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Puentes en Venecia

El que piensa en la muerte está ya muerto a medias.

HEINRICH HEINE

Cuando volvieron al laboratorio, Alex aún no se había recuperado de la impresión. Alguien había recogido la pantalla desplegable, que ahora estaba enrollada a un lado. Un grupo de técnicos revisaba datos en los ordenadores del centro de la sala, mientras otros tecleaban a toda velocidad o discutían frente a sus monitores. Delante de uno de ellos se encontraba Chen. A él se dirigió Boggs:

—Lee, ¿puedes atendernos? —le preguntó.

El asiático levantó la vista de su tableta digital y miró sonriendo al grupo de tres personas. Alex se dio cuenta de que aquella sonrisa tenía un fondo triste, al igual que la de Lia. Pensó que en esa historia debía de haber algo más.

—Me preguntaba cuándo vendríais —dijo Chen.

—Parece que aún hay sorpresas aguardándome… —contestó el médico, en un tono ácido.

—Aún no le hemos explicado en qué punto estamos… ahora —dijo Boggs, adelantándose—. Me gustaría que lo hicierais vosotros dos, que sois los expertos en este campo.

Lia asintió con la cabeza, se volvió hacia Alex y comenzó a hablar en un tono neutro:

—Ya conoces que el dispositivo de realidad aumentada parece saber aparentemente lo que vamos a pensar, incluso antes que nosotros mismos. Lo que no sabes es cómo llegamos a esa conclusión. Por favor, Lee, explícale esa parte.

—¡Por supuesto! —dijo Chen, sonriente—. Casi todos los días hacíamos una prueba, similar a la que hoy ha experimentado usted. El protocolo siempre era el mismo: un técnico comenzaba a dar órdenes al dispositivo, primero verbales y luego mentales. Finalizábamos con un paseo libre. Al principio las pruebas solo las hacía un grupo reducido de personas, ya que las órdenes tenían que ser muy concretas. Pero cuando empezamos a usar el nuevo chip descubrimos que podíamos escribir código sin tener que optimizarlo demasiado, ¡el chip lo procesaba sin problema!

—Al conocer esto —interrumpió Lia—, la empresa nos obligó a recortar los plazos del proyecto. Al parecer alguien había iniciado un desarrollo parecido. Así que obedecimos.

—A costa de desarrollar código no optimizado… —dijo Alex—. Una idea propia de ejecutivos y burócratas.

—No tuvimos elección —admitió ella—. Lo aceleramos tanto que, en algún momento, cometimos un error.

—La culpa es mía —dijo Chen muy serio—. En algún lugar del código debe de haber un error de programación, y el programa hace, por decirlo de alguna forma, más cosas de las que debería.

—¿Qué significa «más cosas de las que debería»? —preguntó Alex, arqueando las cejas.

—Que obtuvimos unos hallazgos sorprendentes —dijo el asiático bajando la vista—. Uno de mis técnicos, tras una sesión de pruebas, me pidió tener una reunión a solas. Estaba preocupado. Me dijo que durante el tiempo que había estado caminando por una simulación de Nueva York había pasado por una docena de bares y al menos siete licorerías. Analizamos la ruta y descubrimos que no fue casual: el software le había guiado para que pasara por aquellos sitios.

—Supongo que el chico estaría deseando tomar un trago —dijo Alex—, y el simulador le ofreció una pequeña muestra de la enorme oferta de esa ciudad. Y sin embargo debió de sentirse como un alcohólico, ¿no crees?

—Eso pensé yo —admitió Chen—, pero la historia es algo más compleja: el chico efectivamente fue alcohólico antes de entrar a trabajar en este laboratorio —Alex notó un hormigueo—, pero, según afirma, lleva años sin probarlo. El problema es que, cuando hizo el experimento, no sentía el más mínimo deseo de beber.

Alex intentaba comprender lo que acababa de oír: de alguna forma, el software del dispositivo había hecho manifiesto un deseo oculto del técnico. Tan oculto, que ni el propio muchacho lo sabía, pero le había hecho recorrer una ruta en la que el número de oportunidades para satisfacerlo era inusitadamente alto. Era algo inconcebible, así que su siguiente pregunta fue directa:

—¿Me estás diciendo que el aparato no solo sabía que el técnico había sido alcohólico, sino que además le indujo a beber?

