5
Ambición
La ambición es el último refugio de todo fracaso.
MIGUEL DE UNAMUNO
Alex corrió. Jadeaba, y el pecho empezó a dolerle. Pensó que si seguía así iba a tener un serio disgusto. Redujo ligeramente el paso, pero sin considerar la opción de detenerse. Miró a su alrededor, solo había hierba. Al fondo pareció distinguir una playa. Un pinchazo en el pecho le hizo detenerse finalmente, y se agachó para recobrar fuerzas.
Sintió una arcada y recordó que no podía desfallecer. El planeta estaba librando la peor batalla de toda su historia. Quién iba a suponer que la Tercera Guerra Mundial no la iba a originar el hombre. Y cómo iba alguien a imaginar que el mayor hito de la humanidad —la unión de todas las naciones frente a un enemigo común— iba a durar tan poco. Sabía que él debía estar luchando, pero era algo absurdo. Nunca había servido para manejar un arma, y menos frente a unos seres ante los que no tenía nada que hacer. Tenía que esconderse, sobrevivir, y luego buscar al resto de los supervivientes. Pero eso sería más tarde, ahora solo le preocupaba descansar.
Una brisa de aire fresco le hizo llegar un extraño olor que le devolvió a la realidad. Debía esconderse, y pronto. Si no descansaba, moriría de un infarto. Ya no era un adolescente y llevaba horas corriendo. Oyó sus propias respiraciones, agitadas. El pecho le dolía, pero a pesar de ello siguió caminando. Ascendió por una suave pendiente y al coronarla, vio las ruinas de un viejo castillo. Sintiendo los músculos de su cuerpo como si fueran de plomo, alcanzó el muro exterior, se apoyó en él y sintió el tacto de las hierbas que crecían entre los resquicios de las piedras. Parecía una pequeña fortificación, pero apenas quedaban en pie unos cuantos restos y alguna que otra escalera de piedra, ennegrecida por el paso del tiempo. Ascendió por una de ellas, adosada a la pared donde se había apoyado, y se agachó junto a lo que no sabía si era una ventana o un agujero producido por el deterioro. Por fin su corazón se relajaba.
La tranquilidad duró solo unos minutos, ya que con su visión periférica percibió un movimiento a través de la abertura del muro. De forma instintiva pegó su espalda a la piedra de la pared. Muy lentamente, se asomó por el hueco, y lo que vio le hizo estremecerse. Dos hombres corrían a lo lejos, justo por donde él mismo había caminado minutos antes. Quizás ese fuera el origen del extraño olor que había percibido unos minutos antes: el de la suciedad, el sudor, el miedo y la desesperación humana.
En ese momento vio el motivo de la desesperada huida. Sin prisa aparente, aparecieron varios extraterrestres. A pesar de la distancia, distinguió su nauseabundo aspecto: eran humanoides, con la piel grisácea y bastante más altos que los humanos. Lo que más le impresionaba eran sus cabezas: alargadas, oleosas, y con todo el aspecto de albergar un enorme y diabólico cerebro dentro. Por supuesto, mucho más evolucionado que el suyo.
Uno de los seres alzó su brazo derecho en dirección a los humanos. Por desgracia él ya sabía lo que significaba ese gesto. Los individuos cayeron al suelo, fulminados, como si se hubieran transformado en muñecos de trapo de forma instantánea. Inmediatamente los dos humanos habían dejado de existir, sin más. Dos vidas segadas en un instante.
Lo mismo que va a ocurrir con todo, pensó, amargado y apretando los puños.
Sin poder dejar de mirar, contempló cómo los invasores seguían su camino y pasaban al lado de los dos cuerpos sin inmutarse. Después desaparecieron de su campo de visión, pero no se atrevió a asomarse más por la abertura. Quién sabía lo que esos seres podían percibir y a qué distancia.
¡Crack!
Contuvo la respiración. No pudo distinguir de dónde procedía el ruido. Quizás había sido el crujido de una rama o una piedra cayéndose, pero estaba seguro de que lo había oído. Decidió que lo mejor era quedarse quieto.
