CAPÍTULO III

LOS GOLFOS

Flaviot bajó la cabeza, tanteó con la alpargata para no tropezar con la piedra que se movía, y entró en la chabola. Aún no distinguía ningún rostro, pues la única luz procedía de un fogón puesto en el suelo, medio oculto por una olla en la que se cocía el cuscús. Gruñó vagamente a modo de saludo y se agachó evitando sentarse sobre la tierra removida y los charcos. No es que se preocupara por sus tejanos, simplemente le disgustaba el frío en las nalgas.

Enrolló los cuatro diarios que no había podido vender y los dejó sobre un bidón de gas-oil.

Vio que eran cuatro, contándose él. Allí estaban Alexandre, Felipe y el Portugués. -¡Hola! -dijo Felipe-. ¿Has vendido muchos periódicos?

Flaviot meneó la cabeza. «Vendí dos en el campus, pero tuve que echarme una carrera por culpa de dos polis.»

La voz de Alexandre se elevó pastosa en la oscuridad.

- Oye, ¿no crees que si tu diario fuera un poco menos estúpido se vendería mejor?

- Mira, a mí, los pro chinos, ya sabes cómo me caen.

- Ya no soy pro chino -dijo Alexandre.

Todos callaron. En medio del silencio se oía el hervor de la olla. El techo, muy bajo, se hundía en aquellos puntos en los que habían colocado piedras para impedir que el fuerte viento se llevara el tejado de cartón.

Se oyó una risa por donde estaba el Portugués. -¿Ya no eres pro chino? Entonces acércate, aquí hay fuego…

- Esto está a punto -dijo Felipe. Levantó la olla y subió el gas para ver mejor. Cerca de la puerta había un montón de trapos y cuerdas. Alexandre miró la hora, y aquel movimiento envió hacia Flaviot un olor de colonia de la que no se encuentra en Nanterre. Su corbata también era de las caras. Se volvió hacia la pared:

- Y el tipo ese, ¿a qué espera?

- Ya vendrá -dijo el Portugués-. Siempre viene.

Felipe encendió una cerilla y se la acercó tanto al rostro que Flaviot supuso que estaba encendiendo una colilla. «Vaya miseria -pensó-. Y tener que trabajar con semejante pandilla de desgraciados.»

Jacques André Flaviot, nacido el 27 de marzo de 1943, en el Passage du Nord, en el distrito XIX. Su padre, Helmut Dolmeister, fue detenido por la Gestapo dos meses antes de nacer su hijo, torturado, y después fusilado.

Dolmeister flaqueó durante el interrogatorio y facilitó la dirección de un buzón, lo que permitió aniquilar a un núcleo de resistentes, secundario pero muy activo.

Por puro milagro, la madre de André, Mireille Flaviot, no fue molestada.

Flaviot asiste a la escuela primaria de la calle Meynader, donde obtiene mediocres resultados escolares, no obstante entra en un liceo gracias a la influencia que ejerce sobre el provisor el hecho de tratarse del hijo natural de un resistente asesinado.

Logra que se le declare inútil para el servicio militar, y después de abandonar el liceo, se presenta libre a los exámenes de bachillerato en filosofía, y aprueba a la tercera convocatoria. Desde aquella época no se le conoce más que una aventura amorosa con una mujer, madre de dos hijos, y cuyo marido está en Fresnes.

Esta mujer parece haber tenido gran influencia sobre el muchacho.

A partir de 1963 empieza a ser conocido en los ficheros de la policía, y en particular en la comisaría del distrito V. Asiste a mítines y a diversas manifestaciones en el transcurso de la visita de personalidades americanas y a causa de la guerra de Vietnam. Es detenido dos veces y recibe sendas palizas.

Después de este período de agitación considerado por él vano y estéril (él mismo declara: «fue mi crisis de adolescencia») encuentra a unos golfos y se convierte en carterista y especialista en el tirón. Un golpe bastante considerable le permite pasar dieciocho meses en Alemania Federal, hospedándose en los mejores hoteles de la capital. Vuelve a Francia y se mezcla de nuevo en actividades políticas. En 1966 realiza su primer atraco en solitario. Botín: 42,75 francos.

