17
Cuando Margo Green se despertó, el sol de la tarde entraba a raudales por las ventanas de la clínica Feversham. Fuera, cúmulos algodonosos flotaban por un sereno cielo azul. Lejos, hacia el río Hudson, se oía el reclamo de las aves acuáticas.
Bostezó, se desperezó y se quedó sentada en la cama. Al mirar el reloj vio que eran las cuatro menos cuarto. Debía de faltar poco para que llegara la enfermera con la taza de té de menta de cada tarde.
La mesita de hospital de al lado de la cama estaba a rebosar: números viejos de Natural History, una novela de Tolstói, un reproductor de música portátil, un ordenador portátil y The New York Times. Cogió el periódico y hojeó la sección C. Quizá tendría tiempo de acabar el crucigrama antes de que Phyllis le llevara el té.
Ahora que ya no estaba en peligro de muerte, la convalecencia en la clínica se había convertido en una especie de rutina y Margo había descubierto que conversar con Phyllis le alegraba las tardes. Prácticamente no la visitaba nadie —las únicas eran su madre y la capitana Laura Hayward—, y lo que más echaba en falta, aparte del trabajo, era tener compañía.
Cogió un lápiz y atacó el crucigrama, pero era uno de esos de final de semana, lleno de pistas esquivas y de referencias crípticas, y el ejercicio mental aún la cansaba. Lo dejó a los diez minutos. Abstraída, pensó en la reciente visita de Hayward, y en los malos recuerdos que había vuelto a despertar.
Le preocupaba que el recuerdo del ataque siguiera siendo tan vago, hecho de trozos inconexos, como fragmentos de una pesadilla desprovistos de coherencia. Se veía en la exposición «Imágenes Sagradas»; verificaba que estuvieran bien expuestas unas máscaras de indios norteamericanos, pero notaba que en la exposición había alguien acechándola en la oscuridad. Alguien que la seguía. Que la perseguía. Que la acorralaba. Tenía el vago recuerdo de haber ofrecido resistencia con un cúter. ¿Había herido a su perseguidor? Lo más fragmentario era el ataque en sí, poco más que un dolor atroz en la espalda. Nada más. Lo siguiente ya era el momento en que despertó en aquella habitación.
Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. Lo más preocupante era saber que su agresor le había dicho algo pero ella no podía recordar ni una palabra. Todas se las había tragado la oscuridad. Curiosamente, sí que se acordaba —mejor dicho lo tenía grabado— de que tenía unos ojos raros y una risita seca, horrible.
Dio una vuelta en la cama, nerviosa y extrañada de que no llegara Phyllis; siguió pensando en la visita de Hayward. La capitana le había hecho muchas preguntas sobre el agente Pendergast y su hermano, que llevaba el peculiar nombre de pila de Diógenes. Todo era un poco raro, porque Margo llevaba varios años sin ver a Pendergast y ni siquiera sabía que el agente tuviera un hermano.
Por fin se abrió la puerta y entró Phyllis, pero no llevaba la bandeja del té y su expresión, habitualmente amable, se había vuelto oficial.
—Tienes una visita, Margo —dijo.
Casi sin tiempo de reaccionar a la noticia, Margo reconoció a alguien en la puerta: el director de su departamento del museo, el doctor Hugo Menzies. Iba vestido como siempre, entre elegante y descuidado, con su mata de pelo blanco peinada hacia atrás y unos ojos vivazmente azules que antes de posarse en ella realizaron un breve recorrido por la habitación.
—¡Margo! —exclamó al acercarse, mientras aparecía una sonrisa en sus rasgos patricios—. ¡Cuánto me alegro de verte!
—Lo mismo digo, doctor Menzies —contestó ella.
La sorpresa de que la visitaran dio paso a un sentimiento de apuro. No iba vestida adecuadamente para recibir a su jefe.
Por lo visto, Menzies detectó su vergüenza, porque enseguida hizo todo lo posible por que se sintiera cómoda. Después de dar las gracias a Phyllis, esperó a que se fuera y se sentó al lado de la cama.
—¡Qué habitación más bonita! —exclamó—. ¡Y qué preciosa vista del valle del Hudson! Para mí esta luz solo se puede comparar con la de Venecia. Quizá sea la razón de que haya atraído a tantos pintores.
—Me están tratando muy bien aquí.
—Es lo menos que mereces. No sabes lo preocupado que me tenías. A mí y a todo el departamento de antropología. Estamos deseando que vuelvas.
—Yo también.
—Tu paradero prácticamente era un secreto de estado. Hasta ayer ni siquiera sabía que existiera este lugar. Es más, he tenido que hacerme el zalamero con la mitad del personal.
Menzies sonrió.
Margo también sonrió. Si había un experto en zalamerías era Menzies. Era una suerte tenerlo de supervisor, porque muchos conservadores de museo trataban a sus subordinados con la prepotencia y el engreimiento de un déspota ilustrado. Menzies era la excepción: afable, receptivo a las ideas ajenas y protector con los suyos. Realmente Margo no veía el momento de salir de la clínica y reincorporarse a su trabajo. En su ausencia Museology, la revista que dirigía, iba a la deriva. Lástima que se cansara tan deprisa…
Dándose cuenta de que divagaba, se concentró y miró a Menzies, que la observaba con preocupación.
—Perdone —dijo—. Es que aún estoy un poco fuera de órbita.
