LA VISIÓN DE COLÓN
Era una noche como son aquellas
noches que al cielo tropical señalan;
no tanto deseadas por lo bellas
como por el encanto que regalan;
las horas persiguiendo á las estrellas
tan fugaces, tan rápidas resbalan,
que, al parecer, el alma se redime
de la corpórea cárcel que la oprime.
La blanca Luna, en su primer cuadrante,
renovaba su brillo y la carrera,
cortando, con segmento de diamante,
el limpio tul de la estrellada esfera;
y como parvo esquife coruscante
que, anochecido, al puerto se volviera,
apenas se hizo obscuro, paso á paso,
tapóse en la penumbra del ocaso.
Tendió con esto su capuz la noche
en toda la extensión de cielo y mares;
cada abismo luciendo su derroche
de sendos, enjambrados luminares,
que un etesio benigno sin reproche,
reinante en estos climas y lugares,
parecía atenuar, para, enseguida,
volverlos á encender con nueva vida.
Conforme el Almirante lo dispuso
las velas se cargaron á las naves;
como en la ciencia náutica es de uso
las quillas refrenar, á sesgos suaves,
cuando, bogando en piélago confuso,
peligro hay de sobresaltos graves
en sirtes, arrecifes y bajíos
con que Circe encanta á los navios.
Tan suave y blandamente navegaban
los leños, ya en vaivén ó cabeceo,
que apenas si á su paso quebrantaban
los cristales de móvil centelleo;
y más que lo que eran, simulaban
tres ánades que juntos, de paseo,
confiados se solazan, al halago
de una excursión nocturna por el lago.
No ya por la noctivaga harmonía,
sino por otro afán que le desvela,
alerta al marinero se veía
en el puente de cada carabela;
un confuso rumor y vocería
levántase de tanto centinela,
que el tenebroso ámbito observando
se pasa la velada conversando.
Los troncos y verduras que las ondas
llevaban mar adentro de rechazo;
los pájaros venidos de las frondas;
la fe con que Colón anunció el plazo;
el mudo testimonio de las sondas
al explorar el cóncavo regazo;
tales eran los temas preferidos
de todos, y cien veces repetidos.
En tanto que entre sí los marineros
se están con invenciones recreando,
á otro lado unos pocos caballeros
se ven con los pilotos conversando
como buenos amigos, placenteros,
con discretas razones altercando
sobre si es más honroso y estimado
el oficio del nauta ó del soldado.
Segovia, Tapia, Álamo y Arana
—oficiales del rey—, éstos aparte,
sustentan con ardor ser cosa vana
la preferencia disputar á Marte.
Niño, Cosa y Roldán, con frase llana,
como suelen los hombres de su arte,
arguyen que no ven motivo alguno
para quitar el cetro al gran Neptuno.
— «Nadie de mi opinión me desaferra,
dice Arana, alguacil real de la Armada—.
No hay oficio más alto que la guerra
ni instrumento más noble que la espada;
las armas ponen próspera una tierra;
por la guerra , la paz es conservada;
aquéllas la república sostienen
y las leyes políticas mantienen.
La espada es al social ayuntamiento
lo que á la hiedra el olmo vigoroso,
á cuyo arrimo toma crecimiento,
libre del viento frío ó impetuoso;
por donde tal alianza y ligamento
resulta para ambos provechoso:
el tronco se engalana con la hiedra,
la enredadera con el árbol medra.
No quiero yo decir que no es loable
el trabajo del sabio y del letrado,
ni menos provechoso y estimable
cualquier oficio mientras sea honrado;
sino que es bien la paz, nunca durable,
y en las guerras de Estado contra Estado
en peso la república cayera
si el brazo militar no lo impidiera.
Debe Grecia su fama á haber tenido
los Milciades, Pausanias y Cimones;
Roma, acaso, no hubiera subsistido
sin los Fabios, Marcelos y Escipiones;
por estos héroes que en la tierra han sido
no murieron en flor esas naciones,
y maduraron tanto artista y sabio
los siglos de Pericles y de Octavio.
