8
Viaje a ninguna parte

Se viaja no para buscar el destino, sino para huir de donde se parte.

MIGUEL DE UNAMUNO

La luz del sol cegó a Alex nada más asomar a la superficie. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y a duras penas consiguió salir del angosto agujero, jadeando por el esfuerzo. Por fin estaba sobre la superficie, pensó aliviado, sacudiéndose el polvo de la ropa. Había corrido desde que se bajó del vagón de metro, buscando una salida. Tras cruzar en varias ocasiones las vías y recorrer tramos de estas a oscuras, al fin había encontrado una escala. Había trepado por ella y, al final, encontró el premio a su insistencia: una tapa de alcantarilla que logró abrir tras empujar con todas sus fuerzas.

En cuanto sus pupilas empezaron a acomodarse a la intensa luz, vislumbró unos raíles de tren, y vio que se adentraban en el océano, apenas un metro sobre el nivel del agua y perdiéndose en dirección al horizonte. De alguna forma supo que ese era el camino, así que se dio la vuelta y caminó en dirección a una pequeña hondonada que había tras él, donde sabía lo que iba a encontrar. Un tren detenido parecía a punto de partir. Corrió al ver que empezaba a moverse, sintiendo pinchazos en las piernas y en el pecho, y se subió de un salto en el momento en que la serpiente de metal adquiría velocidad.

¡Por los pelos!, pensó, sintiendo el pecho a punto de explotar. Respirando entrecortadamente, entró en el vagón. Encontró un rincón libre al lado de una de las ventanas, y se arrebujó en él, intentando tranquilizarse. Cerró los ojos y se concentró en los murmullos de los otros viajeros, pronunciados en diferentes lenguas. Eran frases inconexas, jerga incomprensible que no le decía nada y que tampoco podría ayudarle en su búsqueda. No se molestó en mirar a nadie, cada uno tenía sus problemas, aunque le pareció que todos se resumían en uno: sobrevivir. Intentó dormir, con poco éxito, y con ese fin se concentró en el paisaje: hasta donde su vista alcanzaba solo vio una enorme extensión de agua, y esa extraña amenaza de que en cualquier momento la marea podía subir, engulléndolo todo, incluidas la lengua de tierra, las vías y hasta el mismísimo tren.

Pasaron varias horas en las que apenas dormitó y en las que intentó pensar en sus posibilidades, algo tan doloroso como recordar los últimos días: muerte, destrucción y más muerte. Y, por encima de todo eso, el olor a sangre y a carne quemada, algo a lo que estaba seguro que no podría acostumbrarse jamás. Sintió cómo el tren se detenía, y se sintió agradecido por tener una distracción. Asomó la cabeza por la ventana y comprobó con satisfacción que estaban en tierra firme. Por desgracia, más adelante la vía continuaba de nuevo a escasos centímetros sobre la superficie del mar, una delgada y larga línea de rocas que parecía unir continentes. Decidió que no quería seguir su viaje a escasos centímetros del agua. Bastante tenía ya con huir de todo, pensó.

Bajó de un salto, contento de pisar la tierra, y se dirigió hacia la salida de la rudimentaria estación. El tren la abandonó silenciosamente, como si no quisiera hacer demasiado ruido, algo que le pareció normal en un mundo donde atraer la atención podía resultar una aniquilación segura, en caso de que ellos estuviesen al acecho. Pensó que era sorprendente que siguieran circulando trenes y que probablemente ese fuera uno de los últimos.

Anduvo y, tras varias horas, vio un cartel de bienvenida a su ciudad natal, que parecía de otro siglo. Atravesó la zona del puerto, próximo al parque donde miles de adolescentes habían hecho botellón, durante la que ya era otra etapa de la Historia. La mayoría de esos chavales estarían muertos, se dijo con amargura, mientras agotaba los restos de su cantimplora, y se imaginó las risas y las celebraciones de una época que parecía no haber existido nunca, aunque databa de tan solo un par de semanas antes.

Sintiendo un ardiente calor en los pies debido al cansancio, se topó con una fila de vehículos, a lo lejos, que se dirigía hacia la playa, donde alguien había improvisado unos enormes embarcaderos. La población hacía cola para subir a unas descomunales barcazas, sin duda destinadas al transporte en masa. Era un éxodo, parecido al que habían sufrido millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial, solo que en vez de trenes, las naves se asemejaban a arcas bíblicas, de aspecto moderno, donde la huida era voluntaria.

Esos malditos seres grises parecían dispuestos a destruir todo, en su desbocado afán por conquistar el planeta. Alguien había tenido la idea de preparar expediciones masivas al mar con el fin de esconderse, pues sería más difícil localizarles. Se organizarían, en teoría, para sobrevivir, reagruparse y plantar cara a la invasión, así que había puntos de embarque en casi todas las ciudades con puerto. A este fin habían dedicado sus últimos recursos los maltrechos gobiernos.

A Alex le parecía una idea estúpida: si no se había podido luchar desde tierra firme, no entendía cómo iban a hacerlo desde el mar. Eso, por no pensar en lo que ocurriría cuando escaseara el agua potable, por ejemplo. Estaba seguro de que terminaría habiendo motines, y que acabarían matándose entre ellos. Algunos ya lo habían hecho, intentando conseguir alguna de las escasas plazas, que estaban limitadas, dándose prioridad a los «útiles»: mujeres y hombres jóvenes, fuertes, o con conocimientos especializados. Él, como médico, no tendría ningún problema en formar parte de una de esas expediciones.

Se dio cuenta de que estaba agotado. Anochecía, las primeras estrellas asomaron en un cielo que mezclaba intensos tonos azules con los naranjas del sol poniente. Le pareció extraño ver el espacio aéreo tan despejado, tan limpio. En las últimas dos semanas lo habitual había sido ver inmensas nubes negras, como resultado de las explosiones y las batallas que se habían librado. Tampoco era extraño ver las amenazantes moles metálicas y de color gris que, a varios kilómetros de altura, observaban la aniquilación de la Humanidad sin piedad alguna.