—¡No, en absoluto, mi software no haría eso! —dijo Chen—. Le explico nuestra teoría: todos sabemos que la rehabilitación de un alcohólico nunca es completa. Es cierto que su fuerza de voluntad le mantiene alejado de la bebida, pero el deseo de beber permanece siempre ahí, de fondo.

—Hasta donde sabemos, eso es cierto —puntualizó Boggs.

—Gracias —dijo Chen, y continuó hablando cada vez más rápido—. Desarrollamos una hipótesis basada en que el análisis de ondas cerebrales del dispositivo pudiera haber detectado un deseo oculto del técnico. Un deseo que él mismo habría anulado de su pensamiento consciente, pero no de su subconsciente. Esto último sería lo que el dispositivo habría percibido, así que le buscó opciones para saciar ese deseo que el técnico no sentía, pero que sí existía, alojado en su cerebro.

—¡Pero eso es muy peligroso! —protestó Alex—. ¡Imagínate el riesgo de que ese aparato empiece a ofrecer posibilidades para satisfacer deseos ocultos y vicios a quien lo utilice!

—Eso mismo temimos nosotros —dijo Lia—, así que decidimos comprobarlo. Protocolizamos, en todos los experimentos, quince minutos en los que el sujeto podía moverse libremente por el entorno. Lo registrábamos todo y, posteriormente, entrevistábamos a la persona que había probado el dispositivo.

—¿Y alguno más señaló algo? —preguntó Alex, clavando en ella la mirada.

Lia permaneció quieta unos segundos. Tras un leve temblor en el brillo de sus ojos miró a Chen, que contestó:

—Me temo que… —tragó saliva— todos.

—¿Todos? —preguntó Alex.

—Sí —contestó Chen—. Uno de los técnicos pasó por delante de varios prostíbulos del centro de Madrid, y acabó mirando un escaparate de un sex-shop. Reconoció que era un adicto al sexo, pero juró que eso era lo último en lo que estaba pensando mientras hacía la prueba. Otro operario, de mantenimiento, visitó varias iglesias en París y, aunque me señaló que le pareció muy normal pues era un ferviente cristiano, admitió que no se le pasó por la cabeza en ningún momento el ir a verlas y que solo se dejó llevar por el dispositivo. Otro técnico, muy joven, me confesó avergonzado que en su prueba había terminado en uno de los barrios de Roma donde era más fácil conseguir marihuana. Como se imagina, me aseguró que hacía mucho que no tomaba nada, aunque lo hubiera hecho de joven… Y así, todos los que realizaron las pruebas.

Alex no salía de su asombro. Se dio cuenta de que las consecuencias eran inimaginables: ese dispositivo daba rienda suelta a los deseos más ocultos de quien lo usara sin que este fuera consciente de ello.

—Pero fue otro caso el que nos hizo parar el proyecto y proponer tu contratación —dijo Boggs—. Lia, por favor…

Alex se dio cuenta de que ella se mordió los labios un par de segundos antes de empezar a hablar:

—Una semana antes de que Stephen te llamara por teléfono —Lia habló lentamente, como si le costara pronunciar esas palabras—, un informático estuvo paseando por las calles de Venecia durante su prueba. Se asomó durante unos segundos a cada uno de los puentes por los que pasó, como si buscara algo… Cuando Lee lo entrevistó, le preguntó por eso y el informático le contestó que le parecía una apreciación absurda. Ni siquiera recordaba haberse asomado a dichos puentes.

—Creo que sé cómo acaba esa historia… —murmuró Alex comprendiendo por qué a Lia le estaba costando tanto relatárselo.

—Déjame que te lo cuente —dijo ella, con lágrimas incipientes en los ojos—. Más tarde, en la misma entrevista, y sin darse cuenta de la evidente relación, el técnico le contó a Lee que el año anterior había sido el peor de su vida. Su mujer le había abandonado y sus padres habían fallecido en un accidente. Se sintió solo en la vida y sin aspiraciones, por lo que había estado a punto de suicidarse en varias ocasiones. ¿Y adivinas cómo había pensado hacerlo?

—Sí, creo que lo sé… —respondió Alex—, es el hombre que saltó desde un puente de la autovía del Mediterráneo, unos días antes de que Stephen me llamara. ¿Es así?

—El problema es que le aseguró a Lee… —exclamó Lia, llevándose las manos a la cara— que él ya había superado esa etapa —dijo, rompiendo a llorar.

