12
Desesperación
La desesperación infunde valor al cobarde.
THOMAS FULLER
Viernes, 20 de marzo de 2009
08:00 horas
Alex abrió la boca nada más encontrarse con el impactante gris metalizado de la carrocería del modelo H2 SUV de Hummer, una bestia de cuatro toneladas de peso que parecían no importar cuando sus más de cuatrocientos caballos rugían bajo el afortunado conductor, que en este caso iba a ser él.
Pero lo que parecía un sueño —recorrer uno de los países más bellos del mundo al lado de la mujer que más deseaba y a bordo de un prodigio de la mecánica— podía transformarse en pesadilla en cuestión de minutos. Incómodo por ese último pensamiento, se fijó en Lia: a ella no le llamaban la atención los coches y, al parecer, las horas de sueño no habían mejorado su agriado humor del día anterior. Sin mediar demasiadas palabras, cargaron el equipaje y se pusieron en marcha. Casi a punto de abandonar la ciudad, ella por fin habló:
—¿Crees que nos estará siguiendo alguien?
Él la miró de reojo.
—¿Acaso has visto algo? —preguntó preocupado.
—No entiendo mucho de espías —dijo ella, con un tono amargo en su voz—, pero tengo la sensación de que es muy fácil seguirnos la pista. Piensa en el rastro que hemos ido dejando detrás de nosotros: la absurda conversación de anoche con el conserje del hotel; la entrevista con ese tal Alfonso; viajar en este llamativo mastodonte… —masculló resignada—. No somos un paradigma de la discreción, ¿sabes? Casi parece que vamos anunciando con sirenas dónde estamos.
Alex respiró hondo, ya que no quería discutir. Aún tenían muchos kilómetros por delante antes de llegar a Palenque. Decidió hacer un intento por apaciguarla:
—¿Estás asustada? —preguntó, mirándola de soslayo.
Se dio cuenta de que sus ojos estaban húmedos por las lágrimas y sintió una punzada de emoción. Ver triste a Lia le inspiraba una inmensa ternura. Apretando los nudillos sobre el volante con resignación se esforzó en concentrarse en la carretera, aunque siguió lanzándole miradas furtivas mientras ella contestaba:
—¿«Asustada», dices?, ¡estoy muerta de miedo! —dijo ella entre sollozos—. Entiéndelo, creo que estamos embarcados en una cruzada suicida y sin ningún sentido. Y cada rostro que veo, cada vehículo que nos cruzamos… —carraspeó— pienso que es una amenaza. ¡Me da pánico morir!, ¿acaso no lo ves normal?
—Lo siento —dijo él, contrayendo las mandíbulas—. Sé que te he metido en algo muy arriesgado, solo espero que al final de todo este viaje consigamos las respuestas que buscamos.
Ella asintió ligeramente. Le pareció ver un atisbo de sonrisa en sus labios y aprovechó para añadir:
—Por si te sirve de ayuda, no he visto ningún vehículo que parezca seguirnos.
—¿Y pretendes que me calme con eso? —dijo ella en tono resignado.
Alex se concentró, intentando percibir algo en su interior, confiando en que esa capacidad intuitiva suya le dijera si estaba equivocado. Sonrió pensando en lo absurdo de ese gesto, y por un momento estuvo seguro de que había perdido la cabeza. Lejos de creer que sí, se tranquilizó ligeramente al comprobar que no sentía ningún escalofrío. Aun así pensó que era de locos comportarse de esa forma.
—Confía en mí —le dijo a Lia—. Creo que de momento estamos a salvo. Con un poco de suerte en breve encontraremos a ese tipo, Pacal, que estoy seguro que es la clave de esta historia. No creo que Milas nos engañase con esa información… —hizo una pausa al sentir un escalofrío tan fugaz como intenso; recomponiéndose, añadió—: y una vez que tengamos todo aclarado, te garantizo que blindaré muy bien nuestra posición. Nadie podrá hacernos daño.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó ella en tono despectivo—. ¡Ni siquiera sabemos quién quiere matarnos ni por qué!
—Es cierto —dijo él intentando recuperar su confianza—, pero creo que puedo proteger nuestras vidas si llegamos al fondo de este asunto. De alguna manera todo está relacionado con el chip, pues a raíz de su aparición empezaron todos los problemas. Es evidente que debe de haber gente interesada en que no se conozca lo que ha ocurrido en el laboratorio, o de dónde ha salido el procesador, o de dónde ha podido ser robado. Así que si averiguamos la verdad sobre él estaremos en condiciones de revelarla y ese será nuestro salvoconducto, tanto si la publicamos como si no. Si tenemos todas las respuestas en nuestro poder nadie podrá hacernos daño. Owl está de acuerdo conmigo en esto.
—¿Owl? —exclamó Lia—. ¿Tu amigo el pirata informático? ¿¡Está implicado en esto!? ¡Entonces creo que podemos darnos por muertos! —añadió, esta vez con una evidente sonrisa, que él captó inmediatamente con satisfacción.
No le dio tiempo a alegrarse, pues un cartel le llamó la atención: quedaban pocos kilómetros para Palenque. En ese mismo momento sintió un intenso escalofrío que le recorrió la espalda. El problema es que no supo discernir a qué se debía: si a la proximidad de la ciudad o a las últimas cuatro palabras de Lia.
La grava crujió bajo los neumáticos del Hummer cuando este se detuvo frente al hotel Plaza Palenque. A pesar de estar agotado por el viaje, Alex sintió pena por detener el motor del impresionante vehículo. Bajó la ventanilla y respiró el aroma de la ciudad: Palenque era colorida, alegre y con un considerable número de hoteles, restaurantes y pintorescos letreros. Debido a su limitado tamaño, no le pareció el sitio más adecuado para pasar desapercibido, si no se equivocaba, no iban a tener excesivos problemas para encontrar a la persona que estaban buscando. Aun así no dejaba de sentir continuos y pequeños escalofríos. Acostumbrado como estaba a hacer caso a su instinto, pensó que lo mejor era ponerse a trabajar sobre el terreno de forma inmediata. Propuso a Lia contactar con Owl y ella aceptó, así que configuró la red inalámbrica con su portátil inmediatamente. En unos segundos oyó la voz de su amigo por el altavoz del teléfono:
—Tengo malas noticias —dijo Owl, con un tono de resignación poco habitual en él—: no he encontrado absolutamente nada sobre ese individuo.
