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William Smithback Jr. penetró en el recinto oscuro y oloroso del pub que recibía el nombre de «el Huesos», y examinó a la ruidosa concurrencia. Eran las cinco. El local rebosaba de empleados del museo que remojaban el gaznate después de largas horas de trabajo gris en la mole de granito de la acera de enfrente. Aquel entusiasmo por acudir a un local donde hasta el último palmo de pared estaba cubierto de huesos, cuando acababan de huir de un entorno laboral idéntico, era un misterio para Smithback, que últimamente solo acudía al Huesos por un motivo: el malta de cuarenta años que escondía el encargado debajo de la barra. Treinta y seis dólares por copa no podían considerarse una ganga, pero siempre era mejor que dejarse corroer las vísceras por un Cutty Sark de tres dólares.

Reconoció el pelo cobrizo de Nora Kelly, que desde hacía poco era su mujer. Estaba en la mesa de siempre, la del fondo. Después de saludarla con la mano, y de acercarse sin prisas, Smithback adoptó una actitud teatral.

—Pero ¡silencio! ¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana?[1] —recitó antes de besarle al vuelo el dorso de la mano, hacer lo propio, pero con más detenimiento, en sus labios y sentarse al otro lado de la mesa—. ¿Qué tal?

—Sigue siendo interesante trabajar en el museo.

—¿Lo dices por el susto de esta mañana, lo del ataque terrorista?

Ella asintió con la cabeza.

—Alguien ha dejado un paquete para el departamento de mineralogía; por lo visto soltaba una especie de polvo, y han creído que era ántrax o algo por el estilo.

—Sí, ya me he enterado. De hecho en el periódico de hoy sale un artículo firmado por el amigo Harriman.

Bryce Harriman era el colega y archirrival de Smithback en The Times, aunque Smithback se había asegurado cierto margen gracias a recientes exclusivas de gran impacto.

Llegó el camarero, alicaído como siempre, y esperó en silencio a que pidieran.

—Para mí dos dedos de Glen Grant —dijo Smithback—. Del bueno.

—Yo una copa de vino blanco, por favor.

El camarero se fue arrastrando los pies.

—O sea, que se ha armado una buena, ¿no? —preguntó Smithback.

Nora se rió.

—¡Qué pena que no hayas visto a Greenlaw, el hombre que lo encontró! Tenía tan claro que se moría que se lo han tenido que llevar en camilla, con traje protector y todo.

—¿Greenlaw? No lo conozco.

—Es el nuevo subdirector administrativo. Acaba de entrar. Viene de Con Ed, la compañía eléctrica.

—¿Al final qué era? Digo el supuesto ántrax.

—Polvo abrasivo.

Smithback se rió justo cuando le traían la copa.

—Polvo abrasivo. Ni hecho aposta. —Hizo girar el líquido en la copa de balón y bebió un poco—. ¿Qué ocurrió?

—Parece que el paquete se rompió en el trayecto, y que tenía un agujero. Se lo ha dejado un mensajero a Curly justo cuando pasaba Greenlaw.

—¿Curly? ¿El viejo de la pipa?

—Ese, ese.

—¿Aún está en el museo?

—Nunca se irá.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—Tranquilamente, como todo. Después de unas horas ya estaba otra vez en la garita como si no hubiera pasado nada.

Smithback sacudió la cabeza.

—¿Qué sentido tiene mandar por mensajero una bolsa de polvo?

—A mí que me registren.

Bebió otro trago.

—¿Crees que ha sido adrede? —preguntó, pensativo—. ¿Alguien que quería pegar un susto al museo?

—Tú, siempre sospechando de todo.

—¿Saben quién lo enviaba?

—He oído que el paquete no tenía remite.

Ese detalle avivó de golpe el interés de Smithback, que se arrepintió de no haberse bajado el artículo de Harriman en la red interna de The Times para leerlo.

—¿Sabes cuánto cuesta hoy en día un mensajero en Nueva York? Cuarenta billetes.

—Quizá fuera polvo valioso.

