesta a esa pregunta? —contestó el interpelado, esbozando una cruel sonrisa que terminó de helarle la sangre en las venas.

—¡Nos has estado siguiendo! —le recriminó Alex, más asustado que ofendido—. ¡Y has intentado asesinarnos!

Jules arqueó las cejas.

—Una vez más no solo te equivocas, sino que me infravaloras —dijo, negando lentamente con la cabeza en señal de paciencia—. Si te refieres a esos individuos que creyeron que os habían matado, y que se fueron sin comprobar vuestra trampa infantil, me sorprende que no hayas intuido que no tenían absolutamente nada que ver conmigo. He de admitir que yo también me tragué vuestro montaje, pero afortunadamente, o quizá guiado por mi «intuición» —sonrió al decir esta última palabra—, me acerqué a comprobar los restos. Aún sé distinguir unos restos humanos, así que, tras alegrarme por vuestra sensata ocurrencia, solo tuve que seguir vuestro rastro, que, por cierto, no conseguisteis limpiar del todo, como estáis comprobando en este momento.

—¿Realmente te alegraste de que esos tipos no nos mataran? —dijo Alex en tono cínico—. No lo parece, a juzgar por tu original forma de celebrarlo —añadió, mirando el arma.

—Alex, Alex… —dijo Jules, como si fuera un padre reprimiendo en tono comprensivo a un hijo—, me temo que no ves las cosas con perspectiva… Creo que esa nueva capacidad tuya de «intuir» —Alex se sobresaltó al escuchar el retintín que Jules le dio a la palabra— no te está ayudando ahora. Está bien —añadió, con gesto condescendiente—: si eso te tranquiliza, bajaré el arma.

Lentamente bajó el brazo, aunque no hizo el menor gesto de guardar la pistola. Alex permanecía aún boquiabierto por el comentario de Jules.

—¿Cómo puedes saber lo de…?

—¿Tu capacidad? —le interrumpió Jules—. Vamos, creía que estabas a la altura de todo este asunto. Sabes perfectamente que no eres el único al que le sucede, y que, por supuesto, está relacionada con el chip.

—Pero —dijo Lia—, ¿tú también has estado trabajando con el chip?

Alex la miró, sorprendido.

—Mi querida Lia —le respondió Jules con voz melosa—, veo que tu belleza no merma aunque te encuentres en circunstancias tan adversas que hubieran hecho enloquecer a cualquiera. —Alex sintió cómo se le revolvía el estómago al oír aquel pedante discurso—. Efectivamente he tenido el honor de trabajar con un chip similar y que producía los mismos efectos que el vuestro, que como habéis comprobado, no son iguales en todas las personas. En el caso de Alex y en el mío, por ejemplo, el resultado ha sido la potenciación de nuestra capacidad intuitiva, algo que a ti, querida, también te ha ocurrido…, aunque en menor medida.

—¿Qué? —exclamó ella—. ¿Qué significa eso?

—Básicamente —se adelantó Alex, intentando evitar la palabrería de Jules— se trata de un aumento de la eficiencia de nuestra inteligencia intuitiva, aquella que nos permite sacar conclusiones de datos de los que a lo mejor no somos ni conscientes, pero que sí son procesados por nuestro cerebro a altísimas velocidades. Es como si pudiéramos percibir algo más allá de la realidad, de hecho es como una auténtica «realidad aumentada»… por decirlo de alguna forma.

—Exacto, una «realidad aumentada», sin necesidad de dispositivos externos… ¡yo no lo hubiera explicado mejor! —añadió Jules—. Y gracias a la que he podido intuir cosas como, por ejemplo, vuestra infantil, pero en parte efectiva, trampa de los conejos.

Alex apretó los labios y se sorprendió calculando la mejor forma de abalanzarse sobre su adversario. Pensó que si lograba acercarse un solo paso sin que él lo notara…

—Ni lo intentes —dijo Jules, apuntándole de nuevo con el arma—. Necesitarías al menos un par de zancadas, y mientras las das me daría tiempo a apretar el gatillo varias veces. No me obligues a hacer algo tan desagradable…

Una vez más Alex se quedó boquiabierto: la intuición —o realidad aumentada— de Jules parecía ser incluso mayor que la suya. Bastante mayor, a tenor del sorprendente comentario que acababa de hacerle: parecía haberle leído la mente. Descorazonado, pensó que iba a tener que andar con pies de plomo para salir de aquel embrollo.

—Ya que mencionas la posibilidad de dispararme… —dijo, intentando ganar tiempo—, aún no nos has explicado por qué nos apuntas con un arma.

—No tengo intención de hacerle daño a nadie a menos que me obliguéis —dijo Jules a modo de respuesta—. Me habéis ayudado bastante más de lo que esperaba, pues gracias a vosotros he encontrado el origen de los chips. No ha sido una tarea fácil, hay gente que ha invertido mucho tiempo y dinero en esta búsqueda, y fue una intuición mía la que nos puso en el buen camino.

—¿Una intuición… tuya? —le interpeló Alex.

—¿Se te ha olvidado nuestra agradable conversación en la playa, con el sol poniéndose? —preguntó Jules, sonriendo—. No tenía pensado hacerlo, pero algo me dijo que en aquel momento debía proporcionarte la única pista que tenía.

—«Azabache»… —dijo Alex.

—Exacto, un seudónimo que aparecía en una dirección de correo electrónico que el vendedor usó tan solo una vez. Lo que me llamó la atención fue su interés en no volver a utilizar ese correo.