Mesándose la barba, que hacía muchos días que no se afeitaba, se preguntó por qué no estarían atacando. Fijó la vista en la gente, apretujándose en las largas filas, peleando, discutiendo por subir a unas barcazas que le recordaron a inmensos féretros flotantes. Y entonces se dio cuenta: Están permitiendo que nos reagrupemos, se dijo. Esos bastardos, pensó, estaban dejando que los humanos, sociales por naturaleza, volvieran a concentrarse, así sería mucho más fácil terminar su labor, concluyó. Frustrado, se dio cuenta de que tenía que hacer algo, y pronto. Sin embargo, era imposible detener el éxodo, probablemente le ejecutarían al tomarle por un traidor, algo que ya había sucedido en alguna ocasión. Esos transportes parecían el último recurso de cientos de miles de personas y no renunciarían a ellos tan fácilmente.

Apenas podía pensar, antes de tomar una decisión necesitaba descansar y aclarar las ideas. Estaba parado frente al que había sido uno de los hoteles más emblemáticos de la ciudad y pensó con tristeza que, probablemente, ya nunca volvería a alojar huéspedes. Se acercó a un coche de los muchos que había abandonados en la calle, abrió la puerta del vehículo sin impedimento alguno y se sentó en el asiento del copiloto. Ya era prácticamente noche cerrada, pensó, al apoyar la cabeza en al asiento y al alzar la vista. Entonces sintió un miedo atroz.

Vio que las estrellas que salpicaban el cielo estaban moviéndose en bloque, realizando un arco, desplazándose hacia abajo y a la derecha del campo visual de Alex, lentamente, en una imagen dantesca. Le recordó a esas animaciones que había visto en Internet, cuando se dejaba una cámara grabando el cielo por la noche, y al pasar la película a alta velocidad, daba la sensación de que las estrellas se movían, una ilusión fruto del movimiento de rotación de la Tierra. Entonces se dio cuenta de que, efectivamente, parecía que el planeta se estuviera desplazando, algo que sabía que resultaba imposible… hasta que oyó los primeros gritos de la gente y comenzaron las estampidas en masa.

Quiso gritar, pero ocurrió como en las pesadillas, sus músculos no respondieron. El cielo pareció acelerarse, y él comenzó a sentir oleadas de terror ascendiendo desde la boca de su estómago. Por fin pudo chillar, como un loco, cerrando los ojos: cuando volvió a abrirlos estaba sentado en el asiento trasero del vehículo. Tenía diez años, y vio delante a sus padres. Mirando al cielo, ahogó un nuevo grito. Las estrellas seguían desplazándose, más rápido, y el suelo pareció inclinarse.

—¡Papá!, ¡mamá! —dijo angustiado, con lágrimas en los ojos—. ¿Qué está pasando?, ¿por qué se mueve todo?, ¿por qué el planeta está moviéndose?

Su madre se volvió hacia él y lo miró con una insondable expresión de tristeza.

—Tranquilo, hijo mío, no pasa nada… —dijo, con la voz temblorosa—. Saldremos de esta, recuerda que siempre salimos de cualquier situación…

Él no pudo contener las lágrimas mientras se fijaba en que su padre tenía la vista fija en el cielo, que cada vez se movía más rápido. Lo tuvo claro: iban a morir. Algo helado le subió por la garganta, eran dos palabras:

—¡Tengo miedo! —balbuceó, desconsolado, llorando.

Oyó un crujido horripilante, que se transformó en un ensordecedor estruendo, y la Tierra pareció volcarse, literalmente, a cámara lenta. Lo último que vio fue a sus padres asustados, mirando cómo el cielo se precipitaba sobre ellos.

Lunes, 16 de marzo de 2009
06:50 horas

Alex abrió los ojos. ¡Joder!, pensó sintiendo un escalofrío. Había sido otra pesadilla, pero esta vez demasiado real. Se dio cuenta de que recordaba una abrumadora cantidad de detalles, algo impropio de los sueños. Es absurdo…, pensó, eran solo sueños y, aunque siempre se había sorprendido de su capacidad adivinatoria, estaba seguro de que no se iba a encontrar el cielo de su ciudad infestado de naves espaciales y de que la Tierra no iba a cambiar su rumbo.

Es absurdo, se dijo, intentando centrar la mente en algo más práctico. Entonces, como un tren de mercancías, se le vino una imagen a la cabeza: la de Lia, del día anterior, con otro hombre. Otra vez se hizo esa pregunta que le acosaba desde que la vio: ¿Cómo pude encontrarla?

Lo había hecho de la misma forma que cuando usó el dispositivo, solo que esta vez, sorprendentemente, no lo llevaba. Lo había devuelto al laboratorio cuando Stephen les hizo regresar a toda prisa el día anterior. Allí acordó con Lee que ya revelarían su pequeño experimento en otro momento y almacenaron los registros de su prueba en unos archivos que Alex marcó como «no compartidos», tal y como le habían enseñado.

Era imposible que hubiera sido por el dispositivo, este ni siquiera estaba en su casa la noche antes. Había intentado encontrar alguna explicación, pero la única plausible era que el hallazgo hubiera ocurrido por casualidad. Al fin y al cabo era un domingo por la noche, en una ciudad pequeña, en la que no había muchos sitios adonde ir y sobre todo si en la mayoría de los locales de ocio estaban retransmitiendo un partido que tanto él como Lia esquivaron. Pero, aunque era posible, él no creía en esa posibilidad, iba en contra de su naturaleza y sus creencias: si por él fuera, la palabra «casualidad» no formaría parte de ninguna lengua conocida.

Otra posibilidad era que, de alguna manera, hubiera podido «intuir» que ella estaba allí. La explicación a esto sí era científica, y relativamente sencilla: él mismo relataba en uno de sus libros que el cerebro humano utilizaba tres tipos de pensamiento: intuitivo, lógico y profundo. El «intuitivo» era el que permitía a las personas reaccionar de forma rápida ante una situación gracias a respuestas cerebrales automáticas basadas en experiencias anteriores. Lo que la mayoría de la gente llamaba «intuición» era realmente el resultado de un aprendizaje. Venía a ser equivalente a coger una pieza de un puzle y saber, de forma casi inmediata, dónde correspondía ubicarla, gracias a haber resuelto varios puzles similares.

