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Cuando levanté la cabeza, estaba rodeado de media docena de curiosos, a los que solicité que me ayudaran a trasladar el cuerpo exánime de mi padre hasta la litera. Tardaron en reaccionar, si bien se debió a que yo portaba el arma homicida en la mano derecha, que había arrancado de la espalda de mi padre, y temían que pudiera ensañarme con ellos.
Había visto morir a muchos hombres en el campo de batalla. A algunos incluso los había cargado sobre mis espaldas. Y lo había hecho sin que me temblara el pulso. Ahora, en cambio, todo era diferente. La persona que yacía entre mis brazos era mi padre. Me sentí culpable, pues era yo el responsable de que los guardaespaldas que normalmente se encargaban de su seguridad se hubieran quedado en casa, ya que deseaba demostrarle que yo solo me bastaba para cuidar de él. Mi fracaso era aún mayor por cuanto que ni siquiera había sido capaz de intuir el peligro. ¿Dónde estaban la astucia y la seguridad de las que tan orgulloso me sentía? ¿Acaso el mismísimo Germánico no había alabado mi inteligencia y valentía después del apresamiento del rey Arquelao? Alcé la cabeza y miré hacia poniente. Por encima del anfiteatro, el sol había teñido el cielo de púrpura en su camino hacia el ocaso. Levanté a mi padre en brazos y me sorprendió que pesara tan poco, lo que no evitó que me temblaran las piernas.
Marcial y otros ocho esclavos aguardaban nuestra llegada. Deposité a mi padre sobre el lecho de su litera y me uní a la improvisada comitiva fúnebre caminando a su lado, a pie. Tardamos media hora en atravesar el Campo de Marte, el foro y en ascender por el Argileto, en la Subura, hasta la cima del Esquilino. Los invitados habían comenzado a llegar y aguardaban entre joviales e impacientes. Reconocí a Valerio Roscio, a Quinto Catulo, a Cayo Mario, a Marco Quintiliano, a Tito Anio, a Lucio Casio, a Marco Druso, a Tiberio Sempronio, todos prohombres romanos, y, por supuesto, a Claudia Fabia y a su padre, el senador Máximo Tranquilo Fabio. Tras reunirlos en el atrio, les comuniqué la noticia, que causó una honda consternación entre los presentes, y cómo, por un inesperado cambio de rumbo de la diosa Fortuna, el banquete que mi padre había organizado en mi honor iba a convertirse en su banquete de despedida. Claudia rompió a llorar, y su desconsuelo acabó contagiando a las otras mujeres. El senador Máximo Tranquilo, amigo y compañero de mi padre en el senado, se interesó por los detalles del crimen, por lo que procuré relatar con la mayor exactitud posible todo lo ocurrido. Hablé de mi llegada a Roma con las primeras horas del día. Mencioné la visita del tonsor, la comida posterior y la aparición de la fatídica daga durante la misma. Recordé cada palabra de mi padre, cada paso que dimos hasta llegar al anfiteatro, lo que allí vimos, qué comentarios hicimos entre nosotros y también los que intercambiamos con otros espectadores, sin olvidar lo que ocurrió a la salida, cuando nos vimos prisioneros de la multitud. Expuse con la mayor precisión los momentos anteriores y posteriores al crimen, lo que me llevó a la conclusión de que todo había ocurrido con suma rapidez, tanta que ni siquiera yo mismo era capaz de explicarme convincentemente.
—¿Y no viste quién pudo hacerlo? —se interesó el senador Máximo Tranquilo.
—Yo caminaba delante, intentando abrirme paso entre la multitud. Pudo ser cualquiera —respondí.
—¿Y los guardaespaldas de tu padre? —preguntó ahora el senador.
—Les dije que no hacía falta que vinieran con nosotros, que yo solo me bastaba para proteger a mi padre. Acabo de llegar de Capadocia, donde he luchado contra los partos. Voy a ser nombrado tribuno… Nunca pensé que algo así pudiera… Está claro que me equivoqué —admití.
—El asunto no pinta nada bien para ti —añadió el senador con un semblante que reflejaba una honda preocupación.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—En los últimos tres meses y medio los senadores Publio Craso, Gayo Porsena, Lucio Bilieno y Quinto Severo han sido asesinados en extrañas circunstancias, y en todos los casos el tribunal llegó a la conclusión de que se trataba de simples parricidios. Por supuesto, se cree que detrás de estos crímenes se encuentra el propio Tiberio, ya que, según sancionan nuestras leyes, restando la parte de la herencia que se embolsa el acusador, el único heredero de una víctima de parricidio es el propio emperador[14].
