CAPÍTULO IX

MASACRE

Son las tres de la madrugada. El silencio es total, incluso las ranas y los sapos se han callado.

Es el momento del relevo de la guardia, y De Mallaud y el Marica van caminando por el estrecho sendero. De pronto, De Mallaud se detiene.

Con la culata de la pistola cava un agujero entre las hojas muertas. Cuando ha despejado un espacio suficiente, saca una granada defensiva del bolsillo interior dé su impermeable, anuda la espoleta a un hilo de nylon cuyos extremos ata sólidamente a dos árboles situados a cada lado del camino, y lo disimula con hojas. Cuando algo choque con el hilo, éste accionará la espoleta y habrá carne picada en un radio de veinte metros.

De Mallaud se levanta, pasa cuidadosamente por encima del invisible hilo, acaricia la cabeza de su compañero y ambos vuelven a la granja.

No ha tardado ni treinta segundos en tender la trampa. Tiene práctica.

Rolland, el Portugués y Flaviot están en la cocina. Nadie duerme, no vale la pena puesto que deben marcharse en seguida. Por las ventanas se filtra la luz de la luna, y el humo de los cigarrillos difumina los rostros.

De Mallaud hace una mueca al entrar: «Esto huele a diablos.» Da algunos pasos hacia la mesa, y vuelve a marcharse diciendo: «Voy a mear.» Sale, atraviesa el porche y, a pesar de la oscuridad reinante, llega al fondo del establo sin tropezar una sola vez. Descorre el pestillo y baja los tres escalones que llevan al sótano. Es el tercer montón de heno por la izquierda.

De Mallaud se apuntala, levanta la paja y despeja la pared. Su mano se hunde entre las tablas desunidas y extrae un saco de patatas: allí está toda la pasta, se puede sentir el olor de los billetes bajo la basta tela. Vuelve a realizar la misma operación en sentido inverso. Es coser y cantar.

Alexandre Martrot, veintitrés años, después de aprobar el primer curso de licenciatura en letras, la abandona para dedicarse a otras actividades. Se une durante cierto tiempo a varias bandas de jóvenes en Vitry, y luego en Porte de Glignancourt. Intenta orientar la actividad de dichas bandas hacia actividades de envergadura, pero sólo consigue verse implicado en dos asuntos de robo de coches. En la sien izquierda tiene una cicatriz en forma de estrella. Frecuenta el hampa sin llegar a instalarse definitivamente en ella. En dicho medio se le considera demasiado influenciable, un elemento poco seguro. Fue uno de los que quisieron raptar al prefecto de policía, pero el golpe fracasó por falta de medios financieros. Excluido de todas las bandas de cierta importancia, recibe dinero de su padre, un comerciante de Limoges.

Numerosas conquistas femeninas. Posee un 2CV y una habitación en la calle de Caronne. La única amistad sólida que tiene es Felipe Cálvez, estudiante mejicano de veinticuatro años, cuyos dos hermanos fueron detenidos por las autoridades de su país, y no ha vuelto a saber de ellos en cinco años. No puede volver a Méjico. Estuvo tres años afiliado a la Mafia, pero la abandonó reprochándole la indiferencia de sus miembros ante los problemas de los países de América Central y del Sur. Ha dado una formación militar al grupo, y en este sentido le consideran su consejero técnico. No hace política.

De constitución débil, es considerado sin embargo un elemento peligroso.

Uno de sus slogans hizo fortuna entre sus compañeros: «No hay que pelear, hay que matar.» Es el mejor tirador del grupo. Entrena a los demás en descampados, sobre diana móvil, y con fusiles Smith y Wesson provistos de silenciador. No tiene domicilio fijo, en los últimos dos años no se ha acostado dos veces en la misma cama. La policía mejicana lo tiene fichado como elemento peligroso, pero ha perdido su rastro. Realiza dos viajes clandestinos a España, llevando doce kilos y medio de heroína en los guardabarros de un Volskwagen. Habla francés sin el menor acento.

- Vámonos -dijo Felipe-. Ya estoy harto de esperar, tengo los nervios a punto de estallar.

Alexandre, tendido sobre la hierba, no se mueve.

- Bueno, ¿qué haces?

Alexandre finge desperezarse con placer, en realidad está retrasando cada uno de sus movimientos. Está en baja forma, en los últimos días se siente vulnerable, como si llevara continuamente una enorme diana en la espalda. Sabe muy bien que no es un buen tirador, y que sólo desea una cosa: largarse cuanto antes.

- Felipe… -¿Qué?

- El sábado, me rajé…

- Nadie se rajó. Pero ¿qué te pasa? Habla…

- Todo esto me huele muy mal.

- Habla -repite Felipe.

