CAPITULO I

R E I N E R

El jefe de brigada, Cormier, descolgó el teléfono y se llevó el auricular a la oreja.

No dijo ni una palabra, volvió la cabeza violentamente y se precipitó por las escaleras derribando dos sillas y un montón de carpetas. Cogió sin detenerse una pistola ametralladora y gritó a los hombres que estaban jugando a cartas por todos los rincones de la habitación: «¡A los coches, le han localizado!»

Fue como una estampida, el suelo vibró bajo las botas, los cascos chocaron entre sí, y mientras corrían hacia el garaje, los CRS se pusieron los chalecos antibalas.

En el patio, los motores roncaban a punto de estallar.

Cormier entró precipitadamente en el primer coche y dijo al conductor:

«Tira recto y pisa a fondo.» No miró siquiera el retrovisor, sabía perfectamente que detrás, los coches blindados iban ya en segunda.

En una curva, se vio proyectado contra la puerta, escupió la colilla que había estado masticando desde la mañana y echó un vistazo al reloj. Acababan de salir de Saint-Pons, y el hombre había sido visto en la gasolinera Esso, cuatro kilómetros doscientos treinta y cinco metros antes de llegar a Olargues. Faltaban doce kilómetros; a ciento treinta, era cosa de un momento, pero llenar el depósito también es cosa de un momento.

«Ojalá no tenga suelto», suspiró Cormier. No volvió a quitar los ojos de la carretera.

Hacía tres semanas que las fuerzas conjuntas de la policía, la gendarmería y las CRS estaban sobre la pista de Reiner. El balance de sus andanzas era simple: cuatro atracos a mano armada, tres muertos, veintinueve millones. En quince días, no está mal.

Ni una foto, ni una huella, sólo un retrato-robot absolutamente inútil que se proyectaba dos veces al día en las dos cadenas de televisión, y aparecía en lugar destacado en todos los periódicos de la tarde desde hacía doce días. Esto era todo.

Todos los chivatos en movimiento, Montmartre registrado palmo a palmo, una investigación inútil en Marsella, en la calle Vincet-Scotto, trescientos sesenta y dos controles en carretera, dos mil cuatrocientas ochenta y siete citaciones, ochocientos cincuenta y siete detenidos en todo el país, de los cuales sesenta y ocho habían pasado a disposición judicial, pero una cosa estaba clara: el resultado había sido nulo. En el hampa, nadie conocía a Reiner.

Y de pronto, cuatro días antes, surge una pista en Nimes. El día 23 de mayo, a las once y diecisiete minutos, dos policías dan el alto a una sombra; con toda calma, el sujeto sube a un Mustang aparcado allí, y arranca. El número de la matrícula parece ser 883 SL 95, las tres primeras cifras no son seguras. Se da la alarma. El Mustang va hacia Montpellier y sigue hacia el oeste. Tal vez se trate de él.

En París, en los ministerios, la gente anda nerviosa, los diarios, de un tiempo a esta parte claman contra el recrudecimiento del gangsterismo. El día 24,

«L'Humanité» publica en primera página, con grandes titulares, «¿Qué hace la policía?» La prensa de izquierdas repite el estribillo: «Menos vigilar manifestaciones y más perseguir a los gángsters.» La cosa tiene que terminar.

Resultado: cuatro departamentos del suroeste movilizados, Cormier no tiene un segundo de descanso en los últimos ocho días. Controles, barreras de policía en las carreteras, estrecha vigilancia de hoteles, bares y gasolineras.

Todas las estaciones de servicio tienen línea telefónica directa con las comisarías.

Nada de nada.

Y hace tres minutos, el tendero de Saint-Pons acaba de ver un Mustang detenerse en la gasolinera que hay antes de entrar en el pueblecito de Olargues.

Es de color negro y lo conduce un hombre que viaja solo. La matrícula tiene un ocho y termina en noventa y cinco.

- Pisa a fondo, por lo que más quieras -murmura Cormier.

Ciento cuarenta, ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora.

Maldita sea, un 2CV directo contra los faros. El conductor da un golpe brusco de volante, luego otro, derrapa sobre la gravilla del arcén, y vuelve a entrar en la carretera a ciento cincuenta. Cormier se seca la frente.

Van cuatro en el coche, y Cormier oye el chasquido de una culata detrás de él. El conductor aprovecha la recta para soltar una mano del volante, acelerar a fondo y sacar un fusil con el cañón cortado. Cormier se sorprende: «Este chisme no es de reglamento.»