¡Cra… ack!
Esta vez sí lo supo: el ruido procedía del piso inferior. Las manos le temblaron, y su frecuencia cardíaca sobrepasó los cien latidos por minuto. Una vena empezó a abombársele en el cuello, y una oleada de pánico estaba empezando a nacer en su estómago. Si se dejaba llevar, estaba perdido. Por suerte, la parte más racional de su cerebro acudió en su ayuda: si esos seres estaban ahí y hacían ruido era porque eran tan sólidos como él, razonó. Y cualquier materia podía ser destruida. Esta idea le ayudó a sentirse mejor, estaba recuperando el control.
Intentando no mover ni un solo músculo, siguió discurriendo. Si esos seres estaban en la Tierra era porque podían respirar su atmósfera, y lo confirmaba el que no llevaran escafandras ni nada parecido. Por lo tanto, si respiraban oxígeno, por muchos escudos, blindajes o trajes especiales que portasen, ¡podían morir asfixiados! Se animó bastante. Algo más optimista, empezó a pensar en monóxido y dióxido de carbono, ácido cianhídrico y otras sustancias similares que podrían ser mucho más útiles que las armas de fuego. ¡Por fin dio con un punto débil, esos bastardos podían morir! Y aún estaba por ver si soportarían otro tipo de agresiones, como con el fuego o con la electricidad.
Desgraciadamente, la alegría fue efímera. Un nuevo ruido, a su espalda, le hizo volverse sobresaltado. Por primera vez vio a uno de esos seres de cerca. Asomaba por la desvencijada escalera por la que él había ascendido. ¿Cómo iban a saber los hombres que la construyeron, piedra sobre piedra, que un día la iba a utilizar un ser de otro planeta?, pensó. Por fin vio su rostro: una piel gris, arrugada, el cráneo brillante… los rasgos eran poco definidos. Apenas pudo ver sus ojos, tan negros como el petróleo, húmedos y brillantes. Le parecieron transmitir una gran inteligencia, pero también una infinita crueldad. La boca y la nariz eran dos hendiduras apenas perceptibles. Y algo en el conjunto le trajo a la memoria imágenes de documentales que versaban sobre las SS nazis.
No pudo pensar en nada más. El extraterrestre alzó su mano derecha, hacia él. Alex intentó levantarse, echar a correr. Pero en ese momento una luz azulada le cegó. Supo que era lo último que iba a ver y encogió los brazos en un absurdo reflejo protector. Notó cómo todos los músculos de su cuerpo se relajaban, y supo que su corazón había dejado de latir. Probablemente su cuerpo ya estaba muerto, y su conciencia residía en unas cuantas neuronas que agonizaban. Supuso que enseguida perdería hasta esa mínima conciencia. Y así fue.
Lunes, 9 de marzo de 2009
05:15 horas
Alex gritó, y al hacerlo se dio cuenta de que estaba vivo. Estaba sudando, y notó la cama empapada. Asustado, permaneció unos instantes con la mano sobre el pecho, comprobando cómo descendía su ritmo cardíaco. ¡Joder, estas pesadillas cada vez son más reales!, se dijo, rememorando los últimos retazos del sueño.
Miró el reloj de su mesita de noche y, al ver la hora, torció el gesto. Desechó la posibilidad de volver a dormirse. Volvió a tumbarse, boca arriba y con las palmas de las manos bajo la nuca, y pensó en los progresos que habían hecho en los últimos días. Habían desarrollado una primera versión del software de captura, a la que habían denominado Predator en homenaje al extraterrestre de las películas, y sonrió al pensar que a lo mejor por eso había tenido esa pesadilla.
El nombre le venía como un guante a su software: los depredadores que aparecían en los largometrajes procedían de otro planeta y se caracterizaban por su camuflaje y por la capacidad para localizar a sus víctimas gracias al uso de diferentes espectros de visión. Una vez localizadas, las marcaba con su láser de triple mira. Eran seres de inteligencia superior, y tenían un curioso código de honor que les impedía atacar a seres indefensos. Al igual que ellos, su programa permanecería camuflado, discriminando el código correcto del incorrecto. Para ello analizaría las pautas de respuesta del dispositivo y las pautas anómalas apuntarían al código erróneo, que quedarían así marcadas.
