LA ATLÁNTIDA
Cual leve trompo suelto á la ligera,
en el sidéreo polvo diamantino,
así da vueltas la terráquea esfera
con orbes más en raudo torbellino;
gira y rueda en elíptica carrera
sin que nada le ataje en su camino;
nada ni nadie como Aquél no sea
que la hizo, la empuja y la voltea.
Aquél que dio atracción, calor y vida
á millares de focos soberanos;
que, con peso, con número y medida,
suspende los planetas de sus manos;
Aquél, en fin, á cuya sacudida
tiembla el orbe y vuélcanse océanos ,
que con pavor y estrépito tenante
un mundo ahogan, como fué el de Atlante.
Este que veis. Atlántico coloso,
de un polo á otro polo dominante,
retratando en su seno misterioso
las costas de Poniente y de Levante,
un tiempo fuera imperio poderoso
de la raza pretérita de Atlante,
que desde Thule y Groenlandia fría
hasta Pirene y Calpe se extendía.
En él la madre Tierra echado había
copia abundante de felices frutos,
donde quiera que el Sol antes veía
pelada costra, páramos enjutos;
en cavernosos lagos escondía
monstruos alados y gigantes brutos ,
que, en hórrida, en fantástica caterva,
se hacían entre sí guerra proterva.
Fieros dragones en bandadas miles
sombreaban los llanos. Las montañas,
por sin cuento horadadas de cubiles,
antros eran de hirsutas alimañas;
en medio de estas fieras y reptiles,
á mil riesgos expuesto y á mil sañas,
desnudo el hombre atlante salió á escena,
cual gladiador que lánzase á la arena.
Con singular constancia y fortaleza
toscas armas de piedra y fierro talla,
para á cuanto abortó Naturaleza
provocar á titánica batalla;
y, aunque en sin fin de obstáculos tropieza,
su razón vence todo y lo avasalla,
lo rinde á su albedrío, lo sojuzga,
y rey del mundo á sí mismo se juzga.
Una dócil esclava la Natura
en su orgullo al hombre le parece;
piensa que para él sólo se madura
el dulce fruto que en las ramas crece;
para él canta el ave en la espesura,
el metal en los senos resplandece;
brutos de tierra y mar se reproducen,
y el Sol, la Luna y las estrellas lucen.
En presunción tan loca no se para;
y á vueltas con su insano devaneo,
guerra á los cielos esta vez declara;
¡ tal le engaña sacrilego deseo !
Á escalar las alturas se prepara :
ya toca con la mano el Empíreo;
el Dios Tonante, cuya paz altera,
airado prorrumpió de esta manera:
«¿Quién el osado es, quién el profano.
Dios ó mortal, que en mi mansión se mueve?
¿Cúya la audaz, la temeraria mano
que de mi trono el escabel conmueve?
¿Quién ante mí, Dios Padre soberano,
con frente altiva á parecer se atreve,
y un reto lanza de atrevida guerra
al Creador de cielos v de Tierra?
¿Será quizás el dios que mal hallado
en el obscuro reino de la muerte,
asciende hasta el Olimpo iluminado
dejando el lote que le cupo en suerte?
¿Será el otro del piélago adueñado
que su tridente contra mí convierte,
harto de por el ponto pasearse
y en coralina cueva aposentarse?
¿Olvidan que con mágica cadena
tienen mis manos sofrenado el mundo
que, libre del poder que lo refrena,
con golpe chocaría tremebundo?
¿Quién, sino yo, los cóncavos barrena
para encerrar el piélago profundo;
ni quién, con juicio inapelable eterno,
llena de moradores el Averno?
Mas no provocan ellos mis enojos;
el hombre, sí, la débil criatura
hecha, porque así plugo á mis antojos,
del barro cuando dile mi figura.
Yo su artífice fui: puse en sus ojos
el resplandor que la razón fulgura;
la palabra le di y alta la cara,
de modo que conmigo conversara.
