CAPÍTULO XVII
Delanay terminó su primer croissant y miró al lago. Aunque era de mañana, ya había turistas en los muelles.
Pagó, salió, anduvo bajo la sombra de los árboles hasta el puesto de periódicos.
Siempre hace un efecto extraño ver la propia cabeza en primera página.
Con el periódico doblado fue a sentarse en un banco del paseo. Estaba solo.
A la derecha de su foto estaba la de Frantz en uniforme de gala de oficial de las SS.
Cerró los ojos, el azul del cielo invadió sus párpados, le habría gustado quedarse así hasta la muerte, hasta que… Lentamente inició la lectura, las letras se le antojaban minúsculos seres negros y amenazantes, a punto de saltarle a los ojos.
«Ayer por la tarde se descubrió en el domicilio del señor Delanay, rico comerciante parisino, avenida Barres, n.° 14, el cadáver de un antiguo oficial nazi cuyo rastro se había perdido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Dicho hombre tenía nueve heridas de bala y señales de haber permanecido sumergido bajo el agua recientemente. En estos momentos la policía está buscando a Delanay que se ausentó la víspera, después de avisar a sus colaboradores, pero sin decir su destino. Hay que señalar que el señor Delanay era el propietario del supermercado asaltado recientemente en París en las circunstancias que ustedes ya conocen. Así pues, ambos asuntos parecen estar relacionados. Hay que tener en cuenta que en fecha reciente, el señor Delanay cobró de su compañía aseguradora la cantidad que le fue robada. Sus declaraciones sin duda podrían aportar mucha luz en este complicado asunto que vuelve a estar en primer plano de la actualidad a raíz del macabro descubrimiento de anoche. Según últimas informaciones la presencia de Delanay habría sido señalada en Suiza.»
Habría sido preciso poder pensar lentamente, encontrar los detalles, construir un razonamiento perfecto que hiciera que la presencia del cadáver de Frantz fuese absolutamente normal. Pero era incapaz de hacerlo, el sol le absorbía los sesos y le entraron ganas de beber, pero entrar en un bar era demasiado arriesgado. Por lo demás, todo era demasiado arriesgado para él en aquellos momentos.
Volvió al coche, se sentó al volante y pensó que mientras estuviera circulando no podría ocurrirle nada. Ni hablar de volver al hotel, donde se había inscrito con su nombre verdadero, como un imbécil.
Entró en el río de automóviles y se dejó llevar hasta el centro de la ciudad.
Había gente en el atrio de la iglesia. Niños endomingados con calcetines hasta las rodillas, muchachas con vestidos de tejido ligero y color claro. Llevaban relucientes trenzas y sus ojos de buenas chicas brillaban a la luz.
Delanay se detuvo y penetró en la nave. Dos horas al fresco, y sentado.
Escogió un sitio detrás de una columna y hundió el rostro entre las manos.
Buscando una solución, decidió irse a Berna. Allí conocía un pueblo a orillas del lago de Thoune donde podría quedarse unos días, durmiendo en la montaña. Sí, aquello era lo que debía hacer.
Salió poco antes de la misa mayor y volvió a encontrarse en la plaza inundada de sol. Siguiendo calles estrechas fue a un mercado, y compró salchichón, cerezas, dos tabletas de chocolate y seis botellas de cerveza en un paquete de cartón.
Volvió al coche y tomó la dirección del antiguo palacio de la Sociedad de Naciones.
Puso el coche a la sombra y comió las provisiones bebiendo dos de las seis cervezas. Entró en un parque, se sentó en un banco y se durmió agotado por las emociones.
Le despertó un ligero golpe en una pierna, a sus pies vio una pequeña pelota con estrellas blancas y un niño que estaba mirándola. Recogió la pelota y se la tiró. Su corazón debía de latir a ciento veinte pulsaciones. Eran cerca de las seis.
Decidió pasar por Neuchâtel para llegar a la montaña.
Atravesó el jardín y se dio cuenta de que había aparcado frente a una tienda de artículos deportivos. Después de todo, hay gente que no lee el periódico los domingos. Entró y compró un saco de dormir y una máquina de afeitar a pilas.
Tuvo que esperar que le envolvieran sus compras con papel de colores y que le pusieran un lazo. Miraba los dedos de la dependienta afanarse por conseguir un efecto elegante. Apenas llegado al coche bebió de un trago otras dos botellas, pero la cerveza caliente no le quitó la sed.
Dio el contacto y descendió hacia el lago.
Ahora la circulación era densa; el chorro de agua subía recto y estallaba en polvo al final del recorrido.