Con esa idea escribieron un programa con capacidad de aprender, que analizaba las pautas de respuesta del dispositivo y marcaba el código según los resultados. El proceso era sencillo. Primero analizaba el código de cada versión, luego se enfrentaba a una simulación con un sujeto real, y las pautas de respuesta consideradas normales eran marcadas en verde en su banco de datos.
Durante el fin de semana habían sometido a Predator a innumerables pruebas. El domingo por la noche, el programa ya estaba preparado para enfrentarse a las versiones del software del dispositivo que habían empezado a dar problemas, desde la 1.36. Por si acaso, Alex había propuesto empezar a revisar desde la 1.20, ya que en esa versión empezaba a usarse el módulo de interpretación neuronal.
Lo peor era que tampoco podía descartar que el error pudiera hallarse en una versión anterior. Por desgracia alguien más se había dado cuenta. Rememoró parte de la conversación que habían mantenido en la última reunión del día anterior:
—Empezaremos por la versión 1.20 —le había explicado él a los jefes de equipo.
—¿Y si, por un casual, tu programa no encuentra nada? —preguntó Lia.
Alex suspiró. Ya se le había ocurrido esa posibilidad.
—Como todos sabéis —dijo—, Predator se basa en el aprendizaje que ha obtenido con versiones que hemos marcado como correctas. Si el código erróneo es anterior a la versión 1.20… —hizo una pausa para coger aire—, entonces habrá fracasado.
—¿Qué? —saltó Boggs—. ¡No me habías comentado que existiera esa posibilidad!
—Entonces, ¡no hay ninguna certeza de que las pruebas sean seguras! —añadió Lia—. Alex, te lo preguntaré solo una vez: ¿tienes idea de lo que estás haciendo?
Se hizo un incómodo silencio, y todos esperaron su respuesta. Alex tragó saliva varias veces, intentando encontrar las fuerzas y las palabras adecuadas:
—La posibilidad de que algo vaya mal —dijo al fin— es remota, pero existe. No puedo negar la evidencia. Así que, mientras realizamos las pruebas, debemos estar preparados para… —tragó saliva de nuevo—, lo peor.
—Un maravilloso día… Aunque parece más apropiado para ejercitar la poesía en lugar del deporte.
Algo en esa voz le sonó familiar a Alex. Se volvió y vio a un individuo alto, enfundado en un abrigo largo y oscuro.
—No me lo puedo creer… —dijo sonriendo—. ¡Jules Beddings!
El paseo marítimo estaba teñido de colores naranjas. Había salido a correr, y los primeros rayos de sol y la voz de su amigo le habían sorprendido mientras se ataba una de sus deportivas. Se acercó al enjuto individuo y le abrazó, con sincero afecto. A pesar de tener su misma edad, Jules aparentaba bastantes más años. Era algo que le había ocurrido desde que lo conoció en la universidad. Apenas tenía pelo entonces. Alex dedujo que la vida debía de haber sido dura para él, por la tristeza que asomaba en sus ojos. Su vestimenta, impecable pero negra casi en su totalidad, no mejoraba su siniestra imagen.
Durante los estudios universitarios Jules había destacado no solo por su inteligencia y su falta de escrúpulos, sino también por su físico: piel pálida, nariz aguileña y pelo escaso siempre engominado. Por ello se había hecho merecedor de la repulsa de sus compañeros y del apodo de Nosferatu. Alex, sin embargo, hizo buenas migas con él. Probablemente debía de ser el único al que Jules consideraba a su altura, y ambos entablaron una sincera y cordial relación que se enfrió cuando obtuvieron la licenciatura y sus caminos se separaron. Más tarde supo que Beddings se había especializado en genética, trabajando en Holanda y Estados Unidos.
Y el último lugar donde esperaba encontrarlo era justo allí, así que la presencia de su amigo no podía ser casual.