Lia se dirigió al baño. Alex apretó los puños, sintiéndose impotente. Deseaba correr tras ella, abrazarla, decirle que no se preocupara, que juntos solucionarían aquel tinglado. Sin embargo, no le pareció lo más apropiado. Por otro lado, no entendía cómo habían podido crear esa especie de monstruo, y tenía muchas preguntas que hacer. Tras unos instantes de silencio, Boggs por fin habló:

—No debemos precipitarnos al extraer conclusiones —dijo, mirándole fijamente—. Nadie del equipo debería sentirse responsable de esa muerte. Estoy convencido de que Alexis tenía planeado suicidarse. Puede que durante la prueba se asomara a unos puentes, pero concluir que el dispositivo le incitaría a matarse dos días después, creo que es absurdo. Quizás el fallo lo cometí yo, al decidir darle tras la prueba unos días libres para que descansara un poco. Puede que él lo interpretara como una falta de confianza, y minara aún más su ya baja moral…

Alex asintió, a pesar de que no podía apartar de su mente la imagen de Lia llorando. Intentando centrarse de nuevo, decidió comenzar su análisis:

—Puede que el aparato no le impulsara necesariamente a saltar en el último momento —dijo con tono de voz serio—, pero sí es cierto que ambos hechos, usar el dispositivo y suicidarse, están relacionados. Si no fuera así, deberíamos demostrarlo para garantizar que el dispositivo no influye tan decididamente sobre personas, induciéndolas a beber, drogarse, saltar por las ventanas o quién sabe qué. Ni siquiera deberíamos seguir con las pruebas sin esa garantía.

—Ese es el motivo por el que está usted aquí, doctor Portago —dijo Chen—. Hemos revisado el código varias veces, y a pesar de que no encontramos nada fuera de lo normal, me siento responsable. De hecho, cuando nos enteramos de la noticia —dijo, suspirando—, presenté mi dimisión.

—Por supuesto, no acepté —medió Stephen—, pero le propuse un trato: si él continuaba, yo le traería al mayor experto en neurología informática, y por eso estás aquí.

—Yo me sentía fracasado, me daba miedo seguir con el proyecto —añadió Chen—. Pero cuando me enteré de que usted había aceptado participar, no pude negarme a continuar.

Alex vio aparecer, a lo lejos, la silueta de Lia. A pesar de estar aún a decenas de metros pudo ver claramente sus preciosos ojos, tristes y aún congestionados. Verla así le enterneció, y se dio cuenta de que él era el apoyo que necesitaba. Sintió cómo el corazón parecía agrandársele.

—Stephen, Lee —dijo animado—, me acabáis de plantear el mayor reto de mi vida. Os garantizo que no descansaré hasta solucionarlo.

—¡Muchas gracias! —exclamó el asiático, sonriente.

—Eso sí… —continuó Alex—. Debemos recomendar paralizar el proyecto y empezar la programación desde cero —Stephen torció el gesto, pero Alex levantó la mano en señal de paciencia y continuó—. Aunque entiendo que tendréis unos plazos de entrega.

—Llevas razón —contestó Boggs—. Si el proyecto no es viable en seis meses nos retirarán la financiación. De ahí las prisas para contratarte y las generosas condiciones de tu contrato. El dinero no es un problema, el tiempo sí. Si este se acaba, adiós desarrollo, e invertirán sus fondos en otros proyectos.

En ese momento Lia se incorporó de nuevo al grupo. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Cuánto tardaríamos en programar una nueva versión desde cero? —preguntó Alex.

—Eso sería imposible… —reflexionó Chen—, no podemos pedirte que crees en seis meses, sin errores, un código que nosotros hemos tardado en desarrollar dos años.

—Llevas razón —asintió el neurólogo, pensativo—. No podemos escribir el código de nuevo, ni repasar línea a línea el actual, no tenemos tiempo. Pero… —hizo una breve pausa—, creo que podemos seguir adelante con las pruebas y el desarrollo del dispositivo, mientras damos con el código que ha generado todo este problema.

—¿Qué? —preguntó Lia, aún con signos de congestión en sus ojos—. ¿Cómo piensas encontrar unas líneas de código defectuoso mientras desarrollamos unas pruebas que no sabemos si son seguras? No creo que debamos seguir con ellas, al menos hasta que…

—Creo que yo sí lo sé —interrumpió Chen, con expresión optimista—. El doctor Portago no va a buscar el código línea a línea… —Alex asintió—. Él va a «cazar», de forma literal, el código erróneo. Y para ello, le va a hacer salir de su «madriguera», ¿verdad?

