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Sábado, 27 de agosto
Cuando se levantó, Gonzalo ya no estaba a su lado en la cama. Lo había sentido llegar la noche anterior muy tarde. Como de costumbre, se había quedado en la oficina hasta las tantas y se había ido temprano. Últimamente hablaba más con su secretaria que con él, pensaba mientras se estiraba sentada en el borde de la cama.
Al llegar a la cocina para prepararse el desayuno, se encontró con una nota suya. “Cariño, lo siento mucho. Al final me entretuvieron. Te lo compensaré. Te quiero. Gonzalo”.
La cogió y la tiró a la basura, había leído tantos mensajes del mismo estilo que ya no se los creía. Le hubiera gustado contarle sus planes, pero al no aparecer para cenar, momento en el que pensaba hablar con él y pedirle opinión, ahora no se sentía con ganas. Así que comenzó con los preparativos.
Sacó su maleta de viaje, y empezó a llenarla con la ropa y enseres que creyó que necesitaría para pasar unos meses en la vieja casa del pueblo. Aún seguía pensando en esa casa como la casa de su abuela, tendría que cambiar el chip y asumir que su abuela ya no estaba y que la casa ahora era suya, se dijo mientras cerraba la maleta. Si algo se le olvidaba, ya lo compraría allí, no quería perder más tiempo.
Bajó todo el equipaje al garaje y lo metió en el coche. Volvió a por algunas bolsas que no había podido bajar en el primer trayecto al aparcamiento, y antes de salir del piso, se quedó mirando el salón que tantos recuerdos le traía de su vida con Gonzalo, cuando todavía compartían muchos momentos juntos, sólo ellos dos. Lo echaba de menos, aunque pensaba que quizás este tiempo de separación, les vendría bien para saber si su relación iba o no a alguna parte.
No tenía muy claro qué hacer, si dejarle una nota o decirle por teléfono que se iba una temporada. Lo ideal hubiera sido decírselo en persona, pero no había podido ser. Dejarle una nota para explicárselo le pareció demasiado frío, así que pensó que sería mejor hablar con él por teléfono. Le dejó un post-it en la nevera, donde seguro lo vería nada más llegar. “Llámame, te tengo que contar lo que no tuve oportunidad de contarte anoche. Anya.”
Salió del parking con su viejo todoterreno Jimny. Todavía utilizaba el coche de segunda mano que se había comprado para ir a la universidad. Había estado ahorrando mientras trabajaba en un bar de copas, los fines de semana, y en una tienda, el resto de días. Gracias a esas ocupaciones había podido pagarse sus estudios universitarios y costearse sus gastos. Aunque su madre la ayudaba en lo que podía, sabía que no podía permitirse sus estudios, así que en cuanto le fue posible, se puso a trabajar, y en cuanto consiguió el suficiente dinero, se compró el pequeño todoterreno. Además de ir a la Facultad con él, lo utilizaba para sus constantes salidas al campo a hacer alguna ruta o acampar. Ahora sería muy práctico para esos meses en el pueblo, pensó.
En la autopista, iba reflexionando sobre la locura que estaba cometiendo. Estaba muy ilusionada por pasar los próximos meses enclaustrada en una vieja casa, investigando. Pero por otro lado, tenía un poco de miedo por este cambio, tanto tiempo sola, no estaba acostumbrada, y no se había separado de Gonzalo desde que vivían juntos, no estaba segura de que esto no les afectase. Lo echaría de menos, o quizás no, ya apenas se veían, quizás ni notaría la diferencia. Resopló al pensarlo.
Cuando se quiso dar cuenta, ya había llegado a la salida del peaje, llevaba más de la mitad del viaje, así que abonó la tarifa correspondiente y continuó su camino. Decidió no seguir meditando sobre lo que dejaba atrás por unos meses, prefería ser positiva y mantener la ilusión de lo que iba a descubrir. Para relajarse, introdujo un viejo CD en la radio del coche y subió el volumen. El resto del camino lo hizo cantando a voz en grito, olvidándose por fin, de todo el estrés que llevaba acumulado, ese estrés que ni había sabido que existía hasta ese mismo momento. La dificultad para escribir su nuevo libro, lo mal que iba la relación con Gonzalo y la pérdida de su abuela unos meses antes, a la que adoraba. Todo se le había juntado generándole un bloqueo del que no se había dado cuenta.