—¿¡Qué!? —exclamó Alex, dándose cuenta de que su intuición había acertado una vez más—. ¡Hemos recorrido medio planeta para encontrar a ese tipo!, ¡tiene que estar aquí!
—¡No me grites, tío, que sabes que soy muy sensible!
Vio cómo Lia reclinaba la cabeza y ponía los ojos en blanco.
—Pues no hay rastro de él. Ni en México ni en ningún otro sitio, ¡es sorprendente! Y eso que he reventado unas cuantas bases de datos de varios países: bancos, líneas aéreas, agencias de alquiler y por supuesto las de tráfico. No en todos los países es obligatorio tener un carnet de identidad, pero casi todo el mundo tiene una licencia para conducir, ¿verdad?
—Sí, supongo… —dijo Alex.
—Pues bien, tu amigo no la tiene. Al menos, en los doce países en los que he mirado.
—¿«Doce países»? —exclamó Lia.
—¡Sí, «solo» doce países, doña perfecta! —protestó el hacker—. No he tenido tiempo para más, ¡vaya con las prisas!
—Owl —intervino Alex—, Lia no critica el que sean pocos, si no más bien… —hizo una pausa— al contrario. Está, digamos, sorprendida de tus métodos.
—¡Nadie me había dicho —exclamó ella— que piratear bases de datos de doce gobiernos formara parte de nuestra labor de búsqueda! ¿Estáis locos o qué? ¿Cuál es vuestro plan? ¿Que nos maten antes o después de ser detenidos?
—¿Se te ocurre a ti alguna forma mejor de buscar, doña tiquismiquis? —dijo Owl en tono irónico—. ¡No está resultando nada fácil! Esa persona parece no existir…
Alex se dispuso a interrumpir la discusión, pero Lia se le adelantó:
—¡Esperad! —dijo entrecerrando los ojos—. Hay algo que no encaja aquí: Owl —dijo mirando al teléfono—, ¿estás convencido de que si esa persona existiera la tendrías que haber encontrado?
—Te aseguro que he rebuscado por toda la red, visible e invisible —gruñó el pirata—. Y es muy raro que no haya encontrado nada.
—¿Y si esa persona no existiera realmente? —preguntó ella.
—¿Crees que ese nombre es falso? —preguntó Owl.
—¡Maldita sea! —dijo Alex, indignado a modo de respuesta—. ¡No me puedo creer que Milas, aun muriéndose, me mintiera! ¡Maldito hijo de…!
—¡No, no me refiero a eso! —le interrumpió ella, poniéndole una mano sobre el brazo—. Me refiero más bien… —le miró a los ojos, esperanzada— ¡a que no entendieras bien el nombre!
—¡Joder, Lia, retiro el mal rollo que a veces tengo contigo…! —exclamó Owl—. ¡Puede que hayas dado en el clavo!
—¿Qué? Si aún no he dicho nada —dijo ella sorprendida—. Solo estoy suponiendo que…
Por el altavoz Alex oyó lo que parecía el ruido de teclas pulsadas a toda velocidad.
—¡No, Lia —dijo el hacker—, llevas razón! Es imposible encontrar a Joan Pacal en ningún sitio. Pero si te limitas a buscar Pacal la cosa cambia… ¡Y mucho! ¡Solo en Google aparecen más de doscientos mil resultados!
—¿Y crees que alguno de ellos pueda estar relacionado con nosotros? —preguntó Alex impaciente.
—¡Sí, amigos, sí! —contestó el pirata riendo a carcajadas—. ¡Con vosotros y con los miles de turistas que pasan todos los años por la ciudad donde estáis ahora mismo! Entre los que, por cierto, se encuentran antropólogos, espeleólogos y algunos chalados, tío. ¡Vas a alucinar con lo que tengo en pantalla! Y solo he pinchado en un par de enlaces…
—Owl, por favor, abrevia… —pidió Alex, sintiendo unas gotas de sudor caer por su espalda.
—Tu amigo Milas te dio un nombre —siguió hablando el pirata—, pero me juego el módem a que tú no le entendiste bien del todo, tío. Sin embargo, creo que sí que acertaste el sitio, me explico: no sé si sabes que a menos de ocho kilómetros de donde estáis se ubican las Ruinas Mayas de Palenque. Alex recordó que el recepcionista del hotel las había mencionado pero él no le había hecho demasiado caso. Intentó recordar lo que había dicho el mexicano, sin éxito.
—Sé cuáles son —dijo, intentando hacer memoria—. Pero no logro entender qué tienen que ver esas ruinas con…
—¡Pero si no me dejas acabar! —exclamó el hacker—. Escucha, allí hay varios monumentos. Y el más destacado es el conocido como… —se oyó ruido de teclas—. ¡Aquí está: Templo de las Inscripciones! —se hizo una nueva pausa en la que el hacker debía de estar leyendo lo que acababa de encontrar—. Amigos, vais a alucinar con la historia relacionada con ese templo: hace cincuenta años un arqueólogo mexicano, un tal Alberto Ruz L’Huillier, accedió a una de las tumbas más misteriosas que se hayan descubierto nunca y la más importante de toda Mesoamérica, según aparece en varias webs.
—Owl, por favor —dijo Alex agarrando el teléfono con furia—. No estamos para programas de misterio de esos que emiten de madrugada. ¿Me puedes decir dónde está la maldita relación de esa historia con nosotros?