Una segunda forma de pensamiento era el denominado «lógico» o consciente, como él estaba teniendo en ese momento. En ese pensamiento, por ejemplo, se cogerían las piezas de un puzle y se tratarían de encajar buscando el hueco más parecido, comparando los colores y la forma de los bordes. Es lo que haría una persona no acostumbrada a resolver puzles: usar la lógica para resolverlo. Tardaría más que una entrenada, pero también, a base de utilizar la lógica y el método ensayo-error, estaría enseñando a su mente a «intuir» cuáles eran las piezas adecuadas para futuros puzles.

Había una tercera forma, bastante más interesante y desconocida, que muchas culturas y religiones también denominaban «meditación» o, simplemente, «pensamiento profundo». Este permitía a la mente divagar, bucear sin ataduras entre consciente y subconsciente, mezclando problemas e incluso sueños, y encontrando soluciones sorprendentes a situaciones complejas. Siguiendo con el símil de los puzles, que tanto le gustaba a Alex, consistía en dejar a la mente que jugara con piezas de puzles distintos, a ver qué ocurría. Los resultados solían ser sorprendentes, ya que a veces una sola pieza era la clave para resolver varios puzles de una sola vez.

Esta forma de pensamiento era a lo que muchas personas denominaban «consultar con la almohada». Lógicamente requería tiempo y tranquilidad. Según Alex, esa era la forma de pensamiento que habría permitido la mayoría de las grandes ideas de la Humanidad. Él mismo solía decir en sus conferencias: «¿Acaso no estaba Newton sentado en actitud contemplativa en su jardín, tal y como refiere William Stukeley, cuando la manzana cayó sobre su cabeza?»

Alex razonó (usando su pensamiento lógico) que lo más seguro era que encontrar a Lia hubiera sido una mezcla de pensamiento intuitivo —buscar un sitio tranquilo, al igual que Lia, y el deseo inconsciente de verla— y profundo, ya que durante el trayecto había dejado vagar su mente, como Newton en su jardín. Pero aun así, y por mucho que intentara hacerlo encajar todo, había una pieza que se resistía. Lo malo es que no sabía cuál era.

Cerró los ojos y respiró lentamente, intentando no pensar en nada. Le resultó imposible. Sin embargo, le servía para iniciar su habitual rutina de relajación mental, en un estado de semitrance cercano al sueño, en el que se mezclaban razonamientos lógicos con ideas completamente absurdas. Era el momento en que su mente trabajaba de «modo profundo», como él mismo lo llamaba.

La inteligencia intuitiva —pensó, viendo a la vez imágenes que nada tenían que ver con esa idea— analiza miles de datos de los que no somos conscientes, pero que nuestro cerebro sí procesa —vio a Lia, besándole, en un recuerdo de hacía muchos años—. Gracias a ella podemos tomar decisiones muy rápidas, basadas en experiencias anteriores sin necesitar el pensamiento lógico. Pero… —se le apareció la imagen de uno de los extraterrestres de sus sueños, frío, amenazante— puede que el subconsciente haya utilizado mi conocimiento sobre las preferencias de Lia junto con…

En ese momento abrió los ojos, esfumándose todos sus pensamientos menos uno:

—¿Las pautas de búsqueda que me ha enseñado el dispositivo? —dijo en voz alta.

¡Eso podía explicar que la hubiera encontrado dos veces!, pensó, con la boca abierta: la primera, se dijo, con la ayuda del dispositivo; la segunda, sin él, gracias a lo que su cerebro… ¡había aprendido el día anterior! ¿Era eso posible?, se preguntó, sintiendo una opresión en el pecho. ¿Había aprendido su cerebro pautas de forma inconsciente? Sintiendo que le faltaba el aire, se incorporó sobre la cama y buscó su móvil.

Con el corazón dando saltos en su pecho, no pudo evitar que los dedos le temblaran al manipular la pantalla táctil, a la caza de un nombre en la agenda del teléfono. Cuando al fin lo encontró, tembloroso, pulsó el icono de «llamar». Un escalofrío le recorrió la columna de arriba abajo cuando oyó la señal de llamada.

—Veamos si lo he entendido… —dijo Lia—, crees que el dispositivo puede interferir en el funcionamiento del cerebro de quienes lo usan.

Estaban en el despacho de la neuróloga, con la puerta cerrada y la persiana que daba al laboratorio completamente bajada. Ella sostenía una taza de café.

—Es una idea… —balbuceó Alex, consciente de que en boca de Lia el razonamiento no parecía tan consistente.

—Pero ¿te has dado cuenta de lo que estás diciendo? —le interrumpió ella—. ¡Es completamente absurdo!

—Lia, yo…

—Alex, te conozco hace mucho tiempo —dijo ella, entrecerrando los ojos—, y sé que no eres precisamente un bromista, así que, una de dos: o te has vuelto loco, o no me estás contando toda la verdad…

Alex asintió, llevaba razón. Aún no le había explicado que la había localizado. Tenía que ofrecerle alguna explicación, pero no se atrevía a contarle la verdad, pues temía que pensara que la estaba siguiendo, que fuera un acosador o algo peor. Se dio cuenta de que no sabía qué decir.

—Es solo que… —dijo, buscando las palabras— creo que de alguna manera el dispositivo influye en quienes lo usan. Piensa en los sucesos —dijo, improvisando—, ¡todos han sucedido después de que apareciera el chip! Algo habrá influido en esas personas, ¿no crees? —Lia hizo un gesto de impaciencia—. El problema reside en que, para saber si esta teoría es cierta, deberíamos dejar de usarlo en las pruebas.

—¡Eso es impensable! —exclamó ella, irritada—. ¿Sabes el tiempo que perderíamos? Además, aunque llevaras razón, ¿quién te garantiza que no puedan aparecer nuevos sucesos como consecuencia de esos posibles efectos del chip? Vamos, que para comprobarlo tendríamos que cambiar también al personal.

Él suspiró profundamente. Si no le contaba la verdad, no le iba a creer nunca.

—Lia… —dijo, con un hilo de voz—, hay algo que debes saber para entender cómo he llegado a esa conclusión.

Lia sonrió, devolviéndole la complicidad.