Cuando llegó a Óbito, el pueblo de su familia, era la hora de comer. Así que paró en el restaurante que había en el único hotel rural del pueblo.
–Buenos días. –Saludó al entrar en el comedor a todas las personas que allí había reunidas.
–Buenos días. –Le contestó la dueña de la casa. El resto de personas parecían muy concentradas en sus asuntos.
–Mesa para uno. –Pidió Anya.
–Sí, claro. ¿Te gusta ese sitio en la esquina, al lado de la ventana? Tiene bonitas vistas a la plaza del pueblo y al río.
–Oh, me parece perfecto.
–Sólo tenemos fabes para comer, pero si quieres un filete o una tortilla francesa, te lo podemos preparar en un santiamén. –Le dijo la señora de la casa en cuanto Anya se hubo sentado.
–Unas fabes me parece bien.
La mujer desapareció y Anya se dedicó a contemplar el salón. Además de su mesa, había cuatro más, formando una equis. En la otra mesa al lado de la ventana, había una pareja mayor que comía sin prestarse atención entre sí, ni al resto de la sala, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Y en la mesa central, un hombre cincuentón que miraba a la televisión mientras se introducía grandes cucharadas de fabes en la boca. El local era muy hogareño, las mesas redondas con bonitos manteles a cuadros rojos y blancos, con servilletas a juego, en todas ellas un bonito quinqué decorativo en cuyo interior había velas apagadas. La decoración de las paredes, de estilo rústico, con yugos y aparejos de campo, daban ese toque especial al lugar, muy rural.
Cuando la mujer apareció con un perolo de fabes y le comenzó a servir en el plato que tenía encima de la mesa, Anya no pudo hacer otra cosa que aspirar el fantástico olor que desprendía la comida.
–¡Qué buena pinta! –Dijo emocionada. Hacía tiempo que no probaba una buena fabada. La mujer le sonrió agradecida.
–¿Te conozco? –Anya no se sorprendió por la pregunta. Siempre le habían dicho que ella y su abuela tenían un gran parecido, del cual se sentía orgullosa, había visto fotos de su abuela de joven y era una belleza. De hecho, también había sacado algunos detalles característicos de su padre, como los ojos marrones rodeados de pintas verdes, que según le daba el sol, hacía que sus ojos parecieran de un color u otro.
–Quizás. Vengo a la casa del arroyo.
–¿No serás la nieta de María?
–Sí, soy yo.
–¡Qué agradable sorpresa! Me alegro de que por fin venga alguien a utilizar esa vieja casa. Está en una ubicación ideal en el pueblo, y los alrededores son increíbles. Si no hubiera ocurrido lo que pasó, yo misma se la hubiera comprado a tu abuela para montar ahí una casa rural. –Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se quedó callada.– Perdona, no quise decir eso.
–No se preocupe. Lo entiendo muy bien.
La mujer la dejó para ir a atender al solitario cincuentón, que quería pedir un postre casero.
Anya comió en silencio contemplando las vistas que se podían disfrutar desde su posición. En la plaza se distinguía una vieja casa, cuya pintura se caía a trozos, y en la que la bandera de España hondeaba en un balcón, era el ayuntamiento del pueblo. Detrás de él, sobresalía el campanario de la iglesia, una bonita construcción de estilo románico. Al otro lado de la plaza, un puente de piedra, también de estilo románico, cruzaba un río de aguas transparentes, en el pasado cargado de truchas, y en su orilla, unos frondosos árboles dando sombra. Anya recordaba, cuando era una niña, sentarse en la hierba de la orilla, apoyada en alguno de esos árboles, disfrutando de algún libro que cogía a su abuela de su extensa biblioteca.
Cuando terminó de comer, decidió acercarse a la única tienda existente en el pueblo, a comprar algunos productos de limpieza que seguro iba a necesitar. En cuanto hubo comprado algo de comida y todo lo que iba a precisar para pasar la noche, puso rumbo a la vieja casa.