—Pues entonces ¿por qué no había remite? ¿A quién se lo enviaban?

—Por lo que he oído, al departamento de mineralogía en general.

Smithback tomó otro delicioso sorbo de Glen Grant. Por alguna razón, aquella noticia hacía que se dispararan las alarmas periodísticas de su cerebro. Se preguntó si Harriman había llegado hasta el fondo del asunto. Tenía serias dudas. Sacó el móvil.

—¿Te molesta que haga una llamada?

Nora frunció el entrecejo.

—Si no hay más remedio.

Smithback marcó el número del museo, pidió que le pasaran con mineralogía y tuvo la suerte de que aún hubiera alguien. Empezó a hablar deprisa.

—Soy el señor Mmmmm, de la oficina de Ñññmmm. Solo quería hacer una pregunta: ¿de qué era el polvo que ha sembrado el pánico esta mañana?

—No he entendido muy bien…

—Oiga, tengo prisa. Me espera el director con la respuesta.

—No lo sé.

—¿Lo sabe alguien?

—El doctor Sherman.

—Pásemelo.

Poco después se oyó una voz entrecortada.

—¿Doctor Collopy?

—No, no —dijo tranquilamente Smithback—. Me llamo William Smithback. Soy reportero de The New York Times.

Silencio, seguido por un «diga» muy tenso.

—Es sobre el ataque terrorista de esta mañana…

La respuesta fue inmediata.

—No puedo ayudarlo. Ya le he dicho todo lo que sé a su colega, el señor Harriman.

—Es una comprobación rutinaria, doctor Sherman. ¿Sería mucho pedir?

Silencio.

—¿El paquete iba dirigido a usted?

—Al departamento —fue la respuesta, seca.

—¿No llevaba remite?

—No.

—Y ¿estaba lleno de polvo?

—Exacto.

—¿De qué tipo?

Un titubeo.

—De corindón.

—¿Cuánto vale el polvo de corindón?

—Así, de pronto, no lo sé. No mucho.

—Ya. Pues nada, gracias.

Al colgar, Smithback topó con la mirada de Nora.

—Es de mala educación usar el móvil en un pub —dijo ella.

—Es que soy periodista. Maleducado de profesión.

—¿Te has quedado satisfecho?

—No.

—Ha llegado un paquete de polvo al museo y le ha dado un susto a alguien porque estaba agujereado. Punto.

—No sé, no sé… —Smithback se tomó un trago largo de Glen Grant—. Lo he notado muy nervioso.

—¿Al doctor Sherman? Es que se altera por nada.

—Más que alterado, parecía asustado.

Smithback volvió a abrir el móvil. Nora gruñó.

—Como empieces a hacer llamaditas me voy a casa.

—¡Vamos, mujer! Una más y nos vamos a cenar al Rattlesnake Café. Pero tengo que llamar ahora porque ya son más de las cinco y quiero pillarlos antes de que se vayan.

Llamó rápidamente a información y marcó el número que le habían dado.

—¿Es el Departamento de Sanidad y Salud Mental?

Le pasaron por varias extensiones hasta que encontró el laboratorio deseado.

—Laboratorio. ¿Dígame? —contestó alguien.

—¿Con quién hablo?

—Con Richard. ¿Y yo, con quién hablo?

—Hola, Richard, soy Bill Smithback, de The Times. ¿Eres el encargado?

—Ahora mismo sí. La jefa acaba de irse a casa.

—Los hay con suerte. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

—¿Has dicho que eras periodista?

—Exacto.

—Pues entonces supongo que sí.

—¿Este laboratorio es el que ha analizado el paquete del museo de esta mañana?

—El mismo.

—¿Qué había dentro?

Smithback oyó un bufido.

—Polvo de diamante.

—¿No era de corindón?

—No, de diamante.

—¿Has examinado personalmente el polvo?

—Sí.

—Y ¿qué aspecto tenía?

—A simple vista parecía una bolsa de arena marrón.

Smithback pensó un poco.