—Espera, tío, que voy leyendo según abro páginas. A ver… —hizo una nueva pausa antes de continuar— en esa tumba se encontraban los restos de un hombre que fue gobernante del estado maya de B’aakal. Su sede era la ciudad de Palenque, donde os dijeron que teníais que ir, pero… —hizo otra nueva pausa acompañada de ruido de teclas—. ¡A la Palenque de las ruinas, y no a la moderna!
—¿La «moderna»? —preguntó Lia.
—Sí, es precisamente donde estáis ahora, pero yo creo que os indicaron que fuerais a las ruinas.
—Pero ¿cómo vamos a buscar un tipo en unas ruinas? —protestó Alex—. Cada vez lo entiendo menos, Owl, ¿seguro que no te has tomado alguna pastilla de color raro?
—Amigo —contestó el hacker en tono despectivo—, creo que la solución a tus problemas es que te busques un buen otorrino para que te saque el cerumen de los oídos. Milas no te dijo «Joan Pacal»… —hizo una pausa antes de exclamar—, ¡te dijo «Janaab Pacal»!
—¿¡Qué!? —exclamaron los dos ocupantes del Hummer al unísono.
—Sí, en concreto, K’inich Janaab Pacal —proclamó Owl exultante—. ¡También conocido como Pacal II, o Pacal el Grande! ¡Este hombre es el que buscáis!
—¿Seguro? —preguntó Lia—. Pero estás hablando de arqueólogos y tumbas…
—Sí, bueno, ese es el único inconveniente —se oyó decir a Owl—. Vuestro amigo Pacal está enterrado en esa tumba que os digo, la que descubrió Ruz L’Huillier. Según estoy leyendo, murió el 30 de agosto del año 683, y la losa que cubre su tumba tiene un grabado que, leo textualmente, «para algunos investigadores demostraría uno de los hallazgos más importantes de la historia de la Humanidad». Y tío, es asombroso, el grabado me resulta llamativo hasta a mí, que paso de estas chorradas. Deberías verlo luego por Internet, yo acabo de hacerlo y me he quedado de piedra…
—No entiendo absolutamente nada… —dijo Alex con un hilo de voz y completamente resignado—. ¿Qué es lo que se ve en el grabado, Owl?
—Pues una imagen que no deja lugar a otra interpretación, tío. En la losa que cubre la tumba de vuestro amigo Pacal, esculpida por los mayas en el año 683 y encontrada por el arqueólogo que te he dicho el 12 de junio de 1952… —hizo una pausa para aclararse la garganta—, se ve a tu amigo Pacal el Grande pilotando una nave espacial.
—¡Estupendo! —exclamó Lia en tono ácido—. ¿Cuál es la siguiente gran idea? ¿Usar una ouija para hablar con el tipo que estamos buscando?
Alex suspiró resignado y sin atreverse a mirarla. Sabía que llevaba razón: la conversación con Owl, ya finalizada, le había dejado desconcertado. Según su amigo buscaban a un gobernante maya muerto hacía catorce siglos que, para más datos, tenía algún tipo de conocimientos sobre naves espaciales. Definitivamente, pensó, esa historia empezaba a rozar el absurdo.
—No creo que Milas me mintiese —dijo, manipulando su teléfono—. Este lugar está relacionado con el chip de alguna forma. No olvides que el procesador es el centro de esta historia, lo único que debemos encontrar es la pieza del puzle que hará que todo encaje.
Lia le lanzó una mirada furibunda. No parecía que su explicación le hubiera resultado convincente.
—Es hora de ver si Lee ha hecho algún progreso —dijo localizando su nombre en la agenda—. Quizá pueda arrojar algo de luz en la investigación.
Como se imaginaba, Lia no dijo nada. Pulsó sobre el nombre de su compañero y tras unos instantes oyeron una voz alegre:
—¡Por fin sé algo de vosotros! —exclamó Chen—. Estaba preocupado: se rumorea que habéis estado en peligro; pero aquí nadie sabe nada. «Oficialmente» os habéis cogido unos días de vacaciones.
—Tranquilo, estamos bien, aunque nuestra situación dista mucho de poder ser considerada un viaje «de placer» —respondió Alex mirando de reojo a su compañera—. Lee, tengo una pregunta muy importante que hacerte.
—¡Y yo muchas cosas que contarte! —respondió el ingeniero—. Dime, pero tú primero, te noto preocupado.
Alex suspiró, pensando en cómo enfocar lo que quería preguntarle a Chen.
—Es algo complicado —dijo—. ¿Sabes lo que es la inteligencia intuitiva?
—Sí, claro —contestó Chen seriamente—. Es aquella que actúa de forma inconsciente e inmediata y que se suele basar en una mezcla de aprendizaje y… —hizo una larga pausa; en tono preocupado, añadió—: tú también lo has notado, ¿verdad?
Alex cerró los ojos, aliviado.
—¡Gracias a Dios, no soy el único! —exclamó—. Pensaba que me estaba volviendo loco. Entonces, ¿a ti también te ocurre?, ¿crees que tu inteligencia intuitiva se ha potenciado?
—¡Por supuesto! —dijo el ingeniero, y su voz también sonó más relajada—. Son solo pequeños detalles, como responder preguntas antes de que me las formulen, entregar cosas sin que me las hayan pedido aún… Nimiedades, vamos, ¡pero se han convertido en algo normal! ¡Yo también pensaba que me estaba sucediendo algo extraño! No sabes la alegría que me da saber que no soy el único.
¿Cosas nimias?, se preguntó Alex. Sus intuiciones habían llegado incluso a salvarle la vida. Estaba claro que lo que fuera que les estaba afectando no lo hacía en igual medida.
—Pues duerme tranquilo, no eres el único al que le ocurre. Quizás a mí un poco más intensamente… —dijo Alex, intentando no parecer irónico—. Escucha, Lee: es posible que le suceda a todo el que ha estado en contacto con el procesador, así que es fundamental que averigüemos todo lo posible sobre este. Nosotros estamos siguiendo una pista relacionada con él, pero hay mucho trabajo que realizar, sobre todo en el laboratorio. ¿Has hecho las pruebas que te pedí?
