EL PICO DE TEIDE

Dos ó tres singladuras alejadas

estarían de aquí, las carabelas,

navegando, en conserva, alineadas

al blando empuje de batientes velas;

á su paso, las aguas sosegadas

recargando de férvidas estelas

cuantas veces las tres orzan, bordean

ó con sesgo feliz, barloventean;

Que, sacudiendo la nevada frente

el sublimado pico de Canarias,

— Teide titán, al parecer durmiente,

á quien el grupo entero rinde parias —

derramó su mirada omnividente

por encima sus nieblas legendarias,

viendo sin conocerlas, por de pronto,

las naves de Colón surcando el ponto.

Por un momento, se quedó perplejo,

dudando si quizás ellas serían,

tres gaviotas, que al mágico reflejo,

de los rayos del Sol se engrandecían;

mientras con suave, juguetón gracejo

al vaivén de las olas se mecían,

salpicada de aljófares y espuma

la deslumbrante, inmaculada pluma.

Ó si no, corredoras nubecillas

de aquéllas que el océano figura

poner á flote, en guisa de barquillas

de la más fina, celestial blancura;

hasta que, en pelotones ó escuadrillas,

desertando la acuática llanura,

á los cielos se alzan, vagorosas,

lastradas de vesículas acuosas.

Quiso salir al fin de incertidumbre

el cauteloso cíclope canario,

y explorando, mejor que de costumbre,

el anchuroso, undívago escenario,

reconoció, desde su excelsa cumbre,

ser los leños de un nauta temerario

aquello que á lo lejos se movía,

y á ras del horizonte se perdía

¿Visteis sobre la cumbre de un cerrillo

con vistas á los campos y á la playa,

erguirse un estratégico castillo

á manera de procer atalaya?

Adentro el centinela del rastrillo

por todas partes su mirada explaya,

para dar el alerta y el quién vive

al viandante que alredor percibe.

Súbitamente, párase y recela

de alguien que la niebla se lo tapa;

registra el horizonte, con cautela,

pero el bulto se encoge y agazapa;

¿El chasco no reís del centinela

cuando el espía irguiéndose se escapa?

Pues, es nonada la sorpresa ésta,

junto a aquella que Teide manifiesta.

«¿A do va? — prorrumpió Teide asombrado —

¿A do va esta mísera flotilla

que así se atreve al piélago sagrado

con prora audaz, con petulante quilla?

¿Cuál nauta habrá sido tan osado

para impulsarla á abandonar la orilla,

y no contento, el límite franquea

del horizonte que mi cima otea?

¡Guay de vosotros, voladores leños,

que corréis los azares de la suerte!;

porque sois miserables y pequeños

la onda con vosotros se divierte;

mas si pensáis haceros del mar dueños,

tendréis el desengaño con la muerte;

¡Atended que la pérfida bonanza

al seguro naufragio os abalanza!

Yo he visto, sí, magníficos navios

andar por este mismo derrotero,

salvando, cual vosotros, los bajíos

de las Afortunadas donde impero;

los mares asaltáronles bravios

y torcieron su curso aventurero :

naos eran , no pobres carabelas ,

y, amedrentadas, amainaron velas.

¿Ó es que vosotros presumís, acaso,

invadir con más próspera fortuna

el escondido reino del ocaso,

de donde no volvió nave ninguna?

Como á otras también os abre paso

el mar terrible, zalamero os cuna,

para, en un abrir y cerrar de ojos,

repartirse después vuestros despojos.

Yo, Teide, que orgulloso en el extremo

del Pico estoy, en trono de amatista,

yo también, lo confieso, también temo

de hito en hito, sostener la vista

del Océano Atlántico supremo,

¡mi secular, mi digno antagonista!

cuántas veces airado se alborota,

y, con furor, mi pedestal azota.

¿Qué mucho que le tema, si Perseo,

que cortó la cabeza á la Gorgona,

y, el otro que, al mandado de Euristeo,

doce hazañas con éxito corona,

el paso detuvieron giganteo

apenas allegados á esta zona?

No pasaron de aquí, el ponto vieron,

y el camino ganado deshicieron.

