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Estéfanos vino a despedirse. Según él, traía buenas noticias. Aunque yo no estaba tan seguro. Lo único que me hubiera alegrado habría sido descubrir de pronto que todo lo ocurrido no era más que un mal sueño, que mi padre estaba vivo, que el senador Máximo Tranquilo no era un asesino y que Claudia y yo seguíamos amándonos como siempre. Sin embargo, Estéfanos no estaba en disposición de poder regalarme algo así. Sus poderes se limitaban al ascendiente que tenía sobre nuestro emperador, al que había enviado un emisario a Misene contándole todo lo ocurrido y solicitando su intervención directa como juez supremo de nuestros tribunales.
—Tiberio ha dado la orden para que seas nombrado tribuno del ejército. Además, Domicio Afer tendrá que devolverte la casa de tu padre en Roma y la villa de Pompeya… —soltó Estéfanos después de valorar mi grado de abatimiento.
—Ni siquiera sabía que Domicio Afer se hubiera quedado con ellas —intervine sin mostrar ningún entusiasmo. Era como si mis facciones estuvieran unidas con clavos a los huesos de mi cara.
—En cuanto a lo demás, bueno…, se lo ha quedado nuestro amado emperador. La villa de Cumas, las fincas de la Campania, la colección de esculturas, el dinero…
—¿Todo? —reaccioné.
—Bueno, la explotación de las salinas saldrá pronto a subasta pública, tal y como exige la ley. Tiberio dice que tienes toda la vida por delante para volver a hacerte rico. En cambio él…
—Es una persona mayor y tiene prisa por acumular cuantas más riquezas mejor —ironicé.
—Ha decidido construirse media docena de palacios más en Capri, y eso cuesta mucho dinero. ¿Me permites que te diga algo más?
—Eres la única persona a la que le permito decirme cualquier cosa.
—El paso del tiempo te curará, sé paciente.
—El tiempo, sí, el tiempo me curará —repetí mecánicamente—. Al menos, eso es lo que asegura todo el mundo. ¿Qué será ahora de Afer?
—No se ha podido demostrar su participación en los crímenes, pero a partir de ahora tendrá que medir sus pasos con mucho cuidado. Tiberio ha escrito su nombre con encausto[48]. Y el encausto tiene el color de la sangre. Si yo fuera él, dejaría la abogacía y regresaría a Nimes.
—¿Y Tiberio?
—Tiberio ya no cuenta. Vive asustado, en Misene o en Capri, tanto da, buscando el reflejo de su asesino en una plancha de mármol. Un reflejo que algún día encontrará. Al fin y al cabo, todos los asesinos tienen su horma.
Estéfanos suspiró profundamente, poniendo de esa manera fin a sus explicaciones.
—¿Vuelves a Pompeya?
—Parto dentro de un rato. Y tú, ¿qué piensas hacer ahora?
—¿Yo? He de reconstruir mi vida. Aunque todavía no sé cómo lo lograré. Espero poder contar con la ayuda de Claudia.
—La herida que ha sufrido es muy profunda y tardará en cicatrizar. Una última cosa, Manio. Un último consejo de un filósofo griego. No olvides que la felicidad no la proporciona ni la cantidad de riquezas ni la dignidad de nuestras ocupaciones, sino la ausencia de sufrimiento, la mansedumbre de nuestras pasiones y la disposición que tenga nuestra alma para delimitar lo que es por naturaleza. Parte de esta base y podrás rehacer tu vida tal y como anhelas. Yo lo hice cuando dejé Rodas hace ya unos cuantos años. Y ahora vivo en paz conmigo mismo.
—Siempre tienes razón, Estéfanos —reconocí.
—Eso también puede llegar a ser una maldición, Manio. Eso también puede llegar a ser una maldición —repitió.
—Si no quieres oler mal, evita pasar por el Velabro —le recomendé.
—Ya no hay nada que me huela bien, querido Manio. Nada —me dijo, al tiempo que tocaba con la punta de un dedo su nariz de griego—. De modo que si el camino más rápido para salir de Roma es pasando por la Cloaca Máxima, la atravesaré.
Luego El Griego giró sobre sus pies, tal y como había hecho el día de nuestro encuentro con Tiberio, y se fundió con la abigarrada multitud que descendía desde la Subura hasta el foro.
Pensé en Claudia, me compadecí de su sufrimiento, que era también el mío, y recordé unas palabras suyas que me habían llegado hasta lo más profundo del corazón, unas palabras que había pronunciado justo después de nuestra primera visita a la villa pompeyana de Estéfanos y que eran al mismo tiempo la única medicina que podría servirnos para intentar curar las heridas de ambos: «La verdad es el único viaje que merece la pena».