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En su laboratorio, Nora Kelly contemplaba una gran mesa de muestras cubierta de fragmentos de antigua cerámica de la cultura anasazi. Eran piezas de características inhabituales, que con la luz intensa del laboratorio casi parecían doradas a causa de la gran concentración de partículas de mica que contenía la arcilla de base. Había recogido aquellos fragmentos durante una expedición veraniega a la zona sudoeste de Four Corners, y ahora estaban distribuidos por un enorme mapa topográfico de Four Corners, con cada fragmento en las coordenadas exactas donde había aparecido.

Miró atentamente el conjunto mientras hacía otro esfuerzo por encontrarle un sentido. Era el eje de su gran proyecto de investigación para el museo: seguir la difusión de aquella alfarería micácea tan particular, desde su origen en el sur de Utah hasta los diversos intercambios cuya influencia se extendía más allá del sudoeste. El desarrollo de aquel tipo de cerámica se debía a un culto religioso kachina procedente del México azteca. Nora confiaba en que el estudio de su difusión por el sudoeste desvelase las vías de expansión del propio culto kachina.

Lo malo era que había tantos trozos, y tantas dataciones por C14, que cuadrar las variables era un problema espinoso, cuya solución estaba todavía lejana. Se concentró. La respuesta estaba delante. Solo había que encontrarla.

Suspiró y bebió un poco de café, contenta de que su laboratorio subterráneo le ofreciera un refugio contra la tormenta que arreciaba en el exterior del museo. Lo del día anterior, el susto del ántrax, había sido grave, pero no tanto como lo de hoy. Gran parte del mérito lo tenía su marido Bill, y su don especial para crear problemas. En The Times de la mañana, Bill había dado la noticia de que en realidad el polvo era la colección de diamantes robada del museo, millones de dólares pulverizados por el ladrón. Nora nunca había visto tanta indignación por una noticia. Al verse arrinconado frente a su despacho por las cámaras de televisión, el alcalde ya había atacado al museo y había exigido la destitución inmediata de su director.

Nora trató de concentrarse en el problema de los trozos de cerámica. Todas las líneas de difusión confluían en un solo punto: el origen de la arcilla, la base de la meseta de Kaiparowits, en Utah, donde había sido extraído y cocido por los habitantes de un gran poblado oculto en los cañones. Desde ese punto, su difusión comercial había llegado a zonas tan lejanas como el norte de México y el oeste de Texas. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿Por quién?

Se levantó para sacar de un armario la última bolsa hermética de trozos de cerámica. El silencio del laboratorio era sepulcral. Solo se oía el silbido del aire acondicionado. Al fondo del laboratorio propiamente dicho había un gran espacio de almacenamiento con armarios antiguos de roble y cristal ondulado llenos de potes, puntas de flecha, hachas y otras piezas arqueológicas. Por la puerta de al lado, la del almacén de momias indias, salía un vago olor a paradiclorobenceno. Nora empezó a repartir los fragmentos por el mapa hasta rellenar la última esquina vacía. Cada vez que colocaba un fragmento verificaba su número de adquisición.

De repente se paró. Había oído el chirrido de la puerta del laboratorio, y pisadas silenciosas por el suelo polvoriento. Pero había cerrado con llave, ¿no? Siempre lo hacía; era una costumbre tonta. Pero el sótano del museo era tan grande y silencioso, los pasillos estaban tan poco iluminados, había tantos objetos raros y espeluznantes en la oscuridad de los almacenes, que se le ponían los pelos de punta. Por otra parte no podía olvidar lo que le había pasado hacía pocas semanas a su amiga Margo Green dos pisos más arriba, en una oscura sala de exposiciones.

—¿Hay alguien? —dijo en voz alta.

Una figura salió de la penumbra. Primero vio la forma de una cara. Después una barba muy corta y un pelo plateado. Se relajó. Era Hugo Menzies, el director del departamento de antropología, su jefe inmediato, todavía algo pálido por su cálculo biliar y con los ojos algo enrojecidos, pero siempre joviales.