Pensó que sería preferible circular de noche, así que entró en un párking vigilado y cogió una entrada para el primer cine que encontró. En las paredes había una especie de tragaluces en forma de paquebote. Se hundió en su asiento y deseó que la película no terminara nunca.
A las nueve salió a la calle ya oscura y subió al coche.
Giró por la primera calle a la izquierda, y mientras miraba si venía alguien por la derecha, no vio al perro que se le echó bajo las ruedas. Oyó el breve chillido y aceleró.
Por el retrovisor vio al guardia llevarse el silbato a la boca, y aceleró aún más para no oír el pito estridente que hizo volverse a los transeúntes. Tomó una curva sin frenar lo más mínimo, y un autobús subió a la acera para evitarle, reventándose un neumático con el bordillo. En la plaza del centro, mientras llegaba a toda velocidad, se puso la luz roja. Perdió la cabeza, cruzó la línea blanca y arremetió de frente. Los faros le deslumbraron, sintió un choque violento, la portezuela se abrió sola y se encontró en la calle. Con la pistola en una mano y el paquete del dinero en la otra, disparó una vez hacia adelante, y otra hacia atrás. Bajo la luz del neón, varias formas se echaron al suelo y él echó a correr por una callejuela.
Corría con todas sus fuerzas, sintiendo cómo el rumor aumentaba tras él.
Atravesó sin resuello una plazoleta, vio unas sombras delante, disparó una vez más y se metió debajo de unos soportales. Sin atreverse a encender la luz, subió las escaleras de cuatro en cuatro.
Se detuvo en lo alto. Se sentó, las lágrimas caían sin cesar por su rostro. Le quedaban seis balas en el cargador.
Los ruidos le llegaban atenuados por el grosor de los muros. Se acercó a un tragaluz y miró a la calle: había ya dos coches bloqueando el paso, y vio el destello de los cascos. Retrocedió lentamente en la sombra, y levantó la vista: la luna brillaba a través del tragaluz. Abrió, y diez segundos más tarde, estaba encima del tejado, vacilante en medio de la noche.
Lo más difícil era dominarse para no correr. Ya no oía las sirenas de la policía que, como un lejano murmullo se habían ido desvaneciendo a medida que avanzaba. Andaba de prisa, internándose en lo que se le antojaban las afueras de la ciudad.
A su alrededor, las anchas calles estaban desiertas, los edificios se elevaban, oscuros; aquí y allá, rectángulos de luz desprendían una impresión de miseria clínica y aséptica. Pasó junto a un bloque de viviendas que le pareció interminable, y contó diecisiete paradas de autobús. En cierto momento miró el reloj y vio que se había roto con el choque, cuando el accidente, y que la muñeca le sangraba ligeramente. Empezaba a dolerle el talón, y tuvo miedo de tener una ampolla que haría imposible cualquier marcha algo larga. Las calles estaban desiertas, y después de que las casas se fueron espaciando, llegó a una zona de descampados, en el límite de la ciudad.
Se detuvo.
Hizo el balance, era sencillo: su foto estaba por todas partes, le perseguía la policía de varios países, había disparado… No irían con contemplaciones. Estaba perdido.
Se agachó entre las ruedas mojadas de una excavadora y puso la bolsa de los millones entre sus piernas. La culata del colt le cortaba la respiración, éste era el lado positivo: tenía dinero y un arma, pero ¿quién podría salir bien sólo con esto?
La respuesta surgió como escrita sobre la oscuridad con letras luminosas. Sí, había un hombre capaz de salir bien, sólo uno: Reiner.
Desde hacía un montón de tiempo escapaba a todos, seguiría escapando siempre, mientras que él, Delanay, no había nacido para hombre perseguido.
Hacía demasiados años que vivía en medio del lujo para poder soportar mucho tiempo aquel ambiente de catástrofe que le rodeaba: aquel hormigón, las masas de chatarra que se le caían encima. Se le apareció rápidamente su piso del Bois de Boulogne, con las moquetas, el mármol negro del cuarto de baño, el bar, los cromados, los cuadros sumergidos en la penumbra cálida y tamizada, y Varna, Varna, su cuerpo espléndido y perfumado retorciéndose entre las caras sedas.
Dios mío, y él había ido a parar allí, acurrucado en el barro frío, con su cara en los periódicos, él, Delanay, como los desgraciados que desvalijan las cajas de los colmados.
No, no era posible, había que salir de aquello, no podía dejarse atrapar, antes que nada era preciso reflexionar con calma.
Empezaba a hacer frío, se levantó el cuello de la chaqueta de ante y se arrimó aún más a las orugas enormes de la excavadora.
El silencio era total.