¡Ingrato!, de estos dones se aprovecha
para escupir sacrilego á los cielos;
me olvida, me aborrece, me desecha,
llevado de la envidia y de los celos;
y, no contento aún, con bríos se echa
á derribar mi solio por los suelos,
creyendo, lo imposible, destronarme,
y en el sitial augusto suplantarme.
Mas yo castigaré con mano airada
tanta osadía y sacrilegio tanto,
en polvo reduciendo de la nada
al ser que tal ofende á su Dios santo;
sea la tierra por el mar tragada
con pavoroso ímpetu y espanto,
de modo que ni quede el polvo vano
del temerario pecador humano.»
Dijo; y á su mandato reverentes,
el báratro y el ponto, de consuno,
oir hacen los férvidos, mugientes,
elementos que encierra cada uno.
Ya salen empuñando sus tridentes
ígneo Plutón y acuático Neptuno,
para cumplir el magno cataclismo
de sepultar la tierra en el abismo.
Y empezó una lucha de titanes.
La Tierra, perturbada en su sosiego,
vio erizada su faz de cien volcanes
rebosantes de humo, lava y fuego;
vio las olas del mar, cual leviatanes,
llegar, crecer y amontonarse luego,
horrendas, con los lomos enarcados,
las costas asaltar por todos lados.
Como gigantes piras, las montañas
alientan por su cúspide altanera,
ya la lava que abrasa sus entrañas
ya el fuego que consume la ladera;
arden cedros y pinos, como cañas;
derrítense las rocas, como cera;
y, mil hebras de llamas, los picachos
desmayan en fantásticos penachos.
Y con porfiado y temeroso empuje
avanza el mar, que furibundo brama,
mientras el huracán del cielo ruge
y el éter en relámpagos se inflama.
La pobre Atlante en sus cimientos cruje,
el agua por su costra se derrama,
y por Calpe, cual ánfora vertida,
busca el Mediterráneo su salida
Víérase entonces el terrible encuentro
del vivo fuego con las frescas ondas;
la irrupción de las aguas tierra adentro
hasta dar con las llamas de las frondas;
resquebrajarse de la tierra el centro
y cual lanzadas por tremendas hondas,
pellas de fuego, incendios de lignito,
disparar sobre aquel mundo precito.
Mansas por el pavor las mismas fieras,
olvidan sus instintos y disputas,
para trepar las altas cordilleras,
los cóncavos dejando de sus grutas;
antílopes, gacelas y corderas,
van tras las bestias ásperas é hirsutas,
y tórtolas, palomas y torcaces,
se juntan con las águilas rapaces.
Los hombres, en tropel, despavoridos
escapan, y con ojos lacrimantes
ora invocan humildes, compungidos,
al Dios excelso que insultaron antes;
en ayes se deshacen y alaridos,
mientras divagan por doquier errantes,
buenos y malos, míseros y ricos,
buscando con afán los altos picos.
¡Pero todo es inútil, todo en vano!
¡No hay para vosotros esperanza!
El Dios omnipotente y soberano
inclina en contra vuestra la balanza,
y su temible prepotente mano,
á los abismos lóbregos os lanza.
‹iNo declarasteis á los cielos guerra?
¡Pues los cielos la toman con la Tierra!
¿Quién alienta á decir el alboroto
espantoso, horrendo, nunca oído,
de un mundo que trepida en terremoto
cayendo, por completo, subvertido,
tal como el seno Atlántico fué roto
y por salobre piélago invadido?
¿Cómo pintar el vuelco portentoso
de un mar que busca su nivel ansioso?
Verdes collados, cerros elegantes
por tierra desquiciados se cayeron;
como torres ó cíclopes gigantes
á su gran pesadumbre se rindieron.
Tupidas frondas, selvas arrogantes,
del voraz elemento pasto fueron;
yerbas, plantas, arbustos y arbolones
en pavesas quedaron á montones.
Urbes, pueblos, alcázares y chozos,
todos fueron sorbidos ó arrasados
por la saña, la tala y los destrozos
de los cuatro elementos concitados.
Atlántida quedó partida en trozos
debajo de los mares irritados,
de suerte tal que al despejarse el cielo,
volvió á ocultarse el Sol movido á duelo.