Pasa dos meses escondido y logra formar un grupo de combate, sin etiqueta definida, que sigue los procedimientos del movimiento negro Black Panthers, sobre todo en un aspecto: el terrorismo. Es entonces cuando conoce a Alexandre, Felipe y el Portugués. Su cuartel general es una chabola en el suburbio IV, entre Nanterre y Colombes, a 800 metros del cruce de Charlebourg. 1,72 metros. 65 kilos. Ningún signo distintivo. Rostro franco y sonriente.

Frecuenta prostitutas. Viste pantalón de lana, jersey de cuello cisne, y montgomery en invierno. Se desconoce el origen de sus ingresos (escasos).

Conserva el piso de su madre, muerta el año 1969. El alquiler se paga con regularidad.

En realidad, cuando uno se reúne de nuevo con gente así, no es por motivos de orden político.

Los cuatro procedían de orígenes distintos; por un momento, sus caminos se habían reunido, a su alrededor sólo miseria. Si el golpe daba resultado, a cada uno su parte y todos contentos. Felipe no tenía problema. Ni hablar de volver a Méjico, pero en el Pacífico hay islas donde uno se puede instalar tranquilamente: hay sol, comida picante, tequila, y putas en cada esquina. Con dinero lo conseguiría todo, y ya se arreglaría para que la cosa durara lo más posible.

Flaviot reguló la llama del fogón de butano y repasó mentalmente los dos últimos años: la licenciatura en sociología, y más tarde, las calles interceptadas, los cascos, las noches en blanco, Clichy, el escaparate sobre el que se dibuja una amplia estrella, su brazo introduciéndose en él y sacando seis relojes magníficos, anti choque, anti agua, anti todo, una pura maravilla, cinco mil por los seis en Barbes, una miseria, quince días de trabajo en cadena, no tiene la menor gracia, el proletariado no me va, sí, una completa miseria, pero mañana, Reiner.

Hacía un tiempo pegajoso, la humedad mojaba la ropa. Alexandre estaba hablando del doble árbol de levas en cabeza del Thunderbird de sus sueños, cuando de pronto paró en seco: todos comprendieron que ya eran cinco.

Reiner se acercó a ellos y dijo: «Hola, gángsters ¿Molesto?»

En su voz había tanta dulzura y desprecio a la vez, que Felipe no pudo encajarlo. Llevaba una camiseta de marinero que dejaba al descubierto unos bíceps tersos. Tenía todo el aspecto de un tipo duro, la llama le dio de lleno en la cara y todos se dieron cuenta de que buscaba camorra. A Felipe aquello le ocurría con frecuencia, y en las peleas de las tabernas de barrio había más de un policía que disimulaba cuando le veía en acción. Tal vez fuera el único que no había quedado impresionado por la fama de Reiner, tenía una larga experiencia en peleas callejeras. Sabía de sobra que los tipos más duros nunca son tan duros como uno piensa.

Avanzó en dirección al recién llegado, pero se encontró con una mirada infinitamente agradable que, por extraño que parezca, no le inspiraba confianza, y sin saber por qué volvió a sentarse, enfadarse consigo mismo.

Flaviot ofreció a Reiner un plato de cuscús y preguntó.

- Bueno, y ¿cuál es el plan?

- Todo está listo -dijo Reiner-. Iréis a visitarlo, podemos fijar la fecha del atraco para el sábado próximo. Iremos allí por separado, como buenos chicos, haréis vuestras compras, y cuando lo hayáis visto todo bien, os explicaré los detalles.

Reiner tragó un bocado y prosiguió.

- Voy a necesitar a uno de vosotros para la noche del viernes. -¿Con qué vamos a ir? -preguntó Felipe.

Reiner se bajó el borde del sombrero de forma maquinal.

