58
Los técnicos, que ahora trabajaban como desesperados, siguieron tecleando órdenes ante la mirada incrédula y horrorizada de D’Agosta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hayward.
Enderby se secó nerviosamente la frente.
—No lo sé. El terminal no acepta mis órdenes.
—¿Y si lo pasa al modo manual? —preguntó Hayward.
—Ya lo he intentado.
Hayward se giró hacia Manetti.
—Avise a los vigilantes de la tumba. Dígales que vamos a cerrar la exposición.
Sacó la radio, pero cuando estaba a punto de comunicarse con los policías del interior vio que Manetti palidecía.
—¿Qué pasa?
—Estoy intentando hablar con mis hombres de la tumba pero no hay cobertura. Nada de nada.
—¿Cómo es posible? ¡Si solo están a cincuenta metros!
—La tumba está protegida contra radiofrecuencias —murmuró Pendergast.
Hayward bajó la radio.
—Use el sistema de megafonía. Tiene cableado directo, ¿no?
Enderby volvió a teclear como un poseso.
—Tampoco funciona.
Hayward se quedó mirándolo.
—Corte la electricidad de las puertas. Hay un sistema de apertura manual por si falla la corriente.
Enderby pulsó algunas teclas y levantó las manos, haciendo un gesto de impotencia.
De repente Pendergast señaló uno de los monitores que transmitían imágenes de la sala.
—¿Lo han visto? Rebobine un poco, por favor.
Uno de los técnicos reprodujo las imágenes en sentido inverso.
—Aquí.
Pendergast estaba señalando una figura borrosa en un lado oscuro del plano.
—¿Puede enfocar la imagen? —pidió con urgencia—. ¿Y acercarla?
D’Agosta vio que la imagen se hacía más nítida. Todos observaron que el hombre metía una mano en el bolsillo de su frac, sacaba un antifaz negro y se lo ponía. Después se puso unos auriculares.
—Menzies —susurró Hayward.
—Diógenes —dijo Pendergast como si hablara solo, con voz glacial.
—Tenemos que pedir refuerzos —dijo Manetti—. Que venga una unidad de las fuerzas especiales y…
—¡No! —lo interrumpió Pendergast—. No tenemos tiempo. Lo retrasaría todo. Querrían montar un centro móvil de control, habría que cumplir todo tipo de normas… Tenemos diez minutos. Como mucho.
—¡Me parece imposible que no se abran las puertas! —dijo Enderby, aporreando el teclado—. Habíamos programado dos backups independientes. No tiene sentido. No hay nada que responda…
—Ni responderá —dijo Pendergast—. Las puertas seguirán cerradas hagan lo que hagan. Seguro que Menzies, es decir, Diógenes, ha saboteado los sistemas de control tanto del espectáculo como de la sala. —Se giró hacia Enderby—. ¿Puede sacar una lista de todos los procesos en marcha?
—Sí.
Enderby tecleó diversas órdenes. D’Agosta echó un vistazo a la pantalla. Se había abierto una pequeña ventana con una lista de misteriosas palabras en minúsculas como asmcomp, rutil, syslog o kcron.
—Examine todos los nombres de procesos —dijo Pendergast—, especialmente los del sistema. ¿Ve alguna anomalía?
—No. —Enderby miraba atentamente la pantalla—. Sí, este que se llama kernel_con_fund_o.
—¿Sabe para qué sirve?
Enderby parpadeó.
—Por el nombre debe de ser una especie de archivo de consola que accede al núcleo del sistema. El cero del final querría decir que es una versión beta.
—Si puede analice el código y averigüe aproximadamente cuál es su función. —Pendergast se giró hacia Hayward y D’Agosta—. Aunque me temo que ya sé la respuesta.
—¿Cuál es? —preguntó Hayward.
—Lo del final no es un cero, sino la letra o: «confundo». Seguro que se trata de una rutina de sistema incorporada por Diógenes para sabotear el espectáculo. —Señaló todo el equipo informático de la sala—. O mucho me equivoco o ahora estos dispositivos los controla Diógenes, como todo lo demás.
Enderby seguía muy atento a la pantalla.
—Parece que ahora mismo el espectáculo lo gestiona otro servidor desde el interior de la tumba. Todo lo que hay aquí, los sistemas de la sala de control, depende de él.
Pendergast se inclinó por encima del hombro del técnico.
—¿Podría desactivarlo de algún modo?
Más ruido de teclas.
—No. Ahora mis órdenes ni siquiera pasan.
—Corte todo el suministro eléctrico de la tumba —dijo Pendergast.
—Se encenderá el auxiliar.
—Pues corte el auxiliar.
—Se quedarán a oscuras.
—Hágame caso.
Más ruido de teclas y una palabrota.
—Nada.
Pendergast miró a su alrededor.
—Pues entonces la caja de fusibles.