—¿Yo un parricida? Todo el mundo sabe que amaba a mi padre, ¿qué beneficio podría obtener yo con su muerte?
Pude leer la respuesta en el silencio de los presentes: su inmensa fortuna, su colección de esculturas, sus villas de Cumas y de Pompeya, y la explotación de sus salinas, uno de los negocios más lucrativos de Roma. Claro que, según acababa de exponer el senador Máximo Tranquilo, la codicia que despertaba la fortuna de mi padre era también la principal prueba de mi inocencia.
—Trata de recordar, es muy importante —insistió el senador Máximo Tranquilo Fabio.
De nuevo repasé mentalmente todos los detalles, desde que entramos en el anfiteatro hasta que descubrí que mi padre había sido apuñalado.
—Bueno, ahora que lo pienso, había una persona… —me arranqué.
—¿Quién? —gritaron todos al unísono.
—En la grada del anfiteatro vi a un extraño hombre que vestía una lacerna con capucha.
—¿Qué tiene de extraño un hombre con una capa con capuchón? —intervino Quinto Catulo, uno de los mejores amigos de mi padre.
—Nada, salvo que el hombre no retiró la capucha de su cabeza mientras duró el espectáculo, lo que me llamó la atención. Es cierto que llovió durante la mañana, pero no cayó una gota de agua durante los combates. Luego volví a ver al mismo hombre cuando nos quedamos atrapados entre la multitud. Era un tipo alto, muy alto, y seguía con la capucha puesta. Era una capa de lana, una prenda vulgar y corriente, idéntica a la que usan los romanos sin muchos medios económicos cuando tienen que salir de viaje. Recuerdo también que el aliento le apestaba a ajo.
—Francamente, Manio, tu explicación es demasiado imprecisa. ¿Cómo podremos encontrar a un hombre del que únicamente sabemos que era más alto de lo normal y que vestía una capa de lana con capucha? Hay miles de hombres así en Roma. La inmensa mayoría de los viajeros que entran o salen de la ciudad visten una lacerna —añadió Tito Anio haciendo gala de su fama de hombre práctico.
—Solo los gladiadores comen ajo crudo para adquirir más fuerza —apuntó Quinto Catulo.
—¿Crees que puede tratarse de un gladiador? —me preguntó el senador Máximo Tranquilo.
—Teniendo en cuenta su envergadura y el olor de su aliento, podría ser. Encontraré al culpable, aunque tenga que dedicar el resto de mi vida a esa tarea. Y le haré pagar por su crimen —añadí.
Luego lo dispuse todo para comenzar los preparativos de las honras fúnebres, las ceremonias de incineración y de purificación de la casa y la de sus miembros, tal y como es costumbre tras la muerte del pater familias, además de la búsqueda de una urna digna para guardar las cenizas de mi progenitor. Por último, ordené que lavaran y cambiaran de ropas al cadáver de mi padre.
En esos menesteres andaba cuando se presentó en la casa el prefecto de la policía acompañado de seis miembros de las cohortes urbanas, pues al parecer la noticia de la muerte del senador Graco Manlio Escéola ya había corrido por toda la ciudad. Tras efectuar un reconocimiento exhaustivo del cadáver, el prefecto me preguntó la razón por la que no había aguardado la llegada de una patrulla al lugar de los hechos, ya que mi precipitación había provocado la pérdida de pruebas. Respondí aludiendo a la ilustre personalidad de mi padre y a mi deseo de poder dispensarle auxilio.
—¿Pero no has dicho que el senador Graco Manlio ya estaba muerto? —se interesó el prefecto de la policía.
—Así es, pero pensé que poniendo a mi padre en manos expertas, tal vez…
—¿Ocurriera un milagro? —completó mi explicación el mismo hombre.
—Sí —reconocí—. De no haber actuado como lo hice, ahora me quedaría la duda de si podría haber hecho algo más por salvar su vida.
—¿Puedes reunir a los guardaespaldas que acompañaban a tu padre en el momento del crimen? Me gustaría hacerles unas preguntas —solicitó el prefecto de la policía.