- Tengo todo lo necesario, cada uno su Thompson y una automática checoslovaca, de cargador exterior, y con tiro por ráfagas o disparos, según necesidades. Ya me figuro que tendréis vuestros juguetes particulares, pero sólo llevaréis lo que yo os dé. Llevad guantes y pañuelos. No hablaréis en ningún momento. Os explicaré lo demás cuando hayáis visto el lugar. ¿Alguna pregunta? -¿Dispararemos? -preguntó Alexandre.

Reiner bajó la cabeza y habló con suavidad:

- A partir del momento en que empiece todo, os sacaréis de delante todo lo que se encuentre a un radio inferior a los tres metros. -¿Y las mujeres? -preguntó Alexandre.

Reiner suspiró y murmuró:

- Tenía entendido que en vuestro ambiente se defendía la igualdad entre sexos…

- De acuerdo -dijo Alexandre.

Reiner se levantó y se quedó ligeramente inclinado, con el sombrero tocando al techo. «Tomamos el autobús y nos encontramos allí.»

Se separaron y atravesaron el suburbio. Una multitud abigarrada hacía cola frente a la única fuente, y la chiquillería excitada chapoteaba en los cubos de plástico salpicándose.

Tomaron el autobús en la plaza, ensordecidos por el ruido de las palas mecánicas. Había poca gente a aquella hora, y Reiner abrió «Le Figaro».

Bajó en el final, cruzó tres calles, y tomó otra que le llevó a Gennevilliers.

Entró en un pasaje oscuro, entre un bar-estanco y una mercería polvorienta.

Subió tres pisos a grandes zancadas y se encontró en un estudio destartalado, pero con la ventaja de tener más ventanas que pared: todas ellas daban a los tejados circundantes y permitían a un buen acróbata perderse entre el laberinto de chimeneas y escaleras exteriores.

Se puso un mono de trabajo, una gorra grasienta, se pegó una verruga en la aleta izquierda de la nariz y salió con un gabán negro. Los escalones temblaban bajo sus pesados pasos, se asomó a la acera andando con las piernas separadas y el labio inferior torcido por un cigarrillo de papel de maíz carbonizado.

Cogió el metro, no fue preciso mirarse en los espejos. Tenía la completa seguridad de que no se habría reconocido. listaba satisfecho de su verruga; cuando alguien tiene una verruga, todo el mundo la mira, y nadie se fija en lo que hay alrededor. De todas formas no existía fotografía alguna de él, el policía fotógrafo de Saint-Pons trabajó en vano: los clichés mostraban una imprecisa silueta erguida, pero la cabeza permanecía oculta bajo el sombrero.

Reiner penetró en el Diplodocus.

Estaba lleno de gente, como siempre. Lentamente, fue recorriendo las diversas secciones.

Las vendedoras pegaban los precios a una montaña de latas de sardinas.

Escogió unas judías verdes finas, dos litros de vino de once grados y unos yogourts de oferta que metió en su cesta.

Paseó distraídamente por la charcutería y luego se dio una vuelta por las demás secciones. Era la perfecta imagen de un jubilado aburrido.

Sección de lencería, juguetes, lámparas, boutique teen-ager… Una lenta música envolvía las mentes, interrumpida de vez en cuando por un dulce ding-dong de aeropuerto que dejaba paso a una voz incitante, confidencial, que cantaba las excelencias de un producto. Las baldosas de la sección de alimentación se habían convertido ahora en una moqueta que ahogaba los pasos.

En el centro de los almacenes, en una inmensa rotonda, estaba el stand Citroen. Cuatro DS niquelados.

Cogió un folleto publicitario y se lo guardó en el bolsillo de su gabán. El vendedor, bronceado y deportivo, le miró impasible, aquel tipo con mono de trabajo y gorra no tenía aspecto de ser de los que se encaprichan de un coche con faros de yodo.

Reiner siguió deambulando. Desde el stand de los discos vio a Alexandre y a Felipe que se paseaban por la perfumería. Felipe se dedicaba a castigar a las rutilantes dependientas untadas de maquillaje, con ojos egipcios llenos de eye-liner y de máscara.

Reiner sacó un monedero de varios compartimentos del bolsillo delantero de su mono y se acercó a las cajas.

