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Sábado, 3 de septiembre

 

Anya había decidido aprovechar esa mañana para organizar el desván. Había subido hacía un par de días, y había comprobado que sólo guardaba unas cuantas cajas, algún mueble viejo y poco más, estaba prácticamente vacío, lo cual le relajó, no tendría demasiadas tareas que realizar ahí arriba.

Ya había limpiado la casa al completo, a falta de esa planta. La entrada desbrozada parecía otra cosa, tenía pensado pasarse el domingo quitando las malas hierbas de raíz. El resto del jardín, aunque estaba en mejores condiciones, había decidido que se lo iba a dejar a unos profesionales. Gracias a Felisa, ya había hablado con un chico del pueblo quien se iba a encargar, con su cuadrilla, de dejárselo como en los viejos tiempos. Anya pensó que había sido demasiado optimista al asegurarle algo así, pero no dijo nada, quizás la sorprendiesen. Habían quedado con ella en que empezarían el lunes.

Por otro lado, la novela avanzaba muy deprisa, con todo lo averiguado y su imaginación, ya llevaba bastante escrito. Su editora estaba que no salía en sí de gozo.

Sólo llevaba una semana en el pueblo y había adelantado muchísimo. Estaba muy orgullosa de sí misma, la casa empezaba a parecer un precioso hogar y el libro empezaba a ver la luz.

Claro, que aparte de limpiar y escribir, poco más había hecho. Se acostaba a diario antes de las diez de la noche, agotada, tanto por el trabajo físico como por el intelectual. Se levantaba a las siete, o antes, y puntualmente se aplicaba con alguna de las labores pendientes. Aunque tampoco ayudaba que en el pueblo no hubiera actividades interesantes que hacer. Había leído en el tablón de anuncios de la única tienda que había, que para mediados de septiembre iban a impartirse clases de cocina internacional en el salón de actos del ayuntamiento, y en un ataque de aburrimiento, se había apuntado, se dijo que no tenía nada que perder, y sí mucho que ganar, le encantaba cocinar y probablemente aprendería nuevas recetas y algunos trucos que a posteriori podría aplicar en sus propias recetas.

Cuando subió a la buhardilla, lo primero que hizo fue abrir las ventanas y ventilar un poco, olía a cerrado y quizás a humedad, tendría que comprobar si tenía moho o le entraba agua por alguna parte, pensó.

A continuación, comenzó a limpiar, cuando hubo terminado, la habitación tenía otro aspecto, ya no le olía a humedad, lo cual le resultó un alivio. Las cajas seguían sin haberse tocado y lo muebles en el mismo sitio, pero el haber quitado las telas de araña, los bichos habituales en las casas de pueblo y el polvo, hacía que la habitación no le diera tanta grima.

En ese momento, se dio cuenta de que eran más de las doce de la mañana, llevaba casi cuatro horas limpiando, la espalda le empezaba a molestar. Tendría que averiguar si por la zona había un buen fisioterapeuta, echaba de menos al suyo habitual de Madrid, que la dejaba como nueva.

Bajó a la cocina y cogió un refresco de la nevera, decidida a empezar a abrir cajas. Temía lo que se podría encontrar en ellas, supuso que sería una mañana plagada de recuerdos, por todos los objetos que iba a hallar y que pertenecerían a su abuela.

La primera caja que abrió era de juguetes, algunos los reconoció como suyos y de su hermano, otros eran más antiguos, así que se figuró que serían de su padre. Sacó algunos de la caja, pensó que serían bonitos detalles para decorar alguno de los dormitorios, eran juguetes tradicionales y estaban muy bien conservados, como los que vendían ahora en algunas tiendas y que resultaban bastante caros.

La segunda caja con la que se topó contenía viejos manteles y sábanas, que en alguna época habían sido blancos, pero que actualmente estaban amarilleados por completo. Tenían bonitos bordados, quizás hechos por su abuela, o incluso por su bisabuela, ya que eran los típicos enseres que formaban parte del ajuar. Entre ellos, había ramilletes de lavanda, aunque ya apenas se notaba el olor, también había saquitos, que como pudo comprobar, contenían cáscaras de limón y granos de café, un remedio antipolillas casero, aún recordaba a su abuela haciéndolos cuando era pequeña para ponerlos en el interior de cajones y armarios. Algunos manteles y algunas sábanas parecían que se podrían volver a utilizar si conseguía blanquearlos, otros estaban demasiado desgastados por el uso o por lo añejo. Apartó todo lo que consideró que estaba en buen estado para ser reutilizado, con la idea de buscar en internet alguna forma de dejarlo como nuevo o por lo menos algo más blanco.

