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Lunes, 5 de septiembre

 

Anya estaba tomando un café, mirando por la ventana de la cocina, mientras veía cómo los jardineros le arreglaban la parcela. Había venido Pedro, el chico que le había recomendado Felisa, con un par de personas más. Llevaban varias horas trabajando y les había cundido, la zona que veía desde la cocina estaba mucho mejor. Aunque en realidad lo peor, el terreno más amplio, estaba situado detrás de la casa, pero era optimista, esperaba tener un jardín de verdad en muy poco tiempo.

El domingo no había hecho nada, puesto que pasó el día en compañía de Gonzalo, aun así, decidió salir a dar una vuelta. Con el ruido que estaban haciendo en el exterior, no se veía concentrándose en su investigación. Además, tenía que reconocer que llevaba su novela muy avanzada. Quizás no estaba siendo muy rigurosa, pero no se olvidaba que aún le quedaban unos cuantos meses por delante y mucha gente con la que entrevistarse, seguramente tendría que retocar algún capítulo de los ya escritos, puesto que quería que toda las declaraciones recibidas quedaran plasmadas en el libro. Pero también estaba convencida, por lo que llevaba averiguado, que la lista de posibles asesinos, si no se tenía en cuenta a Jaime Ruíz, iba a ser nula. Aunque nunca se sabía, quizás se podrían deducir hechos diferentes, si llegaba a demostrar que la familia Ruíz Moreno se estaba recuperando económicamente, esto echaría por tierra la conclusión a la que había llegado la policía, y desde ese argumento, a lo mejor destaparía un abanico de posibilidades no contempladas de lo que ocurrió en realidad. Por otro lado, y como bien le había apuntado Mateo, si Jaime Ruíz no mató a su familia, quien lo hizo, en ese caso, sería muy plausible que fuera alguien que llevara viviendo en el pueblo o en los alrededores diez años, sin que nunca nadie hubiera sospechado de él.

Se quitó esos pensamientos de la cabeza, se terminó el café, cogió una pequeña cesta que había encontrado en la cocina, que pensó sería perfecta para lo que tenía pensado hacer, y salió de casa.

Aun iba con una gran sonrisa dibujada en la cara, después del fin de semana tan maravilloso que había pasado con Gonzalo, como en los viejos tiempos, pensó. Hacía mucho que no se dedicaban en exclusiva el uno al otro, siempre había mucho que hacer, mucho trabajo que avanzar y eso hacía que apenas se prestaran atención. Pero ese fin de semana había sido diferente, sólo estaban ellos dos, el trabajo se había quedado fuera, y lo habían aprovechado, se habían puesto al día, se habían contado todas las novedades de los últimos días, mejor dicho, de los últimos meses, y se habían amado. Anya ya no recordaba cuando había sido la última vez que habían hecho el amor y no se habían quedado dormidos a continuación, esta vez lo habían hecho, y habían hablado, y lo habían vuelto a hacer, y habían disfrutado y reído, había sido inolvidable, como al principio de su relación.

En todo eso iba pensando mientras iba por la calle, hasta que oyó que alguien la llamaba sacándola de sus ensoñaciones. Era Felisa, que estaba sentada en una mecedora en el porche de su casa.

–Anya, qué feliz te veo. –Le dijo cuando por fin tuvo su atención.

–Gracias Felisa.

–¿Vas a dar una vuelta? –Miró al cielo, anunciaba tormenta.

–Sí, voy a ver si recojo unas moras, que ya he visto que están maduras. –Le dijo mientras le enseñaba la cesta que llevaba en la mano.

–Te importa si te acompaña una vieja como yo.

–Claro que no, será un placer poder charlar con alguien. –Sonrió Anya a su improvisada acompañante.

A Felisa, el ser admitida en el paseo, pareció emocionarle, se puso muy contenta.

–Espera un segundo, voy a por mi chal. –Desapareció en su casa, y unos minutos después, apareció con un chal rodeándole los hombros y el torso, además de una cesta similar a la que llevaba Anya.– Pues ya estoy lista.

Las dos mujeres enfilaron carretera arriba. Felisa la agarraba del brazo, no podía seguir su paso, y así Anya podía ir perfectamente al suyo. Cuando llegaron a la primera curva, Felisa la guio por un camino que apareció a su derecha, según le dijo, era un lugar lleno de zarzamoras, donde podrían provisionarse bien de moras, si los animales e insectos habían dejado algo para ellas.

Como había vaticinado Felisa, allí encontraron una zona llena de moras, por lo que ambas empezaron a llenar sus respectivas cestas, con cuidado de no pincharse con las espinas de las zarzas.

–Hay un montón. –Anya estaba emocionada, se sentía como cuando era una niña y se iba con las amigas a recoger moras, solían hacer competiciones para ver quien reunía más cantidad, después las juntaban todas, las lavaban bien, les echaban azúcar y se ponían moradas, nunca mejor dicho, pensó con una sonrisa nostálgica.

Cuando llenaron sus cestas, decidieron seguir un rato más por el camino, hacer una ruta circular hasta llegar a sus casas, en vez de desandar el camino andado.