—¡Te hacía por Estados Unidos! —dijo, dándole una palmada en el hombro.
—No me extraña tu sorpresa —contestó Jules, riendo—. Entiendo que te parezca raro verme por aquí. De hecho, te ahorraré la clásica perorata, tan propia de otros, e iré directo a la cuestión que me ha traído a tu tierra… Me gustaría hacerte una oferta, para que trabajes conmigo.
Alex se quedó sin respiración. Eran las últimas palabras que esperaba oír.
—Me dejas sorprendido… —respondió—. ¡Y no te imaginas cuánto!
—Sé que últimamente vas mucho al desierto de Tabernas —dijo Beddings, sentándose en un banco—. Y ambos sabemos que no eres precisamente un amante de la naturaleza.
—Yo… —empezó a replicar Alex, sin poder articular las palabras de forma fluida—, no puedo…
—Sé que no puedes hablar —le interrumpió su compañero—, así que lo haré yo: mi oferta es para un trabajo parecido al que estás realizando. Trabajarías en el campo de la programación enfocada a la interpretación neuronal con una tecnología, digamos, igual a la que estás usando. Y cuando digo esto, me refiero a que vas a tener «exactamente» los mismos componentes que tienes allí, incluido un chip igual a ese que tan asombrados os tiene. Solo que nosotros le estamos sacando mucho más partido.
Alex tragó saliva y estuvo a punto de atragantarse. ¿Acaso tiene cámaras en el laboratorio?, se preguntó. Estaba en una situación delicada, rozando los límites de su contrato de confidencialidad, y eso le hizo sentirse particularmente vulnerable. Dedujo que podía ser hasta una especie de prueba, una de esas histriónicas simulaciones de seguridad que las grandes empresas adoraban.
—No sé de qué me hablas…
Jules le miró a los ojos.
—Alex —dijo, muy despacio—. Conozco perfectamente las cláusulas de confidencialidad de tu contrato, si es eso lo que te preocupa. Y si dejas que sea yo el que lo diga todo, no tendrás ningún problema. No tienes ni que afirmar ni negar nada. Simplemente déjame que te lo exponga, y luego tú decides.
Uno de los mayores puntos débiles de Alex era la curiosidad. A sabiendas de lo peligrosa que esta podía resultar, aceptó.
—De acuerdo. Pero si dices algo que considere inconveniente, me iré.
—Perfecto —contestó Jules, mostrando una media sonrisa—. Nuestro proyecto es ligeramente distinto del de tu amigo Stephen. Y, aunque también tenemos unos rigurosos plazos que cumplir, nuestra ventaja es que hemos sido más prudentes: no nos hemos encontrado los problemas que está teniendo él. —Hizo una pausa, en la que Alex intentó asimilar todo lo que le estaba contando su amigo—. Mi propuesta es esta: te ofrezco el doble de tus emolumentos y un equipo de gente mejor preparada. El proyecto de Stephen está condenado al fracaso precisamente porque parte de su financiación es pública, y hay cosas que ni con tu ayuda podrá explicar a una comisión de investigación cuando llegue el momento, y… creo que sabes a lo que me refiero. Y total, ¿tanto esfuerzo para unas gafas de realidad aumentada para turistas? No, tú aspiras a algo más: el mío es uno de los proyectos más ambiciosos en los que ha trabajado el hombre, un proyecto que cambiará el mundo que hoy conocemos y que te hará ser recordado. Te estoy ofreciendo la oportunidad de ser el Einstein del siglo XXI.
Alex se sintió aturdido. Llevaba tan solo una semana en el proyecto de Boggs, y ya tenía una oferta para embarcarse en otro. La parte económica era muy importante, pero no tanto como las posibilidades de éxito. Pensó que triunfar en proyectos de esa envergadura podía ser sinónimo de pasar a la historia tecnológica de la Humanidad, y eso era demasiado atractivo para él. Al mismo tiempo también sabía que los problemas de Stephen eran difíciles de resolver. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, preguntó:
—¿Podría contar con la ayuda de…?