Alex se sintió burdamente manipulado. ¿Cómo me he dejado manejar tan fácilmente?, pensó, con el corazón acelerado, mientras notaba sus latidos detrás de las órbitas de sus ojos. Angustiado, se dijo que debía calmarse si quería salir de aquella situación, por lo que se concentró en respirar despacio. Dejó que su oponente siguiera hablando:

—Es irónico —añadió Jules—, a riesgo de acabar vilipendiado me salté las cláusulas de confidencialidad, y te proporcioné una información que finalmente me va a permitir proveer de inmensa satisfacción a mi, digamos, jefe. Al fin y al cabo, él le pagó a Milas una fortuna por los chips, y ni siquiera sabía quién era ese tipo. Os está francamente agradecido.

Alex abrió los ojos, sorprendido por una súbita revelación, y de reojo vio que Lia hizo exactamente lo mismo.

Antes de que pudieran decir nada, Jules se les adelantó sonriente:

—Sí, amigos, estáis en lo cierto: mi jefe es el mismo que el vuestro. Entendedlo —dijo en tono comprensivo—, para ganar a veces hay que jugar con más de un as en la manga…

—Baldur… —exclamó Lia—, ¿compró los chips?

—¡Nos mintió! —añadió Alex, furioso—. ¡Así que él es el responsable de las muertes! ¡Hijo de…!

—Os recuerdo —le interrumpió Jules— que ha sido en vuestro proyecto donde ha muerto gente. No tengo nada claro que podáis achacar la responsabilidad de lo que le ha ocurrido a Baldur.

—¡Pero él sabía que todo lo que ocurría era por el chip! —dijo Lia, con voz desesperada.

—No, hermosa amiga —respondió Jules, sonriéndole—, Baldur no sabía nada: vosotros mismos estuvisteis elaborando diferentes teorías y él achacó los problemas a vuestro código, que os recuerdo fue desarrollado a toda prisa —y con gesto condescendiente añadió—: toda una imprudencia, por cierto… Él sabía que en mi proyecto no habíamos tenido vuestros problemas, aunque a la postre averiguamos que en parte no los tuvimos porque yo fui muy selecto eligiendo a la gente, algo que el estúpido de Boggs no pudo hacer: él apenas pudo escoger a la mitad del personal, el resto procedía de la universidad. Y, si os fijáis, los afectados fueron los integrantes con los cocientes intelectuales más bajos y con problemas neurológicos. Los más débiles mentales, por decirlo de alguna forma. Siempre son ellos los que pagan el pato, ¿no es curioso?

Alex se quedó boquiabierto. ¡Las personas con un cociente intelectual más bajo!, se repitió mentalmente. No había caído en ello, a pesar de que sabía que el chip no afectaba a todos por igual. Sabía que, efectivamente, afectaba más a las personas con problemas neurológicos, pero no había pensado en lo del cociente intelectual. Estaba seguro de que esas sí eran unas explicaciones adecuadas para los accidentes ocurridos.

—Afortunadamente —concluyó Jules—, yo elegí mejor a mi gente y mi programación ha sido más exquisita, por eso no hemos tenido problemas. Al fin y al cabo, vosotros mismos habéis concluido recientemente que el chip funcionaba bien, ¿no es así?

Frustrado, Alex se dio cuenta de que su compañero llevaba razón.

—Muy bien —admitió a regañadientes—, tu proyecto está más avanzado, tienes planes ambiciosos, y supongo que Baldur estará encantado cuando sepa que has encontrado el origen de los chips. También podrás expoliar toda esta nave si te apetece, pero —miró a los ojos de Jules fijamente—, ¿has pensado en las consecuencias? —exclamó en tono exasperado—. ¡No estamos preparados para esta tecnología…! —dijo agitado—. Será el fin del hombre, ¡la Tercera Guerra Mundial!

—¡Alex, el pesimista!… —dijo Jules exagerando las palabras y guiñándole un ojo a Lia—, ¡Alex el trágico! Si hubieras nacido en otra época, hubieras sido un gran profeta: siempre vaticinando desastres… ¡Es algo que nunca falla!

Alex dio un paso hacia delante, notando cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza. Jules le apuntó con un rápido gesto.

—Tranquilo, compañero: esas absurdas teorías sobre los riesgos de usar tecnologías para las que no estamos preparados acontecen cuando a unos salvajes les entregas un puñado de fusiles. Y nosotros no somos unos salvajes: en este proyecto trabajan las mentes más privilegiadas del planeta, ¿o es que ya no te acuerdas que tuviste la oportunidad de incorporarte a él?

El neurólogo lo miró desafiante, y su compañero continuó:

—Como entenderás fácilmente, ya tengo casi todo lo que andaba buscando. Veo que concuerdas conmigo en que este hallazgo no se puede evaluar a la ligera, y, para bien o para mal, ambos formáis parte de él. El único problema es que ahora tenéis que tomar una importante decisión, y ese es el motivo por el que —añadió, con gesto aparentemente inocente—, bastante a mi pesar, os apunto con este arma.

—¿Cuántos chips hay? —preguntó Lia en tono imperativo.

Alex se volvió hacia ella, sorprendido por la pregunta. Teniendo en cuenta que Jules les estaba encañonando, le resultó bastante llamativo que Lia interviniera con ese tono de voz. Entristecido, pensó que, probablemente, era un síntoma más del colapso que su compañera parecía a punto de sufrir.

—Buena pregunta, mi inteligente amiga —dijo Jules, sonriendo de forma aviesa—. Existen tres prototipos: el vuestro, el que maneja mi gente, y un tercero en manos de otro equipo a las órdenes directas de nuestro común jefe, con el que llevan a cabo un proyecto, digamos, más ambicioso. Pero, a la vista de vuestro hallazgo —dijo, señalando la nave—, está claro que pronto dispondremos de mucha más tecnología a nuestro alcance.