Ellos, los gananciosos en cien lides,

cuya póstera fama aún resuena;

ellos, los invencibles adalides

de fiero gesto, de olímpica melena,

Perseo, en fin, y sobre todo Alcides,

hijo ilustre de Júpiter y Alcmena,

que á las hijas de Atlante su tesoro,

audaz, robó de las manzanas de oro.

Aquí se las tomó; en las risueñas

islas del archipiélago Canario

plantadas, como oasis, en las peñas

del espacioso ponto solitario;

aquí, do las Hespérides por dueñas

se fijaron, á juro hereditario,

entonces, que su Atlántida perdieron,

y en este nuevo edén se establecieron.

Parece que fué ayer, cuando aquí mismo,

desde mi alta nebulosa cima

presencié el sublime cataclismo,

cuyo recuerdo siempre me lastima;

un imperio rodando hacia el abismo,

un mar entero que sobre él se encima,

y eruptos mongibelos, su metralla,

lanzando sobre el campo de batalla.

Errantes por el piélago desierto

vi entonces acudir las Siete Hermanas,

que algún propicio dios puso á cubierto

de las tremendas iras soberanas;

buscando, ansiosas, un seguro puerto,

llegaron á estas ínsulas lejanas,

do tranquilas vivieron, hasta tanto,

que Alcides vino á deshacer su encanto.

De esta hecha, cual suele en primavera,

de garzas , una banda peregrina ,

arribar felizmente á esta ribera

desde un país del África vecina;

mas, luego, alrededor de la albufera

avizorado un cazador camina,

párase, apunta, tira, el blanco yerra,

y las garzas se mudan á otra tierra;

Medrosas, las pacíficas doncellas

abandonaron el terráqueo suelo,

para ir, convertidas en estrellas,

á aposentarse en el alegre cielo;

donde juntas, sin penas, sin querellas,

libres, en fin, de virginal recelo,

por la serena bóveda pasean

y en el mar de su patria cabrillean.

¡Oh tiempo veleidoso é inconstante!

¡Oh pérfida mudanza de las cosas!

¡En qué pararon el coloso Atlante

y su imperio y sus hijas amorosas!

¿Quién, mirando este océano brillante,

al través de sus linfas silenciosas,

que un continente fué, adivinaría,

rico y poblado cuando Dios quería?

¿Ni quién, ya siglos hace, predijera

con quejumbroso treno de adivino,

que, después, cuando Atlántida yaciera

en gigante sarcófago hialino,

un hombre, un navegante, se atreviera,

¡oh sarcástica fuerza del destino!,

á rayar con el plan de los puntales

de esta urna, los líquidos cristales?

Ved, si no, la escuadrilla casquivana

que, en lontananza, piérdese y se aleja,

cuál corta con sus quillas la sabana

del mar ignoto, que explorar se deja;

algún genio de estirpe sobrehumana,

por fuerza, es quien la guía y la maneja,

cuando, así, tan gallarda, desafía

la inmensidad de la extensión vacía.

¿Habrá Jasón tal vez resucitado

su temerario codicioso empeño,

para pedir al ponto de este lado

otro tesoro de que hacerse dueño?

¿Habrán los argonautas dispertado

de su profundo, milenario sueño,

y, cortando otra encina de Dodona,

lanzádose de nuevo á aquesta zona?

Pero no, porque á tanto el jefe griego

ni sus cincuenta amigos aspiraron;

vinieron á estas ínsulas, mas, luego

que el jardín ya esquilmado visitaron,

medrosos del ocaso, con sosiego,

la proa hacia el Estrecho enderezaron,

desde donde, siguiendo vía reta,

al mar riente que circunda á Creta.

Al mar aquel, de náyades poblado

que el carro de Cibeles balancea,

siendo, entre tantos otros, consagrado

para cuna de Venus Citerea;

al mar, en fin, cerúleo, sosegado,

que la isla de Ariadna festonea,

tan distinto del piélago alteroso

que, á mis pies, se columpia magestoso.

A bordo, pues, de su bajel parlante,

de aquí los argonautas se partieron,

los únicos, quizás, que al mar Atlante

su fiero orgullo, avasallar pudieron;

con ellos, por las costas de Levante,

también mis esperanzas se perdieron,

de averiguar el no sé qué de raro,

que el ponto esconde como viejo avaro.

