En mis correrías por América vine á parar á una barraca gomera del rio Madre de Dios, en la que permanecí cerca de tres años.
Aislado de la civilización, metido entre indios y peones mestizos, eran mis únicas delicias la caza y la literatura. Á falta de libros donde estudiar, divertía las noches en emborronar cuartillas, poniendo en limpio mis apuntes de la Argentina y Bolivia, ó haciendo versos como ejercicio de composición para escribir mejor en prosa.
Así, en el silencio de la selva virgen, sólo turbado por la rumorosa corriente del caudaloso tributario amazónico, en una de cuyas barrancas estaba emplazado el centro gomero, escribí La CoLOMBiADA y El Vellocino de oro; obra esta
Última que versaba sobre la expedición de Gonzalo Pizarro al país de Eldorado y la subsiguiente escapada de Orellana, Amazonas abajo hasta salir al mar.
En el aderezo de ambas empleé espacio de año y medio; el plazo estricto que señala el saladísimo Vélez de Guevara: «Que al poeta que hiciere poema histórico, no se le dé de plazo más que un año y medio; y que lo que más tardare, se entienda que es falta de la Musa». (El Diablo Cojuelo.)
Guardaba los dos manuscritos como oro en paño, no por lo que en sí valían, sino por el trabajo que me cosió escribirlos. Hasta que cierta noc/ie, los bárbaros — como allí llaman á los indios salvajes — cayeron de improviso en la barraca, la incendiaron, y aunque nuestros rifles les pusieron en fuga, el daño estaba hecho y lo quemado, quemado. Perdí mi modesto equipaje y con él mis mamotretos. Sólo se salvó LA COLOMBIADA, porque un francés, tan buen pendolista como dibujante, empleado en otra barraca del río, gustoso de la lectura que antes le hiciera de mi obra, me la pidió para ponerla en limpio é ilustrarla.
De modo que, Manuel Geraldi —así se llamaba el buen francés — tiene la culpa de que yo publique ahora LA COLOMBIADA; porque repasándola al cabo de los años, la hallé pasadera, y sujetándola á alguna lima resolví darla á luz; ¡temerario atrevimiento en los tiempos que corremos!
Lo único que me desazona es el título, un si es no es pretencioso, pero en último caso será una Colombiada más. Porque á lo que yo sepa, otras tres se han escrito. La de Joe Barlow, norteamericano, en diez cantos, que publicó en 1787, reimpresa en 1807 en Filadelfia; la de Madame de Boccage (1770-1802), también en diez cantos, y la tercera, de Felipe Trigo Gálvez (Burgos, 1885), ésta en cantos XXIV.
Por cierto que precisamente en el último folio de La Colombiada de Trigo, hay una formidable errata de imprenta, que dice La Locombiada; y es porque seguramente estaba en la mente del cajista que sólo un loco escribe hoy octavas reales.
Como quiera que sea, allá va mi Colombiada á probar suerte. Fácil me hubiera sido escudarla con un prólogo elogioso de algún reputado escritor que mirara mi trabajo por el prisma de la amistad; pero yo no quiero engañar al público, ni engañarme, con alabanzas que no merezca. Cada cual juzgue como tenga por conveniente.
Por tanto, lector, si la obra te gusta, harás bien en decir que es buena aunque otros digan que es mala; si no te gusta, quedas en libertad de decir que es mala; y si no te agrada ni desagrada, como sucede con ciertos delicados manjares á que uno no está acostumbrado — que delicado manjar es el verso heroico —, sé benévolo, siquiera por aquella máxima cristiana: in dubiis, charitas.