Se acercó en un par de zancadas, abrió la caja y accionó el general.
La pequeña habitación quedó inmediatamente a oscuras, pero los ordenadores no se apagaron. En cuestión de segundos se oyó un fuerte clic. Era el suministro auxiliar, que hizo que se encendieran varias hileras de fluorescentes de emergencia.
Enderby no daba crédito a lo que veía en la pantalla.
—Increíble. En el interior de la tumba aún tienen todo el suministro. El espectáculo ha seguido como si nada. Dentro debe de haber un generador, pero no estaba en ninguno de los planos que me…
—¿Dónde está la fuente auxiliar de esta sala? —lo interrumpió Pendergast.
Manetti señaló con la cabeza un rincón con un armario metálico grande y gris.
—Dentro están los relés que conectan los cables de alimentación principales de la tumba con el generador auxiliar del museo.
Pendergast retrocedió, apuntando la pistola de Manetti hacia el armario, y vació todo el cargador. Como la habitación estaba insonorizada, las detonaciones fueron ensordecedoras. Los grandes agujeros negros de los proyectiles hicieron saltar la pintura gris de un lado a otro del armario. Se oyó un chisporroteo de electricidad. Apareció un gran ajeo azul. Los fluorescentes se apagaron después de algunos parpadeos, dejando el brillo de los monitores y un olor a cordita y a aislante derretido.
—Los ordenadores siguen encendidos —dijo Pendergast—. ¿Por qué?
—Tienen batería propia.
—Pues reinícielos a la fuerza. Desenchufe los cables de la electricidad y vuélvalos a enchufar.
Enderby se puso a gatas debajo de la mesa y empezó a arrancar cables hasta dejarlo todo a oscuras y en silencio. Se oyó un clic y se encendió una luz. Era la linterna de Hayward.
De repente se abrió la puerta y entró un hombre alto, con una bufanda roja y unas gafas negras redondas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con voz chillona—. ¿Estoy dirigiendo una retransmisión simultánea para millones de personas y ustedes ni siquiera pueden evitar que se vaya la luz? ¡Por Dios, solo tengo generador para un cuarto de hora!
D’Agosta reconoció al famoso director Randall Loftus; tenía manchas rojas de rabia en la cara.
Pendergast se giró hacia D’Agosta y le dijo, muy cerca:
—¿Sabe qué hay que hacer, Vincent?
—Sí —dijo D’Agosta. Se giró hacia el director—. Ahora lo ayudo.
—¡Sería todo un detalle!
Loftus dio media vuelta y salió con pasos rígidos, seguido por D’Agosta.
Al otro lado, en la oscuridad del gran salón, que solo los cientos de velitas de las mesas impedían que fuera total, los invitados se movían con agitación, pero todavía no parecían inquietos. Parecían tomárselo como una aventura. Los vigilantes del museo iban de aquí para allá explicando que el corte eléctrico no duraría mucho. D’Agosta siguió al director hasta el fondo de la sala, donde estaba instalado su equipo. Todos trabajaban con rapidez y eficacia, murmurando por micros u observando pequeños monitores montados en cámaras.
—Dentro ya no nos oyen —dijo un técnico—, pero parece que aún tienen electricidad. Todavía retransmiten y la conexión con la parabólica funciona bien. No creo ni que sepan que nos hemos quedado sin luz.
—¡Menos mal! —dijo Loftus—. Antes morir que estar en directo y sin nada que retransmitir.
—Oiga, eso que ha dicho de una conexión… —comentó D’Agosta—. ¿Dónde está?
Loftus señaló con la cabeza un cable grueso, con revestimiento de goma y fijaciones de cinta aislante, que salía sinuosamente de la sala.
—Ah… —dijo D’Agosta—. ¿Y si se cortara el cable?
—¡Dios no lo quiera! —dijo Loftus—. Nos quedaríamos sin retransmisión, pero tranquilo, no se cortará. No es un cable que pueda romperse por un simple tropiezo.
—¿No tienen ningún cable de refuerzo?
—No hace falta. Este cable tiene una funda de caucho, epoxi y malla de acero. Es indestructible. En fin, agente…
—Teniente D’Agosta.
—Parece que al final no lo necesitamos. —Loftus se giró y señaló a otro miembro del equipo—. ¡Oye, estúpido! ¡Los monitores encendidos siempre hay que vigilarlos!
D’Agosta miró a su alrededor. La preceptiva boca de incendios estaba al fondo de la sala, cerca de la entrada, con una manguera enrollada y un hacha grande Pulaski detrás de un cristal rompible. Se acercó, dio una patada al cristal y sacó el hacha. Luego caminó hacia el punto en que el cable, que estaba rodeado con cinta aislante, salía en ángulo recto de la sala, plantó bien los pies en el suelo y levantó el hacha por encima de la cabeza.
—¡Eh! —exclamó uno de los técnicos—. ¿Qué hace ese tío?
