50
Al bajar por la escalera, a Pendergast lo asaltó el olor del sótano, un efluvio pegajoso de humedad, herrumbre y muerte. La escalera daba paso a un largo túnel. La mansión tenía uno de los pocos sótanos de Nueva Orleans situados bajo el nivel del suelo, gracias a que los monjes que habían construido el edificio no habían escatimado dinero ni trabajo en revestir las paredes con láminas de plomo batido y encajar perfectamente los sillares para disponer de bodegas donde envejecer sus vinos y aguardientes.
La familia Pendergast lo había destinado a un uso muy distinto.
Pendergast bajó mentalmente por el túnel, que desembocaba en un espacio ancho y bajo, de suelo irregular, parcialmente de tierra y parcialmente de piedra, y bóveda de arista. En las paredes había manchas incrustadas de nitro. Todo el espacio estaba ocupado por criptas de mármol en penumbra, profusamente talladas en estilo victoriano o eduardiano y separadas entre sí por estrechos pasos de ladrillo.
De pronto Pendergast detectó una presencia en la sala, vio una pequeña sombra. Después oyó su voz, la voz de un niño de siete años.
—¿Seguro que quieres seguir?
Se dio cuenta con otro sobresalto de que en la oscuridad había una segunda silueta, más alta y delgada, con el pelo casi blanco. Lo invadió un frío glacial. Era él con nueve años. Oyó su propia voz de niño, diciendo suavemente:
—¿Tú no tienes miedo?
—No, claro que no —fue la desafiante y aflautada respuesta, en la voz de su hermano Diógenes.
—Pues entonces vamos.
Pendergast vio que las dos vagas siluetas iban por la necrópolis con velas en la mano. El primero era el más alto.
Empezó a temer lo peor. No recordaba en absoluto aquella escena, pero sabía que estaba a punto de ocurrir algo horrible.
El niño del pelo claro empezó a examinar las tallas frontales de las tumbas, y a leer las inscripciones en latín con una voz aguda y clara. Ambos se habían entregado con gran entusiasmo al estudio del latín. Pendergast se acordó de que el mejor alumno de latín siempre había sido Diógenes, a quien el profesor consideraba un genio.
—Esta es muy rara —dijo el mayor de los dos niños—. Mira, Diógenes.
La silueta de menor estatura se acercó y leyó:
ERASMUS LONGHAMPS PENDERGAST
1840-1932
De mortiis aut bene aut nihil.
—¿Reconoces la cita?
—¿Horacio? —dijo el menor—. «De los muertos»… hum… «habla bien o no hables».[9]
Después de un silencio, el mayor dijo con cierta condescendencia:
—Muy bien, hermanito. Me gustaría saber de qué parte de su vida no quería que hablaran —dijo Diógenes.
Pendergast recordó la rivalidad juvenil entre él y su hermano por el latín. Al final el rezagado —y mucho— había sido él.
Cambiaron de tumba y se acercaron a una doble cripta muy ornamentada que representaba un sarcófago de estilo romano con dos esculturas encima, una masculina y la otra femenina, ambas yacentes, con las manos cruzadas en el pecho.
—Louisa de Nemours Prendergast. Henri Prendergast. Nemo nisi mors —leyó el mayor—. A ver, a ver… Esto significa «hasta que la muerte nos separe».
El menor ya estaba delante de otra lápida. Se puso en cuclillas y leyó:
—Multa ferunt anni venientes commoda secum, Multa recedentes adimiunt. —Miró hacia arriba—. ¿Qué, Aloysius, cómo lo traducirías?
La respuesta, que tardó un poco en llegar, fue valiente pero dubitativa:
—«Llegan muchos años que nos dan bienestar, y se alejan muchos años que nos disminuyen».
La traducción fue recibida por una risita sarcástica.
—No tiene sentido.
—Pues claro que lo tiene.
—No. ¿«Se alejan muchos años que nos disminuyen»? ¡Qué tontería! Yo creo que quiere decir algo así como: «Los años, al llegar, traen muchos desahogos. Al pasar…». Hizo una pausa. ¿Adimiunt?
—Lo que acabo de decir: disminuir —dijo el mayor.
—«Al pasar nos disminuyen» —terminó Diógenes—. Dicho de otra forma: que cuando eres joven los años te traen cosas buenas, pero cuando te haces viejo se las vuelven a llevar.
—Tiene tan poco sentido como lo mío —dijo Aloysius, molesto.
Siguió caminando hacia el final de la necrópolis por otra fila de criptas, leyendo nombres e inscripciones. Al llegar a la pared del fondo se paró delante de una puerta de mármol con una reja de metal oxidado.
—Mira esta tumba —dijo.
Diógenes llegó y miró al otro lado con la vela.
—¿Y la inscripción?
—No hay ninguna, pero es una cripta. Tiene que ser una puerta. —Aloysius cogió la reja y tiró de ella. Nada. La empujó. Volvió a tirar. Cogió un trozo suelto de mármol y empezó a dar golpes en el borde de la reja—. Quizá esté vacía.