Alex se dio cuenta de que el ego de su compañero era tal que no solo no tenía reparo en contestar a sus preguntas, sino que lo hacía con evidente gusto. Con ello se situaba en un hipotético plano superior, al revelarse como conocedor de las respuestas. Pensó que quizá por esa vía, la de manipular su ego, pudiera obtener alguna ventaja. Donde no parecía haber muchas opciones era en el terreno físico, donde su enemigo estaba armado.

—Así que —intervino, mirando a Jules— hagamos lo que hagamos, Baldur terminará saliéndose con la suya.

—¿Acaso habías pensado en algún momento que no iba a suceder así? —le recriminó Jules—. En este mundo el poderoso siempre gana. Lamento tener que descubrirte, a tu edad —añadió con sorna—, que es imposible cambiar eso, así que intentar evitarlo, por ejemplo, destruyendo alguno de los chips, o revelando su existencia —dijo esto último mirando fijamente a Alex—, sería una completa estupidez. Una pequeña molestia fácilmente enmendable, pero que podría costarle bastante caro a su perpetrador… —Sus últimas palabras flotaron unos instantes en el aire antes de añadir—: Baldur va a seguir adelante con su plan, sea el que sea, y por encima de quien se cruce en su camino. No te quepa la menor duda.

—Un estilo de trabajo que parece casar bien contigo… —dijo el médico.

Jules arqueó las cejas.

—¿Acaso no eres consciente de que este hallazgo va a cambiar la Historia? —Y con tono de reproche añadió—: ¿Es que no te gustaría estar al lado de los protagonistas de esa nueva página de la Historia?

—Por una vez estoy de acuerdo contigo —dijo Alex, dejándose llevar por su intuición—: Estoy seguro de que un dispositivo de estrategia militar controlado por ese chip sin duda va a revolucionar la historia del hombre, al menos… —añadió en tono irónico— la bélica. No habrá rival que se resista, ¿verdad? —dijo, guiñando un ojo a Jules.

—¿¡Qué!? —exclamó Lia, horrorizada—. ¿De verdad están utilizando ese chip, nada menos que ese chip… ¡con fines militares!?

Alex vio cómo Jules le miraba con una retorcida sonrisa, a la que él correspondió encogiéndose de hombros. Él también era capaz de usar su intuición y su ironía.

—De acuerdo —admitió Jules—, no sería correcto mentirte, Lia: Alex no anda desencaminado. Veo que en esta ocasión nuestro común amigo sí que ha sabido enfocar su nueva habilidad correctamente, algo que me enorgullece. Pensaba que yo era el único capaz de sacarle provecho —esta vez el guiño lo hizo Jules antes de continuar en tono más severo—. Baldur está realizando grandes avances en un deslumbrante proyecto militar digno de admiración.

—«El poderoso siempre gana» —parafraseó Alex, con gesto de asco—. ¿No te das cuenta de en qué te has metido, Jules?

—¡En un gran proyecto! ¡Tú eres el único que no logra verlo, a pesar de las oportunidades que te he dado! —respondió este, ofendido. Con gesto más calmado, añadió—: Baldur es un visionario, aunque a veces cueste entender sus motivos. Se encaprichó con vuestro proyecto y decidió poner uno de sus nuevos y desconocidos chips a trabajar en él. Pero cierto gobierno se empeñó en meter las narices y tomó la decisión de utilizar el procesador que le quedaba en otro desarrollo similar pero en el que nadie husmeara y donde se pudiera ir… —hizo una pausa en la que encogió los hombros—, digamos, un poco más lejos.

—Y para ello te contrató a ti, ¡una gran elección para llegar, «digamos, un poco más lejos»! —replicó Alex en tono irónico.

—Sí, y te recuerdo que por poco no pude contratarte a ti —argumentó Jules, señalándole con el dedo—, así que no me reproches nada. Por unas pocas semanas no llegaste a trabajar conmigo, lo sabes muy bien. Si ella hubiera estado en mi desarrollo —dijo, señalando a Lia—, te hubieras venido sin pensarlo.

Alex resopló, aún a sabiendas de que su compañero estaba en lo cierto.

—Mi otra misión —continuó Jules— era localizar el origen del chip y es obvio que acerté al pensar en ti para que me ayudaras…, así que, al final, de alguna manera, has trabajado para mí.

—En realidad lo he hecho para Baldur… —puntualizó Alex, con sarcasmo—, como todos nosotros.

—Sí, Baldur es inteligente, rico y poderoso —asintió Jules—: invirtió muchos recursos en este proyecto y todos jugábamos realmente en su equipo, aunque algunos ni lo supierais, como el cándido de Boggs, pero Baldur siempre actúa así, es vox populi: empresas rivales que en realidad no lo son y todas esas historias. Así es imposible perder, y él es de los que siempre gana.

—¿Y por qué tanto interés en encontrar el origen del chip? —volvió a intervenir Lia—. ¿No le bastaba con copiarlo?

—Como es lógico lo intentó, pero no le fue posible copiar el chip. A pesar de ser compatible con nuestros sistemas, su tecnología está descomunalmente lejos de la nuestra, y eso que los recursos de Baldur son prácticamente ilimitados. De ahí que fuera fundamental encontrar su origen; claro, que nadie se esperaba esto… —dijo, mirando alrededor—. Además, recuerda los accidentes que habéis tenido con vuestro dispositivo, Baldur estaba bastante preocupado porque eso pudiera ocurrir en el otro proyecto que estaba manejando, de bastante mayor escala, y donde tampoco podía elegir el perfil psicológico de la gente que participaba.

—No sé por qué —le interrumpió Alex— me estoy imaginando a miles de soldados medio tarumbas, recibiendo órdenes directas de un chip de otra galaxia para volarse la cabeza los unos a los otros.

—Una evocativa forma de materializar el mayor temor de Baldur, sí… —dijo Jules.

Alex vio que Lia miraba a su compañero, escandalizada.

