6
Tras despedirme de mi padre, cuyo cadáver besé en la frente, fui conducido al lugar más horrible y deshonroso de Roma, el Tullianum, la cárcel inaugurada por Severo Tulio, en cuyas mazmorras se hacinaban los presos de Estado, condenados en su mayoría a morir de hambre o estrangulados. Allí había sufrido cautiverio, entre otros, Vercingetorix, rey de los galos, apresado por Julio César en Alesia. También había algunos traidores que aguardaban su turno para ser arrojados al vacío desde la roca Tarpeya.
—Reo, ¿sabes por qué la roca Tarpeya se llama de ese modo? —me interrogó uno de los carceleros, un viejo al que la vida había condenado a vigilar aquella cueva insalubre y maloliente que era el Tullianum.
Nunca había tenido interés alguno por saber por qué aquel abrupto cortado que ponía fin a la colina del Capitolio por su lado meridional se llamaba de esa manera, puesto que nunca me había relacionado con traidores ni tenido tampoco problemas con la justicia.
—No —respondí.
—Tarpeya era hija del guardián de la ciudadela del Capitolio, que en tiempos de Rómulo abrió las puertas de la ciudad a los enemigos sabinos, por lo que se convirtió en una traidora de su patria. Desde entonces, los traidores son arrojados al vacío desde la roca que lleva su nombre —añadió el carcelero.
—Yo no he traicionado a Roma, de modo que no tengo que temer nada —respondí.
El hombre se encogió de hombros, como si su discurso no pudiera ir más allá de aquella explicación.
—Tampoco he matado a mi padre —añadí ante la indiferencia del carcelero.
Medí las horas de los días que pasé en prisión en función de las ejecuciones, puesto que ni la luz del sol ni la comida llegaban hasta la mazmorra que compartía con una cincuentena de presos de todas las provincias del imperio y de todas las clases sociales. Uno de ellos había sido encerrado tras haber escrito en una pared del foro la siguiente frase: «Tiberio desprecia el vino desde que siente sed de sangre; ahora bebe sangre como antes bebía vino». Por tal motivo había sido condenado a morir estrangulado y su cadáver arrastrado por la temible escalera de las Gemonías[18]. Lo cierto era que en el ejército llamaban a Tiberius Claudius Nero —ese era el nombre completo de nuestro emperador—, Biberius, el bebedor, Caldius, más caliente, Mero, de vino puro. Pero el preso más vigilado de todos era un noble de provincias, poseedor de innumerables tierras que, al parecer, se había negado a donar al emperador, razón por la cual había sido condenado a muerte acusado de un delito de lesa majestad. Según nuestras leyes, los suicidas evitaban la tortura de un proceso injusto, tenían alguna probabilidad de dejar a sus hijos una parte de su fortuna, ya que los delatores cobraban menos si habían tenido menos trabajo —y los suicidas apenas daban trabajo—, y además sus cuerpos podían ser amortajados por sus parientes, evitando ser arrojados por las temidas Gemonías, por lo que mi compañero de cautiverio había intentado suicidarse valiéndose de ese argumento tan extendido en la sociedad romana que asegura que, llegado el momento, el suicidio es un antídoto contra la tiranía. Desgraciadamente para él, su intento había resultado fallido, así que ahora pasaba los días encadenado de pies y manos bajo la atenta mirada de un guardia, que se encargaba de cebarlo como si de un cerdo se tratase, todo para que no muriera prematuramente y dejara a nuestro emperador sin herencia, para que Tiberio no pudiera decir: «Se me ha escapado vivo», siguiendo su costumbre cada vez que alguien se adelantaba a sus planes quitándose la vida antes de que él tuviera tiempo de arrebatársela.
Al cuarto día recibí la visita de Claudia, que iba acompañada de un joven abogado dispuesto a hacerse cargo de mi defensa.
—Manio, te presento a Marco Octavio Quartio, tu abogado —dijo Claudia.
Marco Octavio Quartio me escrutó de arriba abajo con curiosidad y yo hice lo mismo. Se trataba de un joven rubicundo y bien alimentado, envuelto en una toga de un blanco impoluto, cuya familia monopolizaba el comercio de la brea que servía para calafatear barcos. Teniendo en cuenta que el padre de Claudia, el senador Máximo Tranquilo, era dueño de una flota de barcos, supuse que entre ambas familias existían tratos comerciales y que, como consecuencia de los mismos, Claudia había entrado en contacto con el joven Quartio.