Reiner, sí, Reiner sabía cómo escapar, y si era capaz de escapar él, siendo dos la cosa sería más fácil, aquel hombre tenía el sombrero lleno de trucos, pero ¿aceptaría? Delanay le había traicionado al mandarlo a casa de Laferrière cuando la policía estaba allí, y además se había largado con el paquete entero.
Aquello no era lo convenido ni muchísimo menos…
Pero bien pensado, sí, claro, podía decir que la trampa la había montado Frantz él solo, y por aquel motivo él mismo se lo había cargado, y que, cogido por sorpresa, el pánico le había dominado, había huido con el dinero. Era fácil que Reiner picara. La operación le costaría treinta millones, pero más valía salir vivo con treinta millones que diñarla con sesenta. Era preciso que Reiner fuera a buscarle.
Cambió de posición dolorosamente, y se concentró. Había que darse prisa, le parecía que por el horizonte el cielo se hacía más claro, sí, iba a romper el alba.
Pero ¿cómo ponerse en contacto con él? Reiner no tenía dirección, ni número de teléfono, aparecía siempre sin que se supiera de dónde salía. No, era imposible, no había que pensar en ello. La última luz de la última esperanza acababa de apagarse.
La cabeza de Delanay cayó sobre sus brazos cruzados sobre las rodillas, la fatiga le arrebató, y se hundió como una bala en un sueño dificultoso, poblado de amenazas indistintas, las sombras pasaban amenazadoras, hacía un esfuerzo por correr, pero no conseguía avanzar, corría, corría siempre, cerraba la puerta de golpe tras él, y se derrumbaba sobre el sillón, frente a él Frantz le miraba, sentado en otro sillón, agujereado por las balas, el alemán sonreía y agitaba débilmente una mano, Delanay quiso gritar, en el momento en que abría la boca entró Varna, iba desnuda, había otra muchacha detrás de ella, y…
Delanay se estremeció y se crispó, un coche pasó por la carretera a ciento cuarenta, a diez metros de él: ya era de día.
El círculo de fuego de la jaqueca le apretó las sienes. Se sacudió y se puso de pie. El dolor partió del talón y subió hasta los muslos en lentas ondulaciones.
Gimió y reanudó la marcha cojeando, como única silueta humana en la carretera gris de una sucia madrugada.
Le perseguía su sueño… Frantz, Varna y la chica de detrás que iba a ver justo en el momento en que el coche le despertó.
Cerró los ojos y, al momento, la última imagen del sueño apareció sobre la negra pantalla de los párpados, precisa como una diapositiva: la pared color crema, la mesa baja, Varna teñida de rubio avanzaba, y detrás de ella vio las placas de metal, las piernas delgadas, la sonrisa de los ojos avellana: Laurence.
El mecanismo se dispara. Delanay se detiene.
La cocina, por la mañana, ella apoyada en la nevera, habla: -¿Volveré a verte?
- Tal vez…
Reiner sale, la puerta se cierra, ella se queda sola:
- Más vale esto que nada.
Él se acerca: «¿Un flechazo?»
Ella no responde, y se marcha sin pedirle la cantidad estipulada.
Éste es el medio, la oportunidad, una posibilidad entre mil tal vez, pero no hay que desaprovecharla, no hay otra.
Saca la libreta, hay pocos nombres, pero sí el que necesita: L, Laurence.
DAN-04-50. Hay que probar suerte.
Toma una calle transversal, frente a él, en línea recta, ve unos tejados, un pueblo: allí o en ninguna parte, no había elección.
Dolorido por la incómoda noche, se abrochó la chaqueta y agarró más fuerte la cartera. Aunque seguía cojeando, apretó el paso.
Las calles estaban desiertas. En el preciso instante en que pasaba por delante de una lechería, la persiana de hierro subió con estrépito. Por la luz, que se había hecho más intensa, calculó que serían las siete.
Esperar que abrieran la oficina de correos y teléfonos era arriesgarse demasiado. En estas oficinas siempre hay gente, demasiada gente.
Giró a la izquierda, tomó otra pequeña calle a la derecha, y pensó que aparte de la lechería no había más tiendas en aquel maldito país.
Empezó a ponerse nervioso cuando vio lo que andaba buscando: un estanco-bombonería, la tienda que vuelve locos a los turistas de paso que regresan cargados de puros y tabletas de chocolate. Estaba abierto, pero no había nadie, ni en la tienda ni tras el mostrador. Frente a la puerta, un Fiat.
Delanay sintió que el sudor le bajaba por la espalda y reprimió un sollozo de miedo. Respiró hondo y entró.
Sobre la puerta se produjo un suave ding-dong de campanilla. Estaba solo en la tienda, y estuvo a punto de sentarse en una silla junto a la pared, pero se contuvo.