¿Pero quién hay que la última centella

no guarde de una plácida esperanza?

La esperanza gentil, tanto mas bella

cuanto da más trabajo al que la alcanza;

mariposa fugaz, tras cuya huella,

el hombre presuroso se abalanza,

por más que al apresarla con la mano,

deje, tan sólo, su polvillo vano.

Por esto, aquella la esperanza mía

no del todo de mí se ha despedido;

en ella me mantengo, todavía;

ella es siempre mi ensueño más querido,

¿Cuándo será que llegue aquel buen día

que un nauta pase el límite temido,

trayendo, á su regreso, las albricias

de raras y magníficas noticias?

Más, ¡ay!, siglos y siglos han pasado

con lenta, con cansada pesadumbre,

dejándome rendido y extenuado

sin voz de trueno, sin ciclópea lumbre;

pluma á pluma, los tiempos se han llevado

la esplendente cimera de mi cumbre,

quedándome la nieve, solamente,

para diadema de mi augusta frente;

Y aun estoy esperando aquella lona

que, hinchada, empuje la flotante quilla,

para dar el asalto al ardua zona

por el mar arrullada en la otra orilla.

¿Qué digo? Tan siquiera la intentona

he visto, si no es ésta, de sencilla

escuadra de pequeñas carabelas,

que el agua asombra, con boyantes velas.

Un tiempo vi, la mercenaria flota

que equipara Necao el egipciano,

dando la vuelta desde Ofir remota

al continente próximo africano;

un punto presumí que la derrota

desviara adentro el Océano;

mas, de largo pasó con su tesoro

de mirra, especias y marfil y oro.

Años y siglos, épocas y edades,

otra vez, á su turno, desfilaron

con sus cambios, mudanzas, veleidades,

que lo invirtieron todo y alteraron;

ya, las naves aquestas soledades

ni una vez, tan siquiera, visitaron;

de suerte, que cualquier otro creyera

que el mundo un vasto cementerio era;

Cuando, por fin, una feliz mañana

en la que Sol y brisas , á porfía ,

barrieron de mi cima soberana

la niebla pertinaz que la cubría,

cierta escuadra atisbé, algo lejana,

con viento en popa, que hacia mí venía,

gozosa de encontrar en alto piélago,

tan singular, tan plácido archipiélago.

No con presteza tal se desordena

de las abejas el enjambre alado,

cuando, desde la próvida colmena

un campo ve de flores esmaltado,

ni de tanta alegría se enajena

revolando, del uno al otro lado,

para libar el sacarino jugo

con que Flora invitarle se complugo;

Como los navegantes de Castilla

las prisas redoblaron, los empeños,

y, á vela y remo, la pesada quilla

ansiosos ayudaron de sus leños,

para asaltar la descubierta orilla,

y, mal grado los díscolos isleños,

esculpir en los ásperos peñones,

la torre y el león de sus blasones.

¿A qué decir de aquestos extranjeros

la altiva pompa de sus naves reales

sorteando, con vientos lisonjeros,

el dédalo, sin fin, de estos canales;

lo excelso de los altos masteleros;

la altitud de los húmedos puntales,

y, demás , pura afrenta de piraguas

que, hasta entonces, surcaron estas aguas?

Á su vista, la plácida confianza

de lo íntimo surgió del pecho mío,

no á tanta veleidad, burla y tardanza

rendida y desmayada todavía;

que, al fin y al cabo, premia la esperanza

al crédulo, que en ella se confía;

nunca es sobrado tarde cuando llega,

y en nuestros brazos trémulos se entrega.

Cálmate, ya, anhelo devorante

—decía á mi ansiedad con ella á solas—;

déjame en paz, sosiégate un instante;

pues llegaron las naves españolas,

una habrá arriscada, lo bastante

para lanzarse á las hirvientes olas,

queriendo, como tú, saber en dónde

acábase este mar y el Sol se esconde.

¿Ayer no más al puerto venturoso

arribaron, do gráciles, se explayan,

y, ya quieres que en viaje peligroso

al través del Atlántico se vayan?

concédelas un punto de reposo

quizá sus fiíerzas, mientras tanto, ensayan;

yo te fío que pronto, sí, muy pronto,

ellas han de salir al alto ponto.

