52
Glinn miró al agente especial Pendergast. Estaba tumbado en el diván de cuero de color burdeos, sin moverse, con los brazos en el pecho y los tobillos cruzados. Llevaba casi veinte minutos en la misma postura. Si a ello se le sumaba la anómala palidez de su piel, y lo demacrado de sus facciones, guardaba un notable parecido con un cadáver. Las únicas señales de vida eran las gotas de sudor que habían aparecido en su frente, así como un leve temblor en sus manos.
De pronto su cuerpo sufrió una sacudida, tras la que recobró la inmovilidad. Los ojos se abrieron lentamente. Estaban muy rojos, con las pupilas reducidas a unos simples puntitos en los iris plateados.
Glinn se acercó en su silla de ruedas y se inclinó hacia el agente. Había ocurrido algo. El viaje por la memoria había terminado.
—Quédese. Solo usted —dijo Pendergast, ronco—. Haga salir al teniente D’Agosta y al doctor Krasner.
Glinn cerró suavemente la puerta y echó el cerrojo.
—Ya está.
—Lo que ahora ocurra… debe desarrollarse como un interrogatorio. Usted me hará preguntas y yo responderé. Es la única forma. No… —El susurro se apagó en una larga pausa—. No puedo hablar de lo que acabo de presenciar. Al menos voluntariamente.
—Entiendo.
Pendergast se quedó callado. Fue Glinn quien volvió a hablar al cabo de un momento.
—Tiene algo que contarme.
—Sí.
—Sobre su hermano, Diógenes.
—Sí.
—El Acontecimiento.
Una pausa.
—Sí.
Glinn miró el techo, donde había una cámara minúscula y un micrófono escondidos, y metió una mano en el bolsillo para desactivarlos mediante la pulsación de un pequeño mando a distancia. Tenía la corazonada de que lo que estaba a punto de ocurrir debía quedar restringido al ámbito común de la memoria de él y Pendergast.
Hizo avanzar un poco la silla de ruedas.
—Usted estaba presente.
—Sí.
—Usted y su hermano Diógenes. Nadie más.
—Nadie más.
—¿En qué fecha fue?
Otra pausa.
—La fecha no es importante.
—Déjeme que lo decida yo.
—Era primavera. Fuera ya habían florecido las buganvillas. Es lo único que sé.
—¿Usted cuántos años tenía?
—Nueve.
—Entonces su hermano tenía siete. ¿Me equivoco?
—No.
—¿Localización?
—La Maison de la Rochenoire, la vieja casa de mi familia, en la calle Dauphine de Nueva Orleans.
—¿Qué hacían?
—Explorar.
—Siga.
Pendergast no dijo nada. Glinn recordó sus palabras: «Usted me hará preguntas y yo responderé».
Carraspeó suavemente.
—¿Exploraban la casa a menudo?
—Era una gran mansión. Tenía muchos secretos.
—¿Cuánto tiempo llevaba en poder de la familia?
—Fue construida como monasterio, pero la compró un antepasado mío en la década de 1750.
—¿De qué antepasado se trata?
—De Augustos Robespierre Pendergast. Tardó varias décadas en reformarla.
Naturalmente, Glinn ya lo sabía casi todo, pero le había parecido mejor que Pendergast pudiera explayarse con preguntas fáciles antes de ir más lejos. Había llegado el momento de profundizar.
—¿Ese día en concreto qué exploraban? —preguntó.
—Los sótanos.
—¿Formaban parte de los secretos?
—Mis padres no sabían que habíamos encontrado la manera de entrar.
—Descubrieron una.
—Diógenes.
—Y se la contó a usted.
—No. Lo… lo seguí un día.
—Que fue cuando él se lo contó.
Una pausa.
—Se lo sonsaqué a la fuerza.
La capa de sudor de la frente de Pendergast se había hecho más gruesa. Glinn no insistió.
—Descríbame los sótanos.
—Se entraba por una falsa pared del sótano.
—¿Al otro lado había una escalera?
—Sí.
—¿Hacia dónde bajaba esa escalera?
Otra pausa.
—A una necrópolis.
Glinn esperó, para dominar su sorpresa.
—¿Y esa necrópolis es lo que estaban explorando?
—Sí. Nos pusimos a leer las inscripciones de las tumbas de la familia. Fue como… como todo empezó.
—¿Encontraron algo?
—La entrada de una cámara secreta.
—¿Qué había dentro?
—Los accesorios mágicos de mi antepasado Comstock Pendergast.
Glinn hizo otra pausa.
—¿Comstock Pendergast? ¿El mago?
—Sí.
—¿O sea, que guardaba su atrezzo en el sótano?
—No. Lo escondió mi familia.
—¿Por qué razón?
