CAPÍTULO VIII
La cabina tenía una vibración agradable.
Reiner subía una cuesta a veinticinco por hora. Detrás de él, la fila de coches se alargaba cada vez más. Por el retrovisor veía los destellos del sol sobre la cola de carrocerías. «Es el fin de semana, se dijo, si se les ocurre poner controles habrá bronca.»
En la guantera llevaba la documentación bastante grasienta y un bocadillo envuelto en un periódico.
Volvió a poner segunda, y cuando llegó al final de la cuesta hizo una amplia señal con el brazo. Unos cincuenta coches le adelantaron a toda velocidad, al parecer felices de liberar una potencia contenida durante demasiado tiempo.
Llegó a los cincuenta por hora, y la aguja del velocímetro no pasó de esta cifra. Calculó que dentro de media hora, más o menos, estarían en Melun.
Después de pasar una amplia curva, se vio obligado a frenar en seco: Por encima de la fila de tedios brillantes vio la barrera de control a doscientos metros; dos coches blindados en la cuneta, varias motos colocadas en zig-zag, y los policías que daban órdenes de bajar a todos los viajeros.
Reiner quitó el contacto, se desperezó, cogió el bocadillo y mordió: era de rillettes, lo habría preferido de jamón.
El conductor del Simca de detrás bajó y se acercó con indolencia a la puerta en la que estaba apoyado el gángster. -¿Se puede saber qué pasa? -preguntó Reiner con la boca llena.
- Pero ¿no lleva radio en su carromato?
Reiner sacudió la cabeza negativamente, y varias migajas salieron despedidas.
- Han asaltado un supermercado, pero se trata de un golpe por lo grande, eran al menos veinte, y han matado a una dependienta. ¿Qué le parece? Hay que estar loco…
- Yo creo que están chalados -opinó Reiner-. Y ¿se han llevado mucho?
- No han dejado nada, aún no se sabe bien, pero deben ser unos treinta millones, ¡imagínese, un sábado por la tarde…! Ha habido heridos, claro, con el pánico, y las mujeres y los niños por medio… Yo, lo que digo, es cosa de política, a mí no me engañan.
- Puede -dijo Reiner-. O si no, drogados. No llegarán muy lejos.
- Bueno, por fin avanzan -dijo el hombre, regresando a su coche.
Reiner dio el contacto y arrancó pesadamente. Empezaba a ver mejor, y se dio cuenta de que los cargadores de las metralletas estaban a punto.
Un motorista seguía la fila, inmóvil de nuevo. La funda de la pistola, abierta, saltaba junto a su muslo. Reiner terminó el bocadillo y se limpió los dedos con la chaqueta. Sonrió al policía, que se detuvo a su altura.
Reiner se asomó:
- Pero ¿qué ocurre exactamente?
- Un atraco en un supermercado, ha habido muertos.
Tenía la cara casi circular, como la de un muñeco.
- No llegarán lejos -dijo Reiner.
El motorista hizo un gesto de fatalidad. «Eso espero» dijo. Bajó de la moto, la puso sobre el caballete, se apoyó en la rueda del camión para levantarse y miró hacia la carga. Con su guante de cuero removió un poco la grava y volvió a bajar de un salto.
- Su documentación por favor.
Reiner se la dio. -¿Va muy lejos?
- Es material para unas obras, en Mennecy.
El motorista examinó los papeles y se fijó en el carnet de conducir. -¡Hombre! ¿Es usted de Draguignan? -¿Lo conoce? -sonrió Reiner.
- Yo no, pero tengo un compañero que es de allí, es aquel de allá, el de la moto.
- A lo mejor nos conocemos -dijo Reiner.
El motorista indicó por señas a su compañero que se acercara.
Reiner sonrió aún más, y su mano derecha, alejándose del volante, fue bajando y se posó sobre su Cobra. Sabía que a veces la suerte cambia, pero que incluso con la suerte en contra, nunca hay nada completamente perdido.
El segundo motorista era más bajo, sus botas lustrosas devolvían los rayos de luz como raquetas de tenis. -¿Qué hay?
- Es paisano tuyo.
Los ojos del hombre se fueron iluminando y se posaron en Reiner. -¿Usted es de Draguignan?