Todos se giraron hacia el médico, que sonreía ampliamente.

—Así es, Lee. Pero para ello necesitaré un cebo.

—¿Es que quieres que muera otra persona? —preguntó Lia, dejando los cubiertos sobre la mesa—. ¿A qué viene esa tontería de que necesitas «un cebo»?

Estaban sentados, uno frente al otro, en la cafetería. Era temprano, por lo que no había comensales. Alex estaba encantado de estar a solas con ella, aunque Lia no parecía sentir lo mismo.

—Llámalo como quieras —sonrió él—, pero es una gran idea. Aunque revisáramos todo el código, algo que nos llevaría años, es posible que no encontráramos nada; como sabrás, los programas de interpretación neuronal funcionan de forma integrada. Es decir, a lo mejor todos los fragmentos cumplen correctamente con su función, pero al ejecutarse conjuntamente, se originan circuitos no planificados inicialmente. Más o menos así es como funciona la mente humana.

—Tu teoría de que el todo es más que la simple suma de sus partes… —contestó ella agriamente.

—¡Exacto, no lo has olvidado! —exclamó Alex—. Una persona es más que la suma de sus recuerdos y su pensamiento lógico. Si así fuera, nuestros actos podrían predecirse. Sin embargo existen infinitas microvariables que influyen cada instante en nosotros, haciendo impredecibles la mayoría de nuestras decisiones. Y estas, aunque a veces parezcan caóticas, se producen por «causalidad», no por «casualidad». Es decir, son el fruto de miles de condicionantes.

—Y eso es lo que nos distingue de las máquinas —contestó ella—. Aunque en algunos no parece aplicarse.

Alex captó el tono ácido de su voz: ella siempre le había tachado de excesivamente cerebral. No quiso estropear su primer rato a solas, así que optó por una respuesta neutra:

—Sabes que es cierto…

—Lo único que sé —dijo ella, alzando su tenedor— es que es una locura exponer a más personas al dispositivo sin tener plenas garantías. ¿Y si uno de los informáticos resulta ser un homicida, y no lo sabe aún?

Alex pensó que en ese caso tendrían un serio problema, pero no le pareció que esa fuera la respuesta adecuada. Trató de explicarle lo que pensaba hacer:

—Tenemos que ir a buscar ese código de una forma, digamos, no habitual. De hecho, nuestro principal problema es que no sabemos ni lo que estamos buscando.

—Vale —exclamó ella a regañadientes—, pero…

—Espera, déjame acabar —le interrumpió él, más animado—. No disponemos de tiempo, así que descartamos la opción de depurar línea a línea, ¿de acuerdo? —ella suspiró, cruzando los brazos; Alex sabía que eso significaba que le quedaba muy poca paciencia—. Hemos de procurar que el código salga a la luz y para lograrlo aplicaremos técnicas de depurado de código, junto con el uso de marcadores.

—¿Marcadores? —exclamó ella—. ¿Cómo piensas «marcar» el código? ¡No es ganado, precisamente!

—Muy sencillo —dijo él, sonriendo—. Igual que podemos marcar células cancerígenas para localizar un tumor, podemos crear un programa que nos vaya etiquetando las secuencias de código que se aplican a cada una de las decisiones que toma el dispositivo.

—¡Pero si este procesador toma millones de decisiones cada centésima de segundo! —protestó ella—. ¿Cómo piensas analizarlas todas sin tardar una eternidad?

—Analizaremos las pautas de proceso del código. Estas deben ser «similares» cuando el programa tome decisiones «similares».

—Por ejemplo —murmuró ella—, para buscar lugares concretos, ¿debería darnos siempre una pauta parecida?

—¡Correcto! —contestó Alex—. Pero si pensamos que tenemos hambre, la pauta será otra. Aun así habrá muchas para analizar, pero no tantas como líneas de código que se ejecuten por segundo.

—Creo que voy entendiendo por dónde vas…

—¡Genial! —siguió él—. Nuestro programa depurador marcará las pautas correctas mediante pruebas con las versiones estables del software, es decir, las primeras. Cuando aparezca una pauta anómala, sabrá marcarla como tal.

—Ya, pero hay un problema… —le interrumpió Lia—. ¿Cómo sabremos, con una precisión de milisegundos, qué parte del código hay que analizar?

Alex sonrió por la satisfacción que siempre le daba el anticiparse a los pensamientos de los demás.