D’Agosta dio un golpe seco con el hacha y seccionó el cable con limpieza, provocando una lluvia de chispas.
Randall Loftus emitió un aullido inarticulado de rabia.
D’Agosta volvió rápidamente a la sala de control. Pendergast y los técnicos seguían obcecados con el sistema informático, que aún se negaba a aceptar órdenes, aunque lo hubieran reiniciado.
Pendergast se giró hacia D’Agosta.
—¿Y Loftus?
—En este momento está fuera de sí de rabia.
Pendergast asintió con la cabeza y contrajo los labios en algo parecido a una sonrisa.
De repente uno de los monitores que emitían imágenes en directo empezó a lanzar unos destellos que llamaron la atención de D’Agosta.
—¿Qué ocurre? —preguntó incisivamente Pendergast.
—Se han puesto en marcha las luces estroboscópicas —dijo Enderby, encorvado ante el teclado.
—Pero ¿en el espectáculo hay luces estroboscópicas?
—Sí, en la parte final, para los efectos especiales.
Pendergast se concentró en la pantalla; la luz azul se reflejó en sus intensos ojos grises. Después de varios parpadeos se oyó una especie de trueno muy particular.
Enderby se incorporó de golpe.
—¡Eh! ¡Eso no tenía que ser así!
El monitor siguió recogiendo la señal de audio de la tumba, que consistía en un murmullo que brotaba del público y se hacía más fuerte. Pendergast se giró hacia Hayward.
—Capitana, supongo que al revisar la seguridad de la exposición consultó los planos de la tumba y de las zonas adyacentes…
—Sí.
—Si tuviera que entrar en la tumba a la fuerza, ¿cuál sería el mejor lugar?
Hayward reflexionó.
—Hay un pasillo que conecta la estación de metro de la calle Ochenta y uno con la entrada subterránea del museo. Pasa por detrás de la tumba, y hay un punto donde el grosor del muro entre el pasillo y la cámara sepulcral solo es de sesenta centímetros.
—¿Sesenta centímetros de qué?
—De hormigón reforzado con acero. Es un muro de carga.
—Sesenta centímetros de hormigón —murmuró D’Agosta—. Como si fueran treinta metros. No se puede cortar ni a tiros ni a hachazos. Al menos antes de que sea demasiado tarde.
Un terrible silencio se adueñó del centro de control. Solo se oía el retumbar extraño de la sala, y el rítmico murmullo de los espectadores. D’Agosta vio que Pendergast se encorvaba visiblemente, y pensó con un escalofrío de terror: «Está ocurriendo. Diógenes está ganando. Lo tiene todo previsto. No podemos hacer absolutamente nada».
Justo entonces vio que Pendergast daba un respingo. En los ojos del agente apareció un nuevo brillo. Respiró con fuerza y se giró hacia uno de los vigilantes.
—Usted, ¿cómo se llama?
—Rivera, señor.
—¿Sabe dónde está el departamento de taxidermia?
—Sí, señor.
—Pues baje a buscar un frasco de glicerol.
—¿Glicerol?
—Es un producto químico que se usa para ablandar las pieles de los animales. Seguro que hay. —El siguiente a quien se dirigió fue Manetti—. Mande a un par de vigilantes al laboratorio de química. Necesito frascos de ácido sulfúrico y ácido nítrico. Que los busquen donde están guardados los productos químicos peligrosos.
—¿Se puede saber…?
—No tengo tiempo de explicárselo. También necesitaré un embudo de separación con una llave de paso al final, y agua destilada. Ah, y un termómetro, si es que lo encuentran. —Pendergast miró a su alrededor, encontró papel y bolígrafo y apuntó rápidamente algunas cosas; luego entregó la hoja a Manetti—. Si tienen problemas, que pregunten a algún técnico del laboratorio.
Manetti asintió con la cabeza.
—De momento hagan el favor de sacar a todo el mundo de la sala. No quiero que se quede nadie que no sea policía o vigilante del museo.
—Hecho.
Manetti hizo señas a los dos vigilantes, que salieron del centro de control.
Pendergast se giró hacia los técnicos.
—Ustedes ya no pueden hacer nada. Salgan con el resto.
Tenían tantas ganas de irse que se levantaron como dos resortes.
Pendergast miró a D’Agosta.
—Vincent, para usted y la capitana Hayward tengo una misión. Bajen a la estación de metro y ayúdela a encontrar el punto débil de la pared.
D’Agosta y Hayward se miraron.
—De acuerdo.
—Ah, Vincent… El cable que acaba de cortar… —Pendergast señaló uno de los monitores—. Diógenes debía de tener preparado un generador secreto, porque la retransmisión aún no se ha interrumpido. Ocúpese de ello, por favor.
—Ahora mismo vamos.
D’Agosta salió de la habitación con Hayward a su lado.