De lo que debía ser una cocina salió una señora anciana que le miró fijamente. Llevaba un delantal y sus cabellos de un gris intenso y recogidos le ocultaban las orejas. -¿Qué desea?
Consiguió sonreír, cogió tres cartones de tabaco rubio y diez tabletas de chocolate de colores variados escogidas al azar.
Pareció encantada, no debían de abundar los clientes por allí. Preguntó: -¿Es usted francés?
- Sí.
Él pareció vacilar, y añadió:
- A propósito, querría pedirle un favor…
- Estoy a su disposición.
Su boca, apenas arrugada, formaba un pequeño círculo en medio de la cara.
- Tengo que llamar urgentemente a París, no puedo esperar a que abra la oficina de teléfonos, y si no fuera mucha molestia… ¿Podría llamar desde su teléfono?
Estaba recuperando su aire mundano. Ella agitó los brazos en el aire. -¡Pues no faltaría más! Permítame…
Ella pasó delante y abrió una puerta que daba a la tienda. El teléfono estaba sobre una consola plastificada. Le temblaban las manos cuando descolgó. La centralita respondió en seguida, pidió París y la respuesta fue inmediata:
- En seguida, señor.
El corazón de Delanay palpitaba… Era demasiado hermoso, la anciana había salido a la tienda, con un poco de suerte… el timbre empezaba a zumbar, ojalá…
Al tercer zumbido se oyó descolgar y una voz -¿Dígame? -¿Laurence?
- Sí.
Bajó la voz, protegiendo el aparato con la mano derecha.
- Soy Delanay.
No hubo respuesta, ni un suspiro, el silencio le aterrorizó y dijo muy de prisa:
- Escúchame bien, tienes que ver a Reiner, ¿me entiendes?, encuentra a Reiner de la forma que sea, yo sé que le sigues viendo, y dile esto, él ya comprenderá: le espero en la ciudad de oro, recuerda esto: que tome el avión lo más rápido posible, tengo su dinero, su parte, quiero devolverle su parte, fue el miserable de Frantz quien apañó lo del asunto de Niza. Díselo todo, y que venga.
Hablaba en voz baja, precipitadamente, y sobre todo no quería oírle decir que era imposible, eso sí que no.
Laurence le interrumpió:
- De acuerdo.
Tuvo un miedo loco de que colgara y lanzó: -¿Puedes localizarle? ¿Le has vuelto a ver?
- Algunas veces.
- Pues hazlo, hazlo de prisa. Hay un buen pellizco para ti si…
- De acuerdo…
Delanay dejó el teléfono. Laurence había colgado.
Quedaba sólo una posibilidad entre mil, pero era preciso esperar la llegada del gángster.
- Por favor…
El rostro anciano volvió a aparecer. -¿Ha podido hablar?
- Sí -dijo Delanay-. Gracias.
Le tendió un billete de cinco mil.
- Sí, por favor. Es por las molestias.
La mujer al fin aceptó, y él salió. Cuando llegó al umbral, dio media vuelta; ella seguía allí. -¿Es suyo el Fiat que está frente a la puerta?
- Sí, bueno, de mi marido, pero es de aquí.
Se desabrochó el chaquetón y blandió el Colt.
- Entonces, páseme las llaves.
Lo peor sería si se desmayaba; pareció que las rodillas se le doblaban. La agarró por un brazo para impedir que cayera, y la sacudió.
- Las llaves, rápido…
Miraba fijamente aquel rostro asustado. Aquello iba lento, demasiado lento, podía aparecer alguien y… Ella se repuso y murmuró sin llegar a entender:
- Claro…, las llaves…, sí…
Sus manos resbalaron por encima del mostrador, los papeles cayeron al suelo en torbellino, quiso abrir el cajón, pero no lo consiguió. Las lágrimas comenzaron a asomar en los ojos gastados. Estaba agitada:
- En seguida…, se las doy ahora mismo…
Cuando consiguió abrir el cajón, la puerta se abrió a su vez.
Con una sincronización perfecta, el brazo que llevaba el arma giró, el hombre levantó los brazos, y el periódico que éste llevaba cayó al suelo. Delanay bajó los ojos durante una fracción de segundo: escrito en gruesos caracteres de cinco centímetros de alto leyó un nombre: DELANAY.
El dedo apretó el gatillo, el hombre salió despedido hacia atrás, chocó contra la pared con violencia y se derrumbó sobre el mostrador. Delanay arrebató las llaves de las manos de la anciana, y cuando el estrépito del disparo aún no se había apagado, arrancó machacando el ala izquierda contra un camión aparcado. Vio girar un poste indicador: BERNA. La carretera estaba libre y aceleró a fondo.
La rueda de la fortuna giraba de prisa en las últimas veinticuatro horas.