—Muy sencillo: el dispositivo tiende a satisfacer deseos que ni el propio usuario conoce desde el momento en el que él deja de dar órdenes conscientes, es decir, en el momento en que su mente queda libre, por decirlo de alguna manera.

—Pero eso es muy impreciso —añadió ella—. ¿Cómo sabes en qué momento exacto deja el aparato de recibir pensamientos conscientes?

—Es que no he dicho que sea en ese momento cuando el aparato ejecuta el código erróneo… —respondió él—. En ese momento lo que ocurre es que el dispositivo, libre de órdenes conscientes, busca lo que el usuario quiere, pero de forma inconsciente.

—Me he perdido —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Es muy sencillo —la sonrisa del neurólogo se ensanchó—, cuando el individuo que usa el dispositivo deja de enviar órdenes conscientes sigue enviando otras, pero sin darse cuenta. Órdenes que, evidentemente, proceden del subconsciente y que el dispositivo está recibiendo desde que…

—¡Oh, Dios mío! —le interrumpió Lia—. ¡El dispositivo recibe contenidos del subconsciente… desde el mismo instante en que comienza a funcionar!

Alex sonrió, asintiendo con la cabeza.

Tras unos segundos pensativo, Boggs por fin habló, rompiendo el tenso silencio:

—Supongo que podría funcionar…

Todos asintieron, y Alex sintió cómo el ambiente se relajó. Se mantuvo serio, pero estaba feliz. Boggs había reunido a los jefes de equipo —Lia, Chen, Mark y el propio Alex— tras el almuerzo para que el neurólogo pudiera exponer su teoría. Estaban en su despacho, una sencilla estancia que reflejaba el carácter de su dueño: tan solo contenía una mesa con un ordenador portátil y un par de fotos de su esposa y sus dos hijas. No había estanterías, ya que apenas había papel ni libros en todo el complejo, pero sí un par de láminas sobre la pared. A Alex le llamó la atención que eran del desierto de Nevada, tan parecido a la zona donde se encontraban. A poca distancia del escritorio de Boggs se encontraba la mesa de reuniones, en la que se encontraban sentados.

El neurólogo acababa de exponer su plan, demostrando por qué se le había contratado.

—Confiamos plenamente en usted —le dijo Chen, sonriendo—. ¡Vamos a encontrar ese código erróneo!

Mark Gekko asintió sin añadir nada. Alex no le había visto especialmente ilusionado, aunque realmente el software no era su campo.

—De acuerdo, lo haremos —ratificó Boggs—. Lee, genérale al doctor Portago una clave de acceso al sistema. Mark, puedes proporcionarle un ordenador portátil con…

—Si no es inconveniente —se apresuró a decir Alex—, he traído mi Macbook Pro. Me gustaría trabajar con él.

Todos le miraron, conscientes del pequeño desafío. La mitad de los ordenadores del laboratorio eran modelos Boggs-UNO, y todos los del complejo usaban el BOS, el sistema operativo que Boggs había creado hacía ya más de una década, enfocado al mundo empresarial. Este y Chen se miraron durante un segundo con cara de complicidad.

—No hay ningún problema… —dijo Chen, para sorpresa de Alex—. Ya lo habíamos previsto: el acceso al sistema se realiza a través de una intranet que ofrece las herramientas de trabajo mediante acceso remoto. Esto significa que es indiferente desde qué ordenador se acceda: todo lo que se haga se guardará en los servidores del laboratorio. No se permitirá la copia de archivos, de textos ni de nada en absoluto al disco duro de su Macbook ni a ningún otro sitio. Los comandos «copiar» y «pegar» solo se aplicarán dentro de la intranet, no a programas ni al entorno de su Mac. De esta forma podrá llevar el portátil a casa con la tranquilidad de que no contiene archivos ni otros datos del laboratorio… ni siquiera por error —dijo, sonriendo.

—Tranquilo, Lee —dijo Alex, aceptando la simbólica derrota—. No pienso sacar ni un solo dato de aquí. ¡Cuando todo esto acabe querré ir a las Bahamas, no a la cárcel!

Más relajados, todos sonrieron.

—Es un detalle digno de agradecer —dijo Boggs, mirando al médico—. Quiero que tengas acceso al sistema hoy mismo. Así podrás encontrar cualquier cosa que necesites: código, experimentos, resultados, el diario del laboratorio…

—Entendido —asintió Alex—. Empezaré repasando el desarrollo y elaboraré una hoja de ruta para crear el software de captura. Esta parte irá destinada sobre todo a Lee. Luego, elaboraremos otro plan que analice las respuestas del dispositivo a las órdenes mentales. Esta parte la desarrollaré con Lia —hizo una pequeña pausa antes de mirar de nuevo a Boggs—. Te remitiré informes diarios de todo el proceso.