—¿No eres demasiado joven para ejercer la abogacía? —rompí el hielo.
—He estudiado tu caso y, en efecto, estoy seguro de que mi edad no podrá ayudarte. Acabo de cumplir veintitrés años. Tampoco te salvará la vida mi elocuencia, que ni siquiera sé si es mucha o poca, pues nunca he tenido que vérmelas delante de un tribunal. Sin embargo, creo que tengo algo que te servirá de gran ayuda.
—¿Y qué es eso que tienes y que puede serme de gran ayuda? —me interesé.
—Atrevimiento. Soy una persona atrevida y, en consecuencia, ambiciosa. Creo que tu defensa podrá catapultarme hacia mayores empresas, iniciarme en la carrera política, tal y como un día ocurrió con Cicerón y con otros oradores.
—Así que careces de experiencia en los tribunales, no confías en tu elocuencia y a cambio me ofreces llevar mi defensa con atrevimiento, tal y como corresponde a una persona de talante ambicioso.
—Eso es, Manio.
—¿Disponemos de algún otro candidato dispuesto a asumir mi defensa? —pregunté.
Claudia me indicó que no con la cabeza.
—Creo entonces que no me queda otro remedio que ser tan atrevido como tú. Acepto tu defensa —dije.
Marco Octavio Quartio me tendió la mano para sellar nuestro compromiso, pero se encontró con mi rechazo.
—Llevo cuatro días sin asearme, de modo que tendrás que excusarme si no estrecho tu mano —dije.
—Si no me atreviera a estrechar una mano sucia, ¿dónde estaría el atrevimiento del que acabo de vanagloriarme? —me respondió el joven abogado, al tiempo que mantenía el brazo extendido a la espera de que nuestras manos se entrelazaran.
—Acepta mis disculpas —dije mientras me decidía por fin a estrechar la mano de Marco Octavio Quartio.
—No perdamos más tiempo con formulismos. Veamos, ¿qué razón te han dado para mantenerte encerrado en este… lugar, cuando lo normal hubiera sido que te asignaran una guardia de las cohortes urbanas durante las veinticuatro horas del día para que te vigilara e impidiera que pudieras darte a la fuga antes del juicio? —me interrogó Quartio.
—El prefecto de la policía asegura que se trata de una medida extraordinaria, ya que la víctima, mi padre, era una persona extraordinaria. En mi opinión, me han traído aquí para impedir precisamente que pueda preparar una buena defensa. Estando aquí encerrado no puedo reunir pruebas ni testimonios que puedan ayudarme —expuse.
—Un romano libre no puede ser encerrado sin un juicio previo —señaló Quartio.
—Eso fue lo que le dije al pretor, pero me dijo que Tiberio asegura que lo he ofendido y lastimado al matar a mi padre, delito que me ha convertido en enemigo de la comunidad, por lo que debo permanecer encerrado hasta el día de mi juicio. Está claro que Tiberio dedica su escaso talento a la creación de nuevas leyes, aunque resulten arbitrarias. Ambos tendréis que realizar el trabajo sin mi ayuda, reunir pruebas, recabar testimonios…
—Hablando de testimonios. Tenemos un problema. Después de concederle la manumisión a Marcial, ha desaparecido de Roma sin dejar rastro —intervino Claudia.
—Tendría mucha prisa por disfrutar su nueva vida como hombre libre. Marcial nació esclavo —razoné.
—Me aseguró que testificaría a tu favor —añadió Claudia.
—El problema estriba en que necesitamos a alguien cercano a ti dispuesto a hablar favorablemente de la relación que mantenías con tu padre —expuso mi abogado.
—Recurrid a la vieja Livia —sugerí—. Es como una madre para mí. No creo que haya salido de Roma. Si no estoy equivocado tiene una hermana, una liberta que vive en un apartamento cerca de la calle de los Yugos.
—¿Conoces el nombre de la calle?
—Es una de las muchas calles de Roma que no tiene nombre. Recuerdo que el edificio estaba en un callejón, muy cerca de un thermopolium[19] que se llama El Envidioso. Preguntad a los vecinos.