En sus eternas páginas la Historia
también otros ejemplos nos ofrece;
mas no quiero cansar vuestra memoria,
que lo dicho bastante me parece.
Pasaré á otra prueba meritoria
que el pleito de las armas favorece;
tanto que, en mi opinión, ella bastara
á darme la razón si me faltara
.Es cosa natural, según se entiende,
que ninguno se emplea en un oficio
si es que de antemano no comprende
no le va á reportar un beneficio;
por este justo afán, cada hombre tiende
á éste ú otro arte ó ejercicio,
y gracias si á aquel lucro se limita
y el dolo, ó bien el fraude, no ejercita.
Mas de ambición desnuda y avaricia
que el común de los gremios inficiona ,
la noble profesión de la Milicia
á mejores logranzas se aficiona;
el orden solamente, la justicia,
el abnegado milite sanciona,
y en ocasión metido, es su divisa
por la patria morir si se precisa. »
Calló Arana, y á un tiempo prestamente
los tres pilotos responderle fueron,
pero atendidos á lo más prudente
los tres de su ímpetu cedieron.
Roldan y Niño, al cabo, gentilmente,
á Cosa la palabra defirieron,
el cual, con dicción cálida y sincera,
á Arana replicó de esta manera:
— «A proa de su barco ve el marino
de lueñes tierras los preciados dones;
sin esta aspiración en su camino
las naves pareciérenle prisiones.
¡Qué duro, además, fuera su destino
yente y viniente en todas direcciones,
fuera de tierra, ausente de sus lares,
sobre la faz de los inmensos mares!
¿Cómo, si no, atreverse cara á cara
á combatir la infinidad de males
que el misterioso Océano depara
ocultos en sus pérfidos cristales?
¿Ni cómo si la suerte lo prepara
afrontar los horrendos temporales
y la inconstancia de los tiempos varios,
benignos una vez, otra contrarios?
Por eso el nauta en pos de aquel señuelo
en las aladas cárceles se encierra;
éstas emprenden su rastrero vuelo,
el otro de su patria se destierra;
y consultando el estrellado cielo
llega en su día á la soñada tierra,
haciéndose de frutos más preciados
cuanto más escondidos y apartados.
Cual enjambre de abejas emigrantes
que liba dondequiera ricas mieles,
asi van los osados navegantes
y vienen por el reino de Cibeles;
asi entre los antípodas distantes
peregrinan á bordo sus bajeles,
un mundo aproximando al otro mundo
con la labor de tráfico fecundo.
Ellos cruzan con marcha volandera
de unas á otras zonas desiguales,
desde la ecuatorial á la postrera
que alumbran las auroras boreales;
y cansan al Sol mismo en su carrera
en torno de los signos zodiacales,
pues circunnavegando, en ocasiones,
trastruecan á merced las estaciones.
En vano la nostalgia con sus penas
y los cuatro elementos destructores
conspiran á que aburran sus colmenas
los sendos laboriosos moradores;
que al punto de salida vuelto apenas,
alijada la miel de sus sudores,
con nuevas ansias el audaz marino
iza cantando el descansado lino.
Como en lucha titánica vencido
Anteo por Alcides derribado,
que de la madre tierra recogido
cobraba fuerzas y ánimo doblado,
asi el marinero embravecido,
apenas la natal playa ha pisado,
quiere correr de nuevo los azares
viaje á través de los solemnes mares.
¿Qué misterioso afán , cuál aliciente
éstos encerrarán, que tal atraen
al humano, y asi continuamente
á ellos su memoría retrotraen?
¿Por qué este golpe de lucida gente
de los caseros goces se distrae
y dándose á la vela, desde el puerto
se dejan lo seguro por lo incierto?