—Lo importante —añadió Jules, con voz tajante— es que aquí termina la historia. Vuestro trabajo y la fortuna de que tuvieras un amigo que supiera hallar la conexión entre Milas Skinner y Azabache han permitido que todos los esfuerzos hayan merecido la pena. Baldur tendrá lo que quería, y todos ganamos.

—¿Todos ganamos? —masculló Alex, furioso—. ¿También ganan las personas que han muerto, como mi amigo Owl o el pobre desgraciado de Skinner? ¿Se puede saber qué es lo que han ganado ellos, sus familias…? ¡Eres un maldito asesino y te juro que voy a…!

—¡Un momento! —Jules le interrumpió con voz seria y apuntándole de nuevo—. Admito que sabía quién era tu amigo, que por cierto, cometió un fallo terrible confiando en el módem que os dio Juárez; pero te aseguro que no tengo nada que ver con lo que haya podido ocurrirle.

Alex le miró conteniendo su furia, respirando aceleradamente y sin saber si tragarse las palabras del que ahora consideraba un traidor. Jules aprovechó para añadir una frase más:

—De hecho, si alguien lo puso en peligro, fuiste tú —dijo, señalándole—. Aquella tarde, sentados sobre la arena de la playa, y frente al ocaso, te advertí que hasta el mar podía oírnos. —Alex sintió una profunda angustia al intuir las palabras que venían a continuación—. Para variar, no me hiciste caso.

—Desgraciadamente hay cosas que no se pueden cambiar —dijo Jules—, como lo que le ha sucedido a tu amigo. Sin embargo aún estás a tiempo de evitar una tragedia mayor.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Alex, con rabia contenida.

Parte de su ira era contra sí mismo: había pedido ayuda a su amigo Owl, poniéndolo en peligro, y este había pagado las terribles consecuencias. Sin embargo Jules negaba tener nada que ver, y, aunque eso no parecía encajar con el hecho de apuntarles con un arma, Alex tampoco disponía de ninguna evidencia de lo contrario, tampoco de que Jules tuviera algo que ver con los individuos de negro. Pensó que de ser así, ellos habrían estado allí en ese momento.

—Baldur te hizo una oferta —contestó su antiguo compañero—. Debo decirte que sigue en pie —y mirando a Lia, añadió—: por supuesto la tuya también. William quiere que los dos trabajéis con él.

Alex no entendió nada e intentó buscarle un sentido a todo aquello. La pregunta que se le venía una y otra vez a la cabeza era por qué su amigo les apuntaba con un arma para comentarles eso. ¿Acaso una negativa le obligaría a dispararles? ¿Era una forma de mantener esa extravagante situación bajo control? Por otro lado, tampoco se fiaba de las palabras de Jules, algo le decía que no estaba siendo sincero, y era evidente que debía hacer caso a su intuición. El problema residía en saber qué partes de lo que intuía eran ciertas y cuáles no. No era el momento de correr riesgos y las apuestas estaban considerablemente altas, lo suficiente como para pensarse bien cuándo echarse un farol.

Miró a Lia y vio que su rostro reflejaba una profunda angustia. Era una reacción normal, pensó Alex, cuando a uno le apuntaban con un arma dentro de un artefacto extraterrestre. Jules tenía razón, otros ya hubieran perdido la cordura. Verla tan indefensa le hizo meditar sobre la propuesta de su rival: si ambos aceptaban, trabajarían juntos a las órdenes de Baldur y, probablemente, con la tecnología que allí se descubriera. Esto resultaba enormemente tentador para él: sus dos mayores obsesiones, Lia, la mujer que amaba, y una tecnología de otra galaxia —literalmente— juntos.

Pero también sabía que, aunque aquello fuera aparentemente idílico, luego surgirían los problemas: esa tecnología no podía quedarse en manos de un solo país, ni siquiera de unos cuantos, menos aún en las de un empresario particular. Indudablemente sería el principio del fin y con toda seguridad se desencadenaría una debacle. Estaba en un callejón sin salida y, lo que es peor, sin tiempo para tomar una decisión. La voz de Lia interrumpió sus cavilaciones:

—¿Baldur estaría dispuesto a frenar su proyecto militar… si trabajáramos para él?

Jules enarcó las cejas, pero enseguida recuperó la compostura y su taimada sonrisa, esa que tanta repulsión despertaba en Alex.

—Me congratula comprobar que empezamos a acercar posturas —contestó, con voz melosa—. Mi querida y dotada amiga, te voy a ser del todo sincero: dudo que una persona que ha invertido cientos de millones de dólares en un proyecto, sencillamente lo suspenda por las buenas. Al menos… —añadió pensativo— sin una buena causa. Tu suerte reside en que Baldur está francamente preocupado con lo que ha acontecido en vuestro laboratorio. Si un simple proyecto de realidad aumentada ha originado la muerte de varios de sus integrantes, imagina lo que podría suceder en las cabecitas de miles de soldados recibiendo órdenes directas del chip en los visores de sus cascos. Un solo fallo podría resultar fatal. —Mesándose la barbilla, añadió—: Creo que con nuestro asesoramiento el proyecto se desarrollaría solo si fuera completamente seguro. Al fin y al cabo hablamos no ya de la seguridad de miles de hombres, sino de la de Estados Unidos, pues será su ejército el que adopte esta tecnología en caso de completarse con éxito. Pero si la seguridad no se pudiera garantizar sería el propio Baldur quien daría la orden de paralizarlo todo. Por tanto, ¿qué mejores asesores que nosotros…? —concluyó, sonriendo—. Concretamente tú, Lia: precavida y previsora por naturaleza. Creo que conformaríamos un buen equipo.

—¿De verdad escucharía Baldur nuestros dictámenes —insistió ella— hasta el punto de detener el proyecto si fuera necesario?

