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El agente especial Pendergast saltó en precario de la barca de pesca al muelle de Ficogrande, cuando la embarcación ya tenía el motor en marcha atrás para apartarse del bravío oleaje al que estaba sujeta aquella parte abierta de la costa. Se quedó un momento de pie sobre el cemento agrietado, contemplando la isla. Surgía abruptamente del agua como una columna negra dibujada en la penumbra de la noche, con una luna en cuarto creciente que la iluminaba a ratos. Vio el juego de luces rojizas en las nubes que tapaban la montaña, mientras oía cómo se mezclaban los rugidos del volcán con los del oleaje a sus espaldas, y el silbido del viento que soplaba desde el mar.
Stromboli era una isla pequeña y redonda de tres kilómetros de diámetro y forma cónica, un lugar desierto y nada acogedor. Incluso el pueblo, formado por casas blancas y dispersas por un kilómetro y medio de costa, se veía vetusto, austero y castigado por el viento.
Respiró el aire húmedo y salobre, y se cerró el cuello del abrigo. Al final del muelle, al otro lado de la calle estrecha que corría paralelamente a la playa, había una hilera de edificios estucados y torcidos que se apoyaban entre sí. Saltaba a la vista que uno de ellos era un bar, aunque el letrero descolorido que bailaba al viento hubiera perdido la luz eléctrica.
Cruzó deprisa el muelle y la calle y entró.
Lo recibió un ambiente denso de humo de cigarrillos. En una mesa había un grupo de hombres —uno con el uniforme de los cambinieri— que fumaban y jugaban a las cartas, todos con su correspondiente vaso de vino.
Fue a pedir un espresso completo en la barra.
—¿La mujer que ha llegado esta tarde en el servicio especial de la barca pesquera…? —dijo en italiano al encargado, y se quedó a la expectativa.
El encargado pasó un trapo mojado por el mostrador, sirvió el espresso y le echó un chorrito de grappa. No parecía que tuviera muchas ganas de contestar.
—Joven y delgada, con una bufanda roja envolviéndole la cara —añadió Pendergast.
El encargado asintió con la cabeza.
—¿Adonde ha ido?
Tras un silencio, dijo con acento siciliano:
—Arriba, a donde el profesor.
—¡Ah! Y ¿dónde vive el profesor?
Silencio. Pendergast tuvo la impresión de que detrás de él la partida de cartas se había interrumpido.
Sabía que en esa parte del mundo la información nunca se daba gratuitamente, sino como un intercambio.
—La pobre, es mi sobrina… —explicó—. Mi hermana está destrozada. Su hija está persiguiendo a ese hombre despreciable, a ese supuesto profesor que la sedujo y que ahora se niega a portarse como un hombre…
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. A fin de cuentas eran sicilianos, una raza antigua con ideas antiguas acerca del honor. Oyó chirriar una silla. Al girarse vio que se había levantado el carabiniere.
—Soy el maresciallo de Stromboli —dijo con solemnidad—. Voy a llevarlo a casa del profesor. —Se giró—. Stefano, trae el Ape para este señor y sígueme. Yo ya cogeré el motorino.
Un hombre moreno y velludo se levantó de la mesa e hizo una señal con la cabeza a Pendergast, que lo siguió a la calle. El triciclo a motor estaba aparcado en la acera. Pendergast subió. Vio que el carabiniere ponía en marcha la moto delante de ellos. Arrancaron enseguida y se fueron por la carretera de la playa, con el ruido de las olas a la derecha, que rompían en playas igual de oscuras que la noche.
Al poco rato se internaron en la isla por las calles imposiblemente estrechas y sinuosas del pueblo, que subían por la falda de la montaña con una fuerte inclinación. Cada vez eran más empinadas. A partir de cierto momento empezaron a cruzar viñedos, olivares y huertos a oscuras, delimitados por muritos de toba volcánica y argamasa. Aparecieron algunas grandes villas dispersas en lo más alto de la ladera. La última se encaramaba a la montaña propiamente dicha y estaba circundada por un muro alto de piedra volcánica.
No había luz en las ventanas.