Al llegar, le sorprendió el estado en el que se encontraba, es verdad que el exterior necesitaba una mano de pintura, pero todas las casas de alrededor tenían el mismo aspecto, a ésta no se la veía peor que el resto de casas del pueblo. La parcela contaba con dos mil metros cuadrados de terreno, que en esos momentos parecían una selva. Tendría que cortar todas las hierbas y arbustos que se habían desmadrado en su crecimiento. Ya se pasaría a comprar una desbrozadora para hacer esa labor y dejar un jardín en condiciones. Sabía que por la zona había culebras, le preocupaba que también hubiera serpientes como solía contar en alguna de sus batallitas su abuelo, no estaba por la labor de encontrarse con alguna mientras paseaba por allí. Recordaba cuando el jardín de la entrada estaba en buen estado, su abuela solía tener una mesa con varias sillas alrededor, en la que sus tías solían tomar café o limonadas bien frías en verano, casi siempre acompañadas por alguna vecina que se acercaba en cuanto oía el sonido de sus risas.
Se quedó contemplando la casa, era tan grande como la recordaba. Tres plantas más la buhardilla, y al lado una vieja cuadra, donde en otro tiempo hubo vacas, caballos, cerdos e incluso un burro. Detrás de la cuadra había un pequeño gallinero, que no estaba segura de que aún existiera. La cuadra sí que necesitaba obra, formada por tablones que se veían sucios y grises, la mayoría prácticamente sueltos de la estructura. Decidió empezar por la vivienda, ya revisaría el terreno. Recordaba la amplia explanada detrás de la casa con árboles, algunos frutales, una zona que su abuela había acondicionado como huerto, que dedicaba al cultivo de verduras, tomates, y cosas del estilo, y el arroyo que la cruzaba. Ahí detrás, su abuela siempre tendía las blancas sábanas de algodón, que ella y su hermano utilizaban para jugar al escondite, como si de un anuncio de la televisión se tratara, se rio de su propia comparación. Intentaba rememorar a su abuelo y a su padre en todas estas escenas, pero ambos habían muerto cuando ella era muy pequeña, por lo que apenas los recordaba. Su madre solía quedarse en Madrid trabajando, mientras ella se pasaba aquí los veranos con su abuela y su hermano.
Al abrir la verja, le costó mover el cerrojo, estaba algo oxidado por las lluvias y por el poco uso. Al traspasarla, algo le saltó a los pies, pensó en una rata, por lo que dio un salto hacia atrás que casi le hizo caerse al suelo, por suerte se pudo sujetar a tiempo a la valla de piedra que circundaba el terreno. Lo que vio, por el contrario, fue un gato negro que había sido molestado en su cómodo refugio entre los hierbajos. Respiró aliviada.
Siguió el camino hacia la puerta principal, saltando entre las ramas que le interrumpían el paso. Le costó abrir la puerta, supuso que como la verja, la cerradura también estaría algo oxidada por el mantenimiento nulo que había recibido.
Al pasar, dio al interruptor que tenía a su derecha, y una bombilla parpadeante colgada en el techo se encendió. Su abuela nunca había dejado de pagar la luz, ni el agua, siempre quiso tener preparada su casa por si alguna vez volvía, aunque nunca regresó. Ella, al recibir la casa en herencia unos meses antes, ni se había molestado en cortar esos servicios, y ahora se sentía agradecida por ello, por ser tan dejada.
A la derecha estaba el gran salón, pasó a él y con la luz que entraba por la puerta, observó el estado desvencijado de los muebles. Se quedó contemplando unos segundos la vieja mecedora de madera de su abuela, aún la recordaba ahí sentada, contándole cuentos mientras ella la escuchaba sentada a sus pies, encima de un cojín.
Pasó a una gran cocina que quedaba a la izquierda de la entrada principal, llena de muebles blancos que habían amarilleado, una preciosa cocina de leña, otra eléctrica que fue comprada para los inquilinos y un bonito chinero.