—¡De eso quería hablarte! —dijo el ingeniero, alegre—. ¡Por supuesto que las he hecho! El problema son los resultados —Alex y Lia se miraron extrañados—: Verás, puse tu programa Neo a trabajar según tus indicaciones. Ya sabes que sus misiones eran, por un lado, trazar un mapa de la estructura del chip; y por otro, estudiar su respuesta a sobrecargas de peticiones, ¿no es así?
—Exacto. ¿Ha funcionado?
—Sí, perfectamente… —dijo el asiático dubitativo.
—¿Y qué es lo que ocurre con los resultados? —preguntó Alex.
—Ese es el problema: que no sé cómo interpretarlos.
Alex frunció el ceño. De reojo vio a Lia hacer un gesto de desesperación. Estaba de acuerdo con ella: aquel embrollo parecía infinito. Cada hallazgo les llevaba a nuevos problemas.
—Intenta explicármelo, Lee —le apremió.
—Empezaré por el final, ya que esto es más sencillo: cuando fuerzas al chip para que procese datos, termina devolviendo respuestas defectuosas. Así que llevabas razón.
—¿Entonces el chip es defectuoso? —le interrumpió Lia—. ¿Al forzarlo altera las respuestas?
Alex se sintió complacido al ver que por fin se confirmaba que llevaba razón. Sin embargo eso podía generar problemas, ya que ese hallazgo podía suponer unos descomunales problemas legales para la empresa que había desarrollado el procesador. Un buen motivo para asesinar, pensó.
—¡No, el chip funciona! —respondió Chen.
Todo el razonamiento interior de Alex se vino abajo de forma repentina.
—¿¡Qué!? —exclamó Lia.
—¡Lo que acabas de oír, el procesador responde a la perfección! —dijo el asiático—. ¡No parece tener límites en su capacidad de cálculo!
—No lo entiendo, Lee —dijo Alex—. Acabas de decir que el problema…
—¡Está en los datos que recibe! —le interrumpió Chen—. Si entre ellos hay alguno incoherente, ¡al ser procesado trillones de veces se magnifica! ¡Ese es el problema!
—Como, por ejemplo, ¿una idea vaga, inconsciente incluso, de suicidio? ¿Podría terminar amplificándose y hacerse consciente? —preguntó el neurólogo.
—¡Correcto! —exclamó el asiático—. Para solucionarlo tendríamos que generar un software para filtrar lo que el programa procesa. Nos llevará tiempo, pero ¡es posible!
Echando la cabeza hacia atrás Alex cerró los ojos. Pensó aliviado que, si eso era cierto, nadie en el laboratorio sería entonces culpable de las muertes, ni siquiera quienes habían entregado el misterioso chip. Lo cual era una enorme alegría, ya que eliminaba un posible interesado en acabar con sus vidas. El chip era la clave, se dijo. Pero no por ser defectuoso sino por el hecho de amplificar ideas subyacentes en las personas que lo utilizaban y que habían terminado sufriendo las consecuencias de sus propios pensamientos inconscientes.
La voz de Lia le sacó de su momentánea distracción:
—¿Y qué es lo que ha ocurrido al realizar el mapa de procesos del chip?
—¡Esa es la parte extraña! —dijo Chen, aún más excitado—. Te explico: ya sabes que la otra finalidad de Neo era realizar un mapa de procesos del chip para ver cómo funciona este, ¿no? Pues bien, Neo arroja como respuesta unos valores imposibles de interpretar. Siempre los mismos.
—Entonces es que no funciona correctamente —dijo Alex.
—Vuelves a confundirte —dijo el asiático—. Neo sí funciona. Lo he probado con varias decenas de chips.
—¿Seguro? —exclamó Alex
—Neo funciona —insistió Chen—. Pero los resultados de la estructura de ese chip son incoherentes, absurdos. Es decir, que lo mapea. Pero no sabemos interpretar qué es lo que hay ahí dentro.
—Pero eso es absurdo —protestó Alex—. Si eso ocurre, es porque o no funciona bien… o… ¡estamos intentando interpretar algo que se estructura de forma distinta a todo lo que conocemos!
—¡Esa tiene que ser la respuesta! —pronunció Chen alegremente—. Creo que a lo mejor ese chip…
Oyeron un sonido seco a través del altavoz. Alex miró la pantalla del teléfono, extrañado, y vio que la comunicación se había interrumpido. Eso no parecía normal. Miró a Lia preocupado e intentó llamar de nuevo. Nervioso, oyó cómo una voz le informaba de que el terminal se encontraba apagado o fuera de cobertura. A sabiendas de lo que iba a ocurrir, lo intentó dos veces más y no le sorprendió comprobar que el resultado fue el mismo. Vio el rostro de Lia, que reflejaba lo que él mismo sentía en ese momento: un intenso frío que le atravesaba todo el cuerpo. Sintió las gotas de sudor cayéndole por la espalda y la frente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lia.
Él la miró, sin saber qué decir. Intuía que algo horrible acababa de suceder, pero no se atrevía a decirlo en voz alta.
Alex no podía saber que por mucho que dijera o hiciera, ya era imposible cambiar los hechos que acababan de acontecer a seis mil kilómetros: un ingeniero informático de origen asiático yacía sobre el suelo. A pesar de que tenía los ojos abiertos, no podía ver nada, y fue mejor así, ya que de haber podido hacerlo su última imagen en vida hubiera sido la de aquel charco de sangre sobre el que estaba tumbado. Y allí, desparramado sobre él, estaba la mayor parte de su cerebro.
—¿¡Qué está ocurriendo!? —la voz de Lia sonó angustiada.