—¿Lia…? —se le adelantó Jules, con una sonrisa algo siniestra—. Por supuesto. Tú mismo podrías hacerle la oferta.
De nuevo se quedó sin habla. Parecía que Jules sabía absolutamente todo sobre él y su nuevo trabajo. Con resignación, admitió que aquello le había fascinado aún más.
—¿Y cuándo tendría que responderte?
Jules le miró a los ojos. Lentamente, pronunció:
—Ahora.
—Análisis de la versión 1.20 del software del dispositivo —la voz de Lia sonó dubitativa a través del auricular bluetooth de Alex—. Doctor Gekko, por favor, informe de hardware.
—Equipos correctos —dijo Mark—. Sistemas funcionando a temperatura normal.
Alex se fijó en que el rostro del ingeniero era de plena concentración. Algo normal, supuso, ya que era la primera de las pruebas, y aunque en ella solo se iba a analizar código, la tensión era evidente. Supuso que esta iría en aumento conforme fueran avanzando en los sucesivos tests. Espero que seamos capaces de soportar el estrés… y lo que pueda ocurrir, pensó suspirando.
—Informe de software, por favor —dijo Lia, más firmemente. Su tono de voz, tan formal, le resultó extraño a Alex. Él la había oído hablar de forma mucho más cariñosa… aunque también más agresiva. Lo malo es que ambas podían intercalarse rápidamente, pensó rememorando discusiones del pasado, y también momentos de pasión. Con ella los sentimientos siempre eran extremos.
—Predator 2.0 cargado en memoria. —Respondió Chen, con el rostro contraído por la tensión—. Versión 1.20 del software del dispositivo preparada para ser analizada por Predator.
Lia alzó la mirada hacia uno de los ventanales de la parte superior del laboratorio. Alex vislumbró el perfil de Boggs, y vio cómo asentía.
—Lee, por favor —exclamó la neuróloga—, inicie la prueba.
Lee tecleó una contraseña y los monitores empezaron a llenarse de secuencias de números y gráficos de color verde. Con él, Predator marcaba el código analizado como correcto. En milésimas de segundo analizó miles de líneas. Por delante, aún tenía millones.
—Predator en ejecución —dijo Chen—. Tiempo estimado de análisis: dos horas. El software funciona correctamente.
Alex suspiró, aliviado. Funcionaba, ahora solo faltaba esperar. Tenía la vaga esperanza de que Predator encontrara algo en ese primer análisis, pero era demasiado pronto: era la primera versión que analizaban, y esta era tan solo la prueba de comprobación de código. Sería más probable obtener un resultado en las pruebas posteriores, ya con personas. En aquellas se generarían pautas de respuesta a las ondas cerebrales, y, mezcladas entre ellas, estarían las alteradas, aquellas que debería encontrar Predator y que apuntarían a un código aparentemente inocente, pero responsable efectivamente de la muerte de una persona.
—Lee, supervisa las marcas de Predator sobre el código —pidió Lia—. Mark, comprueba la estabilidad de los equipos cada diez minutos. Esta es una prueba de verificación, pero no quiero sorpresas. Solo si el código es catalogado como válido, pasaremos a experimentar con… —Alex notó un ligero temblor en su voz—, un sujeto.
Supuso que ella se sentía responsable de lo que pudiera suceder, era algo propio de Lia. La neuróloga le dijo algo a Chen y, sin quitarse su auricular, se dirigió hacia la sala de descanso. Alex supuso que debía de estar bajo una enorme presión, y no parecía el momento adecuado para lo que tenía que decirle. Tras dudar un momento, la siguió. Aunque resultara complicado de creer, Alex tenía, aparte de lo que pudiera encontrar Predator, otros quebraderos de cabeza en ese preciso momento.
—Alex, no es el momento de… —empezó a decir Lia, nada más verle entrar en la sala.
Él se llevó el dedo índice a los labios, haciendo una señal de silencio que ella recibió con evidente sorpresa. Con la otra mano se descolgó el auricular bluetooth de la oreja, y pulsó el botón de «mute», apagando el micrófono. Por gestos le indicó a su compañera que hiciera lo mismo. Ella pareció querer protestar, pero le obedeció.