Eran veinticuatro, puestas en fila.

En el extremo izquierdo había un espacio para la gente que no había comprado nada. Se colocó detrás de una madre de familia que empujaba un carrito conteniendo dos críos y doce botellas de agua mineral. Reiner abrió su capazo.

- La próxima vez haga el favor de coger un carrito.

Reiner se excusó con un vago gruñido, revolvió su monedero y pagó con un billete de cinco mil francos. La muchacha abrió el cajón y le devolvió el cambio.

Debajo del cajón había un saco pequeño de color oscuro cerrado con cremallera. En el cajón, cuatrocientos mil, calculando a ojo.

En la caja de detrás vio a Flaviot pagando una pierna de cordero y una larga tira de chocolatinas.

Reiner salió, atravesó el amplio vestíbulo y cruzó las puertas de cristal. Una vez en la calle, bajó las escaleras y volvió a subir al metro.

Estaban en casa de Flaviot, en la cocina olía a cebolla frita.

Reiner repartió los números de las cajas. Harían dos cada uno, empezando por la derecha. Felipe la 1 y la 2, el Portugués la 3 y 4, y así sucesivamente. -¿Quiénes son los demás que van a venir con nosotros? -preguntó Alexandre.

- Gente de confianza, todo irá bien.

- Hay dos cosas que no me gustan -murmuró Flaviot.

Se calló, y todos se quedaron esperando.

- Pues anda, desembucha.

Flaviot se decidió.

- Primer punto; hay aparatos de televisión so- sobre las cajas, esto significa que si alguien pasa sin pagar, las puertas se bloquean.

- Exactamente -dijo Reiner-. Sigue.

- Segundo punto: Una vez tengamos el dinero, se supone que no nos vamos a ir andando por la ralle.

- Me figuro que llevaremos coches -dijo Alexandre.

- Ahí está el detalle -dijo Flaviot-. ¿No te has fijado? No hay un solo coche en todo el barrio.

Alexandre abrió los ojos desmesuradamente.

- Jo… ¡pues es verdad!

Reiner encendió un Pall-Mall, el humo subió verticalmente y se curvó siguiendo el borde del sombrero: «El barrio está prohibido al tráfico desde lince un mes y medio.»

El olor de cebolla frita aumentó. Los vecinos de abajo tenían puesta la tele y se oía la música de Vamos a la cama».

- Necesitaremos una camioneta de repartidor -dijo Felipe.

Reiner le miró, sin sonreír:

- No está mal, pero hay algo mejor. -¿Qué?

Reiner lo soltó por las buenas.

- Llegamos con las manos vacías y salimos en DS.

Alexandre fue el primero en reaccionar. -¡Claro! Los coches expuestos en el vestíbulo -dijo.

Reiner creyó inútil responder.

Felipe cerró la boca y volvió a abrirla para preguntar: -¿Funcionarán?

- Si les pones gasolina, sí -dijo Reiner-. Tú se la pondrás la noche del viernes. Supongo que aún no habrán hecho el rodaje, pero no hay que olvidar que estaremos solos en la carretera durante más de un kilómetro, estamos seguros de no encontrar embotellamientos.

- Pero tendremos que circular por los almacenes.

- Lo haremos.

El Portugués bebió un trago de Ricard y balbució: -¿Habrá espacio suficiente?

- Entre los mostradores no hay problema, y después pasaremos por el extremo de la izquierda, por donde sale la gente que no ha comprado nada.

Tiene la anchura de un coche y aún sobran cuatro centímetros por cada lado. -¿Cabremos todos? -masculló Alexandre.

- Cinco en cada coche, cogeremos dos. Yo conduciré el primero. Flaviot irá a mi lado y vosotros tres detrás. -Reiner apagó con cuidado la colilla y miró por la ventana con ojos soñadores-. Así se arregla también el problema de las puertas bloqueadas. En veintiocho metros nos ponemos a cuarenta, pisando a fondo, y a cuarenta no hay puerta de cristal que se resista, las atravesaremos. -¿Y la escalera? -¡Es verdad, la escalera! ¡Hay tres escalones! Los bajamos -dijo Reiner-.