—¿Cómo sabéis que era polvo de diamante?

—Por el índice de refracción de las partículas.

—Ya. Y ¿no podría confundirse con corindón?

—Imposible.

—Supongo que también lo habéis examinado al microscopio.

—Sí.

—¿Cómo era?

—Precioso, como un montón de cristales de colores.

De repente Smithback notó un hormigueo en la nuca.

—¿De colores? ¿Qué quieres decir?

—Eran trocitos de todos los colores del espectro. No tenía ni idea de que el polvo de diamante fuera tan bonito.

—¿No te ha parecido un poco raro?

—Hay muchas cosas que a simple vista parecen feas, pero que bajo el microscopio se ven bonitas, como el moho del pan, o la arena, justamente.

—Pero has dicho que el polvo parecía marrón…

—Solo cuando estaba acumulado.

—Ya. ¿Qué habéis hecho con el paquete?

—Lo hemos devuelto al museo y lo hemos registrado como una falsa alarma.

—Gracias.

Smithback colgó despacio. Imposible. No podía ser.

Al mirar hacia arriba vio que Nora le observaba, claramente molesta. Le cogió la mano.

—Lo lamento mucho pero tengo que hacer otra llamada.

Ella cruzó los brazos.

—Pero ¿no iba a ser una velada romántica?

—Solo una llamada más. Por favor. Te dejaré escuchar. Te aseguro que valdrá la pena.

A Nora se le sonrosaron las mejillas. Smithback conocía esa reacción: su mujer se estaba mosqueando.

Volvió a marcar rápidamente el número del museo y conectó el altavoz del teléfono.

—¿Doctor Sherman?

—¿Sí?

—Vuelvo a ser Smithback, de The Times.

—Señor Smithback —dijo una voz aguda—, ya le he dicho todo lo que sé. Si no le importa, tengo que coger el tren.

—Sé que lo que ha llegado al museo esta mañana no era polvo de corindón.

Silencio.

—Sé qué era realmente.

Otro silencio.

—La colección de diamantes del museo.

Nora lanzó una mirada penetrante a su marido.

—Ahora mismo voy al museo para hablar con usted, doctor Sherman, y si el doctor Collopy aún no se ha ido hará bien en estar presente o, como mínimo, en ponerse al teléfono. No sé qué le ha contado a mi colega Harriman, pero a mí no me engaña. Ya es bastante grave que el museo dejara que le robaran la colección de diamantes más valiosa del mundo. Estoy seguro de que al consejo de administración del museo no le haría ninguna gracia que justo después de que se sepa que la colección ha sido reducida a polvo salte un escándalo de encubrimiento. ¿Me explico, doctor Sherman?

La voz que acabó saliendo del auricular era muy débil, temblorosa.

—Le aseguro que nadie ha querido encubrir nada. Solo ha sido un… un retraso en el anuncio.

—Llego en diez minutos. Usted no se mueva.

Smithback llamó inmediatamente a su jefe de The Times.

—¿Fenton? ¿Se acuerda del artículo de Bryce Harriman sobre el falso ántrax que ha sembrado el pánico en el museo? Le aconsejo que no se vaya, porque la verdadera noticia la tengo yo. Es una bomba. Resérveme la primera plana.

Colgó y miró hacia arriba. Nora ya no estaba enfadada; estaba pálida.

—Diógenes Pendergast —susurró—. ¿Ha destruido los diamantes?

Smithback asintió con la cabeza.

—Pero ¿por qué?

—Excelente pregunta, Nora, pero tengo que irme. Te pido mil disculpas y te debo una cena en el Rattlesnake Café, pero si quiero llegar a tiempo para la edición nacional tengo que hacer un par de entrevistas y acabar un artículo antes de medianoche. De verdad que lo lamento infinitamente. No me esperes despierta.

Se levantó y le dio un beso.

—Eres increíble —dijo ella, admirada.

Smithback vaciló, con una sensación a la que no estaba acostumbrado. Tardó un poco en darse cuenta de que se había sonrojado.