Alex creyó saber lo que estaba sintiendo ella: un frío que se incrustaba en las venas y se resistía a salir del cuerpo. Un funesto presentimiento que, por su mirada, Lia también debía de estar percibiendo. Deseó que no fuera como consecuencia de ningún tipo de radiación. Si el chip era capaz de producir esas sensaciones como efectos inmediatos, no quería imaginar lo que podía sucederles a largo plazo.
—Yo también tengo una extraña sensación —dijo, intentando aparentar calma—. Pero eso no significa nada, lo único que sabemos es que el teléfono de Chen está desconectado, puede que se haya quedado sin batería. Debemos seguir adelante, le llamaremos más tarde.
Sus palabras no le sonaron convincentes ni a él mismo, pero parecieron surtir efecto en Lia. Decidió abrir su correo, donde encontró los emails que le había enviado Chen. Este había sido especialmente meticuloso, incluyendo los archivos de sus pruebas y las correspondientes explicaciones. Alex se dio cuenta de que esa información era terriblemente valiosa y la archivó en una de sus carpetas seguras. Hizo unas cuantas transferencias de archivos mientras intentaba seguir tranquilizando a Lia. Tras unos minutos miró el reloj y decidió llamar a Owl de nuevo. Apenas tuvo tiempo de decir nada antes de que su amigo comenzara a hablar apresuradamente:
—¡Tengo muchas cosas que contarte! —dijo, evidentemente excitado—. Pero antes de que se me olvide: debes actualizar el programa que usamos para hablar en cuanto colguemos, pues he mejorado el módulo de detección de intrusiones. Ahora es más seguro: si detectara que alguien está interceptando las comunicaciones, no te dejaría ni conectar conmigo.
—¿Y si no me deja conectar —preguntó Alex—, cómo narices voy a hablar contigo?
—Tranquilo, el programa me avisará por email —dijo el hacker—. Yo me encargaré del resto.
—De acuerdo, lo haré en cuanto colguemos —aceptó el médico—. Ahora espero que me cuentes algo que nos acerque a nuestro objetivo, y no historias de miedo.
—¿Miedo? No exactamente… —dijo Owl, pensativo—. Yo más bien diría ciencia ficción. Ya sabes que son cosas muy distintas.
—¡Owl! —exclamó Alex, perdiendo la poca paciencia que le quedaba.
—¡Vale, vale, no te desesperes! Antes necesito saber algo: ¿qué narices es lo que estáis buscando, además de una persona?
—Lo siento —se apresuró a decir Alex—, pero las cláusulas de confidencialidad son muy duras, y no puedo…
—¿Quieres que lo encontremos o no? —le interrumpió el pirata—. La información que he conseguido es un tanto, digamos, extraña, por decirlo de alguna manera, y solo podré discriminar un poco si sé qué es lo que ando buscando. Así que tú mismo. Y con respecto a tus cláusulas, recuerda que estos datos van codificados.
—Buscamos a un tipo relacionado con un chip, concretamente un potente procesador —dijo Alex para sorpresa de Lia, que abrió los ojos de par en par—. No sé si fue un intermediario de una transacción, lo robó de algún sitio o hizo espionaje industrial, pero de alguna forma participó de su llegada a mi actual desarrollo —Lia le lanzó una mirada asesina y Alex suspiró—. No puedo decirte nada más. Si lo hago es posible que ponga en riesgo tu vida.
—¿¡Un procesador!? —exclamó el hacker—. ¡Eso es imposible, tío!
—¿Cómo que «imposible»? Es casi lo único de lo que estoy seguro.
—Pues no tiene sentido —insistió Owl—: aún no sé qué hizo Milas en ese condenado lugar, pero fuera lo que fuese está relacionado con esa tumba.
—¿Otra vez con la historia de la tumba? —gruñó Alex.
—Sí, la del gobernante ese. Pacal el Grande, o como se llamara el chaval.
—Pero ¿hablas en serio? —exclamó Lia.
—Sí, y mucho. Escuchadme vosotros dos —Owl habló en tono irritado—: Mirad, no sé si es que ese chip que decís cayó allí desde el cielo, si lo compró en un puesto ambulante a un mercenario, o si es que el Pacal ese era el dueño de la franquicia que los fabricaba en su época; pero lo que sí os puedo decir es que debéis ir a echar un ojo a ese complejo de ruinas porque ahí es donde parece nacer toda vuestra historia, chicos.
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo? —preguntó Alex dubitativo—. Más te vale tener buenos motivos para que nos desplacemos allí y comencemos a buscar a un tipo que murió hace más de mil años.
—Pues los tengo —dijo el hacker—, y os van a encantar. Pero antes debéis escuchar algo: tu amigo el Gran Pacal no fue un emperador cualquiera, ¿sabes? Llegó al poder con tan solo doce años y alcanzó los ochenta antes de morir, y eso que los mayas no solían pasar de los sesenta. No es un dato alarmante por sí solo, desde luego —hizo una breve pausa—, pero hay más: tu emperador medía un metro y setenta y tres centímetros, cuando la talla media de los mayas era de uno cincuenta, aunque lo más sorprendente es la estructura ósea del esqueleto que se halló en la tumba cuando fue descubierta por el arqueólogo, Ruz L’Huillier —hizo una nueva pausa, esta vez más inquietante—. Resulta que no era en absoluto la de un hombre de ochenta años, sino la de un individuo de entre cuarenta y cincuenta años.
—¿Y qué pretendes decir con eso?, ¿que el que estaba en esa tumba no era el gobernante maya, sino otro tipo?
—Es algo que nadie sabe —respondió Owl—, pero la historia no termina ahí.
—No sé por qué, me lo imaginaba —dijo Lia, poniendo los ojos en blanco.
—Primero se construyó la tumba —continuó Owl, sin hacer caso a la médico— y sobre ella la pirámide conocida como Templo de las Inscripciones. Pues bien, ya es extraño que Ruz L’Huillier encontrara una persona alta y con una corpulencia propia de unos cuarenta años donde debía haber una de ochenta, pero más llamativo es que cuando el arqueólogo abrió la puerta de la tumba encontró largas estalactitas y estalagmitas en su interior —Owl se aclaró la garganta para añadir—: ¡cuando estas formaciones crecen a un ritmo de milímetros cada mil años!