La siguiente caja estaba llena de álbumes familiares. Anya cogió el primero esperando encontrarse con fotos antiguas de su familia, tal vez en alguna apareciera ella, pero al abrir la primera página se dio de bruces con algo muy diferente a lo que se esperaba.

El primer álbum contenía fotografías de una niña pequeña, pero no era ella ni nadie de su familia. Era una niña rubia, con el pelo rizado, muy sonriente, en la esquina de la página ponía ‘Mónica, 1.995’. Anya se dio cuenta de que eran álbumes de fotos de la familia que había ocupado la casa antes que ella, la familia que había muerto entre esas paredes y sobre la que ahora se encontraba investigando.

Su primer impulso fue cerrarlo, cambiar de caja, se sentía como si estuviera invadiendo su intimidad, pero si estaba escribiendo sobre ellos, ¿no sería mejor saber exactamente quiénes eran y cómo eran? Continuó revisando el álbum, viendo como la pequeña iba creciendo poco a poco. Aparecía en diferentes cumpleaños soplando velas, con la familia en el campo o en la playa, con sus hermanos en un parque, y así hasta llegar al 2.006, año en el que el álbum se terminó, como su vida, pensó Anya.

El siguiente álbum que revisó contenía fotografías de la familia, todas ellas de la década anterior. La familia de vacaciones, la familia en la casa de su abuela, la familia de excursión en el campo, y así continuaban, todos juntos en un sinfín de lugares. Parecían todos tan contentos, no podía creerse que les hubiera pasado lo que les pasó poco después de haber sido realizadas esas instantáneas. No se había dado cuenta, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas, cuanto más conocía a la familia gracias a esas imágenes, más triste se sentía.

Sacó una carpeta, al abrirla, se encontró con varios dibujos firmados por Alejandro, el hijo mediano, parecían ser de cuando comenzaron a vivir en casa de su abuela, en el 2.001. Anya calculó que tendría unos diez años por ese entonces. Reconoció un dibujo con la casa vista desde el frente, se veía la valla, el jardín de la entrada, las tres plantas que formaban la casa y el desván, todo coloreado con lápices de diferentes colores. El siguiente dibujo representaba la parte de atrás, se veía la casa, la cuadra en el lateral izquierdo y una noria de agua que tenía a modo decorativo su abuela, aunque quizás alguna vez cumpliera con su función.

En ese momento, ya no pudo parar, empezó a sollozar, por todos ellos, por sus muertes, por lo que se perdieron al morir, les quedaba todavía tanta vida, eran tan jóvenes.

Mateo estaba en la puerta de la casa de Anya, su abuela le había pedido que fuera a buscarla para invitarla a comer, y no aceptaba un no como respuesta, le había advertido, sonreía sólo de pensar en lo cabezota que era a veces, pero eso le venía bien, le gustaba Anya, era una chica decidida e inteligente, y le divertía, hacía tiempo que nadie le llamaba la atención.

Después de llamar varias veces, probó a girar el pomo, y como se imaginaba, estaba abierto, no había cerrado la puerta, como era habitual entre los vecinos del lugar. En cuanto entró en el recibidor de la casa, gritó su nombre, pero seguía sin recibir contestación. Echó un vistazo por la planta de abajo, y al no encontrarla decidió seguir subiendo. Le había dicho que se iba a pasar el día de limpieza, así que tenía que estar en alguna parte de la casa. En las escaleras escuchó algo, agudizó el oído a ver si descubría de dónde provenía ese sonido, y siguió subiendo, creyó adivinar que salía del desván. Cuando llegó, se encontró a una Anya que lloraba desconsoladamente, al mirar en derredor entendió lo que ocurría. En el suelo había desparramados un montón de dibujos que parecían hechos por un niño, también había álbumes de fotos abiertos que mostraban imágenes de los Ruíz Moreno, alegres y sonrientes. Se sentó a su lado y la abrazó para consolarla. Ella se acurrucó entre sus brazos y continuó llorando, y desahogándose.

–Eran tan jóvenes. –Decía Anya entre las convulsiones provocadas por sus profundos gimoteos.

–Sssshhhh… calma, calma... –Le decía mientras le frotaba la espalda y la acunaba, cosa que, poco a poco, pareció apaciguarla.

Después del sofoco inicial, ya estaba más tranquila. Gracias a Mateo se había calmado, y después de una comida con él y con Felisa, se había quedado completamente serena y relajada, olvidando el episodio ocurrido en el desván.

En ese momento, estaba trabajando en la mesa de la cocina, había seleccionado algunos de los dibujos de Alejandro, tenía pensado escanearlos y enviárselos a Carmina para ver qué opinaba sobre ellos, se le había ocurrido incluirlos en la novela, no tenía muy claro cómo, si en el interior o quizás en la portada y contraportada, eso lo dejaba a la elección de su editora y de los diseñadores. Pero creyó que quedarían bien en el libro.