—Otra cosa. Me gustaría saber qué personas le debían dinero a tu padre. Tal vez algún moroso haya intervenido en la conjura. Creo que esa sería la mejor línea argumental. En vez de acusar directamente a Tiberio, puesto que él no pudo ser el autor material del crimen, deberíamos tratar de encontrar a alguien que haya participado en la preparación del asesinato, ya como cómplice, ya como esbirro. Probablemente Tiberio recurrió a algún enemigo de tu padre para que acabara con él. Si todo sale bien, si logramos enmarañar el caso, si conseguimos involucrar a terceras personas, el tribunal no tendrá más remedio que absolverte.
—¡Que Júpiter te escuche! Las cuentas de mi padre las lleva un hombre llamado Augusto Firmo. Vive en la cuesta de la Victoria, a pocos pasos del palacio de Tiberio. Además de ser un excelente contable, dispone de un equipo de antiguos gladiadores que se encargan de cobrar a los morosos. Con todo, mi padre mantenía relaciones comerciales con numerosos hombres influyentes a quienes Augusto Firmo no podía amedrentar con sus matones. Habla con él.
—¿Recuerdas si tu padre hizo efectivo el descuartizamiento de algún deudor?
Marco Octavio Quartio se refería a una vieja norma de nuestro derecho que recogían las Doce Tablas[20], según la cual los deudores podían ser descuartizados y sus miembros repartidos equitativamente entre las personas con las que tenían contraídas deudas.
—Mi padre era un hombre que respetaba las tradiciones de nuestros antepasados, pero jamás llegó a ese extremo. No, mi padre nunca hizo descuartizar a nadie que tuviera deudas con él —expuse.
—Tal vez alguno de los matones de Firmo se excedió con una de las personas que le debían dinero a tu padre. Tal vez…
—Las órdenes de mi padre eran claras sobre este particular: nada de emplear la violencia. El senador confiaba más en el poder de persuasión de la palabra —interrumpí al abogado.
—Si era así, ¿por qué recurría a un tipo como Augusto Firmo? —insistió Quartio.
—Porque Firmo es el mejor administrador de Roma. Otra cosa es que emplee toda clase de métodos y artimañas para satisfacer el cobro de las cantidades que les adeudan a sus clientes, puesto que si estos no cobran, tampoco lo hace él. Muchos de los administrados por Firmo están a favor de que sus hombres repartan un mamporro de vez en cuando, pero puedo asegurarte que el senador Graco Manlio Escévola no se encontraba entre ellos.
—¿Qué me dices del arma homicida?
—Me la enseñó mi padre mientras comíamos, antes de ir al anfiteatro. Cuando la volví a ver estaba clavada en su cerviz. Se trataba de un cuchillo de plata ritual. Estaba profusamente labrado, con imágenes de Júpiter, de modo que no creo que te resulte demasiado difícil averiguar quién lo talló.
—Si tu padre llevaba el puñal guardado en la toga, ¿cómo pudo el asesino encontrarlo y utilizarlo como arma homicida?
—Quizá el artesano que talló el cuchillo se fue de la lengua. Tal vez mi padre le enseñó el cuchillo a alguien que esperaba una oportunidad como aquella para acabar con él y acusarme a mí. No lo sé. Desconozco la respuesta.
—Háblame de los esclavos. ¿Había alguno que pudiera estar descontento?
Tenemos más de diez mil esclavos, por lo que es probable que alguno esté descontento. Pero cualquiera podrá decirte que mi padre trataba a los esclavos como a sus propios hijos. En cuanto a mí, soy una persona de ideas avanzadas y creo más en la clientela[21] que en la esclavitud. De hecho, la primera medida que tomé antes de que me trajeran aquí fue conceder la libertad a los dos esclavos más queridos de la casa, la vieja Livia y Marcial.
—¿A qué ideas avanzadas te refieres?
—Creo que mientras más felicidad se le proporciona al prójimo, mayor felicidad obtiene uno mismo. Los esclavos producen mucho más si los diriges con buenas palabras que con el látigo, de ahí la prosperidad de nuestros negocios. El mejor esclavo es el que trabaja pensando que si hace su trabajo como se espera de él, algún día podrá obtener la libertad y convertirse en cliente. Estos principios me fueron inculcados por el senador, mi padre.
—Entiendo. ¿Quieres decirme algo más que creas que debo saber?
—Vi a un extraño hombre en el anfiteatro. Un tipo enorme, que llevaba puesta una capa con capucha y cuyo aliento olía a ajo. Se lo comenté al prefecto de la policía, pero pensó que todo era un cuento, que trataba de evadir mi responsabilidad en el crimen.