—Alex, te conozco casi mejor que tú mismo… —dijo, dulcificando su mirada—. Sé que hay algo que no me has contado, pero no quiero forzarte. Si no confías en mí, es tu problema; yo estoy aquí, para cuando quieras hacerlo…

Él se quedó helado. Conocía perfectamente esa sonrisa y esa forma ambigua de hablar, Lia las había utilizado en incontables ocasiones, en una época anterior. ¿Está tonteando?, pensó. Avanzó un paso hacia ella, y vio, con satisfacción, que ella no se movió ni un milímetro. Estaban a escasos centímetros.

—Me da mucha vergüenza lo que te voy a decir… —dijo, en voz baja.

Se fijó en sus ojos, y creyó encontrar en ellos una mezcla de ternura y pasión. Sabía lo que solía esconder esa mirada.

—No creo que me asustes… —dijo ella, con una sonrisa pícara.

Alex sintió su pulso desbocarse. Le habló muy cerca de su rostro:

—Anoche, por algún motivo, pensé en ti —vio cómo los ojos de ella brillaban—, pero al final decidí salir a comer algo yo solo, pensé que no querrías que te molestara. Así que anduve sin rumbo fijo, buscando un sitio. El problema fue que, conforme caminaba, me fui sintiendo cada vez más inquieto, hasta que llegué a un pub del centro. —Ella súbitamente abrió los ojos—. Cuando entré, te vi… —hizo una pausa, dudando si añadir las siguientes palabras— con alguien.

Ella, asombrada, abrió la boca, y de repente dio un paso atrás.

—¿¡Me seguiste, Alex!? ¡No te creía capaz de eso!

—¡Jamás haría algo así! —exclamó él, alzando el tono de voz—. ¡Pero, de alguna forma, llegué hasta ti! —su respiración se aceleraba—. Y lo peor de todo es que, ya antes de entrar en el pub, tenía la seguridad de que no me iba a gustar lo que iba a ver.

Le tembló la voz con las últimas palabras, y se frotó los ojos con la mano derecha, en un pueril intento de disimular lo que sentía. Con la vista parcialmente nublada por las lágrimas, Alex vio cómo ella se acercaba. También parecía tener los ojos humedecidos, pero no podía estar seguro. Sin esperarlo, notó los brazos de Lia rodeando su cuello, y dio un respingo sin querer. Lo siguiente que notó fue el contacto de sus labios sobre el rostro. El corazón pareció detenérsele y un suave susurro llegó hasta sus oídos:

—Eres el hombre más tonto que he conocido nunca.

—¿Sí? —dijo él, completamente azorado.

Sin poder contenerse, la abrazó, consciente de que en cualquier momento ella podía apartarse bruscamente. Sin embargo, no lo hizo, y Alex se apretó contra ella, mientras comenzaba a desahogarse llorando en silencio sobre su hombro. Ella le acarició el pelo, durante unos minutos, paciente. Lentamente, separó su rostro un par de centímetros.

—Te creo —dijo, mirándole a los ojos—. Y no te preocupes por lo que viste anoche, es solo un amigo al que no veía desde hace tiempo. Le gusto, es cierto. Pero a mí me gustan otro tipo de hombres, digamos, un poco más complicados.

El mundo de Alex se redujo a los inmensos y azules ojos de Lia, que le miraron tórridos y se le asemejaron, más que nunca, al color del mar. No le hubiera importado sumergirse y morir ahogado en ellos, si con ello hubiera podido tener a Lia para siempre.

El estridente timbre de su móvil reventó el mágico momento. Alex casi dio un salto, por lo inesperado del sonido. Se separó unos centímetros de Lia, en busca del aparato, pero antes de que lo sacara de su bolsillo, el de ella comenzó a sonar también. Ambos se miraron, y no necesitaron decirse nada para saber que algo había sucedido.

—Ha fallecido otra persona del equipo —dijo Boggs—. Ha sido por una arritmia cardíaca.

Un silencio glacial cayó sobre los jefes de equipo, una vez más reunidos en su despacho. A ellos se les había unido Jones, el jefe de seguridad. Era bastante raro verle, así que su presencia había llamado la atención de Alex. Ahora comprendía por qué: acababan de ascender un peldaño en la escala del desastre absoluto. Con toda seguridad estaba acudiendo al final del proyecto.

—Se trata de Dubois —continuó explicando Boggs—, un operario del equipo de limpieza sin nexo alguno con el núcleo del proyecto. El señor Jones —dijo, señalándole— ha repasado los registros de entrada y salida, así como sus turnos. Ha constatado que el empleado ha coincidido con varias de las pruebas del dispositivo.

Un murmullo de decepción recorrió la mesa. Aquello estaba empezando a pintar bastante mal, pensó Alex.

—Stephen, yo tengo mis dudas —dijo de repente Mark, y todos se volvieron hacia él. Jones se limitó a arquear una ceja—. De acuerdo, ha coincidido con algunas pruebas del dispositivo, pero eso es algo que estoy seguro de que le ha ocurrido a casi todo el personal del laboratorio. Lo importante aquí es que él no ha tenido contacto directo con el dispositivo, si es que este es la causa de estos accidentes.

Lia fue a decir algo, con el rostro furioso, pero Boggs se adelantó, pidiéndole calma con la mano:

—Lo siento, pero ya no hay vuelta atrás. He avisado a los patrocinadores y han decidido realizar una auditoría urgente. Ahora mismo vuelan hacia aquí, así que todo el material queda en cuarentena y no debe ser manipulado desde este mismo momento. —Visiblemente cansado, añadió—: Ese es el motivo por el que Jones ha acudido a esta reunión: tiene orden estricta de que se respete esta orden.

Todos miraron al jefe de seguridad, cuyo rostro, sobre el que caían unas finísimas gotas de sudor debido a su corpulencia, parecía de piedra. Alex se sintió confundido. Una nueva muerte en el seno del proyecto, pero que, una vez más, no parecía relacionada con este. Un fallo cardíaco, no ha tocado el dispositivo…, comenzó a pensar. Y como le sucedía desde que empezó a trabajar allí, algo no le encajaba. Comenzó a repasar los accidentes, concentrado e intentando aislarse y las palabras de Boggs fueron ahogándose, hasta convertirse en un murmullo lejano. Antecedentes de epilepsia, depresión, consumo de cocaína… Su mente procesaba imágenes, datos, fragmentos de conversaciones, recuerdos, mezclando todo a la vez.