En el momento en que se abrió el sendero a una explanada, Anya se fijó que algo más arriba, en la colina, había una preciosa casa, aunque muy descuidada.

–¿De quién es esa casa? –Felisa levantó la mirada para ver a qué casa se refería.– Es muy bonita, una pena que esté tan abandonada, ¿no vive nadie en ella?

–Es de Jacinto Ramírez, el exmarido de la hermana de Elena Moreno. –A Anya le costó unos instantes darse cuenta de la relación del hombre con la mujer asesinada en su casa. Al ver la cara de sorpresa que había puesto, Felisa continuó hablando.– Elena tenía una hermana pequeña, Marta, creo que era cinco o seis años menor. Empezó a relacionarse con un viva la Virgen, despreocupado, sin estudios, sin trabajo, la verdad es que nadie en el pueblo se explicaba qué pudo ver en él. El caso es que se quedó embarazada y se casaron a los pocos meses. El matrimonio, como suponíamos todos, no funcionó. Él estaba a todo menos a lo que tenía que estar, a su familia. Un buen día les tocó un dinero en la primitiva, fue una sorpresa. Con él se construyeron esa casa, parecía que Jacinto iba a asentar la cabeza, pero volvió a las andadas, volvió a beber, así que su mujer lo abandonó y se llevó a la hija de ambos. Él derrochó el dinero que le quedó tras el divorcio, no sabemos en qué se gastó todo, porque les había tocado un buen pico, se hablaba de varios millones de euros, todos piensan que lo perdió jugando. –Felisa negó con la cabeza y suspiró.– Ahora vive solo, se ha convertido en un ermitaño, no se relaciona con nadie y apenas sale de las cuatro paredes que conforman esa casa. Aparte de beber todo el alcohol que se le pone por delante, no sé si hará algo más con su vida. Todos sabíamos que no llegaría muy lejos, es una pena tener razón algunas veces.

Anya se quedó muy sorprendida por la historia, pensó que la encajaría en alguna parte de su libro, al fin y al cabo formaba parte de ella.

–Me gustaría hablar con Marta Moreno, es una de mis próximas entrevistadas. ¿Sabes cómo puedo localizarla?

–Por supuesto, vive en esa casa de allí. –Anya se quedó más sorprendida si cabe, la casa que le señalaba Felisa era justo la de al lado del exmarido.– Curiosa la vida, ¿verdad? En esa casa vive con Tomás Rubio, un compañero de Marta de la universidad, quien siempre estuvo enamorado de ella en silencio, todo el mundo en el pueblo lo veíamos, menos la propia Marta. Cuando se divorció, él aprovechó su oportunidad y acabó conquistándola. Es profesor en el instituto de Paredes, creo que de Historia, un buen hombre. Ella no trabaja, con el dinero del divorcio, el que habían ganado en la lotería, le es suficiente para vivir el resto de su vida, o eso dicen.

Anya sabía que Felisa sería una gran ayuda en su investigación, una fuente de información, y así estaba resultando hasta ahora, estaba encantada con su vecina.

Esa tarde cogió a Kika, el nombre que le había puesto a su nueva mascota, y la llevó al veterinario en Paredes. Tenía cita a última hora de la tarde, así que contaba con que habría todavía gente esperando, seguro que algún caso habría producido retraso en el resto de las consultas. Y cuando llegó, sus sospechas se hicieron realidad, había varias personas esperando a ser atendidas por el médico, todas sentadas en los cómodos sillones de la sala de espera.

Cuando entró, todas los allí reunidos levantaron la cabeza para ver quién era la intrusa. Algunos enseguida volvieron la mirada y siguieron leyendo o mirando al infinito como estaban haciendo unos segundos antes, otros se quedaron observándola con curiosidad, no la conocían y eso les producía cierto interés.

–Buenos días, soy Anya Sáez. –Le dijo a la joven recepcionista.– Tengo hora a las ocho y media. –La enfermera miró el listado donde encontró su nombre apuntado.

–Siéntese, vamos con un poco de retraso. –Se disculpó.– Por cierto, ¿usted es Anya Sáez, la escritora? –Anya asintió.

–Oh, me encantan sus libros, los he leído todos, ¿podría firmármelos en su próxima visita?

–Por supuesto. –La chica, rubia y algo regordeta, sonrió emocionada.

Anya tomó asiento al lado de una señora mayor, que llevaba una gallina en una jaula, y dejó el transportín, donde llevaba a Kika, a su lado, en el suelo. Menos mal que Gonzalo le había traído también algunos complementos para gatos, porque ella nunca había tenido una mascota, y no tenía nada de nada. Recordaba cuando era pequeña pedirle a su madre un perro muy a menudo, pero siempre se encontraba con una negativa, su madre siempre le decía que no tenía tiempo para sacarlo dos o tres veces al día a la calle, cosa que estaba segura de que sus hijos nunca harían. Anya, para ese motivo, siempre proponía una solución de turnos entre todos, pero cuando su madre le decía que no podían permitirse a otro ser vivo en casa, otra boca que alimentar, gastos de veterinario y demás, agachaba la cabeza y reculaba, sabía que su madre se estaba matando a trabajar para sacarlos adelante, no podía pedirle más en ese sentido.