—Hola, Nora —dijo, sonriendo amablemente—. ¿Te molesto?

—¡No, qué va!

El conservador se sentó al borde de un taburete.

—¡Qué bien se está aquí abajo! ¡Qué tranquilidad! ¿Estás sola?

—Sí. ¿Arriba qué tal?

—Cada vez hay más gente en la calle.

—Sí, ya los he visto al llegar.

—Se está poniendo feo. Cada vez que llega un empleado lo abuchean, y han bloqueado el tráfico en Museum Drive. Me temo que solo es el principio. Una cosa es que se quejen el alcalde y el gobernador y otra que se indignen los propios neoyorquinos. Pero por lo visto es lo que está pasando. Que Dios nos libre de la furia del vulgus mobile.

—Siento mucho que por culpa de Bill… —se lamentó Nora.

Menzies le puso amablemente una mano en el hombro.

—Bill solo ha sido el mensajero. En realidad le ha hecho un favor al museo denunciando el plan de encubrimiento antes de que se llevara a la práctica. Tarde o temprano se habría sabido la verdad.

—Con lo que cuesta robar unos diamantes, no entiendo que los hayan destruido.

Menzies se encogió de hombros.

—Es imposible saber cómo piensan los locos. En todo caso, demuestra un odio visceral hacia el museo.

—¿El museo? ¿Qué le puede haber hecho?

—Eso solo puede contestarlo una persona, pero no he venido a elaborar teorías sobre psicología criminal. Vengo por una razón muy concreta, relacionada con lo que pasa arriba.

—No entiendo.

—Acabo de salir de una reunión en el despacho del doctor Collopy. Hemos tomado una decisión que te concierne a ti.

Nora esperó con una sensación de alarma.

—¿Conoces la tumba de Senef?

—No me suena en absoluto.

—No me extraña. Ni a ti ni a casi nadie del museo. Fue una de las primeras piezas que se expusieron; una tumba egipcia del Valle de los Reyes vuelta a montar en estos sótanos. En los años treinta la clausuraron y la tapiaron, y ya no se ha vuelto a abrir.

—¿Y?

—Pues que en este momento el museo necesita una noticia positiva, algo que recuerde que seguimos haciendo cosas buenas. Una distracción, como quien dice. Esa distracción será la tumba de Senef. La reabriremos, y quiero que estés al frente del proyecto.

—¿Yo? Pero ¡si ya retrasé mi investigación varios meses para ayudar a montar la exposición «Imágenes Sagradas»!

En la cara de Menzies apareció una sonrisa irónica.

—Exacto. Por eso te lo pido, porque vi tu trabajo en «Imágenes Sagradas» y eres la única del departamento que puede hacerlo bien.

—¿En cuánto tiempo?

—Collopy está lanzado. Disponemos de seis semanas.

—¡No lo dice en serio!

—Se trata de una auténtica emergencia. Hace mucho tiempo que la situación económica del museo es penosa, y con este mazazo de publicidad negativa podría ocurrir cualquier cosa.

Nora no contestó.

—El desencadenante —siguió explicando Menzies en tono afable— es que acabamos de recibir diez millones de euros, trece millones de dólares, en concepto de fondos para el proyecto. No habrá problemas de dinero. Gozaremos del apoyo unánime del museo, desde el consejo de administración hasta los sindicatos. Como la tumba de Senef siempre ha estado sellada, en principio debería estar en bastante buenas condiciones.

—Por favor, no me lo pida a mí. Encargúeselo a Ashton.

—Ashton no sabe discutir, mientras que a ti te vi cómo te enfrentabas con los manifestantes de la inauguración de «Imágenes Sagradas». Nora, el museo se juega su supervivencia. Te necesito. Te necesita el museo.

Silencio. Nora se giró hacia los fragmentos de cerámica con el corazón en un puño.

—Pero si yo de egiptología no sé nada…

—Contrataremos temporalmente a alguna eminencia para que colabore contigo.

Comprendiendo que no había escapatoria, suspiró profundamente.

—Bueno, de acuerdo.