—¡Hay un nexo! —exclamó, poniéndose en pie.

Todos se giraron hacia él. En sus rostros vio expresiones de sorpresa.

—¿Un nexo? —preguntó Boggs, molesto por la interrupción—. ¿Te refieres a que ves una relación entre las muertes?

—Estoy casi seguro.

—En estas circunstancias, un «casi seguro» no es aceptable.

—Llevas razón —señaló el neurólogo—. Tendremos que hacer alguna que otra modelización probabilística para confirmarlo, además de un estudio…

—¡Alex, por favor! —le interrumpió Chen, inquisitivo—. ¿Cuál es ese posible nexo?

—Perdonad, estoy pensando a la vez que hablo —dijo, con un ligero temblor en la voz—: Hasta ahora hemos aceptado que todos los sucesos tenían causas que podían justificarlos por separado. Es decir, siempre existía la posibilidad de que no estuvieran relacionados entre sí.

Vio que todos asentían, y lo tomó como una buena señal. Estaba razonando al mismo tiempo que hablaba, intentando explicar con su pensamiento lógico aquello que el profundo había logrado comprender:

—Pero esta coincidencia, aunque posible, es menos probable cada vez que aparece un nuevo suceso, ¿no es así?

De nuevo, todos asintieron, para alivio de Alex.

—Imaginad entonces que se siguen produciendo más accidentes, y que todos ellos tienen una justificación, pero en vez de cinco o diez casos se producen infinitos —hizo una pausa, y vio diferentes reacciones en sus rostros—. ¿Estamos de acuerdo en que, si la probabilidad de que los sucesos sean casuales es menor a mayor número de eventos, si tuviéramos infinitos casos, la probabilidad entonces sería cero?

—Alex, no termino de entender adónde quieres llegar —dijo Lee.

—Os lo explicaré de otra forma —dijo Alex, caminando alrededor de la mesa mientras movía los brazos para acompañar su exposición—: partimos de la base de que es posible que los eventos no estén relacionados, pero, cuantos más ocurran, menos probable es esa hipótesis. Así que si tenemos eventos infinitos, ¡la probabilidad de la casualidad es cero! Y por lo tanto, ¡existiría un motivo, tanto para esos infinitos casos, como para solo los cinco primeros!

—¡Dios mío, es cierto! —exclamó Lia, con los ojos abiertos de par en par—. Todos los sucesos tendrían una sola causa que los estaría originando. ¡Habría un nexo común, no infinitas causas que expliquen infinitos sucesos!

Alex vio que todos asentían, aunque lentamente, y sonrió.

—¡Correcto! —continuó—. Ahora pensemos, ¿y si hubiera algún componente del proyecto que estuviese influyendo en el sistema nervioso de todos nosotros, y especialmente más en el de aquellos con mayor posibilidad de padecer un trastorno? ¿Es decir, los que tengan antecedentes o enfermedades neurológicas?

—Pero en el caso de este último chico, Dubois, se trata de una arritmia cardíaca —replicó Mark—. Y eso no es un proceso neurológico, ¿no?

Alex arqueó las cejas, se había olvidado explicarles lo más importante. El dato que su cerebro, de alguna forma, había logrado encajar gracias a sus conocimientos.

—Una arritmia cardíaca no es un proceso neurológico… por lo general —vio las expresiones de curiosidad en sus rostros—. Pero el ritmo cardíaco depende del tronco del cerebro, así que una lesión en esa zona, como por ejemplo una hemorragia, podría desencadenarla.

Un murmullo de sorpresa le permitió saber que habían comprendido su razonamiento.

—Entonces, según tu teoría —dijo Boggs, con gesto preocupado—, hay algo que podría estar afectando a nuestro sistema nervioso, y que lo ha hecho en mayor medida en aquellas personas más predispuestas. ¿Eso explicaría también por qué estamos tan irritables?

—Supongo que hay factores externos que influyen, como el estrés —dijo Alex asintiendo con la cabeza—. Pero sí, creo que también es la explicación a eso. Sea lo que sea, nos está afectando a todos, aunque no a todos por igual —dijo, recordando que había localizado a Lia en dos ocasiones.

Lee, tan cortés como siempre, alzó ligeramente la mano, pidiendo la palabra:

—¿Tienes alguna hipótesis de qué puede ser?

Alex suspiró. Sí que la tenía.

—Si he de hacer caso a mi intuición, antes de que debamos lamentar otro incidente, creo que debemos tener una nueva conversación con esos amigos tuyos —dijo, mirando a Boggs—. Quiero hablar muy despacio de ese chip, ya no me trago que esté libre de código. Estoy seguro de que ese procesador genera las pautas de respuesta anómalas, y que, de alguna manera, estas influyen sobre el funcionamiento de nuestro sistema nervioso, irradiadas o emitidas desde el chip.

—Hemos comprobado eso —protestó Gekko—. No hay ningún tipo de emisión o radiación conocida que hayamos podido detectar.

—Tú lo has dicho —dijo Alex, con media sonrisa—: «conocida». Pero ¿y si ese chip emite algún nuevo tipo de frecuencia o energía?

Gekko negó con la cabeza; a pesar de ello Alex insistió:

—Piénsalo, la prueba de que eso debe de estar sucediendo es que hay personas afectadas que, sorprendentemente, no han llegado a utilizar el dispositivo. ¿Se te ocurre alguna otra posible explicación? —dijo, mirando al ingeniero, y este por fin asintió—. Si esa hipótesis es cierta, esa influencia sobre nuestros cerebros es la que estaría desencadenando patologías cerebrales leves en todos nosotros, como irritación; y graves, en las personas con predisposición genética a padecerlas.

Y otros sucesos bastante más extraños que aún no sé cómo interpretar, pensó, resignado.

—Entonces… —dijo Chen, con un ligero temblor en la voz—, ¿la culpa no es del software?

—Según mi teoría, no.

—¿Estás seguro? —preguntó Boggs, con el ceño fruncido—. Alex, esto es muy serio, no podemos acudir con una teoría propia de la ciencia ficción a unos señores que se han gastado millones.