—Tranquila, podremos seguir oyendo lo que ocurra.
—¡Ya lo sé! —dijo Lia, alzando la voz—. ¿Se puede saber a qué viene esto?
—Solo quería hablar contigo un momento…
—¿Ahora mismo?, ¿no puedes esperar a que finalice el test?
—No, Lia, no puedo esperar… —dijo él, sintiendo la tensión adueñarse de su rostro.
Ella le escrutó durante unos segundos, y él le mantuvo la mirada.
—Cinco minutos —dijo ella finalmente—, ni uno más. No quiero que piensen nada de nosotros.
Alex sintió una punzada de dolor al oír el amargo comentario. No ha cambiado nada…
—¿Acaso te importa lo que piensen? —contestó—. ¿O es que sales con alguien?
—¿Era eso? —contestó ella, con las venas del cuello hinchadas—. ¡Ni es el momento adecuado, ni creo que sea un tema que te interese!
Alex se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Una vez más, pensó resoplando.
—Lia, yo…
—¡No! —le interrumpió ella, entre dientes, y con un tono de voz gélido—. Sabía que esto iba a pasar. Cuando Stephen me anunció que ibas a venir, lo siento, no me alegré. —Alex sintió como si una espada de hielo le atravesara el corazón—. A ver, pienso que tú eres la persona adecuada para ayudarnos —siguió ella—, pero también me imaginaba que nuestra relación anterior iba a ser un problema. Y veo que he acertado. Así que, si eso era lo que querías saber, la respuesta es un «no quiero tener nada contigo». ¿Satisfecho por fin? Ahora, debo volver al laboratorio —dijo, levantándose del sillón.
En tan solo unas milésimas de segundo Alex revivió su relación de años atrás: intensa y apasionada, pero también desesperante. Los momentos de alegría, locura y excitación se entremezclaban con las peleas, los desprecios y la frialdad. El miedo de Lia a comprometerse y sus bruscos cambios de humor dieron la puntilla a una aventura condenada a extinguirse. Así que todo acabó una tarde de invierno, a instancias de ella. Después de aquello, durante varios días, su ánimo se había sumido en un pozo y él cayó en una profunda depresión, de la que aún no se había recuperado completamente.
—¡Espera un momento! —le gritó, exasperado.
Sintió como si el corazón estuviera a punto de estallarle.
—Lo siento, tengo que irme —dijo ella.
Él le bloqueó el paso.
—Esta mañana me han hecho otra propuesta de trabajo: se trata de un proyecto similar al vuestro.
Lia le miró y vio que sus mejillas habían palidecido.
—«Nuestro» proyecto, dices… ¿Es que ya no es el tuyo?
—¡Es lo que intentaba decirte realmente! —dijo Alex, aproximándose a ella y oliendo su maravilloso perfume—. Pero lo que más me preocupa es que mi amigo parece conocer los problemas que tenéis.
—¿Qué insinúas, que alguien de fuera sabe lo que estamos desarrollando aquí? ¡Pero eso es imposible!
—Te garantizo que es cierto. No solo parece conocer todo esto…, sino que afirma que su proyecto, similar a este, es mejor.
—¿Y qué le has dicho? —preguntó Lia, temblorosa.
—Su oferta es muy buena.
—Alex… —dijo ella, con un hilo de voz.
Vio que una lágrima asomaba en su rostro, que le pareció de porcelana, y sintió una nueva punzada en el pecho. Pero esta vez fue más dulce. Le volvía loco romper el hielo que envolvía a Lia, derribar ese muro que le impedía acercarse. Y, contra todo pronóstico, lo había logrado una vez más. Vio cómo los ojos de su compañera se humedecían.
—Le he dicho… no.
—Oh, Alex, ¡gracias a Dios! —dijo ella, echándosele encima y abrazándole.