- No lo será, pero es de los de quince disparos seguidos, y con un gatillo que parece una mujer. Así que…

Cormier calla. Después de una curva, se divisa la gasolinera iluminada.

Junto a un surtidor hay un coche.

- Coincide con la descripción -murmura una voz en la parte de atrás.

Ponen los cargadores a punto.

- Párate cien metros después de la gasolinera. Rambert ya está acostumbrado y se quedará cien metros antes. No tendrá salida por la carretera.

Si se escapa por el jardín, se encontrará con el río, y al otro lado, la montaña. Allí no tiene escapatoria con los reflectores. No os carguéis al de la gasolina.

Reiner frenó suavemente y encendió un Chesterfield. No le gustaba el rubio, pero se había acostumbrado a cambiar de marca cada vez que compraba tabaco.

Era otro truco que había aprendido solo. Por lo demás, Reiner cambiaba constantemente de todo: de coche, de arma, de carretera, de traje. Con ello conseguía que los testimonios fueran perfectamente contradictorios, al menos hasta el momento, porque durante los últimos tres días, el ambiente parecía cargarse.

Bajó completamente el cristal, dejó que entrara el aire de la noche, y aspiró el humo cálido y almibarado. Salió, se desperezó y se bajó el sombrero sobre los ojos, cuidando de mantenerse en la zona oscura.

Camille Berganous salió de su jaula de cristal y se acercó con un trotecillo.

- Llene el depósito. Súper, por favor.

- En seguida, en seguida -Camille no se daba demasiada prisa, le gustaba charlar un poco, de noche venían tan pocos clientes…

- Buen tiempo, ¿eh?

- Espléndido -dijo Reiner.

- Ah, por fin llegó el verano, este año se ha hecho esperar, ¿verdad?

Prácticamente no hemos tenido primavera. ¿Es usted de por aquí?

- No, de Dunkerque -Reiner sabía que siempre hay que dar la información suficiente.

- Bueno, ya está. Son cinco mil cuatrocientos ochenta francos, en fin, cincuenta y cuatro francos con ochenta. No hay manera de acostumbrarme a los nuevos francos.

- A mucha gente le cuesta.

Reiner sacó un billete de cien francos.

- Voy por el cambio -Camille desapareció silbando.

A Reiner le entraron ganas de marcharse. Con cincuenta de propina el tipo quedaría como unas pascuas, pero igual le daba por telefonear. Reiner avanzó hacia la cabina. A medio camino oyó el ruido de los coches.

No se volvió, pero por el ruido supo que había cuatro.

Por el rabillo del ojo vio cómo se paraba el primero. Los faros giraron y comprendió que estaba interceptando la carretera.

Fijó en su mente el pequeño garaje, la marquesina al fondo, y penetró en la cabina.

Camille le tendió el dinero. -¿Va usted muy lejos?

Reiner tuvo ganas de decirle que ya había llegado, cuando los silbatos rasgaron la noche.

Reiner se bajó el sombrero y sonrió a Camille.

- Apaga las luces, todas.

Camille empezó a temblar, detrás de su cliente vio el brillo de los cascos a través de los cristales.

- Sí -dijo Reiner-, es por mí.

Camille accionó un interruptor y todo se apagó.

Dos CRS corrían hacia el surtidor de mezcla. Reiner giró sobre sí mismo y disparó con ambas manos. El primero, alcanzado de lleno, se derrumbó sobre un Ford, el segundo disparó una ráfaga que hizo caer todos los cristales.

Reiner se agachó detrás de la mesa y agarró a Camille.

- No tengas miedo, nos quedan veinticinco metros hasta llegar al taller.

Allí, detrás de los neumáticos estaremos a salvo algún tiempo.

Tres reflectores les cegaron. Era lo que Reiner estaba esperando, y agarrando al viejo por el cuello, echó a correr por el patio.

- No disparéis -gritó Cormier-. Camille está con él.

El viejo se desplomó detrás de la puerta. Reiner disparó porque sí contra los coches, y el blindaje resonó.

Cormier asió por el hombro al policía que estaba agachado delante de él.

- Telefonea, da nuestra situación, pide todos los refuerzos posibles, y rápido, y que nos manden los gases, más reflectores y también las mangueras.

Reiner apagó lentamente el Chesterfield y volvió a cargar su Beretta.