—¿Cómo es posible? —dijo Alex, inmerso en el relato de su amigo—. Eso significaría que esa tumba…
—¡Sería muy anterior a la muerte de Pacal, que ocurrió hace solo unos mil trescientos años! —se adelantó Owl—. ¿Y sabéis lo que dicen algunas leyendas mayas…? —hizo una nueva pausa para respirar, agitado—. Que esa tumba fue construida realmente por un tal Votán hace muchos miles de años. Ese tipo también era conocido por la tradición maya como Kukulcán o Quetzalcoatl, y agarraos bien: al parecer era un hombre de gran estatura… —tragó saliva para añadir— ¡venido del cielo!
—¿Cómo que «venido del cielo»? —preguntó Lia.
—¡Literalmente! —aclaró Owl—. Esta leyenda es la que explicaría, para muchos historiadores, la imagen que aparece grabada sobre la losa que cubre la tumba… —tomó aire de nuevo antes de añadir—: Con todo lujo de detalles y en un dibujo que no deja lugar a dudas sobre su interpretación, se ve a una persona en el interior de una nave espacial.
Se hizo un profundo silencio, durante el cual Alex sintió un frío intenso. No es posible… —pensó angustiado—, es solo una maldita leyenda. Solo es eso, no hay nada más en esta historia…
Owl continuó:
—¡Vamos, que vuestro amigo Pacal podría haber llegado del espacio, según la leyenda maya! —se oyó una carcajada por el altavoz que no transmitió la más mínima alegría a Alex—. ¿Os lo imagináis?
—Resulta difícil de creer —dijo Lia. Alex apenas la oyó.
—Desde luego —continuó Owl—. Pero es todo cierto, y ni el tipo ese con sus cuarenta años y elevada estatura, ni el dibujo de la nave espacial, encajan en absoluto con el nivel de desarrollo de la época de Pacal: no conocían ni la rueda. Pero a pesar de ello, ¿sabíais que cuando supuestamente enterraron a Pacal ya sabían que el calendario terrestre tenía 365,2420 días? En la actualidad, y gracias al uso de ordenadores, hemos podido conocer que realmente son 365,2422. ¡Es alucinante que supieran eso! Personalmente no me lo trago. Es absurdo que supieran datos como ese, que dibujaran naves espaciales y, sin embargo, no conocieran la rueda. ¿Por qué nadie se dedica a aclarar estas cosas? ¡Dan un mal rollo alucinante!
—De acuerdo, Owl —dijo Alex, casi sin voz e intentando pensar—. Antes de continuar necesito un favor: te estoy enviando una serie de datos que estoy seguro sabrás poner a buen recaudo.
—Me imagino a qué te refieres —dijo su amigo en tono de complicidad—. Recuerda que tú también puedes hacerlo desde tu teléfono. Pero puedes estar tranquilo, tío. Ya no haré más el «payaso».
Alex sonrió: su amigo lo había entendido.
—En segundo lugar, y no menos importante —dijo con sincera preocupación—: ¿Por qué estamos hablando de la tumba de un emperador maya en la que sale una nave espacial? ¿No entiendes que es una historia poco creíble?
—Digamos que he estado, ¿cómo diríamos? —dijo Owl—, consultando fuentes de total fiabilidad. Vamos, de un cien por cien de fiabilidad: sé que Milas Skinner estuvo allí, en esa tumba.
Alex tuvo una nueva intuición, y esta casi le produjo un infarto.
—¿No habrás sido capaz de…? —preguntó en tono indignado—. ¡Pero si él dijo que no se conectaba a Internet!
—Vaya, ¿cómo lo has adivinado? —exclamó el hacker en tono alegre—. Milas era bueno y es cierto que no conectaba su ordenador a Internet, así que he tenido que recurrir a un ataque de fuerza mayor… —carraspeó—. Por eso he necesitado algo de tiempo adicional: he tenido que pedir ayuda a un amigo en Madrid que, podríamos decir, ha conectado su ordenador a Internet físicamente gracias a uno de esos módems WiFi, ya sabes, los que crean una red WiFi en cualquier sitio. ¡Ha sido fácil!
—¿Un amigo tuyo ha ido a casa de Milas? —bramó Alex—. ¿¡Para eso querías una hora!? ¿Estás loco o qué? ¡Te dije que fueras prudente!
—Tranquilo, tío, ¡mi amigo es de confianza y es la leche de prudente! Y te aseguro que no quiere volver a la cárcel…
—¿«Volver»? —preguntó Lia abriendo los ojos de par en par—, ¿has dicho «volver a la cárcel»? No me lo puedo creer, ¡esto es de locos!
—¡Un momento, ya está bien! —oyeron por el altavoz—. Me habíais dicho que estabais desesperados y que queríais saber si esta pista era correcta, ¿no? ¡Pues en situaciones desesperadas se aplican medidas desesperadas! Podéis dar gracias a que hemos tenido suerte: a la primera llamada he encontrado a un colega dispuesto a hacer este trabajo de captación de datos in situ de forma urgente. Le voy a pagar demasiado bien, pero creo que ha merecido la pena, ¿no? Ahora ya sabéis que esa tumba está relacionada con vosotros. O, al menos, con lo que sea que Milas hiciera en su momento con el chip.
—Owl —dijo Alex, sintiéndose súbitamente nervioso—, solo espero que os estéis moviendo con infinito cuidado.
—¿Por quién me has tomado, tío? —dijo Owl entre risas—. Tenemos lo que buscábamos: por extraño que os parezca, la clave de tu chip está en la tumba: él te la mencionó y hemos comprobado que efectivamente estuvo allí. Está claro que fue por el procesador ese. Ahora solo os falta saber por qué.
