CAPÍTULO VII

EL ATRACO

Alexandre se subió el pañuelo, sacó la metralleta y la dejó a punto. De un empujón mandó a paseo a un gordinflón que se apretujaba contra él, y sin respirar mandó treinta y dos balas a las alturas.

En el extremo opuesto, Laferrière vació su cargador diez centímetros por encima de las cabezas, hubo un movimiento de oleada, y el primer carro cayó al suelo. Reiner dio un paso adelante y apretó su colt contra la oreja colorada de la cajera gorda; vio en primer plano cómo sus ojos se agrandaban. Sintió en la mano izquierda el golpe de un joven robusto, con la otra mano levantó su pistola ametralladora y golpeó hacia arriba con el cañón. El forzudo salió despedido, atravesó la multitud y fue a derrumbarse junto a los trajes de baño.

No te pongas nerviosa -dijo Reiner, y avanzó en medio de los rostros aterrorizados. Empezaron los gritos, la multitud intentó retroceder y las pilas de conservas se desmoronaron.

El Portugués tenía la caja más concurrida, tiró describiendo un semicírculo, una curva mortal que fue a dar en la sección de aperitivos, así despejó un poco.

La encargada lanzó un grito penetrante que parecía no acabar nunca, él recogió las dos bolsas de debajo del mostrador y vio a un enmascarado avanzando con otras dos bolsas. Al pasar frente a la caja, el individuo sacó un revólver automático y, sin detenerse, disparó sobre la muchacha, pulverizando su aterrorizada expresión. El Portugués empezó a correr a su vez, disparando de vez en cuando hacia el techo. Ya no quedaba nadie a menos de diez metros de las cajas.

Las cajeras, más blancas que sus blusas, les dejaban hacer, siguiendo con la mirada las armas que las apuntaban.

Flaviot vació los cajones en un saco que sostenía Rolland y pensó: «y esos coches, por Dios, qué pasa con los coches…» El cuerpo de la muchacha abatida se había dislocado sobre el cajón; De Mallaud, con el cañón de su pistola la apartó para coger el dinero. La sangre lo había salpicado todo, los billetes estaban untados de ella. Felipe sintió una náusea y apretó los dientes. Luego tendió la bolsa abierta a De Mallaud, quien metió el dinero. Como en medio de una bruma vio al Portugués que vaciaba su colt destrozando unos maniquíes. El ruido era ensordecedor y esbozó el gesto de taparse los oídos.

Reiner vio que no quedaba ya ni un céntimo que llevar, e hizo una señal a Laferrière, el encargado de conducir el segundo coche. Luego echó a correr.

De un salto se subió a uno de los stands, luego tomó impulso y fue saltando de mostrador en mostrador por encima de los clientes tendidos por el suelo.

Entre el último mostrador y el coche quedaban veinte metros y una alfombra de cuerpos boca abajo. Vio los rostros lívidos, levantó el arma, y su voz se elevó tranquila a pesar de los gritos de la chiquillería y del pañuelo que le tapaba la boca: «Despejen el paso hasta los coches.» Inmediatamente se formó un espacio libre, y Reiner se lanzó, llegó al DS en tres zancadas, puso el contacto, accionó el freno de mano, y puso la primera. Sacó el brazo izquierdo, armado, por la ventanilla y despegó como los de Cabo Kennedy. Laferrière le seguía, casi tocándole.

De Mallaud les vio venir mientras zigzagueaba entre los mostradores sin dejar de disparar.

Reiner pasó por milímetros el primer stand, luego el segundo, el volante volteó entre sus manos, y giró bruscamente entre el tercero y el cuarto. Allí los cuerpos parecían demasiado densos para poder evitarlos. Cada segundo contaba Sin embargo, Reiner levantó el pie derecho y la suela aplastó el freno, las ruedas bloqueadas humearon, y el coche quedó quieto. El grosor de un cabello separaba el parachoques delantero de la pierna de un individuo que estaba allí agachado. El gangster se asomó a la ventanilla y una sonrisa se perfiló en sus ojos oscuros: «¡Hola!» dijo amablemente.

El hombre, aterrorizado, levantó un rostro que parecía diluirse en el sudor.

Se miraron.

- Cuidado con los pies -dijo Reiner.