—¡Así me gusta! Es lo que quería oír. La idea todavía está muy verde, pero teniendo en cuenta que hace setenta años que no se puede visitar la tumba es evidente que habrá que remozarla un poco. Hoy en día no basta con montar una exposición estática. Hay que darle un contenido multimedia. También habrá una gala de inauguración, por supuesto, y cualquier neoyorquino con aspiraciones sociales querrá una entrada.

—¿Todo esto en seis semanas? —se alarmó Nora.

—Tenía la esperanza de que aportaras ideas.

—¿Cuándo las necesita?

—Me temo que ahora mismo. El doctor Collopy ha convocado una rueda de prensa dentro de media hora para anunciar la exposición.

—Oh, no… —Nora se dejó caer en la silla—. ¿Está seguro de que habrá que incluir efectos especiales? A mí el escaparatismo informático no me gusta nada. Distrae la atención de las piezas.

—Por desgracia es el concepto actual de museo; una buena muestra es la nueva biblioteca Abraham Lincoln. No niego que en algunos aspectos puede ser un poco vulgar, pero estamos en el siglo XXI y competimos con la televisión y con los video juegos. Por favor, Nora. Necesito ideas cuanto antes. El director recibirá una avalancha de preguntas, y quiere poder decir algo sobre la exposición.

Nora tragó saliva. Por un lado la horrorizaba la idea de volver a postergar su investigación, trabajar setenta horas por semana y no ver casi nunca a un marido con quien llevaba pocos meses casada. Por el otro, si debía hacerlo —y no parecía haber alternativa— quería hacerlo bien.

—Pero debe ser digno —dijo Nora—. Sin momias saliendo de los sarcófagos. Y que sea educativo.

—Coincidimos en todo.

Nora reflexionó.

—La tumba fue saqueada, ¿verdad?

—Sí, en la antigüedad, como la mayoría de las tumbas egipcias, probablemente por los mismos sacerdotes que sepultaron a Senef, el cual, dicho sea de paso, no era un faraón sino un visir, regente de Tutmosis IV.

Nora asimiló la información. No podía negarse que era un gran honor ser elegida para coordinar una exposición nueva y de máximo relieve. Por no hablar de su visibilidad, excepcionalmente alta. Era intrigante. Se sintió atraída a su pesar.

—Si quieren algo teatral —dijo—, ¿por qué no recreamos el momento del saqueo? Podríamos hacer una reconstrucción dramática de los ladrones en plena faena; escenificar el miedo de que los pillaran, el castigo que les habría caído encima… Con una voz en off que narrara los hechos: quién era Senef… Cosas así.

Menzies asintió con la cabeza.

—Excelente, Nora.

Nora sintió que empezaba a entusiasmarse.

—Si estuviera bien hecho, con iluminación informatizada por ejemplo, sería una experiencia inolvidable para los visitantes. Reviviríamos la historia desde el interior de la propia tumba.

—Algún día dirigirás este museo, Nora.

Se ruborizó. No era una idea que le desagradase.

—Yo también he estado dándole vueltas a algún tipo de espectáculo de luz y sonido. Es perfecto. —Con una efusividad impropia en él, Menzies cogió la mano de Nora—. Será la salvación del museo. Y consolidará tu carrera dentro de él. Repito que tendrás todo el dinero y el respaldo necesarios. Por lo que respecta a los efectos informáticos, déjalos en mis manos. Tú céntrate en las piezas y en la manera de exponerlas. Seis semanas será tiempo suficiente para que empiece a hablarse del tema, mandar las invitaciones y trabajarse a la prensa. Si aspiran a estar entre los invitados ya no podrán echársenos encima.

Miró su reloj.

—Tengo que preparar al doctor Collopy para la rueda de prensa. Muchísimas gracias, Nora.

Menzies se fue sin perder tiempo y dejó a Nora sola en el silencio del laboratorio. Tras una mirada compungida a la mesa que tanto le había costado cubrir de trozos de cerámica, Nora empezó a recogerlos uno por uno y los metió otra vez en las bolsas.