Este le miró, sonriendo.

—Perfecto, aunque en realidad no va a ser necesario que me envíes esos informes. Eres nuestra última posibilidad para sacar esto adelante, así que tu trabajo va a ser monitorizado minuto a minuto. Creo que no hace falta que te recuerde lo que nos estamos jugando… —el americano hizo una pausa, durante la que cogió aire, antes de concluir— la vida de las personas que formamos parte de este proyecto.

Unas horas después de la reunión, Alex estaba sentado en uno de los despachos que rodeaban el laboratorio. Había empezado a leer los informes de la base de datos. En ese momento tenía abierto el historial de las versiones del código, un sencillo archivo en el que se detallaba su número, la fecha en que había comenzado a utilizarse y un texto con las novedades.

No le resultó difícil encontrar la versión que generó los primeros problemas. La que estaban usando cuando el técnico alcohólico había empezado a buscar bares por Nueva York era la 1.36. Desde entonces solo habían utilizado letras para denominar los avances. En ese momento estaban detenidos en la 1.36F, la utilizada en el experimento del técnico que se había suicidado.

Leyó los textos de las primeras versiones. Eran fáciles de seguir, pues contenían módulos bastante básicos. A los dos meses de desarrollo las novedades eran más largas y técnicas. A partir de los cuatro meses, como había señalado Chen, tenían una versión operativa bastante inmadura, que en un arrebato de originalidad habían bautizado como 1.0. Personalmente, a él le gustaba más asignar nombres a los programas y a sus versiones. Sonrió, al recordar tres nombres míticos en el mundo de la informática: Denise, Paula y Fat Agnus. Así fue como denominaron sus creadores a tres de los procesadores de un viejo ordenador, el Amiga 500, de finales de los ochenta. Estos nombres trascendieron a los usuarios, y cualquiera que hubiera programado para él los recordaba con cariño. Alex rememoró las muchas horas invertidas en sus prematuros desarrollos en ese ordenador.

Sonrió. Se había ido por las ramas, algo que sabía que solía ayudarle a pensar, pues era la base del pensamiento profundo, ese que funciona cuando se deja a la mente divagar libremente y que permite solucionar problemas aparentemente complejos, pero de forma casi inconsciente. Y algo no encajaba en esos recuerdos: recordó la cadena de pensamientos que acababa de tener para ver qué era, pero no logró averiguarlo. Fastidiado, decidió retomar su lectura.

Unos minutos después, volvía a estar ensimismado: los hombres de Chen habían desarrollado veinticuatro versiones en catorce meses. Buen ritmo, aunque no se podía comparar con el de las siguientes ocho semanas, en las que desarrollaron nada menos que doce versiones. La llegada del chip había acelerado las pruebas, pero algo debía de haberse hecho mal en ese último intervalo de tiempo, y esto era lo que había permitido que el código realizara interpretaciones no programadas del pensamiento inconsciente de los usuarios.

Un pinchazo en la zona lumbar, provocado por permanecer mucho tiempo sentado en la misma postura, le hizo consultar su reloj. Vio que llevaba cuatro horas pegado a la pantalla de su portátil y decidió que ya tenía suficiente. Elaboró un pequeño informe y abrió su correo para enviárselo a Stephen. Nada más abrir el programa recibió uno del americano, en el que le informaba que se había tenido que ausentar. Se encogió de hombros, redactó el correo, pulsó el icono de enviar, y por último llamó a Smith desde su nuevo móvil.

—Smith, creo que voy a volver a…

—Sí señor —le interrumpió la grave voz del gigante—. Estaré en la puerta en cinco minutos.

¿Es que este chico vive aquí?, pensó, y enseguida supuso que sí, pues era imposible que un individuo como aquel pasara desapercibido en una ciudad como Almería.

Cinco minutos después Alex se alejaba de la base mientras se acomodaba en el asiento trasero del Audi. Aunque hubiera mirado por la ventanilla, no hubiera podido ver las dos figuras que le observaban desde lo alto de una loma. Nunca supo lo afortunado que fue en ese momento, ya que, si lo hubiera hecho, se le habría paralizado el corazón.