CAPÍTULO V
Los pasos del vigilante se acercaban.
Todo iba a ser fácil, en el bolsillo llevaba la llave maestra que abría el almacén y la que accionaba los sistemas de alarma.
Por el intervalo que mediaba entre cada paso Reiner calculó: un metro setenta, cincuenta y cinco años. Ningún peligro.
Era invisible detrás del carro de las botellas vacías. Junto a él, sintió la masa de los dos bidones repletos de súper.
Percibió un olor gris de tabaco y salió de su escondrijo. El hombre estaba frente a él, chupando su pipa, se oyó un golpe sordo, y se desplomó en los brazos de Reiner; detrás de él, Flaviot volvió a guardar la porra bajo su jersey.
Reiner acercó al viejo al carro y prendió su encendedor para verlo mejor. Por el tamaño del chichón en la nuca supo que tenía para veinte minutos de sueño profundo. Tenía toda la cara de un vigilante, medía metro setenta y tenía cincuenta y cinco años…
Flaviot levantó los bidones y empezaron a subir por un laberinto de escaleras metálicas. En las profundidades en penumbra se distinguían las alfombras rodantes que conducían al almacén. Flaviot se desperezó y murmuró:
«Hubiéramos podido subir en el montacargas.» Necesitaba bromear porque, aunque no fuese su primer golpe, no podía evitar cierto nerviosismo, sobre todo al principio.
Al cabo de una cantidad interminable de escaleras, llegaron a un rellano y Reiner se acercó a una puerta metálica: la llave funcionó a la primera y la puerta se abrió lentamente.
Flaviot se puso de puntillas, y miró por encima del hombro de su compañero: se encontraban en la tienda. Los mostradores estaban cubiertos por fundas, reinaba un silencio completo. Oyó como Reiner cogía uno de los bidones y murmuraba: «Vamos allá.»
Corrieron agachados a través de las naves, la moqueta ahogaba sus pasos.
Llegaron a la rotonda, delante de ellos, los cromados de los DS resplandecían.
Cada uno se agachó detrás de un coche y empezaron a verter el líquido en el depósito.
Flaviot creyó que el glu-glu llegaría a oírse hasta en el Sena. Sentía como el bidón se volvía ligero a medida que lo inclinaba más y más. Cuando estuvo vacío, volvió a enroscar el tapón, sacó un trapo y frotó vigorosamente la carrocería en los lugares donde habría podido caer alguna gota de gasolina.
Bruscamente, oyó a Reiner a su lado:
- Seca el bidón también.
- Pero…
- Haz lo que te digo.
Obedeció a aquella voz susurrante, limpió el plástico del bidón y echó a correr detrás de Reiner.
A Flaviot le extrañó que no tomaran el mismo camino, Reiner corría en zig-zag por entre los mostradores en dirección al otro extremo de la planta.
Cuando hubo llegado a uno de los mostradores alineados junto a la pared, Reiner levantó una lona protectora y murmuró al oído de Flaviot: «Déjalo ahí, no vamos a cargar con ellos toda la noche…»
Flaviot se acercó y vio una fila de bidones idénticos al suyo. Le entraron ganas de reír al pensar en el jefe de la sección cuando se diera cuenta de que había dos más. -¿Los compraste aquí? -susurró al oído de Reiner.
Yo no, pero están comprados aquí -dijo Reiner-. Ahora tienes cinco minutos para sembrar el caos .
Se sacó del bolsillo un puñado de colillas de todas marcas y las dispersó en todas direcciones. Silenciosamente, saltó por encima de la barrera que separaba la sección de alimentación del resto de la planta, y en diez segundos derramó por el suelo seis litros de Pernod, diez de whisky y uno de crema de cacao.
Aunque no tenía muchas ganas, se orinó obre las galletas, destapó cinco botes de choucroute y los desparramó sobre el piso. Se comió una salchicha de Francfurt, destapó cuatro tubos de mayonesa y regó con ella los yogourts congelados.
Descorchó a toda velocidad una botella de borgoña v la vació sobre los paquetes de azúcar en polvo. Luego volvió al centro del local.
A pesar de la escasa iluminación, pudo advertir que Flaviot no había hecho las cosas a medias, y que la encargada de la sección de lencería para señoras necesitaría al menos una semana para recuperar todas sus bragas.
El aire estaba impregnado de un infernal olor a perfume. La violeta destacaba sobre un fondo de lavanda; Flaviot recordaba haber vaciado al menos treinta frascos. El mostrador aún estaba chorreando.
- Y ahora, el detalle final -dijo Reiner.
Cogieron un maniquí vestido con un deshabillé color malva (cuarenta y nueve francos con noventa y cinco céntimos), le echaron un bote de pintura plástica verde, y salieron por donde habían entrado. El vigilante seguía durmiendo. Reiner cogió una botella y le golpeó de nuevo la calva. La botella se hizo añicos. -¿Por qué? -preguntó Flaviot.
- La porra queda demasiado profesional -dijo Reiner.
Salieron, tiraron las llaves y montaron en sendas bicicletas. Pedaleaban lentamente, la noche era magnífica.
- Cómo me he divertido -dijo Flaviot-. Deberías trabajar siempre con nosotros.
- No -dijo Reiner.
Flaviot, excitado, no se dio por vencido.
- Ya tengo ganas de quitarme este disfraz. -¿Por qué? -dijo Reiner- ¿No te encuentras a gusto vestido de policía?
- Supongo que tú te debes sentir aún más ridículo.
- No -dijo Reiner.
Llegaron al apartamento de Flaviot y subieron. Arriba seguía oliendo a cebolla. Flaviot buscó el interruptor a tientas, pero sintió el brazo inmovilizado.
- Sólo la lámpara de la mesita de noche.
Flaviot obedeció, y empezaron a desnudarse. De repente, Flaviot sacó un pañuelo de colorines y lo pasó por la cara de Reiner: «¡Un pequeño recuerdo de una noche loca!», gritó riendo.
Reiner no dijo nada, cogió el pañuelo con la izquierda y golpeó con la derecha. Flaviot rebotó contra la mesa y fue a dar contra la pared, que vibró al recibir el impacto. La sangre le goteaba desde la barbilla y levantó los ojos llenos de lágrimas: la silueta deforme de Reiner parecía ondular ante sus ojos.
Vamos, muchacho -dijo Reiner-, hay cosas que no se pueden hacer, podría resultarnos a veinte años el metro de tela, y es un precio excesivo. Mañana podrás quedarte con lo que quieras, si te parece.
Adiós.
Dejó a Flaviot sentado en el suelo y volvió a su casa. Ya veía los titulares de los periódicos: «Acto de vandalismo en un Diplodocus. ¿Se trata de una provocación de los izquierdistas?»
Encendió un Lucky. Todo iba de maravilla.