EL DOLOR DE LA VERDAD.
Cuando tuve la respuesta ante mis ojos mi reacción fue natural e inevitable como cuando reaccionamos ante un hecho mediante un acto reflejo: involuntario.
Si fuera humano diría que mi respiración se cortó de repente o que quizá se volvió de manera irregular perdiendo todo ritmo que cabía dentro de lo normal. Sentí en cambio un calor sofocante que estremecía mi cuerpo violentamente haciéndolo temblar ante la dureza del golpe que me produjo conocer la verdad. Pues tenía la vana esperanza de equivocarme aunque solo fuera por una maldita vez.
Con los ojos abiertos como platos y la mirada extraviada en un infinito horizonte, cerré los puños fuertemente hasta el punto en que si hubiera sido realmente mortal, mis uñas se habrían clavado en mi piel haciéndola sangrar ante el impacto. Y cuando lo hice, no pude evitar que un rugido cargado de fiereza y a la vez tristeza escapara a través de mi garganta. La ira me recorrió salvajemente calentando cada resquicio de mí hasta hacer hervir mi sangre y mi cuerpo, y ardió tanta rabia en mi interior que sentí el mundo temblar bajo mis pies ante mi siniestra, candente y progresiva furia. Esto puede mostraros la peor parte de mí, pero eso no me hace ser peor o mejor persona, ni tampoco da derecho de calificarme como malo o bueno, pues estoy seguro de que todos guardamos dormitando una oscura bestia en nuestro interior que despierta dispuesta a atacar ante hechos que nos producen tanta conmoción y agonía, pues en aquel momento, habría sido capaz de matar a alguien, lo confieso, pese a que mi naturaleza nunca fue violenta. Porque un padre sencillamente desea el bienestar de sus hijos. Y aquello fue algo que no pude asimilar ni digerir sino que se atragantó en mi interior ahogándome en la cruda verdad. Y en caso de poder digerir aquello, me llevaría algún tiempo. Pero mi mente desbordaba ante tales hechos no dejaba de maquinar planes mediante los cuales estaba dispuesto a luchar contra aquella maldita verdad y el dolor que ésta me estaba produciendo.
Escuchaba sonidos y voces que aunque estuvieran produciéndose a mi lado parecían venir desde otro mundo muy lejano. Escuché el chasquear de unos dedos repetidas veces y una voz que al mismo tiempo pronunciaba mi nombre de forma redundante.
—Lleva así demasiado rato, ¿es posible que los muertos sufran estados de shock? No tenía constancia de ello —escuché viniendo de un Edwin preocupado y desconcertado ante algo que nunca había experimentado estando muerto.
—Era médico en vida y trataba con humanos, no con muertos —respondió aquella voz con motas de ironía—. No tenemos los mismos problemas como bien sabes, ¿qué le ha ocurrido exactamente? Explícamelo con lujo de detalles, cualquier dato por pequeño que parezca puede ser de gran ayuda.
—Ya te lo he explicado con todo lujo de detalles —dijo la primera voz cansinamente como si ya hubiera narrado lo sucedido varias veces—. Ha reaccionado así ante el impacto de una noticia. Primero agresivamente ante un hecho que no puede asimilar, se sentó y quedó como petrificado y sin reacción alguna durante todo este tiempo.
—Debe haber sido una noticia realmente impactante. Debo confesar que su tan fiera expresión me produce miedo y escalofríos. Me pregunto qué pasará por su mente en este mismo instante —dijo pensativamente aquella voz que mi cerebro no reconocía.
—¡No lo sabes tú bien! No es nada agradable, pero podemos ayudarle a encontrar una solución o al menos mostrarle nuestro apoyo. Si estuviera en su lugar me gustaría recibir lo mismo a cambio.
—Sí, es lo mínimo que podríamos hacer si eso le ayuda a mejorar. ¡Mira! —exclamó de pronto aquella voz—. Creo que empieza a reaccionar.
Mi mente quedó turbada ante el impacto porque era en mayor o menor medida conocedor de lo que podía pasar en un futuro a corto plazo. Quedé sumido ante la gravedad de los hechos e intentaba comprobar qué soluciones había. O más bien debería decir que intentaba comprobar qué soluciones de las que existían estaban a mi alcance, y más que nunca deseé no estar muerto.
—¿Te encuentras bien Josué? —me preguntó Edwin todavía demasiado preocupado ante mi reacción—. Quisiera presentarte a un viejo amigo Kai; era médico —dijo con voz suave mientras señalaba a su amigo, quien me tendió una mano a modo de saludo.
Nos saludamos con un fuerte apretón y mostrándome una sonrisa afable. Parecía buen tipo, un hombre leal, de esos en los que no cuesta depositar tu confianza en ellos.
—Tengo que encontrar una solución, una manera de impedir que las aguas de este río continúen su cauce —respondí pensativamente mientras que con las dos manos me estrujaba el cráneo.
Vi que Kai miraba a Edwin confuso, sin entender a qué me refería y comprendí que todavía no conocía la historia. Sus voces interactuando, se perdieron en un lugar infinito e inaccesible de mis oídos, llegaban a mí como difusas, difíciles de comprender. Me encontraba absorto, perdido sin rumbo en el mar de mis pensamientos. Estaba conmocionado.
—Josué —me llamó Edwin titubeante, en un intento de atraer de nuevo mi atención.
Aun con los ojos desenfocados en un lejano horizonte, le miré e intenté concentrarme en él evitando que mi furia divagara a otros lugares de nuevo.
—Edwin me ha contado tu historia. Hemos estado hablando, nos encantaría ayudarte y estamos dispuestos a hacerlo pero... —se cortó Kai.