Es el afán de libertad bendita
que dentro el pecho el corazón esconde;
la sed de un más allá que necesita
saciar el alma, sin mirar adonde;
es la extensión del piélago infinito
que á nuestro anhelo racional responde,
ávido de explorar, veces sin cuento,
la tierra, el mar, el alto firmamento.
Que si algunos por móvil egoísta
al capricho se entregan del destino,
sirviéndoles de cebo la conquista
de algún rico, dorado vellocino;
otros en cambio piérdense de vista
por el opuesto, diametral camino,
persiguiendo incansables su tesoro,
de más valía que un placer de oro.
Que lo digan si no los castellanos
que estas sencillas carabas equipan;
que lo digan Colón y los hermanos
Pinzón que de su anhelo participan;
ellos pasan los límites lejanos,
de mercantil logranza se emancipan,
ansiando sólo cosechar laureles
con que cambiar el lastre á los bajeles.
A nadie se le ocurre que á medida
avanzamos en épica jornada,
más difícil y larga la venida
luego será en viaje de tornada.
¡Qué fácil siempre ha sido la salida!
¡Qué penosa después la retirada
del campo de batalla ó de los mares,
iguales en obstáculos y azares!
Mas lo mismo el marino que el guerrero
del miedo no hacen caso ni memoria ,
cuando á la lid ó al piélago altanero
se lanzan por la patria ó por la gloria;
seguir siempre adelante es lo primero
para lograr en todo la victoria,
¡La fortuna sonríe al atrevido:
quien no espera vencer, ya está vencido!
En tanto el héroe nuestro, caviloso,
pasea á largos pasos por el puente;
Colón, digo, frenético y ansioso
de sondear la obscuridad de enfrente;
á estas horas, libre del curioso
interrogante hito de la gente,
deja asomar en su semblante ahora
la congoja mortal que le devora.
¿Rondasteis por ventura un campamento
en vísperas de darse una batalla?
Por doquiera palabras de ardimiento
del cuerpo militar que en él se halla;
llamadas de algún bélico instrumento
á cuyo son marcial todo se calla;
y vuelta á las canciones y á los juegos
alrededor de los alegres fuegos.
Aparte, el general allá en su tienda
bebe á sorbos el cáliz de amargura
que la diosa Fortuna, como ofrenda,
exige á quien un éxito madura;
pues en lances de paz ó de contienda,
jamás esta deidad nos asegura
la posesión del triunfo apetecido
hasta haberlo de veras conseguido.
Así, mientras la chusma marinera
con dichos é invenciones se entretiene;
y cierta de llegar á la ribera
el cabrestante de áncora previene;
en su alcázar, Colón silente espera
la del alba, que aun no sobreviene,
de mortales angustias su alma opresa
por el triunfo ó malogro de la empresa.
Gritos tempranos, falsas alegrías
allá desde los mástiles erguidos,
en esta larga noche los vigías
daban al corazón por los oídos;
pero, lo mismo que en pasados días,
todo fué ilusión de los sentidos,
ó delirio de tantos que se empeñan
en ver aquello en que dormidos sueñan.
Esto mismo Colón, tal vez supuso,
cuando, á media noche, vigilante,
vio de una luz el resplandor confuso
al vaivén de las ondas fluctuante;
por esto, ó por guardarse del abuso
de pregonar la tierra á cada instante,
llamó por separado á dos amigos
á quienes de su hallazgo hizo testigos.
Miraron Cosa y Niño al sitio donde,
ansioso, el Almirante les indica;
y aunque la luz, á intervalos, se esconde,
cada cual su pupila centuplica;
Maestre Cosa, súbito, responde
que del feliz hallazgo certifica,
si bien no se precise cuyo sea
el resplandor de la inflamada tea.