El olor dulzón de su perfume le embriagó, pero fue el contacto con el calor de su cuerpo lo que hizo que su corazón se desbocara. Olió hasta el aroma de su cabello, y sintió su suave piel acariciarle su rostro. Un hormigueo, que hacía años que no sentía, salió de su pecho y llegó hasta las puntas de los dedos de ambas manos y pies. Por fin, las endorfinas bañaron sus arterias e hicieron que todos los músculos de su cuerpo se estremecieran a la vez. Entonces, recordó lo que significaba ser feliz.
—Esta tarde —explicó Chen a los asistentes— Predator analizará las pautas de respuesta que se produzcan cuando el software sea ejecutado por el dispositivo. Esta prueba la realizará un humano con el simulador. No es necesario que añada que, en caso de ser cierta la teoría del doctor Portago, en este tipo de test es donde creemos que es más factible encontrar fallos…
Hacía una hora que había finalizado el primer análisis y el ingeniero acababa de exponer los resultados. Todo había sido normal. Detrás de él, decenas de gráficas apoyaban su explicación. Los jefes de equipo, presentes en el despacho de Stephen, asintieron, a excepción de Lia, que permaneció inmóvil. Alex, que la miraba de reojo, fue el único que se dio cuenta de ello.
—Es tu turno —oyó que decía Boggs.
Todos le miraban, y se dio cuenta de que se había despistado.
—Los resultados del análisis del código son normales, así que nos permitirán afrontar la simulación de esta tarde —empezó a decir mientras se ponía en pie—. Predator ha marcado el código analizado como normal, por lo que deberíamos poder utilizarlo sin riesgo con un humano. Ya sabéis todos que en la siguiente simulación estudiaremos las pautas de respuesta que genere el dispositivo. Estas son más complejas, así que el análisis posterior tardará bastante más.
—¿Para cuándo estimas que podremos tener analizadas todas las versiones del software? —preguntó Stephen.
—Si no sufrimos contratiempos, podremos realizar cuatro test al día. En total son diecisiete versiones, así que…
—¿Qué? —exclamó Lia, levantándose—. ¿Pretendes analizar todas las versiones en cuatro días?, ¿es que te has vuelto loco? ¡Te recuerdo que las simulaciones las realizan personas de carne y hueso, no programas con nombre de marciano!
Si quedaba alguna endorfina en la sangre de Alex, fruto del abrazo de Lia, se desintegró. Jamás podría acostumbrarse a esos cambios de humor, pensó, negando ligeramente con la cabeza.
—Tranquila —Boggs acudió como un salvavidas—, nadie quiere poner en peligro a ningún componente del equipo.
—¿Que me calme…? —protestó ella—. ¡Son vidas humanas lo que está en juego, y no tenemos garantías!
—Lee, por favor, aclara ese punto —dijo Stephen, mirando al asiático.
—Es seguro, Lia —dijo Chen—. Sé que es difícil fiarse de nuestros sistemas, especialmente tras la muerte de un compañero. Pero aún no sabemos si ese suceso está directamente relacionado con el proyecto, recuérdalo. Y recuerda que, como garantía adicional, estamos analizando el código antes de cada prueba con Predator.
Lia resopló, con el rostro enrojecido, comprendiendo que no podía discutir. Alex sonrió para sí, ya que instantes antes de comenzar la reunión le había mostrado a Boggs su plan de pruebas. Este había aceptado llevarlo a cabo, ya que si funcionaba, en breve estaría el proyecto de nuevo en marcha. Si fallaba, solo habrían perdido cuatro días, algo muy tentador. Alex también le había informado sobre la posible reacción de Lia, y era obvio que Boggs le había hecho caso, orquestando la respuesta del resto del equipo.
—De acuerdo… —aceptó Lia entre dientes, lanzando una mirada glacial a Boggs—. Pero, como responsable de las pruebas, me reservo el derecho de anular cualquiera de ellas en cualquier momento. Si no me das esa opción, yo no sigo adelante.
Todas las cabezas se volvieron hacia Boggs. Alex vio cómo este sonrió, y le dedicaba una mirada fugaz de agradecimiento.