Continuó por el pasillo, donde debajo de las escaleras había un pequeño aseo. Probó a abrir el grifo, y después de unas burbujas y un ruido de tuberías que parecían indicar que la casa se le iba a venir encima, empezó a salir un agua totalmente marrón. La dejó correr un rato, hasta que comprobó que empezaba a aclarar.
Se encaminó hasta la habitación del fondo, el despacho de su abuelo. Los pocos recuerdos que Anya tenía de él, eran en esa habitación, sentado tras la mesa, leyendo el periódico o escribiendo en su libro de cuentas. Aún estaba el mismo escritorio de roble macizo que recordaba, pero no había ninguna silla. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías, aunque no había apenas libros en ellas. Éstos, para que no se estropearan, habían sido guardados en grandes cajas de plástico, donde permanecerían protegidos de la humedad, todas ellas, esparcidas por la sala.
La casa parecía estar en mejor estado del que se hubiera esperado, aparte de estar llena de telas de araña, y mucho polvo, no se veía nada que pareciera necesitar con urgencia un arreglo. Supuso que todas esas averías, ya se las iría encontrando.
Subió a la parte de arriba, donde estaban los dormitorios, en cada planta había un baño. Al lado de la habitación de su abuela, en la segunda planta, había una bonita sala que ella utilizaba para recibir a sus amigas en invierno.
Todas las habitaciones tenían viejas camas de matrimonio con mesillas en ambos laterales, todas ellas cubiertas por unos gastados edredones de patchwork, hechos por su abuela antes de perder la vista. En los últimos años, apenas veía, Anya se dedicaba a leerle sus novelas, y aunque se quejaba porque algunas eran algo tétricas, siempre, al final le decía, ‘Cariño, estoy muy orgullosa de ti’, a lo que ella le preguntaba, ‘Pero abuela, ¿te ha gustado?’ ‘Por supuesto, me ha encantado’, le contestaba. Ya no se volvería a producir esa conversación, pensó apenada.
La casa de su abuela le estaba produciendo demasiados recuerdos, todos ellos buenos, pero nostálgicos, aún no estaba preparada para afrontarlos.
Después de comprobar el estado de gran parte de la casa, ya que no subió al ático, puesto que estaba segura de que esa parte iba a estar, cuando menos, llena de bichos, por lo que prefirió dejarla para otro día, abrió todas las ventanas, tanto para que entrara la luz como para ventilar, se puso un pañuelo en la cabeza, unos guantes de látex y sacó todos los productos de limpieza que había comprado en el pueblo.
Empezó por la planta de abajo, con el salón. Pensó que quizás tendría que pasar la noche en su saco de dormir, al lado de la chimenea, porque aun siendo verano, por la noche en la zona refrescaba bastante. Aunque antes tendría que averiguar si el tiro iba bien, no quería morir intoxicada por el humo mientras dormía.
Ya había quitado las telas de araña del salón, el polvo de los muebles y fregado el suelo, la habitación parecía otra, cuando escuchó que alguien golpeaba la puerta principal que ella había dejado abierta de par en par.
–¿Hay alguien? –La voz era de una anciana. Anya no sabía quién sería, así que se acercó a saludar.
–Buenas tardes.
–Hola, no quería molestar. Es que esta casa lleva tantos años cerrada. Desde lo de… –La mujer no sabía cómo continuar.
–Sí, pero ahora he venido a adecentarla un poco y a pasar algún tiempo por aquí.
–Me alegro de que por fin alguien disfrute de ella. ¿Eres familia de María?
–Sí, soy su nieta.
–Oh, la pequeña Ana. No te había reconocido. Soy Felisa, la vecina de tu abuela. –Anya se acordaba perfectamente de ella, se pasaba muchas horas sentada en el porche con su abuela, ambas cotilleando de todo lo que ocurría en el pueblo. Sería una gran fuente de información para su libro, pensó.
–Anya, ahora soy Anya. La recuerdo con mi abuela.
–Sentí mucho su pérdida. –Lo dijo de corazón.
–Gracias.
–Le diré a mi nieto que venga a echarte una mano. Comprobará el tiro de esa vieja chimenea.
–Oh, gracias, pero no hace falta que se moleste.