- Sí, de la calle Jean Jaurés -dijo Reiner. Pensó que sería el único pueblo francés que no tuviera una calle Jean Jaurés. -¡Vaya, hombre, yo también! -dijo el policía-. Entonces conocerá el bar de Tite.
- El vermut después de la petanca -dijo Reiner-. Nunca fallaba.
El motorista se echó a reír y preguntó: -¿Tirador o punteador?
- Se me da mejor tirar -dijo Reiner-. No creo haberle visto por allí, claro que ahora ya no voy a menudo. ¡Qué le vamos a hacer, el trabajo!
- Bueno -dijo el motorista-, ande, váyase.
Reiner embragó.
- Ya nos veremos donde Tite, v ¡que tengan buena cacería! -¿Quién sabe? -dijo el motorista-. Si va por allí dé saludos a Vroum-Vroum de mi parte.
- Se los daré.
El camión se puso en marcha precedido de dos policías que hicieron una señal a los otros para que lo dejaran pasar. Reiner repartió saludos y se alejó a poca velocidad.
Dentro del camión, a los nueve hombres ya no les quedaban uñas que morder.
Dejó la nacional tres kilómetros después de Melun, y se adentró en una pequeña carretera que iba campo a través. Cruzó dos pueblos desiertos, a través de las ventanas abiertas se veían los rectángulos luminosos de los televisores.
Recorrió aún unos treinta kilómetros antes de entrar en un camino bordeado de una fila de árboles que ocultaban el paisaje. De repente se detuvo: estaban en el patio de una granja.
Rodeó un estercolero, estuvo a punto de cargarse un pato y entró en el cobertizo en marcha atrás. Se colocó entre dos tractores.
Bajó, corrió el panel de acceso al camión y dijo: «Podéis bajar.»
Sin volver la cabeza atravesó el patio y entró en una gran cocina vacía que tenía el piso de tierra apisonada. Se sentó en una silla de paja, encendió un Players, y empezó a balancearse lanzando hacia el techo círculos de humo perfectos y blancos.
Entraron los demás trayendo las bolsas repletas y los sacos en los que habían metido el dinero de los cajones.
- Bueno -dijo Reiner- hasta aquí la primera etapa. Os advierto desde ahora que sólo vamos a quedarnos aquí tres días. Después, os iréis por separado, o todo lo más, en grupos de dos. Por el bosque, son veinticinco kilómetros hasta Melun, y allí tomáis el tren para París. En la estación de Lyon, ya os las apañaréis. Hasta entonces vamos a poner toda la pasta junta, y la metemos en la bodega, yo os diré dónde. Este lugar está desierto, pero para más seguridad vamos a montar guardia, dos centinelas por cada lado, a trescientos metros de la granja. Arreglaos para los turnos. La cuestión de la comida está prevista, no habrá problemas. En el aparador tenéis barajas.
Nadie respondió.
Flaviot miraba frente a él, al otro lado de la mesa, al tipo que mascaba chicle.
Estaba seguro de haberlo visto antes, pero no alcanzaba a recordar dónde. Se levantó, accionó el cerrojo medio estropeado del aparador Enrique II, y empezó a barajar las cartas. «¿Una partida?» propuso.
Felipe, Alex y el Portugués se acercaron. Los demás se quedaron impávidos hasta que Laferrière se movió. Señaló con el índice a Rolland, De Mallaud y al del chicle. «De guardia» dijo. Salieron con paso cadencioso. Los cuatro jugadores escucharon el ruido de las suelas que se perdían chapoteando en el fango del patio.
Felipe ganó una jugada, se fijó en el último del grupo, Laferrière, y le pareció que tenía cara de marica. Y gruñó: «Pero ¿quienes son estos tíos?»
Desde su silla, Reiner observaba con los párpados semicerrados.
Paul Donner, alias «El Marica», de origen alemán, su padre muere en la batalla de Stalingrado. Su madre, prostituta notoria, es internada por desarreglos mentales. Se encarga de El Marica un movimiento clandestino, el PNNNS (Partido Neo-Nacional No- Socialista). Allí encuentra a Laferrière. Las relaciones entre ambos son las propias entre amo y esclavo. Oficialmente es su secretario. Los tests psicológicos le atribuyen un coeficiente intelectual muy bajo (56). Es extrañamente taciturno, y un asesino nato. Ofrece claros síntomas de sífilis hereditaria.