—¿De verdad crees —respondió Jules con retintín— que arriesgaría su fortuna proveyendo al ejército de Estados Unidos de un proyecto sin garantías?

Durante unos instantes se hizo el silencio. Alex no pudo creer lo que acababa de oír. Jules estaba intentando convencer a Lia con argumentos retóricos y demagógicos. Fue a hablar, furioso, pero ella se le adelantó, asintiendo. Al verla, Alex sintió un profundo escalofrío que terminó de convencerle: su compañera estaba cayendo en una trampa. Sin pensar en la posibilidad de recibir un tiro, se acercó a ella.

—¡No le hagas caso, miente! —dijo, agarrándola del brazo por sorpresa.

Ella se volvió bruscamente y, al encontrarse con él, gritó:

—¡Suéltame! —dijo, sacudiendo el brazo—. ¿Quién te has creído que eres para decidir por mí? ¿Es que no te das cuenta de que esta es la única opción que tenemos para frenar esta locura? Si trabajamos para Baldur quizá podamos convencerle de que detenga ese descabellado proyecto. Si no lo hacemos seguirá adelante y dudo que haya alguien con las agallas suficientes como para oponerse a su voluntad.

»Además, ¿cómo piensas salir de todo esto? ¿Es que no has visto que hay gente que nos quiere ver muertos? —desesperada, añadió—: Por si no te habías dado cuenta, ¡necesitamos su ayuda! —concluyó, señalando a Jules.

—¡Eres tú la que no se da cuenta, es una trampa! —exclamó él, furioso por la candidez de su compañera—. ¡Baldur siempre nos pedirá una opción más! Un nuevo intento, otra solución nueva, más tiempo… —dijo, respirando agitadamente—. Además, no me creo su historia —añadió, señalando también a Jules—: ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cuáles son sus intenciones en todo esto? Y sobre todo y lo más preocupante, ya que tú pareces no haberte fijado en ese detalle… ¿¡por qué nos apunta con una pistola!? —gritó, exasperado.

Por el rabillo del ojo le pareció ver una fina sonrisa en el rostro de su antiguo compañero. Intentó que Lia se volviera para ver la malévola expresión de Jules, sin embargo ella no solo no siguió su movimiento, sino que se frenó en seco, mirándole confundida. Alex se dio cuenta de que Lia pensaba que la había intentado empujar.

—Lia, yo… no… —intentó excusarse, viendo cómo la sonrisa de Jules se ensanchaba.

—¡Estoy harta, de ti y de tu fatalismo! —dijo ella gritando llorosa—. ¡Harta de esa visión apocalíptica, en la que solo cuenta tu opinión! En tu pequeño y egoísta universo, veo que los demás siempre estamos un escalón por debajo. ¿Has pensado acaso que hay personas que creemos que podemos cambiar las cosas…? —dijo, atragantándose al hablar—. ¡Eres el peor hombre que he conocido en mi vida! Alex, estás condenado a desesperarte eternamente… por eso es imposible que haya nada entre nosotros, tú nunca me darás lo que yo necesito.

Si una estalactita de hielo hubiera caído del techo y le hubiera atravesado el corazón, probablemente Alex no se habría sentido peor que en ese momento. Angustiado por lo que acababa de oír, sintió como si todo comenzara a dar vueltas a su alrededor. Las piernas le fallaron y la vista se le nubló.

De forma instintiva se agarró al brazo de Lia, con el fin de no perder el equilibrio, sin embargo ella debió de interpretar inadecuadamente el gesto, ya que se separó de él inmediatamente. Azorado, sin ningún sentido del equilibro, y sin nada a lo que agarrarse, movió los brazos en busca de apoyo.

Lo único que encontró fue un latigazo, que se extendió desde su mandíbula hacia el resto del cráneo, al caer al suelo de forma grotesca y deslavazada. Pero ese dolor no fue nada comparado al de comprobar que Lia ni se volvió hacia él, a pesar de haber sido consciente de su caída. Desde su humillante posición la vio caminar en dirección a Jules. Con una opresiva sensación de congoja, Alex se sintió derrotado y sin fuerzas. Las lágrimas pugnaron por salir, y vio las piernas de Lia aproximarse a las de su rival. Entonces deseó que este apretara el gatillo de una vez.

—Lo siento —dijo ella con voz gélida—. Hubiéramos podido trabajar juntos y… qué se yo —añadió mordiéndose el labio—, a lo mejor algo más —Alex sintió una nueva aguja en el pecho—, pero tú siempre tienes que verlo todo desde una perspectiva trágica, como si todo tuviera enormes consecuencias, y yo necesito algo mucho más sencillo: un marido, niños, una familia… Una vida normal, Alex, algo que tú nunca me darás.

Las palabras de la chica consiguieron que brotaran las primeras lágrimas, fruto de una contundente mezcla de decepción, rabia y, sobre todo, una profunda tristeza que apenas le permitía respirar. Sintiendo un punzante escozor en los ojos, Alex comenzó a sollozar, negando con la cabeza y sin atreverse a mirar a las dos personas que estaban de pie, frente a él. Fijó la vista en el suelo de la nave extraterrestre, y entonces fue consciente del gran error que había cometido: estaba tumbado sobre el mayor descubrimiento de la historia, lo estaba contemplando con sus ojos y tocando con sus manos. Al no aceptar la propuesta de Jules, por absurda que pareciera, se convertía en un estorbo: sabía demasiado. Y eso sí justificaba el hecho de que su amigo portara un arma que evidentemente iba a usar ante su negativa.

Agitado, con la vista nublada por las lágrimas y sintiendo un nudo en la garganta, alzó la cabeza y comenzó a incorporarse. Vio que Jules sonreía, apuntándole. Lia estaba junto a él, casi tocándole. Intentó apartar su mente de ella.