—Tengo mis motivos para estarlo… —dijo Alex, suspirando y rememorando—. Y más nos vale que sea algo remediable.

Alex respiró el aroma del mar, que rompía a un par de metros desde donde él estaba. El monótono murmullo de las olas batiendo la tierra y el suave zumbido de la brisa inundaron sus sentidos. Cualquiera que lo hubiera visto, sentado sobre la arena y con los ojos apenas abiertos, habría pensado que estaba dormido, o a punto de hacerlo. Nada más lejos de la realidad, ya que su cerebro bullía en pensamientos.

La auditoría había comenzado y de momento no era necesaria su presencia, por lo que Boggs le había recomendado que se marchara a descansar. Jones, «amablemente», le había acompañado hasta la salida del complejo, donde le había estado esperando Smith, con el motor arrancado. Incluso había llegado a dudar si habrían averiguado que tomó prestado el dispositivo el día anterior. Confió en que no.

—¿Puedo sentarme?

La voz de Jules le hizo dar un respingo, destrozando por completo su meditación. Su primer impulso consistió en levantarse y golpearle; el segundo, en salir corriendo de allí. La parte lógica de su cerebro comenzó a adueñarse de la situación, y se dio cuenta de que ambos movimientos eran absurdos. Su indignación creció, aún le dolía la intromisión de su compañero en su ordenador, pero más aún sus envenenadas palabras. Educadamente le instó a sentarse y ambos quedaron de cara al mar, viendo cómo el sol, ya poniéndose, teñía de tonos anaranjados la playa.

—¿Se va a prolongar este acoso por mucho tiempo? —le preguntó, con la voz muy calmada.

—Lo siento, vivimos en un entorno competitivo.

El neurólogo sonrió y le miró.

—¿Hasta el punto de instalar programas espía? Algunos nos limitamos a intentar llevar una vida lo más normal posible.

Jules le miró también, con el rostro teñido de naranja por la luz del sol.

—Sin mucho éxito, por lo que veo —dijo sonriendo—. Creo que tu vida reciente podría definirse de muchas formas, excepto de «normal». ¿No es así?

Alex se puso en guardia. ¿A qué se refería?, se preguntó. Tenía varios puntos débiles en ese momento: sus dudas acerca del proyecto, haber cogido «prestado» el dispositivo, Lia…

—No sabes nada de mi vida —respondió, en tono cortante. Jules se volvió y le habló, contrayendo el rostro hasta imprimir en él una expresión amarga:

—No puedo perder más el tiempo esperando a que te decidas. Sabes que el proyecto de Stephen ha fracasado. Aunque superara la auditoría que ahora mismo se está realizando, jamás funcionaría. Está podrido, ¿acaso necesitas más muertes para ser consciente de ello? Déjalo de una vez y vente conmigo.

Alex contuvo el aire. Una vez más, Jules le hablaba con una naturalidad pasmosa de un proyecto del que ninguno de sus miembros se atrevería a decir nada. Aunque, evidentemente, alguien se estaba yendo de la lengua. ¿Quién es el infiltrado?, se preguntó. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que podía ser cualquiera. Hasta el último responsable de mantenimiento podía enterarse de todo, si abría bien los oídos, pues el laboratorio era un hervidero de rumores desde que empezaron los problemas.

—Tengo un compromiso —dijo, apretando los labios.

—Ya, un «compromiso» —respondió Jules con una sonrisa falsa—. Podríamos contar con… ella.

Alex se sintió furioso, estaba yendo demasiado lejos. ¿Acaso todo el mundo sabía lo suyo con Lia?

—¿De verdad queréis continuar en un proyecto que os puede matar a todos…? —insistió Jules.

Esa era la teoría que él mismo había expuesto, ¡hacía tan solo unas horas! La fuente de su amigo no solo era buena, sino también rápida.

—Eso no es cierto —intentó decir, pero su voz sonó débil.

—Mentir no es lo tuyo —dijo Jules, con una torva sonrisa—. Te aclararé una cosa: hace tiempo que sospechaba lo mismo. ¿Acaso no te intrigó que te hicieran una exploración neurológica tan exhaustiva cuando te incorporaste al proyecto? En el que yo trabajo eso no es necesario.

Alex, asombrado, abrió la boca sin darse cuenta, y vio que Jules sonreía ampliamente. Asintiendo inconscientemente con la cabeza se dio cuenta de que, en su momento, no hizo caso a su instinto. ¡La resonancia magnética!, recordó. Le había extrañado que fuera necesario realizarse una. Hasta llamó a Stephen, solo por eso, sin embargo se dio por satisfecho con su vaga respuesta, a pesar de su inquietud. Se notó cansado, algo que le sucedía cuando se daba cuenta de que había cometido alguna torpeza, como en ese momento. Tuvo la frustrante sensación de que todo el mundo le llevaba ventaja en esta historia.

—Ya no sé qué creer… —respondió sinceramente.

—Puedes confiar en mí —dijo Jules, mirándole a los ojos—. Stephen no te ha dicho toda la verdad, y las personas con las que vas a hablar mañana te van a tender una nueva trampa. —Alex se quedó pasmado una vez más—. Y como prueba, te voy a dar una información muy valiosa. Investígala, y comprobarás que estoy en lo cierto.

—¿A qué te refieres con «una trampa»?

—No te fíes de ellos. Si puedes, evítalos. Te van a cargar «el muerto», solo que en este caso la expresión asume su definición literal.

¿Cómo demonios puede saber lo de mañana?, se preguntó Alex, intentando pensar. Efectivamente, al día siguiente sería su turno en la auditoría. Le llevaría horas solo el repasar sus propuestas y los experimentos llevados a cabo a instancias suyas. Si el proyecto realmente era perjudicial para los técnicos, iba a tener que dar muchas explicaciones por haber propuesto dieciséis nuevos simulacros. Muchas más, si descubrían su prueba en la calle. Podían acusarle de alguna de las muertes, y de haber sustraído información. Si Jules estaba en lo cierto, todo se podía complicar mucho. Demasiado…, pensó, sintiendo una gota de sudor caer por su frente.

—De acuerdo —dijo resignado—. Dame esa maldita información, la investigaré.

Jules sonrió, visiblemente más relajado.

—No vas del todo desencaminado cuando piensas en el chip, pero no deberías obsesionarte en buscar código dentro de él. —Alex abrió los ojos, sorprendido—. Deberías centrarte en el origen del chip.

—¿Cómo puedes saber que estoy buscando…?

—Eso es irrelevante —le interrumpió Jules—. Tú busca a un tipo que se hace llamar Azabache. Él es la clave.

—¿Azabache? —exclamó Alex, alzando la voz—. ¿Pero de qué estás hablando? ¿¡Te crees que esto es una película de espionaje de los ochenta!?

—¡Baja la voz! —susurró Jules, recriminándole—. Hasta el mar puede oír, ¡y no exagero! —dijo, con gesto irritado y, echando un rápido vistazo alrededor, añadió—: Es el seudónimo de una persona íntimamente relacionada con el origen del chip. No te puedo decir más, salvo que si lo encuentras a él… —respiró hondo mientras se levantaba—, lo sabrás todo.

—¿Azabache? —preguntó Owl.

—Sí, solo eso, ojalá pudiera decirte algo más —dijo Alex.

—Pues no me suena de nada. ¿Quieres pizza?

Alex suspiró. Era la tercera vez que visitaba a su amigo en dos días. Podía sentirse orgulloso de haber sido recibido sin demasiados inconvenientes, dado su carácter voluble. De hecho, se había anticipado a su posible mal humor con una pizza recién comprada que Owl engullía, agradecido. Los gustos gastronómicos del pirata informático eran muy limitados.

—Necesito tu ayuda —dijo, aprovechando que su amigo masticaba—. Es fundamental saber quién es y a qué se dedica. Y sobre todo, dónde localizarle.

—¿Quieres encontrarle físicamente, dices? —preguntó el hacker, restregándose la boca con la manga de la camiseta—. ¿Para qué?

—No me basta una web o una dirección de correo electrónico —respondió, impaciente—, necesito una dirección real. Me da igual si es de su trabajo, de su casa o de su amante.

—¿Tiene amantes? ¡Ajá, esto por fin se pone bien!

—¡No sé si tiene amantes! —exclamó Alex—. ¡Ni siquiera sé su sexo! Y si tiene novio o novia me interesa saberlo, pero solo si eso me ayuda a hablar con él. ¿Es que no entiendes que me juego mucho en esto? ¡Mañana me pueden acusar de la muerte de varias personas!

Intentó tranquilizarse. Vio que Owl le miraba con los ojos abiertos de par en par y con un trozo de pizza en la mano. Le recordó a una auténtica lechuza.

—Vale, tío —dijo el pirata, con un hilo de voz—. Si es tan importante, haber empezado por ahí. ¿Cómo iba yo a pensar que estabas tan enmarronado?

Alex suspiró, sintiéndose cansado.

—¿Quizá porque he acudido, en solo dos días, nada menos que tres veces a tu casa, y porque no paro de pedirte favores relacionados con empresas, espionaje y hasta búsqueda de personas, y por supuesto todo de forma urgente y confidencial? ¿No te ha parecido todo eso un poco extraño?

—Pues llevas razón… —dijo, masticando de nuevo.

Alex resopló, pensando que no había elegido a la persona adecuada para ayudarle. En ese momento Owl abrió varias ventanas de Firefox, el navegador de Internet, y comenzó a teclear a toda velocidad en varias webs con buscadores.

—Eso también sé hacerlo yo —dijo Alex, definitivamente arrepentido de haberle pedido nada a su amigo.

—Ya, pero a diferencia de mí —le contestó su amigo sin dejar de mirar sus monitores—, esto es lo único que tú sabes hacer.

Alex se quedó petrificado. No se esperaba esa respuesta. Quizá deba darle una oportunidad, pensó.

—Owl, por favor, necesito que pongas empeño en esto.

Esta vez el pirata sí giró la cabeza:

—Tío, ¿quieres ayudarme?

—¡Por supuesto! ¿Me conecto a alguna base de datos, acaso? ¿Crees que en la Wikipedia…?

—No —le interrumpió Owl—. Algo aún mejor, ¿ves esa Playstation, al lado del plasma?

Alex miró la videoconsola, sin entender.

—Está pirateada, tiene cien juegos en el disco duro —añadió Owl—. Elige uno y deja de molestar, ¿vale?

—¿Pirateada? Pero si la Playstation 3 aún no se ha podido…

—¡Alex! Sonrió, alzando las manos en señal de rendición. Lejos de dirigirse hacia donde estaba la consola, se sentó frente a un teclado, fuera del alcance de su amigo. Tras unos segundos consiguió desentrañar a qué monitor estaba conectado y con un doble clic del ratón arrancó Firefox e inició sus propias pesquisas.

Una hora después había leído un puñado de artículos en diversas webs firmados por personas que compartían el nick de Azabache. Su búsqueda le estaba resultando de lo más estéril. Durante ese tiempo Owl había masticado, gruñido, ingerido Coca-Cola y, cómo no, eructado varias veces. Resoplando, pensó en lo complicado que iba a ser encontrarle una novia a su amigo. Claro que eso a él parece importarle un pimiento, pensó. Súbitamente oyó la voz del hacker, que le sobresaltó:

—Tío, una cosa es que no me molestes. ¡Otra muy distinta, que no me hagas caso!

—Perdona, estaba pensando en el tal Azabache —mintió—. No encuentro nada.

—Sí, claro, por eso me prestabas tanta atención —dijo Owl con ironía, y soltando un sonoro eructo al final—. Yo que he encontrado algo. Por supuesto no ha sido en la «red visible».

—«¿Red visible?» —preguntó Alex.

—Es la parte de Internet a la que se puede acceder navegando: webs, blogs, foros y otros. Normalmente es lo que buscadores como Google hacen. La mala noticia es que se estima que supone menos de un diez por ciento del total de la información que alberga la red.

—¿Y el resto qué es? —preguntó Alex.

—Bases de datos, sobre todo. La mayoría de ellas con acceso restringido: hemerotecas, enciclopedias, música, películas, contenidos de pago…, pero también catálogos, listados de productos o de clientes. Por eso los hackers hacen tantos ataques, casi todos a la denominada «red invisible». ¡Ahí es donde está la chicha! Por supuesto, todos esos datos están lejos de los rastreadores de Google, o de cualquier otro buscador. A menos que sepas de su existencia, es difícil encontrarlos.