Cuatro pares de piernas se apartaron. Reiner, sin pestañear, puso la marcha con un dedo, y partió como un cohete. Cogió la última curva en ángulo recto, vio en una fracción de segundo a De Mallaud que corría hacia él y volvió a enfilar la recta haciendo derrapar el coche. El DS salió en diagonal y chocó con uno de los stands. El golpe le hizo desviarse un poco y el parachoques trasero se llevó una tira de vestidos de verano con sus perchas. Arrastrando los tejidos multicolores, volvió a acelerar y pasó rozando los dos postes de la salida. La puerta de detrás se abrió, oyó el ruido de las bolsas que caían sobre los asientos, y los tres hombres entraron exhalando un fuerte olor a pólvora.

Flaviot no podía entrar, la puerta derecha había quedado contra la pared.

Reiner salió, y por fin Flaviot se colocó a su lado. En frente, el paso estaba libre, más adelante estaban las puertas, y después de las puertas, los escalones. -¡Agarraos! -gritó Reiner.

El motor rugió con estruendo y el coche arrancó quemando los neumáticos.

Vieron como los cristales se hacían grandes, cada vez más cerca, y el DS rompió el obstáculo como una pedrada de honda. El parabrisas estalló, un parachoques se estrelló contra un cartel publicitario y todos sintieron el choque fantástico. Los cuatro hombres se protegieron la cabeza entre las manos, y se sintieron levantados del asiento tres veces. Después, proyectados hacia la derecha, cayeron unos sobre otros. Los tres escalones habían sido salvados e iban a ciento veinte por la carretera desierta.

Reiner miró por el retrovisor. Laferrière seguía. Por la ventanilla de la puerta trasera, De Mallaud vaciaba su último cargador en cortas ráfagas.

Reiner se puso un Gauloise entre los labios: «¿Alguien tiene fuego?» preguntó.

Laferrière, electrizado, no apartaba la vista del DS que iba delante de él.

Luego su mirada fue a parar al reloj de pulsera, entre el puño de la camisa y el guante. Eran las seis y treinta y nueve minutos.

Rolland se daba masaje en la mano que se había pillado en la puerta al entrar precipitadamente.

- Es un deporte divertido -jadeó-, pero no lo practicaría todos los días.

Se volvió hacia su compañero, aquel que a veces llevaba falditas: -¿Qué tal, monada?

- Espera -dijo Laferrière-, aún no hemos terminado.

Redujo brutalmente en plena curva, y cuando bajó un poco el ruido del motor dijo: «Conservad las armas, todavía no tenemos mas que la mitad de la pasta.»

Rolland inclinó la cabeza en señal de asentimiento; él se habría conformado con aquella mitad, pero era sólo un soldado y sabía que su obligación era obedecer.

Reiner redujo la marcha. Entre dos edificios había cincuenta metros de vallas de madera, y la puerta del descampado estaba desierta. Entró y las ruedas patinaron en el barro, esquivó una grúa abandonada, y se detuvo cerca de un volquete lleno de grava.

Reiner bajó del coche y todos le siguieron. En el costado del volquete, deslizó una placa, y les mandó entrar.

Flaviot entró primero, hizo un pequeño reconocimiento y se encontró en el interior de una especie de cubo metálico cuyo techo podía tocar con la cabeza.

Comprendió que por encima del techo habían extendido una capa de grava.

Se sentó, los demás le pasaron las bolsas y se reunieron con él en la oscuridad. -¡Jo…! ¡Pues no está poco organizada la cosa! -dijo Alexandre.

Todos se callaron al oír como el segundo coche se detenía.

- Daría no sé qué por saber quiénes son esos tipos -murmuró Felipe.

- En todo caso se han hartado de disparar -dijo el Portugués.

Vieron aparecer una cabeza menuda, luego un cuerpo, luego dos, luego cinco. La plancha volvió a cerrarse.

Flaviot sintió en la oscuridad que Alexandre se agitaba e iba a bromear con una expresión tipo «¡Hola, compañeros!» o bien «Bien venidos a la tropa»; sin saber por qué, buscó con los dedos la boca de su cómplice y se la tapó con la palma de la mano. Ambos grupos se quedaron en silencio.

En la cabina del camión, Reiner se puso un pantalón y una chaqueta mugrientos, se colocó un bigote de chulo y una gorra con la visera rota, y salió por el otro extremo del solar, giró a la izquierda y tomó los bulevares exteriores a cuarenta.

Era una suerte que Delanay se ocupase también de empresas constructoras.

Mientras iba conduciendo recordó el asesinato de la cajera. Aquello no estaba en el programa. Sabía quién había disparado, y no permitía aquel género de iniciativas.