Alex sonrió, a pesar de que no se imaginaba que el allanamiento de morada iba a ser uno de los medios para conseguir lo que buscaban. Algo en su interior le decía que ahora sí que iban por buen camino, a pesar de que la sensación de inquietud seguía aumentando. Miró a Lia y vio un gesto de preocupación en su rostro.
—Alex… —comenzó a decir ella.
Él sintió cómo su corazón se aceleraba. Agarró el móvil y se lo acercó a la boca:
—¡Owl, hazme un favor! —dijo en voz alta—. ¡Sal de tu casa ahora mismo, ve a un sitio público, donde haya mucha gente!
—¿Quieres no ser tan paranoico? —respondió el hacker—. ¡Ni que hubiera un espía detrás de mí, apuntándome con una pistol…!
En ese momento la línea quedó en silencio. Lia gritó y Alex miró la pantalla del móvil. El programa de Owl mostraba un escueto mensaje: «Conexión perdida».
Redmond, Washington
William Baldur se reclinó sobre su sillón Xten con diseño de Pininfarina. El gel de color azul metalizado del respaldo actuó inmediatamente masajeando sus músculos paravertebrales. Sintió un rápido alivio. Los tres mil dólares que costaba estaban más que justificados, pensó. Era uno de los dos únicos muebles que albergaba su amplio despacho. El otro era la mesa, de finísimo cristal, sobre la que reposaba un monitor conectado a una diminuta torre de diseño. Ni siquiera otros enseres, ni siquiera sillas para las visitas —no recibía a nadie en ese despacho—, por lo que la luz entraba a raudales por las enormes cristaleras que hacían de paredes.
Sus manos se separaron de su teclado y su ratón, dos modelos ergonómicos de última generación que, al igual que los otros componentes de su equipo de trabajo, estaban fabricados por empresas de su propiedad. La pantalla de alta definición mostraba un navegador de Internet programado por otra de sus compañías. Era la única herramienta que necesitaba para trabajar, aunque el verdadero secreto de aquel equipo era que estaba conectado a una granja de servidores que le proporcionaba toda la información que pudiera requerir. En ese momento la mayor parte provenía de México.
El módem que Alfonso Juárez había entregado a Alex no había cesado de enviar información a sus servidores, ubicados en Redmond, Washington, a tan solo trescientos metros de su despacho, y a unos cuantos kilómetros de uno de sus mayores competidores: el gigante Microsoft. Aunque muchos comparaban a los propietarios de ambas empresas, la fortuna personal de Baldur era bastante mayor. El hecho de que a veces apareciera por debajo de su competidor en la prestigiosa lista de Forbes se debía únicamente a su propio interés. Si por él fuera, ni siquiera aparecería en la revista, pero eso hubiera levantado sospechas puesto que, por desgracia, era demasiado conocido en el mundillo tecnológico.
La clave de su riqueza residía en una combinación de astucia aderezada con unas gotas de fortuna. Aunque la suerte, como él siempre decía, normalmente era buscada: aquellos que se esforzaban en hallarla solían encontrársela detrás de cada esquina, según proclamaba en sus conferencias. Su estrategia había consistido en diversificar sus negocios en empresas de las que él era un mero accionista. Estas eran independientes y él solo procuraba que se cumplieran un par de exigencias: la primera era que nunca compitieran entre ellas, de forma que bajo una falsa competencia se quedaban con gran parte del mercado; la segunda era mucho más sencilla: él tomaba todas las decisiones estratégicas de todas aquellas empresas.
Dado el tamaño de estas y para evitar problemas legales, Baldur no formaba parte del consejo de dirección de ninguna de ellas. Su único vínculo legal con el complejo entramado era un sencillo contrato como asesor en una. Así no incumplía ninguna ley. Por supuesto, acudía a muchas reuniones, nunca permanecía más de unos minutos y su presencia no quedaba reflejada en ningún medio. Sin embargo, tomaba decisiones que marcaban la vida de millones de personas.
Por desgracia, esas reuniones habían quedado relegadas a un segundo plano desde hacía unas cuantas semanas, y todo por culpa de un par de desarrollos. Especialmente uno, que le traía de cabeza, y que se estaba llevando a cabo en el desierto de una pequeña provincia del sureste español, lejos de las miradas de todo el planeta. Aquí las cosas se habían torcido; de hecho, dos de los integrantes del proyecto estaban ahora mismo en el estado de Chiapas, México, algo en principio positivo, ya que podrían estar cerca de lo que él andaba buscando realmente, pero que, desgraciadamente, había llamado la atención de la persona que tenía al otro lado del teléfono.
—¿Le paso la llamada, señor? —oyó que preguntaba su secretaria con voz dulce.
Baldur suspiró.
—Sí, por favor.
En su monitor se abrió otra ventana, saliendo del programa de comunicaciones. En ella aparecieron los datos que su sistema había recopilado sobre su interlocutor. Una foto con el rostro de John Beckenson, un cargo ejecutivo de la CIA, apareció en pantalla. Tendría unos cincuenta años, aunque aparentaba poco más de cuarenta gracias a su complexión atlética, su aspecto fibroso y su pelo de color oscuro al estilo marine.
La primera vez que habló con él se vio obligado a acudir a la sede de la Agencia en Langley. Por fortuna había sido un desplazamiento de tan solo cincuenta kilómetros, ya que no estaba acostumbrado a que la gente le citara, a él le gustaba presentarse por sorpresa, tal y como había hecho en España unos días antes. Cuando se encontró con el agente sintió miedo: no es que pareciera un tipo duro; es que, a pesar del traje y la corbata, parecía más una máquina de matar que una rata de despacho. Inmediatamente lo catalogó como alguien peligroso. Su mirada asesina —probablemente heredada de sus días de combate en las fuerzas de élite— no parecía haberse apaciguado con el paso del tiempo.