¿Por ventura este náutico boato

que el agua asombra y regocija al viento,

no pasará de estéril aparato,

de engañosa bambolla de un momento?

¿O es el español tan insensato

que, por servido dése y muy contento,

con haber este término tocado

por anteriores nautas alcanzado?

¡No y mil veces no!; el castellano

en más su pundonor y estima tiene,

ni á este simple archipiélago africano

su afán de gloria y ambición se aviene;

por algo más delante el Océano

alardea y firme se mantiene;

por algo que, solícito madura,

y, que en parte, á mí se me figura.

Esto, yo, en ocasiones, me decía

que á la sombra mi égida ancoradas

las naves de Castilla descubría

con sus proas, al piélago apuntadas;

esto, con más ahinco, repetía

cuando, las firmes áncoras levadas,

movíanse, primero con pereza,

en seguida, con pronta ligereza.

Mas, del modo que en rápida algazara,

de potros la manada se alborota

y, abandonando la materna piara,

con suelta crin que la cerviz azota,

huye al galope, lejos se separa,

hasta que al fin, desanimada trota

vuelve grupas y escapa á la carrera,

al rodeo de yeguas que la espera.

Así, también, las naves castellanas

el amoroso puerto abandonando,

soltáronse, una y cien veces, ufanas,

con altanero rumbo navegando;

pero, al punto, que viéronse lejanas,

de una en una, aquí fueron tornando

donde, al arrimo de vicioso anclaje,

cansadas desistieron de su viaje.

¿Cuál cosa, pues, la mar tiene aprontada

en sus vastas magníficas regiones,

que así pone en constante retirada

á los fuertes ibéricos leones?

¿Qué muchedumbre, qué caterva alada

de vampiros, quimeras y dragones,

asustan la mirada del marino

y le hacen volver de su camino?

¿Será verdad que en alta mar distante,

al vaivén de la férvida marea,

un escuadrón fantástico volante

de endriagos monstruosos se pasea,

que, allá en sus antros, la infeliz Atlante

con rabia y furia y con rencor procrea,

para escupirlo, luego, venenosa,

hasta la faz de la planicie acuosa?

¿O es la inmensidad desierta, muda,

sin límites, que augusta se despliega

ante la vista, perspicaz y aguda,

del nauta que el Océano navega,

quien infunde en los pechos triste duda,

y de manera tal desasosiega,

hasta dejar ociosos en la orilla

los triunfantes bajeles de Castilla?

¿No se avergüenzan éstos, no se afrentan

de verse juntos al amparo mío,

cual cobardes guerreros que se cuentan

antes de responder al desalío?

¿Por qué entonces magníficos ostentan

tanta pompa, grandeza y poderío?

¡Vanidad todo al cabo, orgullo vano,

desprecio del Atlántico Océano!

Y pensar que una mísera flotilla,

aquella cuyo rastro ya he perdido,

zarpó de aquí, de la vecina orilla

sin pompa, sin alardes, sin ruido!

¡Así al orgullo la modestia humilla,

así el pigmeo al grande presumido,

cuando éste de pie baladronea

y con brillante arnés se pavonea.

¡Salve, salve, pequeñas carabelas

que así os lanzasteis al temido viaje!

Yo os envío, en pos vuestras estelas,

mi ardiente amorosísimo homenaje;

suaves etesios inflen vuestras velas;

¡Dios quiera que volváis con el mensaje

de haber con suerte próspera invenido

el secreto que el mar tiene escondido!

Y tú , ¡mortal ó genio sobrehumano!;

tú, su Jasón, su heroico almirante

que á disputar un algo al Océano

te abalanzas con ímpetu arrogante:

no desmayes, no des paz á la mano

ni dejes de seguir siempre adelante,

porque el cielo al final de tu camino

ha de darte el dorado vellocino.— »

Así habló Teide, en tanto que la flota

por el piélago inmenso se perdía

sin cejar en la impávida derrota

que Cristóbal Colón trazado había;

Colón, sí, que la tierra más remota

con los ojos del alma entreveía,

y por el ponto Atlántico se lanza,

por la fe conducido y la esperanza.