Pardas olas de ocre, oleaginosas,
rodaban y rodaban, lentamente,
entre sí disputándose, afanosas,
los restos del sumido continente;
pacíficas, si antes alterosas,
el piélago arrullábalas, doliente;
dijérase de él que le penara
el pavoroso estrago que causara.
Cual guerreros que en pos de la jornada,
á sus reales regresan victoriosos,
aún olientes á pólvora quemada
caras, manos y arneses sanguinosos;
los densos nubarrones, en bandada,
flotaban en la atmósfera pomposos,
de mil vapores y matices llenos
sus dilatados, transparentes senos.
Cien cráteres brillar, de cuando en cuando,
vióse también de un cerco de volcanes,
reductos que quedaron apuntando
al abatido mundo de titanes.
¡Quién sabe si Titania está espiando
del fondo de la mar á sus guardianes
y á favor del más mínimo descuido
erguirse sobre el reino del olvido!
Á la manera que se ve un navio
de altiva popa, de árboles gigantes,
á babor y á estribor, con poderío,
ostentando las bordes rimbombantes,
ir en demanda, con pujanza y brío,
de las olas del mar aurirrollantes,
y prez de la nación que lo ha equipado
correr á todo trapo embanderado;
Mas, de improviso, en un bajo tropieza
que á la tajante quilla el paso ataja;
á sumergirse, lentamente, empieza
y encallado el puntal se resquebraja;
hasta que la flotante fortaleza
con la pérfida onda se amortaja,
á los vientos dejando por juguetes
en topes los flotantes gallardetes;
Así quedó el Hesperio Continente,
famosa tierra de la edad remota,
cubierta por el piélago imponente
que las playas de tres mundos azota,
dejando, aquí y allá, únicamente,
como pilastras de una puente rota,
los picos de sus montes empinados
de aquel naufragio universal salvados.
La madre Tierra viéndose anegada,
cubierto todo el haz del agua y cieno,
á los cielos volvía su mirada
batiente el pecho, de esperanzas lleno;
y en cambio de la Atlántida ahogada,
sintiéndose bullir el fértil seno,
pedía al Hacedor de la Natura
otro parto radiante de hermosura.
Éste América fué, el Nuevo Mundo;
más rico, más hermoso y más lozano
que el otro continente en lo profundo
hundido del Atlántico Océano;
Naturaleza, con vigor fecundo,
lo dio á luz, al morir el otro hermano,
y viéndole tan bello y arrogante,
resignóse á la pérdida de Atlante.
Tal una madre, en día luctuoso,
muerto á su primogénito recibe;
pero matrona de ánimo brioso,
á su dolor inmenso sobrevive;
pide dulces favores al esposo,
un nuevo hijo con amor concibe,
y, con parto feliz, dándole al mundo,
al primero olvidó por el segundo.
Del hemisferio occidental, la bella
América por reina se envanece;
brilla en su frente la polar estrella
que, inmóvil, en el Norte resplandece;
y con sus plantas, la galaxia huella,
que en cielo austral magnífica florece,
de la Nave, el Crucero y las brillantes
manchas del Sur, cuajadas de diamantes.
La Sierra Madre y la Cadena Andina,
soldadas por el Istmo en una pieza,
son la dorsal columna diamantina
que el cuerpo de la virgen endereza;
cuyo gigante torso de heroína,
radioso de vigor y fortaleza,
con orgullo, destácase magnífico
entre los dos: Atlántico y Pacifico.
La nieve, del Tolima y Chimborazo,
del Aconcagua, Illimani y Sorata,
al dorso de este atlético espinazo
en cascadas deshiélase de plata;
y su ondulante, enmarañado trazo,
del Sol, á los fulgores, se retrata,
como rica, crinada cabellera
que la espalda de América cubriera.
Y altos volcanes, que al Olimpo encumbran
los truncos bordes de sus conos bellos,
y, eternamente, al Universo alumbran
con antorchas de vividos destellos,
en el nevado undívago relumbran
de esta rizada mata de cabellos,
cual prendido ó aderezo de rubíes,
de vivos y cambiantes carmesíes.