—¿Un gladiador que había ido a presenciar el espectáculo? —reflexionó Quartio en voz alta.
—Es posible.
—Trataré de averiguar lo que pueda. Le dedicaré a tu caso todas las horas del día. Confía en mí —concluyó Marco Octavio Quartio.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Quartio?
—Por supuesto.
—¿Cuánto quieres cobrar por encargarte de mi defensa?
—Ya sabes que la ley prohíbe que los abogados cobremos por ejercer la defensa. El dinero es asunto exclusivo de los acusadores, de los fiscales.
—La ley prohíbe cobrar, pero permite las donaciones testamentarias. Muchos abogados defensores cobran a través de este sistema —le hice ver.
—Si consigo tu absolución, me haré famoso y podré entrar en política, que es lo que de verdad me interesa. No deseo seguir vendiendo brea toda la vida, aunque sea la brea la que haya dado de comer a mi familia durante treinta años. No, Manio, no quiero una donación testamentaria. No quiero parte de la herencia de tu padre.
—Está bien, Quartio. Solo deseaba poner a prueba tu honradez. A veces la ambición y la falta de honradez van unidas.
Pasé el resto de la tarde tratando de encajar todas las piezas de aquel rompecabezas. No me cabía en la cabeza que mi padre hubiera sido objeto de una conjura, dado su carácter apacible y su talante abierto y comprensivo. Desde mi punto de vista, su asesinato no tenía razón de ser. Ninguna. Aunque, después de todo, tal vez el culpable de la muerte de mi padre tuviera nombre de ciudad: Roma. Cicerón ya lo había advertido, Roma creaba lujo, del que inevitablemente surgía la codicia, que a su vez engendraba violencia.
Al día siguiente tuvieron lugar las honras fúnebres de mi padre, cuyo cuerpo fue incinerado en el foro, a pocos metros de donde yo me encontraba encerrado, con la solemnidad y la pompa que le correspondían a un hombre de su importancia. Terminada la ceremonia, Claudia vino a contarme todos los detalles. Al parecer, el ritual se había llevado a cabo en el mismo lugar que Antonio eligió para pronunciar su elogio fúnebre de Julio César, donde, tras depositar los restos mortales de mi padre sobre una camilla de marfil, se encendió una gran pira. Las llamas se alimentaron gracias a la muchedumbre, que arrojó al fuego bancos de madera, ramas y toda clase de objetos llevados como ofrendas. También hubo quien se arrancó el vestido y lo arrojó al fuego como muestra de dolor. El honor de pronunciar el discurso fúnebre había recaído sobre el senador Máximo Tranquilo Fabio, el padre de Claudia, quien, volviendo a emular a Antonio, pronunció los famosos versos de Pacuvio que dicen: «Y yo los salvé para que ellos me perdiesen», en alusión a los grandes servicios que mi padre le había prestado a Roma, y a la exigua recompensa que había obtenido a cambio: una muerte violenta. El senador Máximo Tranquilo recordó también la participación de mi padre durante los últimos días de la República, cuando le brindó su apoyo a Octavio, a la postre el vencedor de la contienda que lo enfrentó con Antonio y Cleopatra, y que tuvo como colofón el suicidio de ambos y la posterior anexión de Egipto al imperio romano. También dijo que mi padre había sido uno de los principales valedores de Octavio para que el senado le permitiera llevar el título de Augusto, con el que adornó su nombre desde entonces. En cambio, el senador Máximo Tranquilo Fabio no mencionó lo poco que tardó mi padre en aborrecer el gobierno de Octavio, que acabó por convertirse en un tirano. Tiranía que, tras hacerse un mal hereditario, estaba teniendo su continuación con Tiberio, por todo lo cual mi padre había pasado los últimos años de su vida añorando la República.
Por último, numerosas plañideras se habían encargado de inundar el foro con sus lágrimas, al mismo tiempo que mis parientes más próximos desfilaban entre la multitud portando las máscaras y los bustos de los antepasados más insignes de nuestra familia, tal y como exigía la tradición.
—Ahora solo me quedas tú —le dije a Claudia.
—Lo sé. Por eso me siento en la obligación de sacarte de aquí como sea —me respondió.
—No quiero que hagas nada que pueda ponerte en peligro. Prométemelo.