—Desconecten los sistemas, la simulación ha terminado.
Alex sintió cómo todos se relajaban al escuchar la indicación de Lia. Sin embargo él torció el gesto, contrariado. La primera simulación con un humano había terminado y Predator no había encontrado nada. Era algo lógico, pensó resignado, sobre todo teniendo en cuenta que era una versión prematura del software, pero también decepcionante. Frustrado, reconoció que la paciencia no era una de sus virtudes.
Lia se marchó para entrevistar al técnico que había realizado el test. Esa era una parte crucial de la prueba, así que decidió no molestarla. Mientras, los potentes ordenadores del proyecto comenzaron el análisis de la prueba, buscando patrones de conducta anómalos. Alex suspiró. Él había estado atento durante todo el proceso y no había percibido nada inusual, así que estaba seguro del resultado que iban a arrojar los sistemas. Fastidiado, tecleó un puñado de órdenes, y fragmentos de código escogidos al azar empezaron a desfilar en su monitor, mientras recreaba el test que acababa de finalizar.
Cuando oyó la voz de Chen no supo calcular el tiempo que había pasado delante de su monitor.
—Doctor Portago, ya tenemos el análisis probabilístico.
—¿Qué? —preguntó, sintiéndose como si se hubiera quedado dormido frente a la pantalla.
—Todo normal —respondió el ingeniero—. El trayecto del técnico durante los minutos libres ha sido debido por entero al azar. No hay ninguna pauta, ni lugares, ni negocios. Nada que destaque por encima del resto.
—Estupendo —dijo él, pensando justo lo contrario—. Buen trabajo, Lee.
Apretando los labios, se volvió de nuevo hacia su monitor. En ese momento oyó la voz de Lia:
—¿Contento de no haber inducido a nadie al suicidio?
Alex contó mentalmente hasta diez. El extraño sentido del humor de la mujer que más deseaba no parecía haber mejorado durante el tiempo en el que no había sabido nada de ella.
—Deduzco que la entrevista ha ido bien —respondió él, sin moverse.
—Sí —dijo ella sonriendo y acercándose—. No ha notado nada extraño, y creo que ya sabes que el análisis es normal.
—Estupendo —dijo él, mirándola—. Quedan solo catorce versiones, y en alguna de ellas deberíamos encontrar algo…
Un grito espeluznante ahogó sus palabras. Por un instante, todos en el laboratorio se quedaron paralizados. A diferencia de lo que solía ocurrir en sus sueños, Alex reaccionó, levantándose.
—¿¡Qué ha sido eso!? —gritó.
En el otro extremo del laboratorio vio un grupo de personas arremolinándose. Uno de ellos gritaba algo y gesticulaba ostensiblemente. El resto parecían zombis, sin saber dónde mirar o dirigirse, pero alrededor de algo que evidentemente les atraía. Alex corrió hacia ellos, seguido de cerca por Lia y Chen. A medida que se acercaba intuyó qué había en el interior del grupo de gente.
—¡Apartaos! —bramó, dándole un empujón a uno de los técnicos-zombi.
Mientras le apartaba ahogó un grito: tumbado, en el suelo, yacía un hombre joven, de unos treinta años. Alex se dio cuenta de que tenía un aspecto deplorable y se agachó, acercando su cara a la nariz del hombre para comprobar desalentado que no respiraba. En su tarjeta de identificación pudo leer «Connor, John». Suspiró aliviado al ver que no era el técnico que había realizado la prueba.
Con la mano izquierda selló la nariz del técnico y con la derecha le elevó la barbilla para facilitar la entrada de aire. Pegó sus labios a los del hombre y le insufló varias bocanadas. Vio satisfecho cómo su pecho se elevaba con cada una de ellas. No tiene obstruida la tráquea, pensó. Aunque esa hubiera sido una explicación comprensible si por ejemplo el chico se hubiera atragantado con un fruto seco, algo que podía sucederle a cualquiera. Pero la posibilidad de que lo que acababa de fulminar a ese hombre pudiera estar relacionado con el proyecto le puso el vello de punta.