—¿Y… si aceptara? —preguntó, aún de rodillas.

Su oponente alzó la pistola y le apuntó a la cara.

—Ya es un poco tarde para eso.

El siguiente segundo pareció transcurrir a cámara lenta. De reojo captó la expresión horrorizada de Lia. Creyó incluso oír un lejano grito, que sin duda provenía de ella. Pero sus pupilas, dilatadas al máximo, se centraron en el oscuro cañón del arma, que le miraba de frente, como un ojo escrutador. A cámara lenta un fogonazo emergió de él. Supo que le quedaba menos de un segundo para morir. En ese tiempo agónico para cualquiera que esté a las puertas de la muerte, pudo acordarse de su infancia; de las reuniones familiares; de sus abuelos llevándole regalos en Navidad; de toda la gente a la que él había querido alguna vez; especialmente, sus padres. Iban a sufrir mucho cuando conociesen la noticia. Sintió una profunda pena por ellos, ojalá les hubiera ahorrado ese dolor.

Se preparó para el impacto y trató de consolarse a sí mismo, recordándose que por fin iba a conocer la respuesta a una de las preguntas que más le había atormentado durante toda su vida: ¿Qué había al otro lado? Reconfortado por ese pensamiento, aunque dolido por la posible reacción de sus padres, por primera vez en su vida se preparó para morir. Lo hizo tan solo unas milésimas de segundo antes de que un sonido seco atravesara su cráneo.

El mundo pareció detenerse. No había nada. ¿Nada?, se preguntó. Y entonces se dio cuenta de que pensaba. Respiró. ¿Estaba vivo? Abrió los ojos, que había cerrado instintivamente y con fuerza, por lo que le costó enfocar. ¿Qué había pasado? Había visto el fogonazo, había oído el disparo.

¿Debería haberlo oído? ¿O la bala me debería haber destrozado el cráneo antes?

Entonces pudo ver: Jules estaba frente a él, en el mismo sitio. De hecho sostenía el arma, apuntándole aún. Pero su mirada —de puro horror— estaba concentrada en un punto, situado ligeramente por delante de él. De reojo vio que Lia tenía la misma expresión, completamente atemorizada, en su rostro, y miraba en la misma dirección que Jules. Intentó buscar qué demonios era lo que estaban mirando.

Cuando vio la bala, flotando en el aire y detenida a unos centímetros de su entrecejo, él también comenzó a temblar. Parecía congelada, como si el tiempo se hubiera detenido alrededor de ella. Horrorizado, la contempló sin atreverse a mover ni un solo músculo, por miedo a que el letal y diminuto objeto decidiera continuar su trayectoria hacia lo más hondo de su cerebro, sin embargo, creyó captar algo. Un frío inmenso se apoderó de su médula y, de forma instintiva —y temiendo con ello sacar a la bala de su letargo—, giró la cabeza hacia la imagen que le había llamado la atención. Nada más hacerlo vio que había dos figuras junto a la puerta de la sala. La sangre se le heló en las venas al apreciar que, esta vez, no parecían en absoluto humanas.

Solo necesitó unos segundos para reconocer sus formas: de aspecto humanoide pero altos y con la piel de color gris; con unas cabezas alargadas que acababan casi en punta; y de rasgos poco definidos pero crueles: dos finos ojos, de un negro inescrutable. Oscuros, brillantes e inteligentes. Una fina abertura horizontal a modo de nariz y una boca apenas perceptible. Parecían llevar una extraña indumentaria, adherida y de color oscuro que les tapaba absolutamente toda la piel, excepto la de las manos y la de sus horripilantes cabezas. Uno de ellos tenía su mano derecha alzada en su dirección. Con ella sostenía lo que parecía un pequeño dispositivo cilíndrico y aparentemente metálico.

Alex sintió su corazón golpeando su pecho, en un desenfrenado ejercicio de locura desencadenado por la adrenalina que, en litros, debían de estar bombeando sus glándulas suprarrenales. Incapaz de articular ningún sonido, vio de reojo cómo la bala que estaba destinada a destrozar su cráneo caía al suelo, inofensiva, y el ser bajó el brazo. Casi al mismo tiempo, otro movimiento atrajo su atención: Jules —con el rostro desencajado por el horror— se volvió hacia los seres, apuntándoles con el arma, algo que Alex entendió como un grave error, a la vista de lo que acababa de suceder con el disparo que había efectuado instantes antes.

Por su expresión de arrepentimiento, el propio Jules debió de comprender su error en ese momento, pero no tuvo ninguna oportunidad de enmendarlo: fue el turno del segundo de los extraños seres, que le apuntó con su brazo derecho, donde sujetaba un dispositivo similar al de su compañero. Antes de que el humano pudiera apretar el gatillo del arma, un alarido desgarrador salió de su garganta. Alex no entendió qué era lo que estaba pasando hasta que comenzó a ver, unos segundos después —en los que el alarido creció en intensidad— volutas de humo aparecer por las fosas nasales, la boca, los oídos e incluso los ojos de Jules.

Vio que Lia se tapaba los ojos, horrorizada, y ahogando un grito sordo. Alex intentó no mirar, pero le resultó imposible. El grito de Jules comenzó a mezclarse con un borboteo de burbujas, transformándose en un sonido líquido, gutural y en cualquier caso del todo inhumano. Alex constató, aterido, que lo que antes eran pequeñas volutas de humo ahora eran auténticas columnas de vapor escapando a presión, siendo especialmente grande la que salía de su boca. Su rostro y su cuerpo se fueron hinchando, los ojos parecieron salírsele de las órbitas, completamente a presión, y por debajo de la piel aparecieron burbujas buscando un orificio por donde escapar. El alarido pareció apagarse, pero aumentó bruscamente y de forma agónica cuando los globos oculares de Jules estallaron. En ese momento, lo poco que quedaba de su cara reflejaba un rictus de dolor y angustia plañideros.