- Escucha… -Alexandre baja la voz-. ¿No crees que si nosotros queremos eliminarlos, ellos también querrán hacer lo mismo con nosotros?

- Puedes estar seguro -dice Felipe inexorable-. Es por eso que hay que dar primero.

En medio de la oscuridad, el rostro de Felipe se acercó al de Alexandre.

- Necesitamos la pasta, ¿entiendes? Toda la pasta.

Las palabras penetran en el cerebro de Alexandre como martillazos.

- De acuerdo -dice lentamente-. Pero estoy seguro que esto va a terminar mal.

El rostro de Felipe sigue invisible en la noche.

- Sí -dice-. Va a terminar mal para ellos.

Alexandre le ve alejarse entre los árboles. Coge su arma por el cañón y le, sigue.

Reiner, en la sombra del porche, está mirando la silueta de De Mallaud.

Adivina el saco en su mano. Desde su escondrijo puede ver a Laferrière sobre el tejado, su rostro, iluminado por la luna se destaca claramente contra el fondo negro de las tejas. Reiner retrocede y se sienta sobre un tonel caído. Piensa que definitivamente todo está a punto de estallar.

Felipe tropieza: «¡Coño!» El universo se hincha como un globo y estalla en un fogonazo blanco. Tres cuartas partes de la granada le penetran en las tripas, y lo que queda de él va a estrellarse contra un árbol.

En la cocina, los tres hombres se sobresaltan y se miran durante tres segundos. Rolland está solo contra los otros dos. «Estoy perdido, piensa, a menos que…» De un puntapié derrumba su silla y se lanza bajo la mesa en el mismo momento en que el Portugués dispara con las dos manos hacia el sitio que antes ocupaba su cabeza. Rolland se golpea con una pata de la mesa, empieza a aullar y dispara al azar girando sobre sí mismo.

Flaviot se agacha, y a una distancia de tres metros lanza una lluvia de doce balas que entran todas en la parte izquierda de la espalda de Rolland. Muerto éste, aún aprieta el gatillo del Luger, y la última bala atraviesa una cazuela, hace saltar el yeso de la pared, rebota y va a dar contra el pie de Flaviot, rompiendo el cuero del zapato. A pesar del dolor, Flaviot se levanta y echa a correr hacia la puerta. Llega al mismo tiempo que el Portugués. Allí les espera el fuego cruzado de Laferrière desde arriba y De Mallaud desde abajo. Ambos disparos resultan cortos y levantan fragmentos de barro seco. Los dos hombres retroceden, chocan entre ellos y caen arrastrando dos sillas en su caída. De un salto, De Mallaud sale de la sombra, se sitúa en línea recta frente a la puerta y empieza a disparar sin interrupción. Rodando sobre sí mismo, Flaviot se aparta, pero el Portugués tarda un segundo y recibe dos balas seguidas, una en la ingle derecha y otra en la clavícula.

Silencio completo.

Flaviot oye un jadeo. -¿Estás mal?

- Mala suerte. -La voz parece rota. Las manos de Flaviot aprietan las culatas cuadriculadas.

- Me estoy vaciando -dice el Portugués-. Estoy chorreando por todas partes.

Con los dientes apretados, Flaviot se palpa los bolsillos y vuelve a cargar.

El humo blanco se ha estancado a media altura. Hay que salir de allí. -¿Puedes andar?

- No. -La respiración aumenta de volumen. Flaviot piensa que los pulmones de su amigo van a estallar.

- Lárgate, yo te cubriré, pero antes tienes que llevarme arrastrando hasta la ventana.

Flaviot gatea y llega hasta el Portugués. -¡Ay! Por aquí no, cógeme la mano y tira…

Flaviot arrastra el pesado cuerpo hasta la ventana. Con el brazo que le queda, el Portugués rompe el cristal con la punta del cañón. Ve una vaga silueta cerca del establo y aprieta el gatillo, abre la boca y empieza a gritar como un loco, pero el ruido de las balas cubre su voz. Afuera, los fascistas empiezan a disparar de nuevo. Ahora son cuatro, el Marica y el Chicle ocupan el ala derecha.

Flaviot no podrá salir.

Retrocede. El Portugués se ha desmayado, Flaviot lo registra rápidamente y saca dos cargadores empapados de sangre. Se da cuenta que le tiemblan las manos. Tiene la sensación de estar solo frente a todos.

A Felipe y a Alex se los deben haber cargado en el bosque.

- Es culpa mía -se dice Flaviot-. Nos hemos decidido a actuar demasiado tarde, pero yo aún no estoy muerto.

Apoyándose en los codos, se arrastra hasta esconderse detrás de la mesa maciza. Desde allí ve buena parte del patio, pero los atacantes siguen invisibles.