Philippe Destré, alias «El Chicle». Es el proletario de la banda. Hijo de obreros agrícolas de la región de Mesina. Se alista a los dieciocho años como voluntario. Fue sargento durante la guerra de Argelia, pero se vio obligado a abandonar el ejército por haber vendido a la población musulmana dos camiones de alpargatas de tenis y de ropa destinados a los familiares necesitados de los soldados. Vive a salto de mata en la región mediterránea, concretamente por Antibes y Frejus. Se convierte en uno de los elementos principales de las fuerzas de choque de los estudiantes de derechas de la Facultad de Ciencias.
Participa en todas las manifestaciones en las que hay que «dar palo a los rojos», hasta que Rolland se fija en él por su maestría con la porra. Es el único que tiene una amante fija, pero la oculta cuidadosamente porque es de origen tunecino.
Temperamento impetuoso. Se dedicó a la venta de coches de ocasión durante seis meses.
Estos dos hombres participan en las discusiones del grupo, pero implícitamente reconocen carecer de poder de decisión.
«Y éstas son nuestras últimas noticias…»
Felipe guardó la sota y dejó sobre la mesa las cartas que jugaba.
«No se ha obtenido ningún resultado importante en lo referente al atraco del supermercado, a pesar de las extraordinarias medidas adoptadas. La policía ha realizado numerosas detenciones, pero los atracadores aún no han sido encontrados. Según fuentes bien informadas, se supone que se encuentran en las cercanías de París.
«Recordamos que el botín de dicho atraco se eleva a unos treinta millones de francos antiguos. Un comunicado de última hora declara que la señora Servant, herida por dos disparos en la médula espinal, acaba de fallecer en el Hospital de Broussais. Con ello se eleva a dos el número de víctimas de este atraco que parece ser el más espectacular, así como mortífero, de los últimos cinco años. Se sospecha que tal vez el famoso Reiner, que sigue en libertad, esté complicado en este atentado. En estos momentos, la policía realiza investigaciones en todos aquellos medios susceptibles de conocer a los hombres que fueron cómplices suyos. Se han practicado veinticinco detenciones.»
Flaviot soltó un taco; se había quemado los dedos con la cerilla. Acababa de acordarse de dónde había visto antes al del chicle, volvió a ver el patio de la Sorbona, la carga con los cascos y las barras de hierro, en medio de la primera fila, había un tipo de mirada dura que mascaba chicle. Ya está, pensó Flaviot, ya lo tengo. Son fascistas.
En cuanto le fuera posible, avisaría a los demás.
Naturalmente, ni hablar de dejarles su parte de botín. De momento era lo único claro.
De todas formas, había que esperar un poco, tampoco era cuestión de echarse a la carretera con toda la policía en pie de guerra.
Flaviot y Alexandre movieron lentamente los dedos entre la paja.
- Ya tengo uno -dijo Flaviot, y lentamente extrajo un huevo aún sucio, cogiéndolo con cuidado entre el pulgar y el índice. Alexandre lo tomó y lo puso en el cesto junto a los demás. Había al menos una docena. -¿Te parece que será suficiente?
Flaviot dio su parecer, y ambos salieron del gallinero.
El cielo era bajo, y el patio y los muros de la granja eran uniformemente grises.
Alexandre levantó la cabeza y en la parte más alta del tejado de la granja vio a Rolland con los prismáticos colgados al cuello, apretando entre las rodillas el cañón de la pistola. Les vio y esbozó un saludo.
Flaviot levantó el cesto de los huevos y gritó: «Vamos a tener tortilla.»
Vieron cómo el otro se frotaba las manos. Atravesaron el patio.
- Así que confraternizando con el enemigo, ¿no? -dijo Alex.
- Es el que tiene menos cara de bestia -dijo Flaviot.
- Porque es el único que tiene miedo.
Flaviot dejó el cesto y encendió un cigarrillo.
- Y tú -preguntó-, ¿no tienes miedo?
- Igual que tú -dijo Alexandre.
Flaviot, descontento, volvió a coger el cesto y ambos entraron en la cocina.
Cerca de la chimenea, el Marica molía café en un viejo molinillo de manivela, sentado en una silla de paja. Intercambiaron unos guiños a modo de saludo y Alexandre se puso a revolver entre los cacharros en busca de una sartén.
Entró Reiner y señaló la radio que estaba en un extremo de la mesa. -¿Hay novedades?
- No -dijo el Marica-, ninguna pista seria de momento. Pero las medidas de control siguen en pie.
Paró de moler y su voz sonó con un deje de ansiedad: -¿Qué significa esto, a tu parecer?
- Nada -dijo Reiner.
- Explícate -dijo Alexandre.
Reiner se acercó al transistor y buscó música suave.
- Si dicen que no han encontrado nada, esto puede significar realmente dos cosas: que en verdad no han encontrado nada o bien que están detrás de la puerta.
Empezaron a freír los huevos y Flaviot dispuso los platos. Alexandre sacó de un arca un pan de doce libras de un color gris ferroso.
Reiner los miró mientras se instalaban: «La familia modelo», dijo. Ellos se sirvieron y empezaron a comer.
- Son fresquísimos -dijo Flaviot con la boca llena.
Fuera sonó un disparo, lejano pero preciso.
El Marica se irguió. Alexandre hundió la mano en la axila. Reiner siguió comiendo lentamente. «Cazadores, dijo. Son cartuchos del número ocho, para las perdices.» Volvió a mojar el pan en la yema y señaló con el pulgar la cafetera que estaba sobre el fogón: «No dejéis que hierva.» Los otros tres soltaron la respiración.
Flaviot se levantó y llenó las tazas de porcelana blanca. «Estoy harto de esta choza, dijo, vamos, Alex, nos toca el turno.» Engulleron el café fuerte y ardiente, recogieron sus armas y salieron.
Siguieron la línea de árboles, con la tierra húmeda pegándose a las suelas. Y empezaron a odiar aquel lugar perdido y lleno de barro por todas partes.
Además, el tiempo, allí, parecía empeñarse en no pasar.
Mientras caminaba, Alexandre miró dos veces a su compañero por el rabillo del ojo, y dijo con una falsa voz natural: -¿Cómo lo vamos a hacer?
- Hacer ¿qué? -preguntó Flaviot, que sabía perfectamente de qué se trataba.
- Lo de los fascistas.
Flaviot se encogió de hombros perplejo.
- Aún no lo he pensado -confesó-. Pero va a ser difícil, estando así todos amontonados. Además, no me veo con ánimos para otra sesión de fuegos artificiales.
Redujo el paso, y añadió:
- Y con este sistema de guardias, nunca podemos estar juntos.
- Yo tengo un plan -dijo Alexandre.
Flaviot le miró, pero Alexandre no dijo nada hasta que, después de cruzar la maleza, llegaron a un promontorio cubierto de una alfombra de follaje medio podrido.
- Esto huele a muerto -murmuró Flaviot.
A través del ramaje se veía la carretera como una delgada cinta y los campos que se extendían hasta el horizonte.
Al pie de un árbol cubierto de líquenes, Felipe los miraba metido en su cazadora.
Alexandre y Flaviot se volvieron al oír pasos en el sendero: era el Portugués que subía hacia ellos mientras se abrochaba los pantalones.
- Ni una rata -dijo Felipe- dos coches esta madrugada, y tres patanes en un tractor. A eso de las cuatro de la madrugada, por poco se nos hiela el culo.
Se miraron entre ellos y se encontraron mala cara, no iban afeitados y la luz lívida que pasaba por entre el follaje teñía sus rostros de un color plomizo, como de enfermos del hígado.
- Alexandre va a exponeros su plan -dijo Flaviot.
- Mirad -dijo Alexandre- lo he pensado muy bien y sólo hay una solución. Hoy es domingo. La noche del lunes, Felipe y tú -señaló al Portugués- caéis por sorpresa sobre los dos que duermen. Nosotros, en lugar de montar la guardia, nos situamos en un punto de la granja y nos encargamos del centinela del tejado y de Reiner. Nos largamos en el camión, lo dejamos junto a la vía del tren y subimos en marcha a un tren de mercancías que pasa a las cinco y media. Los otros dos que estarán de guardia, o no oirán nada, o no podrán seguirnos. ¿Qué os parece?
- Tengo una idea -dijo Felipe-. Arreglamos la cosa como si hubiera sido una matanza. La poli creerá que se trata de un ajuste de cuentas. Podemos dejar algo de dinero para despistar…
- Bueno -dijo Flaviot-, no podemos quedarnos tanto tiempo juntos. Que cada uno lo piense por su lado, y ya discutiremos mañana por la mañana.
Todos estuvieron de acuerdo. Felipe y el Portugués volvieron lentamente a la granja.
De Mallaud estaba en el tejado. En la cocina, Laferrière, de pie ante un pedazo de espejo roto, se afeitaba concienzudamente. La navaja rascaba la piel granujienta de su cuello de pollo. Llevaba una camiseta color caqui, bajo la que apuntaban los omoplatos.
Reiner fumaba cerca de la ventana. Se oía el pesado tic-tac del reloj de péndulo situado en el rincón izquierdo de la habitación.
Los dos recién llegados bebieron su café. -¿No hay mantequilla? -preguntó Felipe.
Con la navaja, Laferrière señaló un recodo debajo del fregadero. Felipe, agachándose, descubrió una pastilla casi entera.
El Portugués se acercó a Laferrière y miró como terminaba de afeitarse. Sus miradas se cruzaron en el espejo.
Laferrière se limpió los restos de jabón y dejó la navaja sobre la mesa. El Portugués la cogió y la sospesó. Era un puñal de mango pesado grabado con la cruz gamada. Examinó la hoja, estaba tan afilada que sin duda podría haber cortado una hoja de papel sostenida entre dos dedos.
- Precioso -dijo.
Laferrière no parpadeó:
- Es acero alemán.
El Portugués le pasaba dos cabezas y pesaba cincuenta kilos más que él.
- Ya lo veo, y de los buenos tiempos…
- De los tiempos gloriosos -dijo Laferrière-. Es un puñal de oficial de la Legión Tricolor… Fue de mi padre.
- Una reliquia -dijo el Portugués.
- Sí -dijo Laferrière-. Una reliquia, es la palabra exacta.
El Portugués encogió sus hombros poderosos, había algo en la mirada de aquel mequetrefe que le impresionaba. Volvió la espalda gruñendo: «Cada cual con sus recuerdos…» Luego untó de mantequilla un pedazo de pan de quinientos gramos que absorbió de golpe su tazón de café.
Felipe miró como Laferrière se ponía la camisa y pensó que si la policía los encontraba y rodeaba la choza a éste no le cogerían vivo.
Cuando hubieron terminado de comer, pasaron a una habitación pequeña y encalada, en la que había tres camas de camping. De las paredes colgaban arneses y viejas sillas de montar.
El Portugués se dejó caer sobre una de las camas haciendo crujir la lona y las correas.
Felipe se quitó los zapatos y se quedó sentado, agitando los dedos de los pies dentro de los calcetines. Se sentía preocupado, hasta aquel momento todo se había desarrollado sin problemas, pero la atmósfera de aquel lugar le parecía insoportable, y aún había que aguantarse durante tres días.
Bostezó y finalmente se echó, cubriéndose con una manta militar que olía a rancio y le rascaba el cuello. Intentó dormir, pero no lo logró Mientras se dedicaba a pensar con los ojos abiertos, entró De Mallaud.
Traía una palangana llena de agua. Se desnudó de cintura para arriba y empezó a lavarse salpicándolo todo a su alrededor. Felipe veía aquel torso pesado y bronceado. Aquel hombre desprendía tal impresión de brutalidad y estupidez, que Felipe, sin haberlo decidido antes, se oyó a sí mismo. -¿No podrías ir a hacer el oso a otra parte?
De Mallaud se volvió chorreando, presentando un torso grueso en el que los pectorales temblaban ligeramente cada vez que movía los brazos. -¿Te molesta?
- Pues sí, me molesta.
De Mallaud buscó una réplica. Bajo la manta, la mano de Felipe agarró la culata, encogió el vientre, y sin que su movimiento fuera visible, sacó el cañón de la cintura. Estaba poseído por un furor frío, sabía que si aquel tipo no se largaba al momento, le aplastaría como a un gusano.
En el momento en que De Mallaud iba a abrir la boca, se oyó un breve pitido procedente del tejado. El centinela había visto algo.
En un abrir y cerrar de ojos, los tres hombres estuvieron en el patio. Reiner trepaba por la escalera y vieron que el Marica le daba los prismáticos. Reiner miró un buen rato hacia el este, luego volvió a bajar y se dirigió hacia ellos. -¿Y bien? -dijo De Mallaud.
- Había dos motoristas detenidos junto a la carretera, pero acaban de marcharse. No tiene importancia, deben formar parte de las medidas de seguridad para el fin de semana. -¿Y por qué se han parado? -preguntó el Portugués. Su voz resonó a sacudidas, separando las sílabas.
- Hay mil razones -dijo Reiner. Giró sobre sus talones y entró en la cocina.
La tarde transcurrió sin incidentes. Cada dos horas se cambiaba la guardia, y los que se quedaban en la granja escuchaban la radio, pero en todo el día no hubo ni una sola alusión a su golpe.
Rolland estuvo luchando encarnizadamente contra un solitario que no le salió nunca, hasta que llegó su turno de guardia.
Hacia las seis de la tarde, los coches se hicieron más frecuentes, era la vuelta a París, y aunque aquella carretera quedaba bastante apartada de las grandes vías de circulación, pudieron contar hasta cincuenta coches en el espacio de una hora. Después, todo cesó y se hizo de nuevo el silencio en aquel rincón del campo.
En la granja, Flaviot había encontrado un montón de ejemplares de «L'Illustration» de la guerra del catorce dentro de un baúl del desván. Pronto no tuvo suficiente luz para leer, y no había que pensar en encender ni una simple linterna. El único lugar donde habría podido encender una luz sin peligro era el sótano, pero prefirió no bajar: allí era donde se escondía el botín. De todas formas le tocaba de nuevo el turno, debía relevar al Portugués.
Se subió el cuello de la chaqueta, se puso una manta bajo un brazo y su arma bajo el otro.
Alexandre le estaba esperando, sentado con las piernas cruzadas ante la puerta del establo. Una vez más, emprendieron el camino hacia el bosque.
Ya casi era de noche, iban con la mano extendida hacia delante para apartar las ramas que les habrían lastimado la cara. Alexandre iba delante, y bruscamente una mano se apretó contra su boca. Aún no había tenido tiempo de reaccionar, cuando oyó la voz susurrante de Felipe junto al oído: «Hay un tipo rondando por aquí.» Se reunieron los cuatro, y siguiendo al Portugués llegaron con pasos quedos a un lugar entre dos árboles.
Al principio, Flaviot no vio nada, la tierra le pareció uniformemente negra.
Después distinguió una mancha aún más oscura que se movía en medio de la tierra labrada. Sí, ahora lo veía bien, el hombre andaba y parecía precedido de una línea más oscura. «Un fusil» murmuró Alexandre.
Se fueron moviendo para poder seguir su avance.
- Pero ¿qué diablos puede hacer este tío aquí, y en plena noche? -pensó Felipe.
Vieron cómo se acercaba al bosque y entraba en el sendero que llevaba a la granja.
- Me cago en… -dijo el Portugués entre dientes-. Tenemos que ir para allá.
Flaviot se infundió valor: «Yo voy contigo; vosotros dos, vigilad si hay más gente.»
Se precipitaron por la pendiente de la colina, desgarrándose los pantalones, recibiendo los latigazos de las ramas en pleno rostro. Flaviot estuvo a punto de torcerse el tobillo al tropezar con un leño. Se agazaparon en la cuneta. Aún estaban jadeantes cuando la silueta del hombre apareció tras un recodo del camino. Avanzaba a pasos lentos, casi vacilantes, pero cada metro que recorría le acercaba a la granja.
Alexandre se apoyó sobre una pierna y Flaviot vio el destello del cuchillo entre las hierbas.