—Quizá sea para nosotros —dijo el menor con una luz macabra en la mirada.
—El otro lado está hueco.
Aloysius dio otra serie de golpes, y luego otro tirón. De repente la puerta se abrió chirriando. Ambos se quedaron donde estaban, asustados.
—¡Qué peste! —dijo Diógenes, retrocediendo con la mano en la nariz.
En lo más hondo de su construcción mental, Pendergast también lo percibió: un hedor indescriptible y pútrido como el olor de un hígado podrido y recubierto de hongos. Tragó saliva, mientras los muros del palacio de la memoria se tambaleaban y recuperaban la solidez.
Aloysius acercó la vela al espacio recién descubierto. No era una cripta, sino una especie de gran almacén al final del sótano. La luz se reflejó temblando en diversos extraños artilugios de latón, madera y vidrio.
—¿Qué hay? —preguntó Diógenes, acercándose despacio por detrás.
—Mira.
Diógenes se asomó.
—¿Qué son?
—Máquinas —dijo el hermano mayor con total seguridad, como si lo supiera.
—¿Piensas entrar?
—Pues claro. —Aloysius cruzó la puerta y se giró—. ¿Tú no vienes?
—Supongo…
Desde la oscuridad, Pendergast los vio entrar.
Los dos niños ya estaban dentro de la sala. Las paredes de plomo presentaban estrías blanquecinas de óxido. Todo estaba lleno de artefactos: cajas con caras pintadas que hacían muecas, sombreros viejos, cuerdas, bufandas apolilladas, cadenas oxidadas, anillas de bronce, armarios, espejos, capas, varitas… Y todo lo cubría una gruesa capa de polvo y telarañas. Al fondo había un cartel torcido de colores chillones, adornado con filetes, dos manos con el índice extendido y otras florituras carnavalescas del siglo XIX americano.

Desde la oscuridad de su memoria, Pendergast asistía al desarrollo de la escena con la mezcla de impotencia y malos presagios propia de las pesadillas. Al principio los dos niños exploraron la sala con cuidado, mientras sus velas proyectaban sombras alargadas por las cajas y las pilas de extraños aparatos.
—¿Sabes qué es todo esto? —susurró Aloysius.
—¿Qué?
—Hemos encontrado las herramientas del espectáculo de magia del tío bisabuelo Comstock.
—¿Y quién es el tío bisabuelo Comstock?
—Fue uno de los magos más famosos del mundo. Enseñó al mismísimo Houdini.
Aloysius tocó un armario, acarició un pomo y tiró cuidadosamente de un cajón. Contenía unas esposas. Abrió otro cajón que parecía resistirse, pero que acabó cediendo con un ¡clac! Dos ratones saltaron del cajón y se fueron correteando.
Aloysius se acercó al siguiente objeto, seguido de cerca por su hermano pequeño. Era una caja con forma de ataúd de pie; en la tapa estaba representado un hombre que gritaba con varios orificios ensangrentados por el cuerpo. La abrió, haciendo rechinar las bisagras oxidadas. El interior estaba revestido con púas de hierro forjado.
—Esto más que de magia parece de tortura —dijo Diógenes.
—En los pinchos hay sangre seca.
Diógenes miró con atención, presa de una extraña ansia que se sobrepuso temporalmente al miedo. Después volvió a apartarse.
—Solo es pintura.
—¿Seguro?
—Sé reconocer la sangre seca.
Aloysius siguió caminando.
—Mira.
Señaló un objeto del rincón del fondo. Era una caja enorme, mucho mayor que las demás, que llegaba hasta el techo y tenía las dimensiones de una habitación. Estaba pintada en chillones colores rojo y oro, con una cara burlona de demonio en la parte delantera. Al lado del demonio había extraños elementos —una mano, un ojo inyectado en sangre, un dedo— que flotaban sobre el fondo carmesí como si fueran partes cortadas de algún cuerpo en un mar de sangre. En uno de los laterales había una puerta con una inscripción curvada en oro y negro:

—Si fuera mi espectáculo —dijo Aloysius— le habría puesto un nombre mucho más impresionante, como «La Boca del Averno». «La Puerta del Infierno» suena aburrido. —Se giró hacia Diógenes—. Te toca entrar primero.
—¿Y eso por qué?
—Porque antes he entrado yo primero.
—Pues vuelve a entrar primero.
—No me apetece —dijo Aloysius.
Apoyó una mano en la puerta y dio un golpecito con el codo a Diógenes.
—No la abras, podría pasar algo.
Aloysius la abrió, dejando a la vista un interior oscuro y asfixiante forrado de algo que parecía terciopelo negro. Justo detrás de la puerta había una escalera metálica que desaparecía por una trampilla del falso techo de la caja.
—Podría desafiarte —dijo Aloysius—, pero no quiero. No creo en los juegos de niños. Si quieres entrar, entra.
—¿Y tú? ¿Por qué no entras?
—Lo reconozco sin ambages: estoy nervioso.
