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Frederick Watson Collopy, el director del Museo de Historia Natural de Nueva York, sintió un cosquilleo de irritación en la nuca al bajar del ascensor; ponía los pies en el sótano por primera vez en varios meses. Le extrañaba mucho que Wilfred Sherman, el director de Mineralogía, hubiera insistido en recibirlo en el laboratorio de su departamento, en vez de ser él quien subiera al despacho de Collopy en la cuarta planta.
Dio unas zancadas por el suelo cubierto de arenilla, que hacía crujir las suelas de sus zapatos. La puerta del laboratorio de mineralogía estaba a la vuelta de la esquina, cerrada. Movió el pomo. Cerrada con llave. Golpeó enérgicamente, de nuevo irritado.
Sherman abrió casi enseguida, y con la misma prontitud volvió a cerrar con llave. El conservador estaba despeinado, sudoroso… Hecho un desastre, en suma. Normal, pensó Collopy. Después de un repaso somero del laboratorio, su mirada se posó en el ignominioso paquete. Estaba sucio y arrugado, dentro de una bolsa con doble cremallera, sobre una mesa de muestras, cerca de un estereozoom. Al lado había media docena de sobres blancos.
—Doctor Sherman —dijo Collopy—, el descuido en la entrega de este material ha dado una pésima imagen del museo. Es un escándalo, y me quedo corto. Quiero saber el nombre del mensajero y por qué no se respetaron los habituales procedimientos de entrega. También quiero saber por qué se manipuló un material de este valor con tan poco cuidado, y cómo es posible que se equivocaran de destinatario, con lo que se provocó el pánico. Tengo entendido que el polvo de diamante de uso industrial cuesta varios miles de dólares el kilo.
Sherman no contestó. Solo sudaba.
—Ya veo el titular del periódico de mañana: «Miedo a un ataque bioterrorista en el Museo de Historia Natural». Preferiría no leerlo, la verdad. Acaba de llamarme un reportero de The Times, un tal Harriman, y espera mis explicaciones para dentro de media hora.
Sherman tragó saliva, mudo. Una gota de sudor caía por su frente. Se la secó rápidamente con un pañuelo.
—¿Qué? ¿Puede explicarlo o no? ¿Ha insistido tanto en que bajara a su laboratorio por algo en particular?
—Sí —dijo con esfuerzo Sherman, señalando el estereozoom con la cabeza—. Quería que… lo viese.
Collopy se levantó para ir al microscopio. Cuando se quitó las gafas y miró por los oculares, apareció algo borroso e indistinto.
—No veo ni jota.
—Hay que enfocarlo.
Collopy giró el botón, enfocando y desenfocando la muestra; de pronto se quedó sobrecogido por la belleza de un conjunto de trocitos de cristal de múltiples y vivos colores, iluminado por detrás como una vidriera.
—¿Qué es?
—Una muestra del polvo del paquete.
Se apartó.
—Bueno, pero ¿el pedido era de usted, o de alguien de su departamento?
Sherman titubeó.
—No.
—Pues entonces, doctor Sherman, dígame cómo es posible que su departamento recibiera varios miles de dólares en polvo de diamante.
—Puedo explicárselo.
Sherman no dijo nada más. Su mano temblorosa cogió uno de los sobres blancos. Collopy esperó, pero era como tener delante una estatua.
—¿Doctor Sherman?
En vez de contestar, Sherman sacó el pañuelo y se secó la frente por segunda vez.
—¿Se encuentra mal, doctor Sherman?
Sherman tragó saliva.
—No sé cómo decírselo.
La respuesta de Collopy fue tajante.
—Tenemos un problema, y ahora solo me quedan… —Echó un vistazo a su reloj—. Veinticinco minutos para devolverle la llamada a Harriman, así que haga el favor de ir al grano.