- Espera -le dijo-. No sacarías nada haciendo esto.
- Supongo que no le vamos a dejar entrar tranquilamente…
- Te digo que esperes.
Alexandre se calló, y siguieron al hombre, ocultándose entre los árboles.
Reiner fue el primero en verlo. El resto de los hombres dormían en las camas o con la frente apoyada sobre la mesa. A través de los cristales mugrientos vio al hombre plantarse en el medio del patio, y gritar con voz potente: «¿Hay alguien ahí?» La voz tenía una especie de acento arrastrado y pueblerino bastante desagradable. El silencio que siguió a la pregunta fue turbado por el dificultoso vuelo de un pato y varios sobresaltos por la parte de las jaulas de los conejos.
Reiner se apretó contra la pared, confundiéndose con las sombras de la habitación.
Sintió respirar cerca de él, y un vaho de menta: era el Chicle. En la pálida luz que entraba por las ventanas, vio el brazo extendido del Chicle que subía y se paraba a la altura del hombro. En el extremo del brazo brilló un reflejo del cañón del Luger.
El hombre dio algunos pasos y volvió a llamar: «¿Hay alguien ahí?» Añadió algo para sí que Reiner no pudo entender. Si se hubiera marchado en aquel momento habría salvado la piel, pero aquel no iba a ser su día de suerte, pues avanzó hacia la puerta que tenía en frente, la de la cocina.
De un ágil salto, Reiner se pegó a la puerta y pasó el pestillo. Al cabo de cinco segundos oyó que el hombre manejaba el cerrojo exterior.
Se oyó un suspiro, y luego unos pasos que se alejaban.
El Chicle masticaba a toda velocidad. De súbito, Reiner comprendió que habían cometido un error: una de las ventanas del edificio había quedado abierta. El visitante la vio y fue hacia allí. Repitió su pregunta por tercera vez. Al no recibir respuesta alguna se decidió, levantó una pierna, y cuando iba a tomar impulso para saltar al interior, la voz de Flaviot retumbó al otro extremo del patio: «¿Qué anda buscando?»
El hombre pareció sorprendido, aliviado, se volvió y empezó a caminar hacia Flaviot. Reiner comprendió que todos sus planes se habían ido al agua.
Flaviot no le dio tiempo para pensar, cuando estuvieron uno frente al otro, cogió la metralleta por el cañón, como una raqueta de tenis, y le atizó un revés de campeonato. La culata se estrelló contra la mandíbula del buen hombre. No iba a despertarse hasta pasado un cuarto de hora.
Sus párpados hicieron algunos guiños, sus dolorosos labios parecían sellados con cemento, y sintió un dolor que le atravesó las encías como un relámpago. En la lengua y el paladar rechinaron los pedazos de esmalte de los dientes como trozos de concha de ostra. Alguien le estaba deslumbrando con una linterna, pero a su alrededor sólo vio zapatos y pantalones. Más arriba de las pantorrillas todo estaba oscuro, por más que se esforzaba no podía distinguir ningún rostro.
Quiso pedir que apagaran la linterna pero no pudo hablar. Pensó con terror que tal vez tenía la mandíbula fracturada. Tenía la impresión de encontrarse en una habitación muy oscura, con el techo muy bajo, tal vez un desván.
Una voz áspera, muy cerca de él, le taladró los tímpanos. -¿Qué estabas haciendo aquí? -Vio brillar una cuchilla que se le antojó inmensa, cerró los ojos y sintió que un agudo filo le tocaba el párpado.
- Habla o te pincho.
Intentó abrir la boca desesperadamente, pero sintió el latigazo del dolor, y las lágrimas asomaron a sus ojos cerrados.
- Ya está bien -dijo Felipe-. Déjalo en paz, no puede hablar.
- Tiene que hablar -dijo Laferrière-, y hablará.
Su puñal seguía apuntando al ojo del viejo.
- Pero si no puede hablar es que no puede hablar. ¿No puedes entenderlo, no?
La voz de Flaviot había subido una octava al final.
Reiner se acercó a los dos hombres y se arrodilló junto al herido.
- Haznos señas con el dedo. Lo levantas para decir que sí. Si no lo mueves quiere decir que no. ¿Eres de por aquí?