«Cabrones» murmura Flaviot.

De Mallaud está contento. Él v Laferrière están en un punto bien protegido, de rodillas entre las ruedas de un carro.

Laferrière mira al cielo: parece que se hace de día, por el este empieza a clarear. Se vuelve hacia el paracaidista: «No podemos seguir aquí mucho tiempo, con todo este jaleo, la policía estará aquí antes de un cuarto de hora.»

De Mallaud hace un signo, en su mano salta un objeto redondo y pesado.

- Espera -dice-. Voy a hacerle salir. Tengo que llegar al centro del patio, cubridme hasta allí, ¿entendido?

- De acuerdo, ve -dice Laferrière-. Estoy deseando largarme de aquí.

Alexandre tiene tres trocitos de metralla clavados en el antebrazo izquierdo.

Ha visto a Felipe desintegrarse ante sus ojos. La explosión le ha hecho salir rodando en la maleza, y ha oído el tiroteo en un estado de semi inconsciencia.

Cuando ha reinado cierta calma, ha salido de entre los arbustos que le aprisionaban, y ha seguido su avance manteniéndose a cubierto.

Es extraño, su miedo ha desaparecido, no queda más que una rabia que le tranquiliza y le ayuda a fijarse un último objetivo: no reventar antes de cargarse a uno o dos. Dos sería ideal, pero uno bastaría, sería justo, sería lo normal.

Ha llegado casi a la entrada de la granja en la más completa oscuridad.

Espera. Lentamente, con gestos de nadador, aparta la tierra que se ha pegado bajo el túnel de protección del punto de mira. Como un alumno aplicado sigue al pie de la letra los consejos que le dieron para la técnica de los combates callejeros.

Sabe que no es un buen tirador y que necesita tener todas las ventajas a su favor. Apoya la mejilla en la culata y procura respirar con regularidad, no pensar en nada, en nada más que en… Se ha movido, hay uno que se ha levantado, todavía no, no hay que disparar aún.

Comprueba el alza, mira si el gatillo está bloqueado. El dedo medio bajo el guardamonte, el índice se desliza hacia el extractor. «En este momento, no hay en el mundo una persona más tranquila que yo», piensa Alexandre.

Surgen fogonazos por todas partes, se produce un gran estrépito de disparos. Alexandre sigue con el cañón el recorrido de De Mallaud. «Párate, murmura, párate aunque sólo sea un segundo, uno solo…»

De Mallaud se para. Levanta el brazo para lanzar su última granada, Alexandre aplasta el gatillo y suelta una ráfaga.

De Mallaud se parte en dos, se echa hacia delante por efecto del impacto, luego otro golpe le detiene, y un tercero le lanza de cabeza al estercolero. No ha soltado la granada, que hace explosión, arrancándole el brazo y levantando una lluvia negra que cubre su cadáver.

El Marica hace girar el arma, la ráfaga vino de detrás, empieza a disparar hacia el bosque.

Alexandre siente que le invade una alegría inmensa. Ya va uno, hay que hacer otro esfuerzo, tal vez con algo de suerte… Ante él, ve los blancos destellos de las balas que le apuntan, y que sólo logran destrozar las hojas. Detrás de esta traca hay un tío. Alexandre coloca la mira en el centro del fuego, luego sube medio centímetro y envía una segunda ráfaga que le sacude como a un ciruelo.

No se pierde ni una bala, el Marica las encaja todas entre el ojo derecho y la mandíbula, salta por encima del carro y cae como una tortilla.

Flaviot comprende la situación y sale de su guarida revólver en mano. Era demasiado pronto, el Chicle lo parte en dos de una ráfaga.

A Alexandre no le queda ni una bala, busca un cargador pues debe de haber perdido el Colt, le resbaló del cinturón. Se levanta y corre por la pendiente abajo a través de los matorrales. Sería idiota morir ahora, corre alocado en zig-zag, el corazón le palpita, acaba de tener una idea: tengo que salir de aquí, y sólo hay una salida, la carretera…

Laferrière es el primero que comprende que todo ha terminado. Sale disparado, recoge el saco, echa a correr hacia el cobertizo y salta a la cabina del camión volquete. Las manos tientan bajo el volante… las llaves están ahí… contacto. A su lado, el Chicle, lívido, se coge al parabrisas cuando el trasto arranca, rebota sobre el piso irregular y enfila el camino por donde vino. -¿Tienes el dinero?

Laferrière no responde, y el Chicle sabe que acaba de hablar en vano. Sin el dinero, Laferrière nunca se habría marchado.

Llegaron diez. Se marchan dos. Uno de la otra banda ha logrado escapar.

Pero, a propósito, ¿dónde está Reiner?