—No llevábamos escolta —dije escuetamente.
—¿El senador Graco Manlio Escévola, uno de los hombres más ricos de Roma, fue al anfiteatro sin escolta? —preguntó el prefecto de la policía en voz alta.
—No exactamente. Yo era su escolta. Acabo de regresar de Siria, donde he luchado junto a Germánico. Quería demostrarle a mi padre que podía confiar en mí, que ya era todo un soldado, un hombre, un ciudadano romano —expuse, al mismo tiempo que exhibía el brazalete que el propio Germánico me había regalado como muestra de su afecto hacia mi persona.
El prefecto de la policía se tomó unos segundos para digerir mi respuesta. Luego, tras escrutar el vistoso brazalete que llevaba prendido en el antebrazo, añadió como si mi explicación le hubiera resultado convincente:
—Danos una lista de los enemigos del senador.
—Hace dos años que no veía a mi padre. Como te he dicho, acabo de regresar de Capadocia. Que yo sepa, el senador Graco Manlio no tenía enemigos entre los romanos. Los enemigos de mi padre eran los enemigos de Roma —expuse sin atreverme a mencionar ningún nombre, pues desconocía si mi padre andaba inmerso en algún asunto o negocio turbio que le hubiera podido granjear la enemistad de alguien.
—Es correcto afirmar que Roma tiene muchos enemigos, tanto como asegurar que todo puñal tiene impreso el nombre de su dueño —intervino un miembro de las cohortes urbanas que hasta ese momento se había mantenido al margen.
Poco después hizo acto de presencia el personaje más siniestro de Roma, el delator o acusador, en este caso un tipo nacido en la colonia gala de Nimes llamado Domicio Afer, amigo de Tiberio por haberle prestado grandes servicios, y hombre temido por todos, pues tanto su elocuencia en los tribunales como su ambición no tenían límites. De Afer se decía que le había servido a Tiberio como instrumento para deshacerse en los tribunales de sus propios familiares, de los que desconfiaba, gracias a lo cual el delator había amasado una gran fortuna. Fortuna que, al parecer, pensaba seguir incrementando a mi costa.
—¿Las esculturas del atrio son originales griegos? Había oído hablar de la magnífica colección de esculturas griegas del senador Graco Manlio Escévola, pero no imaginaba que las piezas fueran tan exquisitas. Sin ser un experto en la materia, he reconocido el Aquiles en bronce de Policleto, del que existe una copia en mármol en la palestra de Pompeya, la Atenea de Agorácrito, el Hércules de Lisipo de Sición, además de dos obras de Apollonios y Tauriscos. Sin olvidar las obras de otros escultores actuales, tales como Escopas, Pasiteles, Arcesilao y Menelao —intervino sin siquiera darme el pésame o mostrar el más mínimo signo de dolor.
—Olvida mencionar el grupo escultórico de Alejandro Magno y sus generales en la batalla de Granico, de Lisipo, y la Venus de Fidias, que están en el peristilo. ¿Quién le ha dado vela en este entierro? —le reproché.
—No vengo para honrar al difunto, sino para dar con su asesino y llevarlo ante los tribunales —me respondió.
Dicho esto, sacó un cálamo, un tintero y un rollo de papiro y comenzó a dibujar todo lo que veía a su alrededor.
—Y qué mejor que ese asesino sea yo, ¿no es así? —dije, al tiempo que señalaba con la mano derecha el resto de las propiedades de mi padre.
—No se puede negar que muchos hombres matarían por poseer una colección de esculturas como esta —añadió sin levantar la vista del papel.
Hombre de mediana estatura, tez blanca y mirada astuta, lo que más llamaba la atención de Domicio Afer era su enérgico timbre de voz y su empalagoso acento galo, adiestrados ambos para no pasar desapercibidos en la tribuna de oradores ni en ningún otro lugar.
—Estoy seguro de que hay hombres dispuestos a matar por mucho menos, por ejemplo, por la cuarta parte de todo lo que poseía mi padre —dejé caer.
—¿Insinúas que he podido tener algo que ver en la muerte de tu padre? ¿Crees que sería capaz de involucrarme en el asesinato de un senador para apropiarme posteriormente de una parte de su fortuna? —me preguntó por una simple cuestión de curiosidad, como si de verdad le interesara mi punto de vista.