- Sí. -¿Estabas cazando?
- Sí. -¿Venías a ver al granjero?
- Sí. -¿No sabías que se había marchado?
- No. -¿Sueles venir por aquí?
- Sí.
Reiner se puso de pie. -¿Vais a creer este cuento? -preguntó Rolland. -¿Y por qué no? Un gañán de por aquí, amigo del granjero, que después de un día de caza viene a tomar un trago con su compadre. Puede ser, ¿no?
La voz de Laferrière volvió a rechinar en la oscuridad.
- Hay que matarle y largarse. -¿Por qué? -dijo el Portugués.
- Está claro que hay que largarse -dijo Felipe-. Si todo lo que ha contado es verdad, ya habrán empezado a buscarle. ¿No has visto la alianza? Cuando su mujercita vea que no llega, llamará a la policía y registrarán la región palmo a palmo. No podemos quedarnos ni un minuto más aquí. Debemos marchar.
- Y ¿cómo salir de aquí? -dijo Rolland-. No tenemos más que un camión y es demasiado arriesgado volverlo a sacar.
- El tren… -propuso Flaviot.
- No -dijo De Mallaud-, aún deben estar vigilados.
A su alrededor, las tinieblas parecían más intensas. El Marica parpadeó.
- Nos largamos mañana a las cinco.
- Cierra el pico -dijo el Portugués.
El Marica palideció pero no se movió. Estaba demasiado oscuro para apuntar con seguridad.
Reiner encendió una cerilla, echó un vistazo a la documentación del herido y salió del sótano. Los demás le siguieron de uno en uno. -¿Qué vamos a hacer? -preguntó Rolland cuando estuvieron en la cocina.
- Nos largamos mañana a las cinco. -¿Cómo?
- Tengo mis planes. Montad la guardia.
Flaviot bebió un trago de tinto directamente de la botella, y volvió a dejarla sobre la mesa.
- Y el viejo ¿qué vamos a hacer con él?
- Ve y mátalo -dijo Laferrière.
La respuesta había brotado seca como una orden. Sin querer, Flaviot dio un paso y luego se detuvo. Laferrière podía ser el jefe de los fascistas, pero no el suyo. Obedecerle era concederle una superioridad que él no reconocía.
Lentamente, se volvió hacia Reiner y repitió: -¿Qué hacemos con el viejo?
La voz de Laferrière volvió a sonar aún más seca. Una navaja rascando contra una piedra.
- He dicho que vayas a matarlo.
Reiner salió de la zona en sombra. La linterna iluminó vagamente su rostro durante un instante, y luego se volvió, enojado. Habló articulando lentamente.
- No se le mata. Lo dejamos.
Todos oyeron el chasquido de la cerilla al encenderse, vieron el fulgor fugitivo y sintieron el olor del Winston.
Sin pensarlo, todos retrocedieron.
Laferrière, erguido, bajó su mano derecha hasta el cinturón. -¿Y por qué? Nos ha visto y…
- Las decisiones las tomo yo. Y lo dejamos.
Se hizo un silencio pesado. Estaban frente a frente, la punta del cigarrillo enrojecía de forma intermitente. Rolland, que ya no podía más, levantó la voz.
- Podrías darnos una razón, podrías…
- No.
Laferrière respiró con fuerza, y en el preciso instante en que todos creían que iba a saltar, giró sobre sí mismo y desapareció.
Flaviot abrió la boca para hablar. Reiner cortó.
- La guardia -dijo-. Es tu turno.
Flaviot bajó la cabeza y descendió las escaleras.
Cuando se encontró en el bosque, solo con Alexandre, decidió atacar a los fascistas durante la noche.
En la habitación, el Chicle se incorporó y susurró. -¿Y bien?
- Esta noche -dijo Laferrière-. Cuando te dé la señal.
El Chicle se puso a reflexionar. Luego, lo más rápido que pudo, sacó el artefacto, y de un manotazo metió una bala en el cañón.
De Mallaud bostezó y se acercó a Reiner, que estaba apoyado, inmóvil, en el marco de la puerta.
- Una hermosa noche -dijo.
- Sí -respondió Reiner-. Vamos a tener calor.