A pesar de lo que su rival había intentado hacer unos segundos antes con él, Alex le compadeció. Era obvio deducir lo que estaba ocurriendo: el agua de todo su organismo, como la contenida en la sangre, el líquido cefalorraquídeo —que bañaba el sistema nervioso— o la de sus ya desaparecidos globos oculares estaba hirviendo, como si la hubieran puesto a calentar, es decir, que Jules se estaba cociendo —de forma literal— en el interior de su cuerpo. Alex dedujo que durante los segundos en los que su cerebro tardara en destruirse probablemente padecería uno de los mayores sufrimientos jamás conocidos por el hombre.

Para alivio de Alex, el fin de la agonía llegó, aunque por desgracia de forma progresiva: sin fuerzas ni para moverse, Jules cayó de rodillas sobre el suelo. Nuevas columnas de humo emergieron de sus pantalones, donde la piel debía de haberse desprendido de las rodillas como consecuencia del impacto de estas contra el suelo. Tras un segundo de vacilación su cuerpo cayó hacia delante, golpeándose la frente contra el suelo con un repulsivo sonido de chapoteo. Sorprendido, Alex apreció que su antiguo compañero, ciego y con el rostro desfigurado, aún parecía boquear en busca de aire. En unos segundos comenzó a formarse un pequeño charco de sangre, que salió por todos sus orificios. Era escasa, prácticamente coagulada y de aspecto negruzco. Apenas quedaba agua en ese torturado organismo, pensó.

Casi a modo de respuesta, la piel de su rival comenzó a deshincharse a medida que el escaso vapor que quedaba dentro salía al exterior. En unos instantes finalmente dejó de moverse. Respirando aceleradamente, Alex apreció que parecía una figura de cera que hubiera sufrido los devastadores efectos de un horno microondas. Ni siquiera sabía si el cerebro de Jules seguía aún con vida. Confió en que no, ya que de ser así estaría sumido en un sufrimiento indescriptible.

Otro movimiento le hizo olvidarse rápidamente de su compañero: los seres se habían desplazado. Uno hacia Lia y el otro hacia donde se encontraba él. Con pavor, vio cómo el que estaba más cerca le apuntaba con el mismo dispositivo con el que había atacado a Jules.

Lo siguiente de lo que tuvo conciencia Alex fue de un intenso dolor de cabeza y algo en lo más hondo de su mente le dijo que eso era bueno. Si sentía dolor, se dijo, significaba que no debía de estar muerto. Intentó abrir los ojos pero sus músculos se negaron a obedecer, y, como consecuencia del esfuerzo, sintió como si un punzón le atravesara el cráneo. La descarga de adrenalina le sirvió de acicate a sus músculos, que por fin se contrajeron, obedeciendo y aumentando el dolor. Como recompensa, la luz inundó sus ojos a pesar de la tenue iluminación de la sala, la misma donde el cuerpo de Jules se arrugaba, como una pasa, en el suelo.

Alex se percató de que de nuevo estaba suspendido en el aire, recostado sobre un colchón invisible y etéreo. Sin embargo, enseguida dejó de preocuparse por su postura. Una oleada de pavor recorrió su médula al ver que, delante de él, estaban los dos seres extraterrestres, observándole. Intentó moverse, y cientos de calambres masacraron todos los músculos implicados en la operación. Angustiado, intentó girar la cabeza para buscar a Lia, y lo único que consiguió fueron nuevas y dolorosas descargas.

—¿¡Qué me estáis haciendo!? —gritó con rabia y dolor.

Con sorpresa comprobó que dentro de su mente había algo más que sus propios pensamientos.

Moverte solo te causará dolor.

Respiró de forma agitada. ¡Se estaban comunicando con él!, se dijo. No era exactamente una voz, tampoco un pensamiento propio. Era como una especie de idea que procedía del exterior. Ni siquiera tuvo conciencia de que hubieran utilizado una lengua ni palabras concretas para expresarse: simplemente había recibido la idea de lo que querían transmitirle. En ese caso, la de que si se movía, sentiría dolor. Intentó corresponder a esa forma de comunicación, ideando una pregunta en su plano más consciente.

¿Quiénes sois?

Estaba seguro de que lo había conseguido, a pesar de que apenas conseguía ver a los seres a través de sus ojos entrecerrados. Solo mantenerlos entreabiertos ya le dolía.

No importa quiénes somos, no lo entenderías.

Se sintió burdamente inferior a esos seres, sin embargo pensó que, si se esforzaba, a lo mejor podía acortar los muchos grados de evolución que debía de haber entre él y ellos.

Probad a explicármelo…

—Es mejor para ti no saberlo.

¿Por qué no debo saberlo? ¿Es que no me vais a matar?

—No tenemos ningún motivo para hacerlo.

Un sentimiento de esperanza recorrió su piel. ¿Estaban hablando en serio? ¿No pensaban matarle? ¿Y Lia…? Con miedo por la respuesta que podía recibir, decidió preguntar por ella.

¿Lia… —pensó angustiado— está viva?

—Sí.

¿La vais a matar?

—o, si nos ayudas.

De nuevo se quedó perplejo. ¿Acaso era aquello alguna especie de experimento intergaláctico? ¿Hacerle sufrir mediante tortura psicológica? ¿Cómo iba él a ayudar a unos seres mucho más evolucionados? El miedo comenzó a ser sustituido en parte por una creciente curiosidad.

Sois seres mucho más avanzados que nosotros, ¿cómo iba yo a…?