—¿Y cómo se encuentra una base de datos que no se sabe si existe?

—A veces es más sencillo de lo que parece —sonrió Owl—. En este caso ha sido mediante una pequeña, digamos visualización, a la base de datos de un blog de prensa rosa.

—¿Un blog de prensa rosa? —preguntó Alex, frunciendo el ceño.

—Sí, de cotilleos. No ha resultado tan difícil —aclaró el pirata—: Antes de empezar a buscar me he metido en unos cuantos foros privados de ciertos amigos míos, les he preguntado, pero ese nick es muy común, y no sabes la de chicas que lo usan. Por suerte, uno de mis colegas, un friki de los cotilleos, me ha dicho que un tipo con ese seudónimo colabora en uno de los blogs que él lee. Al parecer, es un fiera encontrando trapos sucios de gente conocida. Mi amigo ha intentado seguirle la pista, pero sin éxito. Ese tipo está rodeado de un aura de misterio, y eso lo hace mucho más interesante que el resto.

—¿Entonces, has accedido al blog?

—Puede… —dijo Owl, guiñando un ojo—. Y he encontrado unas cuantas cosas interesantes. Por ejemplo, que Azabache es el seudónimo de un tipo que se dedica al periodismo de investigación y que parece cuidar mucho su verdadera identidad. No he encontrado nada en las bases de datos de los otros sitios en los que creo que colabora. No han cometido la imprudencia de asociar su seudónimo a su nombre.

—Esa información que dices que es «no visible».

—Exacto. Pero la gente se confía mucho y comete imprudencias. La información «no visible» a veces es fácilmente accesible. ¡Es justo lo que ocurre en el blog que te comento!

—¿Entonces, tienes un nombre? —preguntó Alex, ansioso.

—No tengo una seguridad al cien por cien, pero si hacemos caso a mi amigo creo que este es el que buscas. He extraído cientos de artículos, todos suyos.

A Alex lo que no terminaba de parecerle lógico era que un tipo que supuestamente estaba relacionado con un chip de última tecnología estuviera escribiendo en blogs de cotilleos.

—Creo que no es el que buscamos —dijo, con fastidio—. Deberíamos indagar por otro lado.

—¡No, espera, me ha costado mucho sacar esta información, tío! —insistió Owl—. Deja al menos que te la cuente.

Alex suspiró. Fue a contestar negativamente, pero algo le dijo que al menos debía tener esa deferencia con su amigo.

—Cuéntame, pero rápido. No tenemos tiempo.

—A ver… —dijo Owl, pegando el rostro a su monitor—. Es periodista de investigación, ha publicado en prensa escrita de todo tipo… —dijo, señalando una larga lista de artículos que iban apareciendo en pantalla—. El tío los tiene bien puestos, ha revelado escándalos que van desde la prostitución infantil hasta la corrupción urbanística.

Alex se acercó al gigantesco monitor y leyó el nombre que Owl había extraído de la base de datos del blog.

—Milas Skinner… —murmuró, extrañado—. No me suena de nada, y no parece tener nada que ver con lo que ando buscando. Sin embargo —dijo más para sí que para su amigo—, hay algo que me llama la atención en lo que me acabas de relatar. Pero no sé lo que es… —añadió, con fastidio.

—Tú verás… —dijo Owl—. No sé ni de qué estás hablando.

Alex se mordió los labios, pensativo. Aparentemente ese individuo no tenía relación con su búsqueda y, por contra, una de sus «luces de alarma» se acababa de encender, y la verdad es que últimamente estaba viendo que compensaba, y mucho, prestarles atención. Resignado, decidió jugársela, aunque sabía que si se equivocaba iba a tener problemas.

—¿Sabes dónde encontrarle?

—Eso va a ser algo más difícil, por lo que he visto por aquí.

—¿Qué significa eso de «más difícil»?

—Sí, es curioso —dijo el hacker, mordiendo una porción de pizza—. Una vez localizado su seudónimo ha sido fácil rastrear sus artículos, tanto en papel como digitales. El colega lleva diez años publicando.

—Sigue, por favor… —le apremió Alex.

—Pues que, como ves en pantalla, es fácil rastrear sus últimos diez años —dijo el pirata, con la boca llena—. El tío no ha parado, ha viajado por todo el planeta.

—Y ahora, ¿dónde está? —preguntó Alex, tamborileando con los dedos sobre su ratón.

—Ese es el problema, tío. Tu amigo Milas hace un tiempo que no publica nada.

—¿Qué? —preguntó el neurólogo, preocupado—. ¿Desde cuándo?

—Espera, aquí está: el último artículo que tengo constatado apareció el 7 de febrero en el blog donde hemos entrado. El archivo que remitió al director de la web estaba fechado tres días antes, el día 4. Lo he sacado de su disco duro —dijo, guiñando un ojo—. Así que en estas últimas seis semanas el tal Milas Skinner, o Azabache, si prefieres, no ha vuelto a publicar nada.

Alex sintió la luz de alarma parpadear más rápido: Seis semanas…, pensó, meditabundo. Entonces se dio cuenta de algo.

—¡No puede ser! —exclamó.

—¿Acaso sabes qué ha podido ocurrirle?

—¡No, qué va! No conocía ni su nombre hasta hace cinco minutos —dijo Alex, atropellándose al hablar—. Pero creo que es él.

—¿A qué se debe ese súbito cambio de opinión? —preguntó Owl.

—Pues que, si lo que afirmas es cierto, ese tal Milas Skinner, que es la persona que podría ayudarme a salir del embrollo en el que estoy metido… —hizo una pausa para coger aire—, ¡no da señales de vida desde el mismo día en que a mí me llamaron para ofrecerme este trabajo!

El pirata asintió con la cabeza, pensativo, como si estuviera asimilando lo que el médico acababa de contarle. Finalmente habló, tragando el bocado que había dejado de masticar:

—Oye, ¿cómo era esa teoría tuya que siempre me cuentas? Algo así sobre… —dijo, mesándose la barbilla—. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! ¿Era que tú no creías en las casualidades?