–No es una molestia. Cualquier cosa por la nieta de María. Además, se ha encargado de mantenerla, no es que la mantuviera limpia, pero venía a arreglar algunas cosas que con el tiempo se iban estropeando. Por eso estoy convencida que la chimenea funcionará, pero es mejor asegurarse, no vaya a haber otra desgracia. –Anya le sonrió agradecida. Ahora comprendía por qué la casa no estaba en tan malas condiciones después de diez años cerrada.
No llevaba ni un día fuera de Madrid y toda la gente se había mostrado encantadora, igualito que ocurría en la capital.– No entiendo cómo seguimos viviendo en las grandes urbes –, se dijo a sí misma.
Después de varias horas limpiando, por fin la parte de abajo parecía un hogar. Ahora estaba casi casi como ella la recordaba. Sólo le quedaba adecentar el despacho, que con tantos libros en cajas, le llevaría su tiempo.
Sacó del coche un par de bolsas con algo de comer y beber, que había comprado esa tarde en el pueblo, y metió algunas bebidas en la nevera, la cual olía a limón gracias al producto que había utilizado para limpiarla. Se sirvió una copa de vino y se sentó en el salón, en la vieja mecedora, a descansar un rato.
–Hola. –La nueva visita sacó a Anya de sus ensoñaciones.
–Hola. Tú debes de ser el nieto de Felisa. –Delante de Anya se encontraba un hombre que aparentaba unos pocos años más que ella, alto y fuerte, moreno de pelo y de piel, supuso que sería de trabajar en el campo, sus ojos grises la observaban con curiosidad.
–Me ha dicho mi abuela que vienes a quedarte un tiempo por aquí.
–Sí, quería algo de tranquilidad. –Dijo levantándose de la mecedora.
–Pues, has venido al sitio adecuado. Aquí nunca pasa nada. –Nada más decir eso, se dio cuenta de su error.– Lo siento.
–No lo sientas, fue algo que pasó hace más de diez años, ajeno a mí. Lo único, que ocurrió en casa de mi familia. Preferiría que la gente no anduviera con pies de plomo sobre este tema, empieza a resultar incómodo. –Anya sonó muy brusca, y no sabía por qué le había soltado todo eso a bocajarro, se sintió avergonzada al instante.
Él empezó a reír a carcajada limpia, desde luego no era la reacción que había esperado ella.
–Supongo que tienes toda la razón. Pero es algo que ocurrió en un pueblo en el que los mayores problemas que existen, son las discusiones entre los vecinos por sus lindes. Aquello traumatizó a todo el mundo, se vivieron tiempos de miedo, nadie se podía creer que hubiera ocurrido tan cerca de su casa, y a alguien a quien conocían de crío. –Se encogió de hombros.– Por cierto, me llamo Mateo.
–Encantada, yo soy Anya.
–Lo sé. No te acordarás de mí, tú eras muy pequeña, pero más de una vez tuve que ayudar a tu abuela a bajarte de los árboles de ahí detrás. –Dijo sonriendo y señalando a la parte de atrás de la casa con un gesto de la cabeza.– Eras una niña muy traviesa, te encantaba hacer trastadas. Tu abuela a veces se desesperaba contigo. –Anya se acordaba de su abuela regañándola porque se iba a romper la crisma, sonrió al recordarlo.– Bueno, pues vamos a ver el tiro de esa chimenea.
Se acercó a la chimenea y se agachó delante de ella, con una pequeña linterna que sacó del bolsillo, observó su interior. Dio una fuerte sacudida a una palanca, y la puerta de metal para la salida de aire se abrió, dejando caer algunas hojas y poco más.
–Bueno, pues aparte de lo que se había quedado atascado en estas semanas, que no era mucho, y que parece que ha caído, tiene buena pinta. La limpié a fondo hace unos meses.
–¿Por qué? –Anya se había dado cuenta de lo directa que había sido.– Me refiero, que… –Mateo no le dejó terminar la frase.
–Tu abuela hablaba conmigo de vez en cuando, me pedía que, por favor, mantuviera la casa en orden, la quería en perfectas condiciones para su nieta, es decir, para ti. Así que yo le he dado un pequeño mantenimiento.