Eres una de las personas más inteligentes de este planeta —se adelantaron ellos—. Tu capacidad mental es asombrosa para los términos de tu especie. No ha sido casualidad el que hayas encontrado este sitio.

Alex no pudo evitar asombrarse de nuevo. Las ideas le llegaban de una forma cristalina: casi podía visualizarlas como cuando uno piensa en algo y es capaz de vislumbrar su imagen. A medida que las ideas llegaban a su mente, vio la Tierra y a él mismo, en tercera persona y durante las últimas semanas: en el laboratorio, en casa de Owl, soñando por la noche, caminando asustado por el bosque de Palenque y entrando en la cueva de la nave. Las ideas de esos seres siguieron penetrando en su cerebro.

Esta nave se estrelló, según vuestros términos temporales, hace mil seiscientos años. Debió haberse destruido mediante una implosión por el impacto, pero no fue así. Los que sobrevivieron tampoco pudieron activar el mecanismo de autodestrucción. Sin poder comunicarse con su lugar de origen —Alex captó la intencionada omisión de cuál era ese lugar—, optaron por adaptarse y vivir en vuestro planeta. No fue una tarea fácil, ya que esta zona estaba habitada y, además, necesitaban ayuda para esconder los restos de la nave. Terminaron mostrándose a los humanos, que pensaron que eran dioses. Algo lógico, dado que carecían de desarrollo tecnológico. Siguiendo instrucciones de nuestros congéneres, los habitantes de la zona reconstruyeron y cerraron de nuevo la cueva en la que se había estrellado la nave. Fue una obra de ingeniería grandiosa para un pueblo que apenas sabía construir cabañas. Pero, a cambio, adquirieron complejos métodos de construcción que para ellos estaban a miles de años de evolución.

Alex pensó que eso explicaba algunos de los misterios mayas que aún estaban por resolver y, al hacerlo, se dio cuenta de que de alguna manera ellos no parecieron captar ese pensamiento. Ligeramente más animado, se dijo a sí mismo que probablemente se podían controlar las ideas que se deseaban transmitir y las que no. Eso era algo fundamental, se dijo a sí mismo con su pensamiento más profundo. De nuevo los seres no parecieron captar nada.

Hace unos meses, en vuestros términos cronológicos —continuaron ellos—, una persona hizo una serie de hallazgos sobre la zona. Al igual que vosotros, accedió a este lugar.

¡Skinner!, pensó Alex, y notó cómo ellos asentían, también a través de una idea. Debía tener cuidado con lo que pensaba y en la forma de hacerlo, se dijo a sí mismo. Si no se andaba con cuidado, sería un libro abierto para ellos. Continuó recibiendo ideas:

Ese hombre logró acceder hasta esta misma sala, ya que los sistemas de seguridad estaban desactivados como consecuencia del accidente. Durante mucho tiempo esta zona estuvo protegida por humanos, que se entregaron a tal fin, pero cuando este hombre encontró la entrada de la cueva hacía ya mucho tiempo que nadie la protegía. Cogió los chips de una de las consolas dañadas —Alex vislumbró el sitio exacto de donde Skinner había expoliado los procesadores, en un rincón de esa misma sala—. Esos chips son avanzados para vuestro desarrollo, pero se acoplan y adaptan a cualquier sistema de computación conocido. Por eso se utilizaban en esta clase de… viajes. Su versatilidad los hace ideales para adaptarse a cualquier entorno de desarrollo tecnológico, por eso pudisteis usarlos, aun siendo vuestra tecnología tan inferior.

¿Y esos chips… —pensó Alex, temeroso por la respuesta— afectaron de alguna manera a los que estábamos cerca?

Lo hizo intentando imitar la forma en la que ellos le transmitían las ideas, visualizando recuerdos de los hechos acontecidos en el laboratorio del desierto de Tabernas, e incluso fuera, como su habilidad para localizar a Lia o intuir cosas. Les transmitió así —o al menos creyó hacerlo— escenas de las pruebas, las reuniones, las discusiones sobre las muertes, sus propias manos comprimiendo el pecho de Connor mientras le reanimaba…

Supo que lo había realizado correctamente cuando, de forma súbita, recibió un torrente de imágenes. En todas ellas la imagen que él había enviado se desviaba a otras, correspondientes al interior de tres cerebros: Vio una ideación de suicidio amplificada y circulando a una velocidad descomunal entre las neuronas del cerebro de Alexis; también pudo apreciar cómo una sobrecarga de trabajo de un determinado grupo de neuronas desembocaba en una descarga eléctrica que se expandió por uno de los hemisferios cerebrales de un nervioso Cole: estaba viendo, a nivel celular, el ataque de epilepsia que le costó la vida; por último, visualizó otro grupo de neuronas sobrecargadas de impulsos que empezaron a estallar en pedazos, rompiendo los vasos sanguíneos adyacentes, haciendo que aumentara la presión intracraneal del cerebro de Connor, hasta que una arteria con un aneurisma reventó y empezó a sangrar con cada latido, generando una hemorragia que en pocos segundos acabaría con su vida.

Finalmente vio que la imagen se alejaba de los cerebros afectados para seguir el trayecto de unas ondas de energía imposibles de detectar con su tecnología actual. Su mente voló hasta terminar en el chip, al que visualizaba emitiendo miles de millones de procesos por segundo, que eran captados por las neuronas de todas las personas que se encontraban en el laboratorio durante las pruebas. Vio sus cerebros, pero inmediatamente la imagen se alejó y pudo ver los cerebros de todas las personas del planeta: miles de millones de masas grises palpitantes, chorreando líquido cefalorraquídeo y recibiendo energía extraterrestre. Ante la que sufrían, se adaptaban… o incluso se rendían, reventando de cientos de miles de formas diferentes.

¡¡¡Basta, lo he entendido!!!