—...creemos que será en vano porque nadie puede impedir el curso natural de este río, como tú lo llamas. No conseguirías luchar contra una fuerza tan inmensa como lo que sienten y en caso de que lo consiguieras matarías nuevamente a tu amigo y matarías en vida a tu hija, ¿comprendes? —me explicó Edwin.
—Sé que tenéis razón pero entender también que deseo lo mejor para ella. ¿Y qué futuro le puede esperar con él? Yo os lo diré: ninguno, ¿eres plenamente consciente de lo que puede pasarle a Amadeus si continúa?, ¿eres consciente de lo que puede pasar si apoyamos esta locura?
—Si van todos contra Amadeus, pueden aplacarle fácilmente, quitarle del camino, ejecutar un castigo. Pero la unión hace la fuerza... —insinuó Kai.
—¿Y si no le apoyamos? —dejó caer Edwin—. Les dejaríamos solos ante el peligro porque van a continuar su camino mal que te pese. Es tu hija, y lo harás por ella.
—Eso es cierto —suspiré abatido—. Daría todo por ella.
—A veces las locuras del amor son las únicas permitidas amigos, ¿qué sería del mundo sin ellas? —exclamó Kai emocionado.
—Muy bonito y romántico Kai —le respondí con un toque de hiriente sorna—, pero antes de dejar que el río siga su curso tengo que intentar no solamente detenerlo sino hacerles comprender que vienen de dos mundos diferentes y que su amor es algo prohibido, imposible.
—Eso bien lo saben, y tú mismo estás viendo que imposible, lo que se dice imposible no es... —sugirió nuevamente Kai, quien titubeó y se calló de pronto al ver mi funesta expresión y la mirada asesina que Edwin le dirigió implorándole silencio.
Sabía que tenía razón, aun así no pude imaginarme cogiéndole del cuello y zarandeándole. La verdad dolía, una verdad que no deseaba que estuviera pasando.
—No me mires como si desearas matarme —exclamó Kai ante mi aspecto.
—Muy bien, quizá no sea del todo imposible pero nunca tuvo que ocurrir —le dije.
—Sí, pero ya ha ocurrido y no hay nada que puedas hacer contra eso —respondió.
—Cuando dos ríos confluyen en la misma desembocadura y se unen de manera que unidos quedan sus destinos, no hay nada que hacer Josué. Pero entiendo que, como padre, tienes que intentarlo antes de desistir. Pero te aseguro que no conseguirás tu objetivo. Perderás el tiempo —dijo Edwin entonces.
—¡Será por falta de tiempo! —le espeté—. Lo intentaré al menos, no tengo nada que perder Edwin —objeté decidido.
—Eso es totalmente cierto. Nosotros te apoyaremos y seguiremos en esta loca aventura.
—¿Loca aventura, dices? —le pregunté casi irritado sin poder evitarlo—. Loca aventura sería hacer algo emocionante, esas cosas que consiguen que tu corazón estalle en adrenalina, a esto yo más bien lo llamaría loco suicidio y meterse en la boca de un lobo hambriento.
—Pues llamémoslo entonces una aventura más arriesgada —contradijo nuevamente Kai.
—Pues mira,
arriesgada sí que es. Y, ¿creéis que merece la pena arriesgar
vuestra vida por alguien que no conocéis prácticamente? —les
inquirí.
—Vida tampoco podríamos llamarlo,
existencia quizás. Pero si, arriesgaría porque aquí estoy muerto en
vida y porque estoy seguro de que merece la pena —me
respondió.
—¿Y no será que al igual que tu amigo ardes en deseos para que estalle una revuelta o algo similar?, ¿una conspiración, tal vez? —insinué y Kai me miró confuso, como si no supiera de qué le hablaba aunque sabía perfectamente de qué.
—Escucha —dijo esta vez mostrándose serio—, arriesgaría todo por vivir esta hazaña que nunca sabremos si volverá a ocurrir. Y estoy con Edwin, si no le dejamos solo ante el peligro todo será distinto. Y las oportunidades van y vienen, pero aprendí que algunas nunca vuelven y no deseo perder esta. Yo al igual que tú, también deseo ver a mi familia y daría lo que fuera por verles y que me vieran aunque solo fuera un minuto. Y si pudiera, para siempre. Ya puestos a pedir, que no quede.
—Amadeus es tu más fiel amigo —dejó caer Edwin—. Y sé que le perdonarás cuando compruebes por ti mismo el modo en que él adora a tu hija porque otra cosa te diré: nadie le amará como él la ama.
—Menuda mierda monumental —se me escapó de los labios ante mi dilema, sentí un sonido extraño, les miré y vi cómo se desternillaban de tal manera que se doblaban por la cintura con sus ataques convulsos de risa y de sus ojos se desprendían lágrimas debido a ello. Edwin reía de forma histérica y resonante. Kai lleno de júbilo. Cuando intentaban dejar de reír, más risa les entraba y terminaban cogiéndose del estómago. No pude evitarlo, sus carcajadas provocaron las mías haciendo que toda la tensión antes acumulada en aquella estancia, desapareciera como por arte de magia.
—Lo siento chicos, a veces cuando te dejas llevar por la ira o la frustración ante una situación tan peliaguda y difícil de sobrellevar como lo es esta, inevitablemente dices cosas que en otras ocasiones quizá ni pensarías. ¿Dejadme pensarlo, vale? Es demasiado que asimilar. Se trata de mi hija y su felicidad.
—¡Menuda mierda monumental! —repetía Edwin entre sonoras carcajadas.