El mineralogista asintió en silencio y volvió a secarse la cara. A pesar de su enfado, Collopy lo compadeció. En muchos aspectos era como un adolescente de mediana edad que se hubiera quedado en la época de su primera colección de minerales. De repente se dio cuenta de que Sherman se secaba algo más que sudor. Le lloraban los ojos.
—No es polvo de diamante industrial —dijo Sherman finalmente.
Collopy frunció el entrecejo.
—¿Cómo?
El conservador respiró hondo, como si hiciera de tripas corazón.
—El polvo de diamante industrial está hecho de diamantes negros o marrones sin valor estético. Mirando por el microscopio se ven partículas cristalinas oscuras, que es lo previsible. En cambio hay otras que son de colores.
Su voz tembló.
—Sí, lo acabo de ver.
Sherman asintió con la cabeza.
—Minúsculos fragmentos y cristales de todos los colores del espectro. Después de comprobar que eran diamantes, me he preguntado…
Le falló la voz.
—¿Doctor Sherman?
—Me he preguntado: ¿de dónde puede salir una bolsa de polvo de diamante compuesta por millones de fragmentos de diamantes de fantasía, con un peso total de un kilo cien gramos?
Se hizo un profundo silencio en el laboratorio. Collopy se había quedado frío.
—No entiendo nada.
—Esto no es polvo de diamantes —dijo abruptamente Sherman—. Esto es la colección de diamantes del museo.
—Pero ¿qué dice, hombre?
—La persona que nos robó los diamantes el mes pasado… debe de haberlos pulverizado. Todos.
Las lágrimas caían libremente, pero Sherman ya no se molestaba en secarlas.
—¿Pulverizado? —Collopy miró con los ojos desorbitados hacia ambos lados—. ¿Cómo se pulveriza un diamante?
—Con un mazo.
—Pero ¿no eran lo más duro del mundo?
—Duro sí, pero eso no impide que también sean quebradizos.
—¿Por qué está tan seguro?
—Muchos de nuestros diamantes tienen un color único. Por ejemplo la Reina de Narnia. No existe ningún otro diamante con el mismo tono azul con matices de violeta y verde. He conseguido identificar cada uno de los fragmentos. Es lo que he estado haciendo, separarlos.
Cogió el sobre blanco y lo vació sobre una hoja de papel que había en la mesa de muestras. Se formó una montañita de polvo azul. La señaló.
—La Reina de Narnia.
Cogió otro sobre y formó un montoncito violeta.
—El Corazón de la Eternidad.
Vació los sobrecitos uno tras otro.
—El Fantasma Añil. Ultima Thule. El 4 de Julio. El Verde de Zanzíbar.
Eran como golpes continuos y ensordecedores de tambor. Collopy contempló las pequeñas montañas de arena reluciente con horror.
—Esto es una broma de mal gusto —acabó diciendo—. No pueden ser los diamantes del museo.
—Los tonos exactos de muchos de estos diamantes famosos son identificables —contestó Sherman—. Como disponía de datos objetivos, he analizado los fragmentos y su tono es idéntico. No hay error posible. No pueden ser otros.
—Pero seguro que todos no están… —dijo Collopy—. No puede haberlos destruido todos…
—El paquete contenía 1,09868 kilos de polvo de diamante, lo cual equivale aproximadamente a 5.500 quilates. Si se suma la cantidad derramada, el envío original debía de contener unos 6.000 quilates. He hecho la suma en quilates de lo que se robó, y…
La voz de Sherman fue apagándose.
—¿Y qué? —preguntó Collopy, completamente en vilo.
—El peso total era de 6.042 quilates —susurró Sherman.
Solo el tenue zumbido de los fluorescentes turbó el largo silencio del laboratorio. Al final Collopy levantó la cabeza y miró a Sherman a los ojos.
—Doctor Sherman… —empezó a decir.
Le falló la voz y tuvo que volver a empezar.
—Doctor Sherman… Esta información no puede salir de esta sala bajo ningún concepto.
Sherman, que ya estaba pálido, se quedó blanco como el papel, pero al cabo de un momento asintió sin decir nada.