Que como de propósito encendida,
con tiempo para de ella cerciorarse,
no bien fué por sus Argos distinguida,
dejó en el horizonte de mostrarse;
al modo que la lumbre convenida
de una almenara suele divisarse,
cesando el resplandor de la ígnea leña
desde el momento en que se vio la seña.
Con esta aparición de errátil fuego,
quizás de una canoa pescadora,
cambió Colón en bienhechor sosiego
la fiebre que sintió antes de ahora;
seguro ya que el rosicler que, luego,
han de pintar los dedos de la aurora,
á proa mostraría de las quillas
el rizado perfil de las orillas.
De la suerte que en cúspide roquera
un águila caudal está posada,
á cuyo amor de madre desespera
el hambriento piar de la pollada;
que al través de una niebla pasajera,
ve, por suerte, la presa codiciada,
y en propicia ocasión, calando el vuelo,
arrebata la víctima del suelo;
De este modo. Colón, desde su puente,
así que el resplandor ha descubierto,
escucha, más tranquilo de su gente,
el gárrulo rumor y desconcierto;
confiando que al romper el nuevo oriente
ha de mostrarse el suspirado puerto,
al cual en esta noche se aproximan,
aún más de lo que todos se imaginan.
En estas dulces ansias distraído,
el héroe estaba en el alcázar, cuando
vio á su lado el éter encendido
por una nube de reflejo blando.
Muy pronto se vio de ella circuido
y atónito, los ojos levantando,
descubrió en la nube la figura
de una joven radiante de hermosura.
Nuda el cuerpo, sin más velos postizos
que el natural tocado del cabello,
que en ondulantes, en profusos rizos
le cae engolfándose en el cuello;
mostraba al natural los mil hechizos
de aquel su cuerpo torneado y bello,
cuyo rojo color al cobre toma
y al azucena la esbeltez y aroma.
Por un rato Colón mira á la hermosa
sin atreverse nunca á interrogarla,
porque , como á tornátil mariposa ,
al soplo de la voz teme ahuyentarla;
pero rendido á la ansiedad curiosa,
al cabo se decide por hablarla,
y con rizado labio, balbuciente,
así la interrogó muy blandamente:
— «¿Eres hada de amor, silfide, ondina
ó mensajera de los cielos eres,
tú, que en medio de nube nacarina
asi, radiante, mi pupila hieres?
¿Qué dulce nueva á mi bajel te inclina?
¡Oh visión deleitosa! ¿Qué me quieres?
Miel de tus labios carmesíes fluya
que con aquesta mi ansiedad concluya.
— ¡Pues qué!, ¿no me conoces, por ventura?
—la aparecida dice sonriente,
reflejando en sus ojos la ternura
que dentro el pecho por el héroe siente—.
¿Hasta el punto te ciega mi hermosura
que es menester á tu memoria aliente?
¡Recóbrate, ¡oh Colón!, la vista aclara
y fíjala sin nubes en mi cara!
¿Acaso menos bella me soñaste
cuando allende la mar, de corte en corte,
á magnates y reyes me anunciaste
con voz entera, con altivo porte?
Aquélla soy, la estrella en que cifraste
tus ilusiones, tu esperanza y norte,
y que, en pago de pobre carabela,
engarzarás al cetro de Isabela.
La misma, si, á quien confiero empeño
y constancia de ardiente enamorado,
en este frágil, miserable leño
al través del Atlántico has buscado;
hiciste bien en no creerme un sueño,
pues ves que comparezco á tu llamado;
mil veces me evocaste, aquí me tienes,
ya que á mi encuentro enamorado vienes.
Que soy grácil, apuesta y peregrina,
á medida cabal de tu deseo;
mejor que preguntarlo, se adivina
en el asombro que en tus ojos leo;
que si no soy de piel alabastrina
como pálida hija de europeo,
la gano á apasionada , y en la cendra
expresión de mis dos ojos de almendra.