–Eres muy amable.
–Gracias, pero no sólo era amabilidad. Tu abuela pagaba bien por las chapuzas. –Soltó una gran carcajada. Anya se dio cuenta de que al sonreír se le formaban dos hoyuelos en las mejillas.– La última vez que me lo pidió, fue a finales del año pasado.
–Antes de morir.
–Supongo. Desde entonces, yo he venido un par de veces.
–Gracias de nuevo.
–Bueno, pues vamos a quitar estas hojas y vamos a encenderla, a ver qué tal va.
Mateo colocó algo de leña, que había en un lateral de la chimenea, oculta tras una cortina, prendió un poco de papel y encendió un pequeño fuego.
–Pues parece que la chimenea está en perfectas condiciones. El humo sale por donde tiene que salir y no se queda en la habitación. Así que, si no necesitas nada más…
–Te invitaría a una cerveza en agradecimiento, pero no están frías, ¿una copa de vino?
–No te preocupes. Quizás otro día. –Se dio la vuelta y salió de la casa.
Anya se quedó sola de nuevo. Ahora, el salón parecía sacado de una película de terror, con las sombras creadas por las llamas del fuego contra la pared agitándose en lentos movimientos. Encendió la luz de la estancia y decidió cenar algo.
Antes, se acercó al pequeño baño debajo de la escalera a asearse un poco. Cuando se miró en el espejo, comprobó que estaba llena de polvo, su larga melena castaña, oculta debajo del pañuelo, cayó en cascada al quitárselo, después de lavarse la cara y las manos, se sintió mucho mejor. Lo primero que haría al día siguiente, sería limpiar uno de los baños de arriba, necesitaba una buena ducha.
Acababa de terminar de cenar, cuando le sonó el móvil. Era Gonzalo.
–Hola cariño, ¿dónde estás? –Parecía preocupado.
–En mi pueblo.
–¿En tu pueblo? ¿Y se puede saber qué haces ahí? –Ahora se mostraba alterado.
–Te lo hubiera contado ayer en la cena, pero no llegaste.
–¿Me estás echando la culpa de algo?
–No, claro que no. Lo que digo es que quería habértelo contado anoche. He pensado hacer una investigación, como para mi primer libro.
–¿Y para eso tienes que irte a tu pueblo?
–Por favor, déjame terminar. Voy a escribir sobre lo que ocurrió en casa de mi abuela.
–¿Es en serio?
–Sí, por qué no. ¿No te parece buena idea?
–No… sí… no sé. Supongo que me ha sorprendido. ¿Y cuánto tiempo vas a estar allí?
–La novela tengo que entregarla en navidades.
–¿Me estás diciendo que vas a estar allí cuatro meses?
–Esa es mi idea. No sé lo que tardaré en escribirla, conozco lo ocurrido, así que espero que no me lleve mucho tiempo, pero seguro que varios meses voy a tener que estar por aquí. Hay mucho que analizar, muchas entrevistas que realizar y demás. –Su primer libro le llevó varios años de investigación que compaginó con los estudios. Todo había empezado como una práctica en la universidad, pero al final, hizo una tesis muy detallada sobre aquel asesinato, lo que le llevó a convertirla en una novela.– Pero, quizás puedas venir algún fin de semana…
–¿Algún fin de semana? ¿Estás loca? Sabes lo cerca que estoy de ser promocionado… –Anya ya no quiso escuchar más, era lo que le faltaba por oír, así que le cortó.
–Perdona, me estás diciendo que tu trabajo es más importante que el mío. –Gonzalo se había dado cuenta de su error, así que intentó recular.
–No, perdona, tienes razón.
–Sólo dime una cosa. Si fuera al revés, no te irías por cuatro meses donde fuera. –La línea quedó en silencio unos segundos.
–Me has convencido. –Gonzalo intentó suavizar la discusión, se había dado cuenta de que había metido la pata, pero Anya ya estaba cabreada.
–Bueno, pues ya sabes dónde estoy. Si quieres venir un fin de semana, aquí estaré. Trabajando. –Y colgó sin tener más que decir.