Pendergast tuvo una punzada de vergüenza al ver que sus dotes de persuasión psicológica ya se estaban desarrollando en su infancia. Tenía ganas de saber qué había dentro, pero quería que entrase primero Diógenes.
—¿Tienes miedo? —preguntó su hermano.
—Exacto. O sea, que la única forma de que averigüemos qué hay dentro es que entres primero. Te prometo que entraré justo después.
—No quiero.
—¿Tienes miedo?
—No.
El temblor de la voz aguda de Diógenes lo desmentía.
Pendergast pensó amargamente que su hermano solo tenía siete años y aún no había aprendido que la mejor manera de mentir sin que te pillen es diciendo la verdad.
—Entonces, ¿por qué no entras?
—Es que… es que no me apetece.
Aloysius se rió con sorna.
—Yo acabo de reconocer que tengo miedo. Si tú tienes miedo, dilo y volvemos a subir tranquilamente.
—¡Que no, que no tengo miedo! Es un truco de parque de atracciones.
Pendergast se quedó horrorizado al ver que su doble infantil cogía a Diógenes por los hombros.
—Pues entonces entra.
—¡No me toques!
Suavemente, pero con firmeza, Aloysius le hizo cruzar la puertecita de la caja y se puso detrás para cortarle la retirada.
—Pero ¡si acabas de decir que es un truco de parque de atracciones!
—No quiero quedarme aquí dentro.
Ya estaban en el primer compartimiento de la caja, muy pegados. La capacidad de la casa era para un adulto, no para dos niños de cierta edad.
—Vamos, Diógenes, sé valiente, yo te sigo.
Diógenes empezó a subir sin decir nada por la escalerilla metálica. Aloysius iba detrás.
Pendergast ya no los veía. La puerta de la caja acababa de cerrarse automáticamente. Su corazón latía tan deprisa que tuvo miedo de que estallase. Las paredes de su construcción memorística parpadeaban y oscilaban. Casi era inaguantable.
Pero ya no podía parar. Estaba a punto de ocurrir algo horrible, algo de lo que nada sabía. Aún no había profundizado tanto en los recuerdos reprimidos de su infancia. Tenía que seguir.
Abrió mentalmente la puerta de la caja y subió a su vez por la escalera metálica; penetró en un espacio demasiado bajo para ponerse de pie que giraba en sentido horizontal hasta desembocar en una habitación de techo bajo, situada encima del falso techo pero debajo de la tapa superior de la caja. Los dos niños estaban delante. Diógenes, que iba el primero, gateó hacia un agujero circular en la pared del fondo. Al llegar titubeó.
—¡Sigue! —lo instó Aloysius.
El niño se giró hacia su hermano con una expresión peculiar en los ojos, cruzó el agujero y se perdió de vista.
Antes de llegar al agujero, Aloysius se paró a mirar a su alrededor con la vela. Parecía haberse dado cuenta por primera vez de que las paredes estaban llenas de fotos pegadas a la madera y cubiertas de una capa de laca.
—¿No vienes? —dijo en la oscuridad del otro lado una vocecita asustada y enfadada—. ¡Me habías prometido que estarías justo detrás!
Al presenciar la escena, Pendergast sintió que se apoderaba de su cuerpo un temblor incontrolable.
—Sí, sí, ya voy.
El joven Aloysius gateó hacia el agujero redondo y negro y se asomó… pero no fue más lejos.
—¡Eh! ¿Dónde estás? —gritó en la oscuridad del otro lado una voz sorda. Luego, de repente—: ¿Qué pasa? ¿Qué es esto?
Un chillido de niño, agudo y penetrante, cortó el aire como un escalpelo. Pendergast vio que aparecía una luz al otro lado del agujero. Vio que se inclinaba el suelo y Diógenes resbalaba hasta el fondo de un pequeño cuarto y caía por un pozo iluminado. De pronto se oyó un sonido grave, como un gruñido de animal, y dentro del pozo aparecieron imágenes de indescriptible horror. Luego el agujero se cerró con un chasquido, impidiendo que viera nada más.
—¡No! —chilló Diógenes desde las profundidades de la caja—. ¡Nooooooo!
Pendergast lo recordó todo de golpe. Todo acudió en tropel a su memoria con una riqueza irreprochable de detalles, un segundo de horror tras otro, sin omitir ni un solo instante de la experiencia más aterradora de su vida.
Se acordó del Acontecimiento.
Al recibir el impacto del recuerdo, como el de un maremoto, sintió que su cerebro se sobrecargaba, y que sus neuronas se bloqueaban. En ese momento perdió el control del viaje por la memoria. La mansión tembló, sufrió una sacudida y explotó mentalmente, deshaciéndose en muros incendiados mientras su cabeza retumbaba como un trueno y el gran palacio de la memoria extinguía su llamarada en la oscuridad del espacio infinito, disolviéndose en esquirlas de luz que surcaron el vacío como meteoros. Los gritos de angustia de Diógenes se prolongaron brevemente desde el exterior del abismo sin límites, pero al final también se apagaron y volvió a imperar el silencio.