Estaba tan enfrascada en lo que estaba haciendo que no escuchó que alguien llamaba a su puerta, cuando se dio cuenta, se levantó y se dirigió a la entrada de la casa a ver quién era, no esperaba a nadie, pero sabía que en un pueblo eso daba igual, podía ser cualquiera, aunque sólo pasara a saludar.

Al abrir la puerta se llevó una sorpresa, aunque no supo decidir si era grata o incómoda. Mirándola con cara de no haber roto un plato en su vida, y muy sonriente, estaba Gonzalo.

–Hola cariño. –Se acercó y le dio un suave beso en los labios.– ¿No me invitas a entrar?

–Claro, pasa. –Anya salió de su ensimismamiento inicial y se echó a un lado para dejarlo pasar.– ¿Qué haces aquí?

–Tenías toda la razón, tu trabajo es importante para ti, y entiendo que te hayas encerrado en esta casa para escribir una novela sobre el homicidio múltiple que se cometió aquí. –Gonzalo se dirigía hacia la cocina.– Veo que no has perdido el tiempo. –Dijo mirando el despliegue que tenía organizado encima de la mesa.– El caso, es que como dijiste, podemos vernos los fines de semana, quizás no todos, pero si algunos, ¿no crees? Hoy he salido temprano de la oficina, quería darte una sorpresa. –Como Anya no decía nada continuó.– Por si no ha quedado claro, esto es una disculpa, te estoy pidiendo perdón. –Anya se lanzó a sus brazos y lo besó. Por fin le había demostrado algo, y se sentía desconcertada, a la par que feliz.– Tengo una sorpresa en el coche para ti. –Le dijo cuando se separaron.

Ambos salieron de la casa, Anya iba emocionada pensando en qué le habría traído. Justo cuando atravesaban la verja y llegaban al coche, apareció Mateo que acababa de salir de la casa de su abuela.

–Hola. –Les dijo a ambos, parecía algo confundido.

–Hola Mateo, éste es Gonzalo, mi… –No supo qué decir.

–Su novio. –Terminó de aclarar Gonzalo.– Hola, encantado de conocerte. –Le tendió la mano para estrechársela y Mateo hizo lo propio.

–Yo soy el nieto de su vecina. –Dijo sonriendo, en cuanto se le hubo pasado la confusión inicial.– Encantado. Bueno, os dejo, tengo que revisar un caso para el lunes. –Mateo ya se había incorporado al bufete después de su periodo vacacional, y como había estado algunas semanas fuera, tenía varios casos nuevos pendientes y otros que habían estado esperando su regreso.

–¿No quieres pasar a tomar una cerveza? –Le dijo Gonzalo educadamente, estaba convencido de que no habría mucha gente de su edad en el pueblo, y Mateo parecía una persona agradable.

–Quizás en otro momento. –Dijo y continuó su camino. Anya se quedó observando cómo se alejaba, sin entender muy bien por qué, de repente, se había sentido apenada.

Gonzalo abrió la puerta de detrás del conductor y sacó un transportín en el que había una preciosa gatita blanca con grandes manchas negras, que miraba con ojos asustados a todas partes, parecía algo nerviosa, estaba sentada sobre una esponjosa mantita de color azul, como sus ojos.

–Pensé que te sentirías sola en una casa tan grande y como siempre has querido un gatito…

–Eres un encanto… cuando quieres. Vamos dentro, seguro que tiene hambre.

En la casa fueron directamente a la cocina, donde Anya cogió un bol y lo llenó de leche para que la gata bebiera, aunque era pequeña no lo era tanto como para necesitar biberón, así que esperaba que con el bol se alimentara sin problemas. Mientras, Gonzalo había ido al coche de nuevo a por la bolsa que había traído de equipaje.

–¿Dónde la dejo? –Anya aún estaba ocupando su habitación, por costumbre, y porque se sentía incómoda en la de su abuela, pero en la suya no cabían ambos en la cama, así que decidió que ya era hora de cambiar de dormitorio. De todas formas, con la ropa de cama recién comprada y algunos toques que le había dado, ahora parecía más suya.

–Te acompaño. –Anya lo condujo al cuarto, en cuanto entraron, Gonzalo soltó la bolsa en un lateral de la puerta, se acercó a ella, la abrazó por la espalda y empezó a besarla por el cuello, subiendo hasta el lóbulo de la oreja.

–Te he echado tanto de menos. –Le susurró con voz ronca, la dio la vuelta y empezó a besarla con desesperación.