La suspensión está nueva.

Todos le miraban. Felipe fue el primero en hablar:

- Me extraña que aún sigas vivo. Pues ya ves… -dijo Reiner. Flaviot sirvió Ricard a los demás y fue a la cocina a vigilar los bistecs. Empezaron a comer en silencio.

Después de todo, el asunto tiene buena pinta -dijo Alexandre. Masticó durante unos instantes y añadió-: Lo que me extraña es que con lo que has hecho en un mes, no te hayas hecho rico.

Reiner apartó el plato: «La vida está cara.» Felipe levantó la cabeza: -En los periódicos decían que la policía tenía los números de los billetes de tu último asalto. No te será fácil deshacerte de ellos.

- Es cierto -dijo Reiner-. Pero tengo paciencia.

Se sirvió un dedo de tinto, se levantó sin mover la silla y dejó caer sobre la mesa cuatrocientos mil francos.

- Esto es para que os vistáis para el sábado. Poneos elegantes, a la policía no le gustan los golfos. Os recomiendo la pura lana virgen. Flaviot se levantó: -¿Cuándo nos vemos?

- El viernes. Tú ven a las dos con maletas y te daré el arsenal.

Miró a los otros tres.

- Vosotros vendréis a buscar las armas aquí, el sábado a las cuatro, antes de salir. Que soñéis con los angelitos.

Salió como una exhalación.

- Vaya tío -murmuró el Portugués.

Jean Portuga, alias «El Portugués», nacido en Lyon, avenida Mermoz, n.° 8, el 13 de enero de 1945. Después de cuatro años de estudios obtiene un diploma técnico de tornero-matricero, y pasa tres años en una fábrica como sub jefe de taller.

Tiene una pelea con un obrero argelino. Portuga golpea a su adversario, el cual cae y va a dar con la cabeza contra la arista de un horno y muere en el acto.

Después de una investigación puramente formularia, abandona la región de Lyon y marcha a París.

Está harto de fábricas, intenta la venta a domicilio, pero fracasa, parece tener una racha de mala suerte. Repartiendo calendarios por las casas conoce a una solterona que le mantiene durante tres meses, pasados los cuales vuelve a quedarse sin dinero. Entra a trabajar en una fundición, pero el sector entra en crisis.

Aunque despedido por dos veces, se niega a cobrar el seguro de paro, conoce a Flaviot en un café de Aubervilliers. Sus ochenta y cuatro kilos y su entrenamiento deportivo (durante dos temporadas es defensa izquierdo del equipo de fútbol de Argenteuil), hacen que se le destine a los trabajos que requieren fuerza física, y ello le procura una infantil satisfacción.

Se hace famoso en una fiesta en un café argelino de Bezons, donde llega a beber cinco litros de vino en una noche.

Le disgusta la orientación terrorista que ha tomado el grupo. Sus gustos se orientan hacia el asalto de chalets de jubilados, o trabajos de este estilo. Cree que no está hecho para grandes empresas es- espectaculares.

Prácticamente le mantiene el grupo, pues es el que cuenta con menos dinero.

Tez cetrina. Cara redonda. Vellosidad abundante. Fidelidad a toda prueba.

Grado de inteligencia: regular.

Reiner entró en una cervecería. La terraza estaba atestada, hacía calor.

Frente a él había una muchacha que le miraba. Abrió el periódico, se bebió su cerveza y se fue hacia el teléfono.

En la cabina, llamó a Delanay, estuvo tres minutos hablando y volvió a salir.

La muchacha de la terraza fingía maquillarse en el lavabo que había frente a los servicios. Se sonrieron. Reiner levantó lentamente la mano izquierda, en el dedo anular brillaba una alianza.

- Y además, me está esperando -dijo. La muchacha dejó de sonreír. ¡Qué fastidio! -dijo ella-. Esta noche no doy pie con bola.

- Lo siento, señorita -murmuró Reiner-. A todos nos gustaría ser don Juan, pero…

La muchacha vio como se alejaba; había melancolía en sus ojos.