En esa primera conversación el agente fue directo: le había explicado que estaba muy interesado en el proyecto que el millonario estaba financiando y en el que se estaba usando un chip cuya procedencia le inquietaba. Baldur le explicó que la CIA colaboraba activamente en ese proyecto con fondos y participando de los resultados. La propia Agencia había proporcionado algunos de los integrantes, argumentó. De hecho, sus agentes habían realizado los informes de todos los miembros del proyecto, incluido el de su última incorporación, el doctor Portago.
Beckenson le dijo en pocas palabras y tono agrio que ya sabía todo eso. Su voz y su mirada se volvieron especialmente pétreas cuando insistió en el procesador. El millonario le explicó, de forma que confiaba que fuera convincente, que era un desarrollo secreto cuyo mayor beneficiado iba a ser el Gobierno de Estados Unidos, y que por ese motivo contaba con el apoyo de la Agencia. Así que, disimulando estar ofendido por las insinuaciones de Beckenson sobre una posible falta de transparencia, le preguntó al agente quién había ordenado esa entrevista. Para su sorpresa, Beckenson le dejó ir sin proporcionarle más explicaciones.
En los últimos días casi se había olvidado del agente, sin embargo hacía unos instantes que su secretaria le había pasado una nota por correo interno informándole —por tercera vez esa mañana— de que el señor Beckenson deseaba hablar con él. Concretamente, «sobre sus negocios en México». Baldur se había quedado sin habla al leer esas palabras. No había comentado con nadie aquella expedición y los únicos que la conocían tenían las comunicaciones controladas. Incluso la gente a la que tenía supervisando ese trabajo les tenían intervenidos sus teléfonos y las cuentas de correo. Estaba seguro de que no había filtraciones. Hasta ese momento, pensó con fastidio.
Una señal verde apareció en pantalla, avisándole de que estaba en línea.
—Soy Baldur —dijo, deseando acabar la conversación lo más rápidamente posible.
—Le habla Beckenson —el tono del agente le resultó incluso más amargo que en la anterior entrevista.
—¡Me alegra oírle de nuevo! —mintió intencionadamente—, ¿en qué puedo ayudarle?
—Señor Baldur, no le haré perder el tiempo —dijo Beckenson con voz poco amistosa—: o me dice qué está haciendo esa pareja que ha ido a México o lo averiguo yo. Y en este último caso espero que no sea nada que me haya ocultado en esta conversación —hizo una pausa—. Se lo advierto: sus blandengues abogados no podrán hacer absolutamente nada ante este asunto si apelamos a la seguridad nacional.
Baldur tragó saliva, nervioso. Acostumbrado a las negociaciones competitivas y a las amenazas, supo que debía calmarse si quería no perder el control. Así que dejó su mente en blanco y respiró profundamente durante unos instantes.
—¿Sigue usted ahí? —oyó que preguntaba el agente.
Baldur creía saber cómo obtener ventaja de esa situación. En toda amenaza había siempre una oportunidad. Para él, solo los que eran capaces de encontrarla de forma rápida y sistemática triunfaban, llegando así adonde él lo había hecho.
—Señor Beckenson —dijo en tono calmado, y reclinándose sobre el gel de su silla—, si se refiere al doctor Portago y a la doctora Santana, están disfrutando de unos días de asueto que les he concedido, dado el estrés que han pasado en las pruebas de Tabernas —hizo una pausa para coger aire y paladear el silencio del exsoldado—. ¿Sabe usted que mientras estaban en Madrid, trabajando en el proyecto, se vieron inmersos en una refriega? Un homicidio ejecutado por asesinos a sueldo, al parecer: un feo asunto que concierne a la policía española. A mi entender, creo que Alex y Lia sencillamente estaban en el sitio equivocado y en el momento erróneo, pero es algo que la Agencia podría investigar, dado lo importante que es nuestro proyecto. ¿No lo cree usted también?
Se hizo un profundo silencio en la línea durante un par de segundos. Sin darse cuenta, Baldur contrajo los músculos de sus mandíbulas. Sabía que la reacción iba a ser contundente, el tono de voz de Beckenson no le defraudó:
—¡No se confunda conmigo! —bramó el agente, poniéndole el vello de punta—. ¿Cree usted que es fácil nadar en medio de una tormenta? ¡Allá usted! ¡Le he ofrecido la posibilidad de colaborar y ya veo cómo me lo agradece! —hizo una pausa, y añadió furioso—: Se lo advierto, ¡como dé un solo paso en falso, ni la mayor fortuna de todo el planeta servirá para encontrar la oscura celda donde le voy a encerrar! ¿Me ha comprendido, Baldur? ¡En una prisión, usted no es nadie!
Baldur intentó abstraerse de la nueva y aún más dura amenaza. Respiró hondo un par de veces antes de hablar:
—Me hago cargo de su petición —dijo en tono pausado—. De hecho ya la estoy cumpliendo, señor Beckenson, con el informe diario que mi personal remite a la Agencia. Mi conducta es intachable… —carraspeó ligeramente, para finalmente atreverse a añadir—, algo que espero ocurra exactamente igual dentro de su organización.
—¡Señor Baldur! —exclamó el agente con rabia—. ¡Ni usted ni yo somos personas que podamos permitirnos perder el tiempo! Ya sabe lo que quiero. Y siento mucho que no colabore.
Lo siguiente que oyó fue el sonido de la línea telefónica, vacía. Miró la pantalla y vio que la señal verde del programa había cambiado a un gris apagado, indicando que ya no había comunicación.
Intentando respirar despacio, apoyó la cabeza sobre sus puños, meditando preocupado sobre la verdadera finalidad de la expedición de Lia y Alex, que tenía claro que merecía la pena ocultar, incluso a la mismísima CIA. De salir bien, podría llevarle a conocer de una vez por todas el verdadero origen de ese chip que tan afortunadamente había llegado a sus manos, y cuya procedencia, pensó temiendo que no se equivocaba, podía cambiar la historia de la humanidad.