Como parecía que iba a estar ahí un buen rato, cogió una revista que había encima de la mesa que versaba sobre el cuidado de los gatos. El primer artículo trataba sobre qué hacer si te regalaban uno, le pareció muy oportuno, así que empezó a leerlo.

Los siete consejos que daban parecían básicos, pero según indicaban eran muy útiles. Primero, recomendaban comprar una cama mullida puesto que le daría seguridad. Segundo, el comedero y el bebedero tenían que estar ubicados siempre en el mismo lugar. Tercero, dejar la caja de arena en un lugar discreto. Cuarto, era necesario hacerse con un rascador donde pudiera afilarse las uñas, ya que es un instinto natural de los gatos, sino acabaría utilizando los muebles para ese menester. Quinto, aconsejaban dejar que el gato decidiera cuando estaba preparado para acercarse a recibir caricias, ella, en este caso no había tenido problemas, Kika estaba dispuesta a ello en cualquier ocasión, sonrió Anya. Sexto, no dejarle salir al exterior las primeras cuatro semanas, según los papeles que había traído Gonzalo, su gatita ya tenía dos meses. Por ahora todo lo había cumplido. Lo único, el último consejo, mantener tipo de comida y los mismos horarios que tenía antes del traslado. Anya no tenía ni idea, desconocía por completo sus hábitos anteriores.

Cuando terminó de leer la revista, se dio cuenta de que estaba sola en la sala de espera, tan concentrada estaba en su lectura que no se había percatado del movimiento a su alrededor. Justo en ese momento, la enfermera le indicó que podía pasar a la consulta.

El doctor García, tal como señalaba su bata, era un chico muy joven, parecía recién salido de la Facultad, la saludó amablemente y le indicó que tomara asiento. Después de revisar al animal y los papeles que había llevado, le detalló todo lo que iba a hacer a continuación.

–Primero vamos a darle la segunda dosis de pastilla antiparasitaria de cachorro, para prevenir los gusanos intestinales, ya he confirmado que recibió una primera dosis. Luego, habrá que dársela durante el resto de su vida cada tres meses, esto es importante porque los parásitos puede pasártelos a ti o a la gente que la rodea. –Anya tomaba nota mentalmente de todas las indicaciones del veterinario.– He visto que ya se le ha puesto la vacuna CRP contra virus respiratorios, ahora le voy a poner la de la leucemia felina. Dentro de tres semanas tendrás que volver para ponerle una dosis de ambas. ¿Vas a dejarla salir a callejear?

–Supongo que sí. –Anya no estaba segura, pero pensaba que durante el tiempo que estuvieran en el pueblo lo más probable era que fuera más por libre, otra cosa sería a la vuelta a Madrid, pensó.

–Pues también hay que ponerle la vacuna contra el PIF, peritonitis infecciosa felina, por vía nasal, ya que se transmite entre los gatos por estornudos.

–¿Y lo de castrarla?

–Eso depende de ti, y de cuando empiece a mostrar signos sexuales, es decir, que se ponga muy pesada para salir afuera, que se pase el rato maullando y cosas del estilo. Lo más habitual es que se les castre entre los seis meses de vida y el año. ¿Qué le das de comer?

–Eso te quería preguntar, por ahora le estoy dando leche, pero creo que se queda con hambre, así que le he comprado unas latitas, pero no se las come.

–¿Para cachorros? –Anya se encogió de hombros, las había comprado en Óbito y ahí no tenían mucha variedad, no recordaba haber visto comida de gatos especial para cachorros.– Cómprale pienso de cachorros, y sigue con él hasta que cumpla el año.

–De acuerdo.

Anya salió de la consulta satisfecha, a pesar de la juventud del médico, parecía saber lo que se hacía, por lo menos esa era la impresión que se había llevado ella. Ya tenía ese tema resuelto, su gatita estaba en perfecto estado y con todas las vacunas al día. Eso sí, le sorprendió lo caro que resultaban ese tipo de consultas, y todavía le quedaban un montón de vacunas que ponerle.

Se dirigió a una pequeña tienda que había muy cerca, sabía que cerraban a las diez, por lo que era la única que a esas horas iba a encontrar abierta. Fue a la sección donde se encontraban los alimentos para mascotas y compró el pienso que le acababa de recomendar el veterinario.

Cuando salió de la tienda, de camino a su coche, vio al otro lado de la calle a Mateo, iba acompañado por una guapa morena con el pelo a media melena, que se reía por algo que le acababa de contar él, había mucha complicidad entre ellos.

Dejó a Kika en la plaza del copiloto y el pienso a sus pies, y se quedó unos segundos sentada en su asiento, le había dolido encontrarse a Mateo acompañado, intentó quitarse esos pensamientos de la cabeza, ella tenía a Gonzalo, y lo quería, no entendía por qué se sentía de esa manera.

En cuanto puso el coche en marcha, miró por el retrovisor y vio cómo Mateo le hacía gestos para llamar su atención, pero ella pisó a fondo el acelerador y salió del pueblo sin mirar atrás.