Tenía una Springfield de doble cañón en la segunda pistolera y una Cobra en la pantorrilla izquierda. Iba bien prevenido.

Miró al viejo.

- Una noche emocionante, ¿verdad?

Camille no respondió.

- No voy a matarte -dijo Reiner-, pero tienes que hacer dos cosas: la primera no moverte, y la segunda decirme dónde hay un cordel en tu guarida.

- En el cajón de la mesa -Camille tragó saliva-. ¡Dios mío! ¡Qué va a decir Marceline!

- Dale recuerdos de mi parte. Ahora no tengas miedo, voy a salir un segundo, va a haber fuegos artificiales, pero vuelvo en seguida. Estate quieto, esto no es para abuelitos.

Reiner se levantó, se puso en cuclillas, se echó al suelo para evitar la luz de los reflectores y vació el cargador. Camille oyó cómo las balas de los CRS chocaban contra la pared y contra la puerta. Reiner rodó sobre sí mismo y regresó a su precario refugio. Camille lo sintió a su lado, una masa tranquila que respiraba con regularidad.

Cormier cogió un megáfono: «Ríndete, Reiner, estás atrapado, no puedes escapar, tienes a treinta hombres a tu alrededor, sal con los brazos en alto, que te vean bien.»

Todos oyeron cómo se apagaba la voz del jefe de brigada. A lo lejos y hacia lo hondo, las luces de las casas de Olargues se iban encendiendo y brillaban como estrellas.

Reiner se puso en acción. Tomó su Beretta, introdujo una bala, volvió el cañón contra la pared, y fijó la culata del arma en el tornillo de la mesa del taller.

Cogió el cordel, ató un extremo al gatillo, desenrolló diez metros, y se ató el otro extremo al tobillo derecho. Cuando el cordel estuviera tenso, se dispararía el tiro.

Se levantó y gritó: «Ya salgo.»

Abrió la puerta lentamente.

Los hombres esperaban con todos los reflectores apuntando al rectángulo de luz.

- Tira el arma -gritó Cormier por el altavoz.

Todos vieron una pistola que describía una curva y caía en la luz, sobre el asfalto del patio desierto.

- Ahora avanza -gritó Cormier. Sin querer, la voz le había temblado. Iban a cogerlo, iban a coger al hombre que toda Francia buscaba desde hacía tres semanas, y era él, Cormier, el que…

Las manos de todos los hombres se crisparon sobre las culatas: Reiner, con las manos en alto, acababa de salir; el sombrero no permitía ver bien su rostro.

Rambert dejó su arma e hizo doce fotos seguidas.

- Avanza en dirección a mí -dijo Cormier.

Reiner avanzó -cuatro pasos, cinco, seis, ocho… Al noveno empezó todo.

Estalló un disparo que venía del taller.

Reiner profirió un grito ronco y se derrumbó. Los dos proyectores giraron en dirección a la puerta y se vio al viejo Camille, con la boca abierta, a plena luz.

- Yo no he sido -gritó-, yo no he sido, ha sido…

- Enfocadle a él -aulló Cormier.

Los dos policías tardaron un segundo en reaccionar, cuando enfocaron de nuevo el sitio que ocupaba Reiner, ya no había nadie. -¡Por los jardines, rápido! -gritó alguien.

Cormier echó a correr y llegó hasta Camille. -¿Te ha hecho daño?

- No, pero vayan con cuidado, este hombre va cargado de petardos.

Cormier se volvió.

- Dispersaos, de tres en tres, registradlo todo…

Los hombres se separaron, internándose en la noche.

Dos de ellos se acercaron a su compañero herido, tendido sobre el coche. La sangre caía goteando, y dos balas le habían roto la tibia. Se lo llevaron con cuidado.

Cormier se acercó. -¿Cómo va eso?

Los labios lívidos del herido se separaron con dificultad. -…una suerte que no me haya dado en la cabeza.

Cormier le dio una palmada en la espalda: «No te hagas ilusiones, de haber querido, lo habría hecho.»

Siguió a la camilla un momento; cuando se quedó solo, meneó la cabeza y murmuró en voz baja: «Hay que reconocer que es un tío.»

Los refuerzos convergían hacia la gasolinera por todas las carreteras del departamento.

A tres kilómetros de allí, en la espesura de la montaña, Reiner los vio pasar.

Sonrió, y como ahora la noche estaba desierta, se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de Gauloises sin filtro.

Aquí empiezan las aventuras de Reiner.