Grandes ríos rodando entre cristales
un tesoro de auríferas arenas;
de este organismo son las colosales
arterias que, pictóricas y llenas,
robusta linfa inyectan, á raudales,
en vasta cuenca de enlazadas venas,
con fuerza tal, con tan potente pulso,
que al mar tiñen, venciéndole en su impulso.
Raudo Missisipi le abulta el pecho
con golpes y latidos de frescura;
el rebosante, serpentino lecho
de Orinoco, le ciñe la cintura;
Amazonas, famoso por su trecho,
y el otro de La Plata, por su anchura,
devuelven al Océano el sobrante
de esta robusta savia circulante.
Perfilando el contorno soberano
del grácil cuerpo, á cuyos lados gimen,
uno y otro magnífico océano
sonoros besos en la bella imprimen;
ponen en ella su gigante mano,
por su talle de sílfide le oprimen,
y con acorde vaivén tranquilo,
ambos suspenden á la hermosa en vilo.
El proceloso Atlántico supremo
la adusta faz compone y embellece
cuando de Norte á Sur, de extremo á extremo,
á la diestra de América se mece;
no tan rendido llega Polifemo,
cuando ante Calatea comparece,
como el grande, el áspero océano
á la vista del mundo americano.
Ganoso de captarse los favores
de la amazona que de frente espía,
bulle continuamente sus vapores
con el calor del luminar del día;
y en alas de los vientos voladores,
correos de su vasta monarquía,
los vierte en el regazo de la hermosa,
á nubadas de lluvia provechosa.
Menos feliz, si bien más dilatado,
más opulento, altivo y poderoso,
también, de polo á polo, á izquierdo lado»
columpiase Pacífico alteroso;
que, nunca con su sitio resignado,
el andino espaldar bate furioso,
corriendo, con rugidos de despecho,
á topar con Atlante en el Estrecho.
El mismo Sol, autócrata ceñido
de luminosa, espléndida diadema,
en inmovible trono revestido
con absorbente majestad suprema;
y en razón de su oficio, prevenido
á la pomposa corte del sistema,
también de amor se muere, por la ufana
belleza de la tierra americana.
De la suerte que un príncipe de Oríente,
visitando el país donde domina,
da con bella doncella, y, de repente,
cautivo de su gracia femenina,
se la aproxima con la faz riente,
hacerla su odalisca determina;
y, á la fuerza, quitándola á un vasallo,
la trasplanta al harem de su serrallo.
De igual manera, extático y absorto,
el Astro-rey del mundo planetario,
desque á América vio, por claro orto
sale en este su orbe feudatario;
pronto llega al zenit, y, á paso corto,
por un imán movido, involuntario,
cruza los mares, y dejarse cae,
en brazos del hechizo que le atrae.
Y como el dios, que con pasión lasciva,
en la prisión de Dánae se introdujo,
cuando prendado de la hermosa argiva
á fértil pluvia de oro se redujo,
con cuya metamorfosis, la esquiva
honestidad de la beldad sedujo,
dejándole el seno alborozado
con el germen del vastago engendrado.
Febo, también, con su destello rubio,
al hemisferio occidental innunda;
con el más áureo, enamorado efluvio,
las entrañas de América fecunda;
á la que, en dote de feliz connubio,
con el anillo ecuatorial circunda,
ornado con las galas y señales
de los viciosos climas tropicales.
En este ceñidor, que á la cintura
de aquélla, borda el resplandor febeo,
quiso además, solícita Natura,
realzar un lujoso camafeo,
con cien islas, rientes de hermosura,
cual pudiera pintarlas el deseo;
diadema de esmeraldas que corona,
la intertropical, tórrida zona.
Así, de cielo y tierra requebrada,
como otra Venus de eternal belleza,
en medio de dos mares situada,
América ostenta su riqueza;
y con ansias de virgen ataviada,
que por amor á desvelarse empieza,
muestra, inocente, su preciado seno
que al cielo ostenta de abundancia lleno.