—Porque muchos de los accesorios eran peligrosos.
—Pero al explorar la sala ustedes dos no lo sabían.
—No. Al principio no.
—¿Al principio?
—Algunos aparatos tenían un aspecto extraño. Cruel. Eramos pequeños, no lo entendíamos del todo…
Pendergast vaciló.
—¿Qué pasó después?
—Encontramos una caja grande al fondo.
—Descríbala.
—Muy grande, casi del tamaño de una habitación pequeña, pero portátil. Estaba pintada de colores. En rojo y oro. En un lado tenía la cara de un demonio y en la parte delantera una inscripción.
—¿Qué ponía?
—«La Puerta del Infierno».
Pendergast había empezado a temblar ligeramente. Glinn dejó pasar un poco más de tiempo antes de la siguiente pregunta.
—¿La caja tenía una entrada?
—Sí.
—Y usted entró.
—Sí. No.
—¿Qué quiere decir, que entró Diógenes primero?
—Sí.
—¿Voluntariamente?
Otra larga pausa.
—No.
—Usted lo incitó —dijo Glinn.
—Sí, pero también…
Pendergast volvió a quedarse callado.
—¿Empleó la fuerza?
—Sí.
Glinn guardó un silencio absoluto; evitaba cualquier chirrido de la silla de ruedas que pudiese romper un ambiente tan tenso.
—¿Por qué?
—Diógenes había estado muy sarcástico, como siempre, y me enfadé con él. Si había algo que diera un poco de miedo… quería que entrase primero.
—O sea, que Diógenes entró. Y usted lo siguió.
—Sí.
—¿Qué encontraron?
La boca de Pendergast se movió, pero las palabras tardaron en salir.
—Una escalera. Que llevaba a un altillo muy bajo.
—Descríbalo.
—Oscuro. Agobiante. Con fotografías en la paredes.
—Siga.
—En la pared del fondo había un agujero que daba a otra habitación. El primero en cruzarlo fue Diógenes.
Glinn titubeó mirando a Pendergast. Al final dijo:
—¿Usted lo hizo pasar primero?
—Sí.
—¿Y luego lo siguió?
—Estuve… a punto.
—¿Qué se lo impidió?
Pendergast sufrió una repentina contracción muscular, pero no contestó.
—¿Qué se lo impidió? —lo presionó Glinn de repente.
—Que empezó el espectáculo. Dentro de la caja. Dentro, donde estaba Diógenes.
—¿Un espectáculo creado por Comstock?
—Sí.
—¿Cuál era su función?
Otro espasmo.
—Matar de miedo.
Glinn se apoyó despacio en el respaldo. Una parte de su investigación había consistido en estudiar a los antepasados de Pendergast. Había muchos personajes pintorescos, pero ninguno como Comstock, el bisabuelo tío del agente, que de joven se había hecho famoso como mago, mesmerista y creador de ilusiones. Con la vejez se volvió un amargado y un misántropo, y acabó sus días en el manicomio, como tantos otros parientes de Pendergast.
Así que ese era el fruto de la locura de Comstock.
—Cuénteme cómo se puso en marcha —dijo.
—No lo sé. El suelo sobre el que estaba Diógenes se inclinó o se vino abajo y lo hizo caer a una habitación inferior.
—¿Hacia el interior de la caja?
—Sí, otra vez a los bajos. Fue cuando empezó el… espectáculo.
—Descríbalo —dijo Glinn.
De pronto Pendergast gimió. Fue un gemido tan angustiado, la expresión de un dolor reprimido durante tanto tiempo, que Glinn se quedó un momento sin habla.
—Descríbalo —insistió al recuperarla.
—Solo lo vislumbré. No alcancé a ver gran cosa. Luego… se cerraron a mi alrededor.
—¿El qué?
—Unos mecanismos. Activados por resortes secretos. Había uno detrás de mí, que me cortó la fuga. Y otro que encerró a Diógenes en la habitación interior.
Pendergast volvió a quedarse en silencio. La almohada donde se apoyaba su cabeza estaba empapada de sudor.
—Pero hubo un momento… en que vio lo mismo que Diógenes.
Pendergast no dijo nada. De pronto inclinó la cabeza, pero muy despacio.
—Solo un momento. Pero lo oí. Todo.
—¿Qué era?
—Un espectáculo de linterna mágica —susurró Pendergast—. Una fantasmagoría. Alimentada por una célula voltaica. Era… la especialidad de Comstock.
Glinn asintió con la cabeza. Sabía algo del tema. Las linternas mágicas eran artefactos que filtraban la luz por láminas de cristal con imágenes grabadas. Se proyectaban en una pared que giraba lentamente, con superficies irregulares para reforzar la ilusión y un acompañamiento de música siniestra y voces repetitivas. El equivalente decimonónico de una película de terror.
