CAPÍTULO II
Jacques Delanay se plantó delante de los cuatro espejos y se deshizo el nudo de la corbata, una corbata de seda cruda, color verde mar con reflejos; las compraba por paquetes de doce a un especialista de Londres. Se desabrochó la camisa rosa pálido con puños pespunteados y se quedó con el torso desnudo.
Por la puerta entreabierta oyó risas, la de Frantz dominaba el conjunto, se oía también el cacareo de las chicas excitadas.
Se desabrochó el pantalón, vaciló un instante, y se dejó puesto el slip. Los espejos venecianos le devolvieron su imagen, encogió el vientre por reflejo, y abrió el grifo en forma de cuello de cisne. El agua empezó a llenar el lavabo de mármol verde y negro. Se refrescó un poco con ella, se miró de nuevo y concluyó: «No está mal para cincuenta y dos años.»
Salió, cogió de una mesita un Martini-Dry que alguien había olvidado y entró en el living. Frantz tenía a dos chicas cerca de él, y los dos bolivianos se ocupaban de Varna, su secretaria, una mestiza rabia nacida en el Caribe, la única rubia en todo el trópico. Si supiera escribir a máquina, pensó Delanay, sería ideal, pero le servía para otros menesteres.
El más feo de los dos bolivianos tenía tres minas de cobre en los Andes, una compañía de doce buques de carga, acciones en catorce sociedades de hilaturas europeas, dos de ellas francesas, una red de doscientos veintitrés chivatos y agentes que trabajaban para la CIA en las principales fábricas, y estaba metido por cuenta de los servicios secretos americanos en los sindicatos obreros de once estados de América Latina. Tenía una particularidad: en su residencia de Porto-Grosso, a orillas del Pacífico, poseía la colección completa de las obras de Mao Tse-Tung encuadernadas en oro macizo. Esta noche, era el invitado de Delanay.
La razón era muy sencilla, Delanay quería darle el sablazo: 40.000 dólares que necesitaba para terminar de pagar una imprenta que estaba instalando. La juerga había empezado bien, cuatro hombres y sólo tres mujeres, pero no era problema, había que hablar de negocios. Estaban bebiendo mucho, y el otro boliviano -un guardaespaldas sin duda- chupaba Marie Brizard directamente de la botella. Frantz pegó un fuerte manotazo en las nalgas a una pelirroja y avanzó dando tumbos hacia Delanay, con un vaso en la mano. -¿Has leído la noticia?
- Sí, ha bajado lo de Ríotinto, pero…
- No -interrumpió secamente Frantz. Había conservado un definitivo tono de mando, el antiguo oficial de las SS jamás pudo deshacerse de un acento alemán muy marcado-. No, me refiero a Reiner…
El rostro de Delanay se contrajo ligeramente.
- Sí, ya lo sé, se ha librado de nuevo, pero esta vez por los pelos. Le cogerán.
Frantz sorbió un trago de ginebra pura, e hizo una mueca:
- Tú no conoces a Reiner…
- Bueno -murmuró Delanay- después de todo no es el diablo…
- Sí lo es -dijo Frantz.
El boliviano se acercó y Delanay sonrió amablemente: «¿Se divierte usted?»
El boliviano lanzó una mirada bizca en dirección a Varna: «Los franceses son muy hospitalarios…» Se dijeron algunas tonterías, hasta que Delanay hizo una seña a su secretaria dándole a entender que se ocupara de su huésped, y salió con una de las chicas. Frantz había acostado a la pelirroja en el sofá y rociaba su cuerpo descolorido con Moët y Chandon 1936. Un camarero en camiseta trajo un cuenco de tres kilos de caviar. «¡Música!», ordenó Delanay. El camarero puso en marcha el tocadiscos, y por los invisibles altavoces se derramó una lenta y quejumbrosa melopea que invadió el gigantesco apartamento… Bajo las ventanas, los árboles del Bois de Boulogne tenían aquel verde claro que anuncia la plenitud del verano.
Entre los almohadones de satén rojo, la chica esperaba alisándose el cabello. -¿Cuántos años tienes? -preguntó Delanay.
- Mañana cumplo los diecisiete.
- Igual que yo -dijo Delanay-, feliz cumpleaños. Esto hay que celebrarlo.
Delanay miró su reloj, eran las dos y cinco de la madrugada. El teléfono.
Al segundo timbrazo, descolgó. -Delanay, ¿dígame? -Estamos de juerga esta noche, ¿eh? La voz era lenta, lejana, casi suave, la de un hombre acostumbrado al teléfono que sabe mantener la calma.