Estuve a punto de decirle que era eso exactamente lo que pensaba, pero preferí contemporizar, ya que, al fin y al cabo, mi futuro iba a depender de aquel hombre, en el supuesto de que finalmente se decidiera a acusarme.
—No, simplemente digo que hay muchas y diversas razones para matar —señalé.
—Parece en todo caso más culpable quien asesina a su padre para obtener de él todas sus riquezas, que quien cobra un cuarto de los bienes en concepto de honorarios, según dispone la ley. El primero es un parricida; el segundo es un servidor del Estado. La diferencia es considerable, ¿no te parece? —se descolgó Afer.
Estaba claro que Domicio Afer se había acostumbrado a que escucharan sus discursos con atención, con admiración incluso.
—¿Qué dibuja? —dije exasperado por la actitud aparentemente tranquila y reflexiva del acusador.
—Todo y nada. O mejor dicho, pinto para comprender mi trabajo. La mayoría de las veces las respuestas no están en la superficie de las cosas, de manera que pintándolas consigo que la realidad profunda penetre en mí a través de mis ojos. Creo que ya es hora de que vaya a hablar con el muerto.
—Su comentario no tiene ninguna gracia —le reproché.
—No pretendo ser gracioso. Simplemente digo que los muertos hablan, aunque no sea con palabras.
Antes de inspeccionar el cuerpo sin vida de mi progenitor, Afer volvió a desenrollar su papiro y comenzó de nuevo a dibujar. Cuando hubo terminado de esbozar un retrato del rostro de mi padre, el prefecto de la policía le entregó el cuchillo homicida y le indicó el lugar de la herida.
—El senador fue descabellado igual que un animal —dijo el prefecto de policía.
—Una daga ritual para una muerte ritual —dijo Afer en voz alta, al tiempo que examinaba concienzudamente la talla del cuchillo.
—El asesino era una persona fuerte. Le bastó hundir la daga una vez para acabar con la víctima —añadió el prefecto.
—¿Algún sospechoso? —preguntó Afer.
Y todas las miradas se dirigieron a mí, es decir, se volvieron en mi contra.
Fue así como me vi enredado en una maraña de preguntas que aumentó la desconfianza de los interrogadores con respecto a mi persona, como si en efecto yo fuera el instigador o incluso el autor del crimen. Al cabo de las horas, cuando la policía logró dar con la media docena de testigos que habían estado en el escenario del crimen, todos recordaban lo mismo: al senador Graco Manlio Escévola en los brazos de un joven, el cual llevaba en la mano derecha una daga de plata tallada, parecida a las que usa la gente rica para efectuar sacrificios. Todos habían pensado que el autor del crimen era ese joven, es decir, yo, el mismo que luego, sirviéndose de amenazas, les reclamó ayuda para transportar el cuerpo del senador hasta una calle aledaña, donde aguardaban una decena de esclavos que portaban antorchas y sendas literas. Según la conclusión unánime de los testigos, todo parecía obedecer a una conspiración, de la que yo era el cabecilla.
—¿Qué beneficio tendría para mí asesinar al senador y luego reclamar la ayuda de unos transeúntes bajo amenazas? ¿Para qué hacer tanto ruido? ¿Acaso mi interés por trasladar el cuerpo de mi padre con el propósito de procurarle auxilio médico urgente no demuestra mi inocencia? —dejé caer, pues me parecía que el testimonio de los testigos carecía de credibilidad.
—Las preguntas las hacemos nosotros —me respondió el acusador—. Te recomiendo que exhibas tus argumentos en el tribunal, en compañía de tu abogado defensor.
A la hora primera[15], después de haber sido interrogado durante toda la noche, el prefecto de la ciudad me comunicó oficialmente que quedaba detenido como imputado en el crimen de mi padre, el senador Graco Manlio Escévola.
—¿Puedo despedirme de una persona? Necesito dar algunas instrucciones referentes a las honras fúnebres que se le han de dispensar a mi padre.
—Roma se encargará del funeral de tu padre, pero te concedo diez minutos para que te despidas de quien desees —transigió Domicio Afer.
En otras circunstancias, la autorización tendría que haber partido del prefecto de la ciudad, en su calidad de máximo responsable de las cohortes urbanas, pero estaba claro que Afer era algo más que un simple acusador. Era como si fuera el prefecto de la policía.