Aunque desnudo el seno comparezco,
no lo achaques á causa de pobreza;
es que así, cual las Gracias , aparezco
en todo el esplendor de mi belleza;
pues, más que algunas reinas, me envanezco
en tener, como dote, la riqueza
de este mi vasto, dilatado imperio
que se extiende por todo un hemisferio.
Mañana, á más tardar, suaves tus quillas
felices llegarán á las riberas
del suelo tropical, do las Antillas
anuncian de mis reinos las fronteras;
verás el esplendor de sus orillas,
nunca holladas de plantas extranjeras,
por ellas, la opulencia conociendo
con que ahora te estoy entreteniendo.
Tú el primero serás , que aquí venido
enarboles el lábaro cristiano,
pregonando á mi grey, á grito herido,
la majestad del nombre castellano.
Tú, al regreso del viaje, revestido
de fausto, como un rey del Océano,
anunciarás triunfante á las naciones
la invención de estas indicas regiones.
Cien nautas más descifrarán la clave
con que el mar me rodea de misterio,
y, la estela siguiendo de tu nave,
abordarán las playas de mi impeno;
pero á todos darásles tú la llave
para el umbral pasar de mi hemisferio,
al que la suerte quiere que otro hombre
para siempre jamás le dé su nombre.
Será Pinzón el joven quien primero,
en derechura la sudoeste orilla ,
pasando el Ecuador vea el Crucero
que rutilante en mis alturas brilla;
cinco lustros después, un extranjero,
como tú, al servicio de Castilla,
al mar del Sud enfilará la proa,
para entonces hallado por Balboa.
Callo el resto que, en día no remoto,
el campo aren de esta mar famosa:
Ojeda, Niño, Lepe, Garay, Soto,
Solis, Grijalba, De Bastidas, Cosa,
Cartier, Cabral, Américo, Gaboto...
y muchos otros de mención honrosa;
mas tu gloria la suya empequeñece
como el Sol á los astros obscurece.
Tras estos nautas, á ominosa parca
veo equipar un bélico navio,
á cuyo bordo el adalid se embarca
de riqueza sediento y poderlo;
le contemplo, apenas desembarca,
mis reinos retazar á su albedrío,
y no contento aún, manchar sus manos
con la sangre, ¡oh dolor!, de mis hermanos.
¡Oh pobre raza de la patria mía!
¡Oh dioses de sus templos tutelares!
¡Ya que poco distante está aquel día
en que, cruzando los extensos mares,
venga el blanco, con bélica ufanía,
á derribar tus ídolos y altares;
te importe nuevos usos, nuevas leyes,
y al cetro te someta de sus reyes!
¿Qué será de tus tronos imperiales,
de tus monarcas, que del Sol descienden;
de tus huestes, innúmeras, marciales,
que las regiones indicas defienden?
¿Qué será de tus vírgenes vestales,
que el sacro fuego inextinguible encienden
cual talismán augusto soberano
del poderoso inca peruano?
Yo veo aquellos tronos derrumbarse
á un bote de las lanzas españolas:
morir esos guerreros, ó estrellarse
como en las rocas las mugientes olas;
el coro de las ñustas desbandarse
y, cabe el margen de los ríos, solas,
lamentar la ruina de su imperio
bajo el sauce llorón del cautiverio.
Yo veo, si, cual jóvenes leones
ganosos de estrenarse en una hazaña,
intrépida porción de campeones
en las guerras de Italia ó de Alemaña;
les miro desertar de sus legiones,
volver al seno de la madre España,
y en la flor de su edad y lozanía,
rumbo emprender hacia la patria mía.
Inútil ahora fuera adelantarte
los nombres de estos cien que, con bizarro
valor, tenaz empeño y diestra arte,
han de uncir mis naciones á su carro;
pero quiero, entre todos, señalarte
á Velázquez, Cortés, Ponce y Pizarro,
á quienes la fortuna ha deparado
lo mejor de mi imperio y más granado.