Delanay miró involuntariamente por la ventana y sintió que las piernas le flaqueaban. -¿Con quién hablo?
El aparato chirriaba al otro extremo de la línea, un chasquido suave y amenazante al mismo tiempo. A través de la puerta entreabierta, Delanay veía los cuerpos apelotonados de sus invitados sobre las alfombras de Shen-Sing. El silencio se le hizo intolerable. Inexplicablemente, sintió que empezaba a tener miedo.
Hubo un largo intervalo, y Delanay creyó que su interlocutor se había marchado sin colgar. Por fin, en el momento en que iba a colgar el auricular, oyó de nuevo la voz.
- Soy yo.
Delanay apretó el aparato y murmuró lo más rápido que pudo:
- Oígame, Reiner, le he dado toda su parte, pero si quiere dinero venga a buscarlo o dígame dónde tengo que dejarlo.
- No necesito nada.
- No irá usted a creer que iré con el cuento a la policía, o que…
- No sería la primera vez…
- Reiner, ya sé que las matrículas de los coches se sabían, también sé que todos sus hombres murieron en el tiroteo, pero yo no…
- Escúcheme, Delanay.
Delanay se sentó en el sillón hinchable y éste se aplastó poco a poco. Sudaba a chorros a pesar del aire acondicionado.
- Sí -dijo.
- Tome el Mercedes y vaya a Reims pasando por Meaux y La Ferté. No vaya a más de ciento diez por hora.
- Pero es que son las dos, y tengo invitados. Ahora no puedo…
- Póngase en marcha ahora mismo.
- Pero, ¿dónde nos encontramos?
- No se preocupe, póngase en marcha, nada más.
Reiner había colgado.
Delanay, atontado, miró sin verlo el desorden que le rodeaba, y se levantó.
Sintió un sabor amargo en la boca, había fumado demasiado.
Entró en el cuarto de baño y se pasó el dorso de la mano por las mejillas rasposas. La máquina de afeitar emitió su suave ronroneo.
Se vistió rápidamente, tomó una chaqueta de ante y unos mocasines sport y atravesó el pasillo. Entró apresuradamente en el living.
Sobre el sofá, Frantz dormía abrazado a una de las chicas. Lo sacudió bruscamente. Al instante, el SS se puso en pie.
- Tengo que marcharme, tú tendrás que entenderte con Olivera. Son cuarenta mil dólares. Los tomas al interés que sea, se los devolveré de una sola vez dentro de ocho meses. Tendrás tu comisión de siempre, la cosa tiene que marchar. -¿A dónde vas?
- Una cita de negocios, me llevo el Mercedes.
Frantz no insistió.
Delanay salió. En el jardín hacía calor. Vio como brillaba el césped y penetró en el garaje. El Mercedes estaba allí. Comprobó que el colt estaba en su lugar, debajo del asiento delantero, se abrochó el cinturón de seguridad y puso en marcha el motor. Estaba amaneciendo.
No había nadie en los bulevares, tomó el periférico, adelantó a una fila de camiones y en Pantin tomó la carretera de Meaux. Dejó que el aire entrara por la ventana. Sintió la tentación de acelerar, pero se acordó de la advertencia de Reiner. Intentó calmarse. ¿Acaso tenía algo que temer? Dos asuntos con aquel sinvergüenza llevados correctamente por ambas partes; no se debían nada, pero no podía evitarlo, aquel individuo le daba miedo. Seguramente quería proponerle otro asunto, o tal vez que lo escondiera, ya que Reiner estaba siendo perseguido y acosado como nadie lo había estado antes, sí, tenía que ser eso, un escondrijo. Era difícil negarse, pero tenía que haber una manera de no comprometerse demasiado… Sí, pensó Delanay, siempre existe un medio. Sonrió, ya era pleno día.
En la carretera adelantaba a los camiones de frutas y verduras y a algunos ciclistas vestidos con monos de trabajo. Los campos estaban desiertos, los tractores esperaban en los hangares.
Pasó La Ferté-sous-Jouarre, aún faltaban unos sesenta kilómetros para llegar a Reims. Lo único que le preocupaba era saber cómo iban a encontrarse. Ya se vería. Puso el intermitente y se preparó para adelantar tranquilamente a una camioneta 2CV. No se veían más coches en la carretera. Cuando iba a pasar, sin ningún motivo, el conductor giró a la izquierda.
Delanay frenó en seco y volvió a la derecha, perdió el control de las ruedas y dos de ellas pisaron la hierba del campo. Evitó el choque por los pelos, sintió que el cinturón le quemaba el pecho y se paró justo delante de un poste de telégrafos.