—Para que pudiera cumplir lo que me pides, tendrías que haber huido primero. Pero preferiste quedarte en Roma para salvar tu nombre, así que no me queda más remedio que ser yo quien trate de salvarte a ti. Ya ves, nadie está a salvo en Roma, excepto los que asesinan impunemente.
—Matar y creer que se goza de impunidad es tan solo un sueño efímero. Ningún emperador, ningún dictador, ningún tirano vive eternamente, por lo que los días de sus esbirros están contados —le hice ver.
—Me admira que tengas tanta fe en la justicia —dijo.
—No tengo fe en la justicia, que es algo que imparten los hombres, sino en la verdad, que es obra de los dioses y trasciende a los propios hombres.
Me prometí a mí mismo que, después de que Claudia se marchara, desterraría el luto de mi corazón para centrarme en preparar mi defensa. Desde luego, no tomé esta medida porque deseara aferrarme a la vida, sino porque renunciar a defenderme era lo mismo que renunciar a seguir vivo, y eso era lo mismo que otorgarles el triunfo a mis enemigos, a los asesinos de mi padre. Algo a lo que no estaba dispuesto.
Quartio tardó dos días en volver a dar señales de vida, pero cuando lo hizo venía acompañado de lo que él calificó como «jugosas novedades».
—¿A qué novedades te refieres? —me interesé.
—Vengo de hablar con Augusto Firmo. Parece ser que tu padre tenía una larga lista de deudores, para ser preciso, cuarenta y cuatro en total. Aunque he de reconocer que solo me preocupa uno en particular.
—¿De quién se trata?
—De un deudor anónimo, sin nombre, que debía a tu padre la cantidad de dos millones de sestercios.
—¡Dos millones de sestercios! Francamente, Quartio, mi padre era una persona generosa, pero no era ningún idiota. Tiene que haber algún documento… El nombre de esa persona tiene que figurar en alguna parte.
—Ese es precisamente el misterio. Tu padre se negó a compartir el nombre de esa persona con su administrador. Según Augusto Firmo, tu padre dio orden de librar el pago de los dos millones de sestercios en cuatro partidas de medio millón cada una. Además, fue tu propio padre quien se encargó de retirar el dinero. Al parecer, todo esto tuvo lugar entre los meses de mayo y junio.
Hacía dos años que no había mantenido una relación estrecha con mi padre, pero aun así me extrañaba que no hubiera hecho referencia a una operación de esa envergadura en alguna de las cartas que intercambiábamos con frecuencia. Después de todo, la confianza que mi padre tenía depositada en mí había ido creciendo conforme se agrandaba la grieta del tiempo, además de la distancia física, que nos mantenía alejados. Parecía una paradoja, pero en realidad era la consecuencia lógica del proceso de madurez en que me hallaba inmerso y del que mi progenitor era plenamente consciente.
—¿Crees que tras esa misteriosa persona se esconde el asesino de mi padre? —le pregunté a mi abogado.
—Cualquiera estaría dispuesto a matar a cambio de no tener que pagar dos millones de sestercios —sugirió Quartio.
—¿Crees entonces que Tiberio pudo encargar a esta persona que se ocupara de matar a mi padre a cambio de condonarle la deuda?
—Es posible. Ambos tenían mucho que ganar. Ahora quiero que mires la lista de los deudores, por si ves algo raro en ella. Un nombre, una cantidad… Cualquier cosa que nos sirva de ayuda.
Obedecí.
—Conozco a la mayoría de estos hombres, son personas honradas y no creo que ninguno sea capaz de cometer un crimen. Las cantidades que deben son pequeñas, propias de una clientela de años. No, no veo nada raro en esta lista. Habla con el senador Máximo Tranquilo Fabio, enséñale esta lista, es un hombre influyente y fue un buen amigo de mi padre. Si él comentó con alguien el nombre del misterioso deudor, esa persona es el senador Máximo Tranquilo Fabio.
—De acuerdo.
La visita de Quartio no hizo sino aumentar mi desconcierto. ¿Cómo era posible que mi padre se hubiera prestado a dejar semejante cantidad de dinero sin decirme nada en sus cartas? ¿Suponía eso que había dejado de confiar en mí? ¿Por qué había fraccionado el pago y por qué se había encargado él mismo de retirar el dinero? Y sobre todo, ¿quién era el misterioso personaje al que, sin duda, mi padre protegía?