Por ellos los ibéricos dominios
llegarán de tal suerte á dilatarse,
que durante tres siglos, bien continuos,
el Sol de España no podrá ocultarse;
mas, ¡ay!, cuántos estragos y exterminios
en mis fastos habrán de registrarse,
por la saña inclemente y los rigores
de aquellos mis soberbios vencedores.
Pero yo los acepto de buen grado
y las manos bendigo que, al herirme,
mis ojos han de abrir, y del pecado
de la inocencia á un tiempo redimirme;
ley natural de que implacable el hado
por más tiempo no quiere ya eximirme;
porque es ley de dolor que purifica
y á los ojos del cielo santifica.
Gime la tierra que al primer barbecho
ve desbrozar sus ásperos eriales,
gime la joven que en amante lecho
siente herir sus entrañas virginales;
¿que mucho, pues, que resignado el pecho
acepte yo también angustias tales,
si al precio de mi sangre y amargura
la redención de un mundo se asegura?
Preciso es, pues, que con valor paciente
vea venir el doloroso trance;
¿más alguien no habrá, al menos, que clemente
la furia de mis penas abonance?
¿Alguien que al eco de mi voz doliente
la noble diestra con amor me alcance,
y á un recto fallo de su labio augusto
diferencie lo justo de lo injusto?
Sí le hay, ¡oh Colón!, tú le conoces;
es la reina magnánima Isabela;
la misma que benévola á tus voces
con sus joyas te armó esta carabela;
y en esta noche, entre los puros goces
de su joven familia, orando vela,
y á los cielos suplica prosternada
por que vuelvas con próspera embajada.
Ella ha de ser el bálsamo y consuelo
que mitigue la prueba dolorosa;
ella la reina que, con pió celo,
legisle á mis hermanos amorosa.
¡Ah! si al menos pluguiese al alto cielo
darla vida inmortal como á una diosa,
para á ella apelar del inhumano
trato de algún procónsul castellano!
A ti mismo, Colón, ¡oh fiera suerte!,
ha de herirte fortuna casquivana,
cuando el pálido arcángel de la muerte
se lleve á nuestra buena soberana;
¿pero á qué agorera entristecerte
con los tristes presagios del mañana,
si con el mero hecho de nombrarlos
parece que se quiere adelantarlos?
Cálmate, pues, y vuelva la alegría
á tu alma, de sobra conturbada,
con las fatigas, ansias y porfía
de esta sin par, heroica jornada;
embriáguete esta noche la ambrosía
que yo servirte quise, anticipada ,
con la dulce noticia que te traje
del lisonjero término del viaje.
Rasgúese ya el vespertino velo,
único estorbo que á tu gloria empece
para abatir en la ribera el vuelo
y ceñir el laurel que en ella crece;
rayos del alba cruzan por el cielo;
el lóbrego horizonte se esclarece;
mira enfrente, Colón, la vista explaya
y ante las naves, hallarás la playa.»
Estas palabras últimas diciendo,
sonriente el oráculo mostraba
cierta mancha en el mar, que iba creciendo
á medida que el cielo alboreaba;
volvió Colón los ojos, inquiriendo
el sitio que la joven indicaba,
á cuyo tiempo ésta desparece
y la nube en que va se desvanece.
— ¡Tierra, Tierra!, prorrumpe á este momento
desde la Pinta él marinero Triana.
— ¡Tierra, Tierra!, repite herido el viento
al resto de la armada castellana;
á seguida el cañón, con ronco acento,
certifica á la nave capitana
que el comandante de la Pinta vía
la misma tierra que anunció el vigía.
Alza la escuadra al Cielo un alarido
de entusiasmo y júbilo triunfante,
cuando el éter, en ondas removido,
trae del bronce la señal tonante;
que cual grito estentóreo surgido
de los profundos cóncavos de Atlante,
rompe el aire, los ámbitos atruena
y en los abismos otra vez resuena.