—Bueno, y ¿qué vio?
De golpe el agente saltó del diván y en un brusco acceso de actividad febril empezó a pasear por la sala, abriendo y cerrando los puños. En un momento dado se giró hacia Glinn.
—Le suplico que no me lo pregunte.
—Siga, por favor —dijo Glinn inexpresivamente.
—Dentro de la habitación se oían los gritos y alaridos de Diógenes. Gritaba y gritaba sin parar. Oí un ruido angustioso. Era él rascando las paredes para intentar salir. Oí que se le partían las uñas. Después de eso un largo silencio… Y luego… no sé después de cuánto tiempo… oí el disparo.
—¿De arma de fuego?
—Comstock Pendergast había instalado en su… casa de dolor una pistola pequeña de un solo disparo. Dejaba elegir a sus víctimas. Podían volverse locas, morir de miedo… o quitarse la vida.
—¿Y Diógenes eligió lo último?
—Sí. No obstante, la bala no… no lo mató. Solo lo lesionó.
—¿Cómo reaccionaron sus padres?
—Al principio no dijeron nada. Después hicieron creer que Diógenes estaba enfermo, que tenía la escarlatina. Lo mantuvieron en secreto. Temían el escándalo. A mí me dijeron que la fiebre le había afectado la vista, el gusto y el olor. Me dijeron que le había dejado un ojo inservible, pero ahora sé que tuvo que ser la bala.
Glinn sintió un escalofrío de horror, junto a una ilógica necesidad de lavarse las manos. Pensar en algo tan horrible, tan profundamente aterrador que indujera a un niño de siete años a… Apartó la idea de sus pensamientos.
—Y la salita donde usted quedó prisionero… Las fotos que ha dicho… ¿De qué eran?
—Fotografías policiales de escenarios de algún crimen, dibujos de los asesinatos más abominables del mundo… Quizá fueran preparativos para el… horror del otro lado.
Un silencio ominoso se adueñó del estudio.
—Y ¿cuánto tardó en ser rescatado? —se decidió a preguntar Glinn.
—No lo sé. Horas. Tal vez un día entero.
—Y despertó de esa realidad de pesadilla convencido de que Diógenes había contraído alguna enfermedad. De que esa era la causa de su larga ausencia.
—Sí.
—No sospechaba la verdad ni por asomo.
—No.
—En cambio Diógenes nunca supo que usted había reprimido el recuerdo.
Pendergast dejó de caminar de golpe.
—No, supongo que no.
—De resultas de ello usted nunca le pidió perdón a su hermano, ni intentó hacer las paces. Ni siquiera habló de ello, porque había bloqueado totalmente cualquier recuerdo del Acontecimiento.
Pendergast apartó la vista.
—Sin embargo, Diógenes interpretó su silencio de forma muy distinta. Como una negativa pertinaz a reconocer su error y pedir perdón. Lo cual explicaría…
Glinn calló e hizo retroceder despacio la silla de ruedas. Aún no lo sabía todo —habría que esperar al análisis informático—, pero sí lo suficiente para comprenderlo a grandes rasgos. Prácticamente desde su nacimiento, Diógenes había sido un ser extraño, oscuro e inteligente, como muchos Pendergast antes que él. De no haberse producido el Acontecimiento podría haber acabado decantándose por lo uno o por lo otro. Sin embargo, la persona que salió de la Puerta del Infierno, destrozada tanto emocional como físicamente, se había convertido en algo totalmente distinto. Efectivamente. Todo cuadraba. Las truculentas imágenes de asesinatos que había tenido que soportar Pendergast… El odio de Diógenes hacia un hermano que tras provocar un auténtico suplicio se negaba a hablar de él… La propia y anómala atracción de Pendergast hacia los crímenes patológicos… Ahora todo parecía lógico en los dos hermanos. Ahora Glinn sabía la razón de que Pendergast hubiera reprimido el recuerdo con tanta eficacia. No solo por lo horripilante que era, sino porque el sentimiento de culpa era tan avasallador que ponía en peligro su cordura.
Se dio cuenta vagamente de que Pendergast lo observaba. El agente estaba rígido como una estatua; su piel parecía mármol gris.
—Señor Glinn —dijo.
Una pregunta muda arqueó las cejas de Glinn.
—Ya no puedo ni quiero decir nada más.
—Lo entiendo.
—Ahora, si es tan amable, necesito cinco minutos a solas. Sin interrupciones de ninguna clase. Después de eso podremos… proceder.
Al cabo de un momento, Glinn asintió. A continuación hizo girar la silla de ruedas, abrió la puerta y salió del estudio sin decir nada.