—Pues claro —dijo él—. ¿Por eso aún te hace falta esto?
Señaló con la cabeza la bolsa de suero colgada al lado de la cama.
—El médico ha dicho que es una medida puramente preventiva. Ahora ingiero muchos líquidos.
—Muy bien, muy bien. La pérdida de sangre debió de provocar una insuficiencia grave. Qué cantidad de sangre, Margo… Por algo dicen que es un líquido vivo, ¿no crees?
Margo experimentó un extraño calambre, casi un impacto físico. De pronto desaparecieron la flojera y el sopor, y tuvo la sensación de estar totalmente despierta.
—¿Qué ha dicho?
—Que si te han dicho algo de cuándo podrás salir.
Margo se relajó.
—Los médicos están muy contentos de mi evolución. Más o menos en un par de semanas.
—Y supongo que luego a guardar cama en tu casa, ¿no?
—Sí. El doctor Winokur, que es el médico que me lleva, ha dicho que antes de volver al trabajo necesitaré otro mes de recuperación.
—Por algo lo dirá.
La voz de Menzies era grave, tranquilizadora. Margo sintió que se volvía a embotar y bostezó casi sin darse cuenta.
—¡Uy! —dijo, nuevamente avergonzada—. Perdone.
—No hay por qué. No quiero quedarme más tiempo de la cuenta. Ahora mismo me iré. ¿Estás cansada, Margo?
Ella sonrió débilmente.
—Un poco.
—¿Duermes bien?
—Sí.
—Me alegro. Me preocupaba que pudieras tener pesadillas.
Menzies miró por encima del hombro, hacia la puerta abierta y el pasillo.
—No, la verdad es que no.
—¡Así me gusta! ¡Qué agallas!
Otra vez el extraño cosquilleo eléctrico de antes. La voz de Menzies había cambiado. Ahora tenía un matiz a la vez desconocido e inquietantemente familiar.
—Doctor Menzies… —dijo Margo, mientras se volvía a incorporar.
—No te esfuerces. Tú acuéstate y descansa. —Menzies empujó muy suavemente su hombro hacia la almohada—. Me alegro mucho de que duermas bien. No todo el mundo es capaz de superar una experiencia tan traumática.
—Bueno, tampoco es que la haya superado —dijo ella—. Lo que ocurre es que no la recuerdo muy bien.
Menzies la reconfortó tocándole la mano.
—Mejor —dijo, metiendo la otra dentro de la americana.
Margo tuvo una sensación de alarma inexplicable, pero era simple cansancio. Por muy bien que le cayera Menzies, y por mucho que le agradeciera aquel respiro en la monotonía, necesitaba reposar.
—La verdad es que son recuerdos que no le gustaría tener a nadie. Los ruidos en la sala de exposición vacía, que te sigan, oír pisadas y no ver quién es, los tablones cayéndose… Quedarse a oscuras de repente…
Margo sintió en su interior un pánico brumoso. Miró a Menzies fijamente sin poder concentrarse en lo que le decía. El antropólogo seguía hablando con voz grave y tranquilizadora.
—Risas en la oscuridad. Y luego el cuchillo clavándose… No, Margo, esos recuerdos no quiere tenerlos nadie.
En ese momento fue el propio Menzies quien se rió, pero no era su voz. Era otra, totalmente distinta, una risita seca, horrible.
Un horrendo sobresalto, brusco, abrasador, se abrió paso en la letargia cada vez más densa. No. ¡Oh, no! No era posible.
Menzies la miraba con gran atención desde la silla, como si midiera el efecto de sus palabras.
Luego guiñó un ojo.
Margo intentó apartarse y abrió la boca para gritar, pero justo entonces se intensificó la sensación de lasitud, que pesaba sobre sus brazos y sus piernas y le impedía cualquier palabra o movimiento. De pronto comprendió con desesperación que no era una letargia normal, sino que le estaba pasando algo.
Menzies soltó su mano. En ese momento, dio un respingo de terror. Margo vio que la otra, escondida detrás, sujetaba una minúscula jeringa con la que estaba inyectando un líquido incoloro en el tubo de suero de la muñeca. Vio que Menzies retiraba la jeringa, la tapaba y se la guardaba en el bolsillo de la americana.
—Margo, querida —dijo él apoyándose en el respaldo, con una voz totalmente distinta—, ¿en serio creías que no volveríamos a vernos?
En el interior de Margo brotó con fuerza el pánico, junto a unas ganas locas de vivir. Por desgracia se sentía totalmente inerme ante la droga que se propagaba por sus venas, silenciando su voz y paralizando sus extremidades. Menzies se levantó ágilmente, le puso un dedo en los labios y susurró:
—Ahora, Margo, a dormir.
La odiada oscuridad, manando en su interior, se interpuso en su visión y en sus pensamientos. El simple hecho de llenarse los pulmones se convirtió en una agonía que despojaba de todo protagonismo al pánico, la sorpresa y la incredulidad. Paralizada, Margo vio que Menzies daba media vuelta y salía con premura de la habitación. Después le oyó muy lejos, pidiendo ayuda a una enfermera, pero también su voz acabó por perderse en la sorda oleada que llenaba su cabeza; la oscuridad se acumuló en sus ojos hasta que todo sonido quedó engullido por las tinieblas y la noche eterna. Margo se había ido.