Veinte metros más adelante, la camioneta se había detenido. Delanay salió, y ciego de cólera abrió él mismo la puerta del 2 CV. Al volante, un hombre fumaba tranquilamente con el sombrero sobre los ojos.
- Buenos días, señor Delanay -dijo.
Iban los dos en el asiento delantero del Mercedes. Los pájaros cantaban y el sol empezaba a pegar sobre la carrocería.
- Ya me perdonará -dijo Reiner-, pero en estos momentos las citas en los lugares públicos no son mi especialidad.
- Comprendo -dijo Delanay.
Hubo un silencio prolongado. -¿En qué puedo ayudarle? -¿Un cigarrillo? -Reiner le ofreció un paquete de Balto.
- No -dijo Delanay. Esperó un momento, e hizo acopio de valor.
- Supongo que no me ha hecho salir de casa para gozar de una conversación campestre y matinal.
- No -dijo Reiner-. Necesito la dirección.
Delanay sintió que empezaba a chorrear entre las paletillas. Se rindió por las buenas. -¿Del depósito de armas?
- Exactamente.
- Puedo darle lo que necesite, y gratis, ya lo sabe. ¿Necesita mucho?
- La dirección -dijo Reiner-, nada más. Yo me serviré solo.
Delanay comprendió que de nada serviría intentar engañarle. Sacó un lápiz y escribió unas palabras en el margen de un diario que encontró en el coche.
Reiner miró la dirección y quemó inmediatamente el papel.
- Esto es todo, Delanay. Voy a coger su coche, le dejaré en un bar donde podrá llamar por teléfono y Frantz vendrá a buscarle. Ya no puedo seguir circulando en camioneta.
Delanay tragó saliva con dificultad.
- De acuerdo. ¿Vuelve a tomar las armas?
- Me preparo para el asalto -dijo Reiner-. Dentro de tres días le telefonearé, la cosa le interesará.
Delanay comprendió que no sacaría nada más, pero si Reiner le había dicho que la cosa le interesaría, era muy posible que así fuera.
Reiner conducía. El viento le devolvía el humo a los ojos, pero él no los cerraba.
El asunto iba tomando forma. Tenía los planos, los horarios, y tendría las armas. Le faltaban los hombres. Necesitaría al menos diez. Había que ocuparse de eso.
Desde luego, aquello iba a ser sonado, un golpe de los que ya no se daban, de los de hace cincuenta años. El mismo Dillinger en persona tal vez no lo hubiera intentado, pero era factible, por lo tanto había que hacerlo. Además, ya estaba harto de los pequeños atracos con sistemas de alarma cortados, preparaciones minuciosas, todo previsto hasta el último detalle. En golpes así siempre había, en el último momento, un milímetro de más o un segundo de menos… No, aquello no le iba. No servía para trabajos de maníaco, prefería las cosas simples, por ejemplo algo tan sencillo como llevarse el contenido de veinticuatro cajas rellenas de pasta, en pleno día, en medio de la multitud, un sábado; carritos por todas partes, críos berreando, mamás, montones de latas de conservas, en un barrio repleto de policías, y lo más importante, por encima de todo, en un sector prohibido al tránsito.
Lo más divertido era esto, no se podía aparcar a menos de ochocientos metros del Diplodocus. Porque Reiner iba a trabajarse un Diplodocus, un hipermercado de una sola planta, pero de noventa mil metros cuadrados, repleto de gente desde las diez de la mañana hasta las ocho de la noche, la hora de cierre. Y además, situado en pleno centro de la ciudad.
Un asunto realmente apetitoso, incluso con tres brigadas en los talones. ¿Quién iba a disparar contra las amas de casa? Reiner se puso un Stuyvesant entre los labios, y giró nueve kilómetros antes de llegar a Epernay. Allí tenía un sitio donde ir, una deliciosa granja del siglo XVIII con las puertas blindadas, y con todo lo necesario para recibir a cualquiera como Dios manda. Dejó el Mercedes en el garaje y abrió la verja. Había un hombre en el jardín.
- Vaya, vaya, señor Duvallier, ¿qué tal estamos? Creía que no iba a venir este fin de semana. -¡Qué remedio! -dijo Reiner-. De vez en cuando uno necesita descansar… ¿Cómo andan esos jacintos?
El viejo jardinero sonrió y señaló el parterre multicolor.
Reiner se agachó, meneó la cabeza como un experto y aspiró el perfume dulce: le gustaban mucho las flores.