El carabiniere aparcó su vehículo en la verja. El Ape frenó detrás. Pendergast bajó de un salto, mirando la villa. Era grande y austera, con más aspecto de fortaleza que de residencia, aunque con diversas terrazas que le añadían encanto. La que miraba al mar tenía columnas antiguas de mármol. Al otro lado del muro de lava había un jardín grande y frondoso de plantas tropicales, aves del paraíso y cactus exóticos gigantes. Era la última casa de la falda de la montaña. Desde el observatorio de Pendergast, casi parecía que el volcán se inclinase hacia ella, reflejando en las nubes el naranja sangriento de su cima, tonante y relampagueante.
A pesar de la gravedad del momento, siguió mirando. «Es la casa de mi hermano», pensó.
El carabiniere caminó dándose aires hacia la verja, que estaba abierta, y pulsó el timbre. Saliendo de su trance, Pendergast lo adelantó, cruzó la entrada y corrió agachado hacia la puerta lateral de la terraza, sacudida por el viento.
—¡Espere, signore!
Sacó su Cok 1911 y se arrimó a la pared. Cuando tuvo la puerta a su alcance la cogió. Tenía muchos orificios de bala. Miró a su alrededor. El viento sacudía uno de los postigos de la cocina.
Llegó el carabiniere, jadeando.
—Minchia! —dijo al ver la puerta.
Sacó enseguida la pistola.
—¿Qué pasa, Antonio? —dijo el conductor del Ape, que se acercó, haciendo bailar la punta de su cigarrillo en la estruendosa oscuridad.
—Vuelve, Stefano, esto no tiene buena pinta.
Pendergast sacó una linterna y entró en la casa para inspeccionarla. El suelo estaba lleno de astillas. La luz de la linterna iluminó un gran salón de estilo mediterráneo, con frescas superficies de yeso, suelo de baldosas y muebles antiguos y macizos. Todo era muy sobrio, de una sorprendente austeridad. Al mirar por una puerta abierta, entrevió una biblioteca extraordinaria, el doble de alta que una habitación normal, pintada en un gris perla surrealista. Al entrar vio que también había un postigo con el cierre reventado a balazos.
Lo que no había eran señales de lucha.
Volvió a la puerta lateral. El carabiniere, que estaba examinando los agujeros de bala, se irguió.
—Aquí se ha cometido un delito, signore. Debo pedirle que se vaya.
Pendergast salió a la terraza y miró hacia la montaña, intentando ver algo en la oscuridad.
—¿Lo de ahí es un camino? —preguntó al conductor del Ape, que permanecía inmóvil en el mismo lugar que antes, boquiabierto.
—Sube por la montaña, pero seguro que no se han ido por ahí. Siendo de noche…
Poco después apareció el carabiniere con la radio en la mano. Estaba llamando a la caserma de los carabinieri en la isla de Lipari, a cincuenta kilómetros.
Pendergast cruzó la verja y llegó al final del callejón. Una escalera de piedra muy estropeada subía por la montaña hasta desembocar en un camino más ancho, muy antiguo. Se puso de rodillas y enfocó la linterna en el suelo. Después de un rato se levantó y dio una docena de pasos por el camino, examinándolo con la linterna.
—¡No suba, signore! ¡Es muy peligroso!
Cuando volvió a ponerse de rodillas, de repente distinguió la huella de un tacón pequeño en una fina capa de polvo protegida del viento por un antiguo peldaño de piedra. Parecía muy reciente.
Más arriba, otra huella casi imperceptible, una huella pequeña sobre otra más grande. Diógenes perseguido por Constance.
Entonces se levantó y contempló la vertiginosa cuesta del volcán. Todo estaba tan negro que lo único que divisó fue un leve parpadeo de luz anaranjada alrededor de la cima rodeada de nubes.
—Este camino… —le dijo al policía—. ¿Llega hasta arriba del todo?
—Sí, signore, pero le repito que es muy peligroso, solo para escaladores expertos. Le aseguro que por ahí no han ido. He llamado a los carabinieri de Lipari, pero no pueden venir hasta mañana. Con este tiempo, puede que ni eso. Lo único que puedo hacer es buscar en el pueblo; probablemente es adonde han ido su sobrina y el profesor.
—En el pueblo no los encontrará —dijo Pendergast, girándose para subir por el camino.
—Signore! ¡No suba por ahí, lleva a la Sciara del Fuoco!
Sin embargo, el viento se llevó la voz del carabiniere, mientras Aloysius Pendergast subía por el camino de la mañana a gran velocidad con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha.