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Después de haber tomado parte en más de una batalla las luchas de gladiadores se convierten en una distracción cruel carente de toda nobleza. El saludo de los combatientes («Ave, imperator, morituri te salutant!»)[9], la vuelta a la arena en actitud militar cubiertos con vestimentas doradas y seguidos por criados portando las armas que luego emplearán en la pelea, el examen de estas a fin de que sean retiradas aquellas cuyas hojas o puntas no estén convenientemente afiladas, el sorteo de las parejas que han de pelear entre sí, el combate preliminar que sirve de calentamiento, la actitud vociferante y violenta de los espectadores, todo resulta un espectáculo inhumano. Mi impresión no mejoró cuando comenzó la hoplomachia[10] entre un samnita y un tracio que, en su afán por preservar sus vidas, llevaban a cabo en la arena una especie de danza inofensiva que acabó por desesperar al público, de modo que el instructor y los fustigadores látigo en ristre se vieron obligados a intervenir con el propósito de despertar entre los contendientes el ardor homicida. Ninguno quería morir, ninguno quería atacar, aunque ambos estaban obligados a hacerlo para que uno de ellos sucumbiera. O cuando menos, para que uno cayera en la arena y suplicara clemencia.

—¡Luchan como en la escuela! —exclamó un espectador.

—¡Peor aún, como cobardes! —bramó su compañero de asiento.

—¡Mi madre le pega con más fuerza a mi padre! —añadió el primer hombre.

Hubo risas.

—¡Herid, matad, morid con dignidad! —sugirió un tercero.

—¡O sin ella, olvidaos de la dignidad, pero morid de una vez! ¿Acaso creéis que tenemos todo el día? ¡Gladiadores de pacotilla, eso es lo que sois! —intervino otro espectador.

Conociendo como conocía a mis conciudadanos, sabía que no habría piedad para con el vencido por la cobarde actitud de los contendientes durante el combate. Y así ocurrió. El samnita cayó a la arena herido en un costado y, al levantar uno de los dedos de la mano izquierda para pedir que le fuera perdonada la vida, el público bajó el pulgar y comenzó a gritar al unísono: «Hoc habet! Igula! Igula! ¡Lo tiene! ¡Degüéllalo! ¡Degüéllalo!». El samnita, extenuado de tanto huir para que su contrincante no le diera caza, no tuvo más remedio que ofrecer su pecho, en cuyo corazón el tracio clavó su espada hiriéndole de muerte. Un grito de dolor que resonó en todo el anfiteatro puso punto final al funesto espectáculo.

—Cicerón decía que el pueblo odia a los gladiadores débiles y suplicantes que con las manos extendidas imploran que se les permita vivir. Es mejor morir con dignidad que morir suplicando, ¿no te parece, Manio? —reflexionó mi padre.

—Solo la muerte en el campo de batalla puede considerarse digna. Un combate a muerte en el anfiteatro es lo mismo que presenciar la pelea de dos animales rabiosos dentro de una jaula. No hay salida, no hay escapatoria y, por lo tanto, tampoco hay honor —dije.

Varios epilépticos bajaron a la arena para beber la sangre caliente del gladiador moribundo. Al ser la epilepsia una enfermedad sagrada, la masa se abstuvo de vociferar mientras los enfermos cumplían con el ritual.

—Gritan para que la sangre corra y en cambio se quedan mudos cuando alguien bebe de esa misma sangre —añadió mi padre.

La salida a la arena de los servidores de Caronte[11] para retirar en parihuelas el cadáver de la víctima, fue recibida con una estruendosa ovación. El regocijo de la gente tuvo su continuación cuando saltó a la arena una nueva pareja de gladiadores. Pavor y Destructor, pues con esos nombres fueron presentados, eran un reciario[12] y un galo respectivamente. El primero iba semidesnudo y armado con una red, un tridente y un puñal, además de una protección de cuero en el vientre y un brazalete en el brazo izquierdo que le cubría hasta el hombro, donde sobresalía un protector de metal. El galo, en cambio, iba tocado por un casco, llevaba escudo y portaba una hoz como arma ofensiva. Como en toda lucha en la que tomaba parte un reciario, este lanzaba su red una y otra vez con el propósito de enredar en ella a su adversario. Así lo hizo una docena de veces, todas sin éxito, pues el galo era más rápido que la red, lo que congratulaba sobremanera a los espectadores. En una ocasión, el lanzamiento de la red resultó tan defectuoso que el público comenzó a gritar al unísono: «¡Pescador de hombres, cómprate una barca y dedícate a la pesca de peces!» o «¡Pavor nos da ver cómo lanzas la red!», en alusión a su nombre y a su falta de pericia en el manejo de la red. Los insultos acabaron por espolear al reciario, que al cabo logró enredar al galo, derribarlo e inmovilizarlo con su tridente. El galo solicitó entonces clemencia y, como había luchado valientemente y contaba por ello con el favor del público, las gradas se llenaron de pañuelos blancos, al mismo tiempo que sus dueños gritaban: «Missum! Missum! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!». Dicho y hecho. Al galo le fue perdonada la vida, lo que provocó un nuevo alborozo en las gradas. Luego lucharon sendas parejas de gladiadores de las escuelas privadas de Capua y Alejandría, dos de las más prestigiosas del imperio, y otras cuatro de gladiadores de las escuelas estatales. La fiesta continuó con la lucha de una docena de ladrones, asesinos e incendiarios condenados por sus crímenes a morir en el anfiteatro. Para terminar, un peligroso criminal, atado a una madera que le impedía mover los brazos, fue sacado a la arena, donde le aguardaba un oso hambriento que no tardó en convertir su cuerpo en un amasijo de carne y sangre. Cuando concluyó el espectáculo a eso de la hora décima[13], habían muerto en la arena quince hombres y en el estadio olía repugnantemente a sangre derramada en aras de la distracción del pueblo romano, insaciable a la hora de exigir sacrificios humanos.

—Después de haber luchado noblemente contra los partos, los espectáculos del anfiteatro solo me producen ganas de vomitar —dije para mostrar mi disconformidad.

—Yo también tomé parte en alguna batalla cuando era joven y por eso sé diferenciar un enfrentamiento serio y noble de un simple espectáculo. Por lo tanto, no cabe la comparación. Son cosas radicalmente opuestas —me corrigió mi padre.

Salimos por uno de los vomitorios y nos unimos a la turbamulta en la calle. Mi padre iba contento y exultante, aunque más por mi regreso y por mi posición en el ejército que por el baño de sangre innecesario que acabábamos de presenciar. Era un hombre muy respetuoso con las tradiciones, y las luchas de gladiadores eran una tradición romana cuya antigüedad se remontaba a nuestros antepasados los etruscos. Claro que, según contaban los historiadores, originariamente formaban parte de las honras fúnebres de los personajes ilustres, eran un obsequio a los muertos, mientras que ahora se organizaban con el exclusivo propósito de mantener ocupado al pueblo y ocultar los defectos de nuestra política.

Tratábamos de alcanzar las literas que nos aguardaban en un callejón próximo al anfiteatro, cuando el gentío nos bloqueó el paso. De nada sirvió que yo gritara que iba acompañado por el senador Graco Manlio Escévola, mi padre. Era imposible moverse, avanzar o retroceder, de modo que la gente que nos rodeaba nos miró con perpleja indiferencia. La cuestión era que los invitados al banquete estaban a punto de llegar, de modo que teníamos cierta prisa. Al cabo, la muchedumbre comenzó a desplazarse lentamente, como un rebaño de ovejas dentro de su establo, hasta que de repente se produjo el efecto contrario y el camino quedó franco. Miré hacia atrás y vi que mi padre boqueaba, como si le faltara el aire, al tiempo que me agarraba de la toga para reclamar mi atención. Algo le ocurría. Tras asegurarme de que había pasado el peligro de una avalancha, me detuve para preguntarle cómo se encontraba, pues parecía faltarle el aire. En ese momento se desplomó sobre mis brazos, mirándome con los ojos fuera de sus órbitas. Luego trató de decirme algo, pero de su boca solo salió un vómito de sangre. Con mi padre completamente desvanecido, comprobé que tenía clavado un puñal en la espalda a pocos centímetros de la nuca. Se trataba de la daga de plata que me había enseñado durante el almuerzo. Presa del mayor desconcierto, lo deposité sobre el suelo, le tomé el pulso y acerqué mi rostro al suyo en busca de un hálito de vida. Estaba muerto.