8
A Tiberio no le tembló el pulso a la hora de firmar mi sentencia de muerte. Sin embargo, gracias a la intervención del senador Máximo Tranquilo Fabio, así como a los méritos que yo había contraído en el campo de batalla junto a Germánico, se me concedió la posibilidad de permanecer en mi casa hasta el día de mi ejecución sin ninguna vigilancia aparente.
—¿Qué diablos significa eso? —le pregunté al senador cuando vino a comentarme la noticia.
Curiosamente, tenía el rostro demudado, pálido, él que solía estar siempre bronceado gracias a que pasaba gran parte de su tiempo navegando en uno de sus barcos. Y estaba visiblemente contrariado. Claro que la muerte de mi padre y la proximidad de mi condena tenían que haber afectado su ánimo.
—Es muy sencillo, Manio. Significa que si lo deseas puedes huir —respondió a mi pregunta.
—¿Primero me condenan a muerte y después me permiten huir? No entiendo una palabra —reflexioné.
—Verás, Manio, nuestro derecho considera que por encima de la propia vida está la libertad individual, siempre y cuando seas un hombre libre, un ciudadano romano, claro está. De modo que, con el paso de los años y la consolidación de los derechos individuales de los ciudadanos libres, nuestras leyes fueron aceptando que incluso un condenado a muerte no perdiera la libertad hasta el momento justo de su ejecución. Se trata de una prerrogativa que tienen todos los ciudadanos libres. En tiempos del dictador Sila fueron numerosos los condenados a muerte que lograron huir gracias a esta peculiaridad de nuestro sistema legal. Me he agarrado a este hecho para que Tiberio te permita permanecer en tu casa hasta que el verdugo tenga fecha para cumplir tu sentencia. Hasta ese día puedes hacer lo que desees, libremente. Es decir, puedes huir sin que nadie pueda impedirlo.
—¿Huir adónde?
—Fuera del imperio. A cualquier lugar donde las leyes romanas no tengan valor; de lo contrario, la condena se haría efectiva allí donde te hallaras. La gracia de toda esta argucia legal se basa en que quien ideó esta norma, lo hizo convencido de que vivir fuera de las fronteras del imperio romano era peor que morir. Es decir, Roma no va a perdonarte, simplemente te permite que cambies la forma de morir: o como un parricida destrozado por las alimañas y ahogado en el río Tíber; o en el exilio, lejos de las fronteras del imperio.
—Ya le dije a Claudia que no pensaba marcharme a ninguna parte —me reafirmé.
—Manio, mi hija te ama y yo te tengo un gran aprecio. Si no huyes, le romperás el corazón —trató de convencerme el senador.
—También se lo romperé si desaparezco para siempre. Incluso sería peor, puesto que ambos sufriríamos pensando constantemente el uno en el otro, pensando en si el otro habría rehecho su vida, se habría casado y con quién… Mira el caso de Ovidio. Fue condenado al exilio y ni siquiera se le dejó regresar a Roma para morir. Además, ¿quién puede garantizarme que Tiberio no comience una cacería en cuanto deje atrás Roma?
¿Acaso pensar en la clase de vida que me esperaba, la vida de un prófugo, no era peor que la propia muerte? ¿Qué sentido tenía vivir sufriendo, lejos de mis seres amados, sabiendo que la separación era definitiva?
—Tiberio ha obtenido de ti todo lo que le interesaba. Que vivas o mueras es algo que le trae sin cuidado —añadió el senador.
—Te agradezco todo lo que has hecho por mí, Máximo Tranquilo, pero no voy a huir como un cobarde. Prefiero que los ciudadanos de Roma piensen que se ha cometido conmigo una injusticia antes que huir de noche como un verdadero delincuente. Claudia entenderá mi postura.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
Cuando lo que está en juego es la propia vida, nadie puede estar seguro de nada. Desde luego, no tenía ganas de morir, pero aceptar huir sin más suponía también admitir mi culpabilidad, y esa carga era demasiado pesada para llevarla durante el resto de mis días. No, no estaba dispuesto a huir de Roma, porque nadie puede huir de sí mismo, de sus circunstancias.
Pensar en lo que habría después de la muerte me hizo olvidar cómo había de llegarme esta. Hasta que recordé que la muerte que se le brinda al parricida es la más atroz de todas. Se introduce al reo en un saco de cuero con las manos y los pies atados, en compañía de una víbora, un perro, un gallo y un mono, se cose y se arroja el paquete sellado a las aguas del río Tíber. Quienes han presenciado esta clase de ejecución aseguran que la lucha que se desata en el interior del saco es tan terrible que a veces, cuando se recupera el saco y se abre, no se sabe quién es el hombre, el mono, la víbora, el perro o el gallo, tal es el amasijo de carne.
El verdugo fijó mi ejecución para los idus de octubre, lo que me concedía tiempo para despedirme de mis seres queridos. En un primer momento, Claudia se opuso a verme después de que yo me negara a huir. Al cabo, conforme la fecha de mi ejecución se iba acercando, cambió de parecer. Quería pasar junto a mí los últimos momentos de mi vida. Quería que perdonara su empecinamiento, de la misma manera que ella había perdonado el mío. Aclaradas las cosas, pues, decidimos recuperar los días perdidos, fingiendo que teníamos todo el tiempo del mundo por delante. No hablábamos del pasado ni del futuro, como si nuestra vida se limitara al presente. Nos levantábamos temprano, desayunábamos un vaso de agua y nos dirigíamos al foro o a cualquier otro lugar bullicioso de la ciudad. Tomábamos parte en las discusiones de los transeúntes, nos adentrábamos por callejones infectos atraídos por las notas de una flauta o la fragancia de una especia desconocida para nosotros. Comprábamos cualquier cosa con cualquier pretexto. Visitábamos los templos. Acudíamos a las tabernas. Asistíamos al Circo Máximo. Presenciando las carreras de carros lográbamos evadirnos de la realidad. En definitiva, tratamos de impregnarnos de todo lo que la ciudad nos ofrecía, convirtiendo cada instante en único. Cuando llegó el momento de la despedida, prometimos convertir el «adiós» en un «hasta siempre». A pesar de todo, al unir mis labios a los de Claudia tuve la impresión de estar besando a un cadáver. ¿O eran mis labios los que estaban fríos?
Gracias al efecto sedante de los latigazos —nada relaja tanto como el dolor extremo cuando ha pasado—, fui introducido dentro del saco en un estado de semiinconsciencia. Lo único que recuerdo con claridad es que olía a sangre y que tal vez ese mismo olor, o el hecho de verse de pronto encerrados dentro de un saco en compañía de un hombre malherido, soliviantó a mis compañeros de suplicio, que comenzaron a atacarse los unos a los otros.
La primera imagen que me vino al entrar en contacto con el agua, fue la mía sumergiéndome en las aguas del río Nilo junto a un nubio que tenía fama de hombre pez. Germánico, a quien yo acompañaba en su periplo por las principales provincias del imperio, había tenido conocimiento de la existencia de este portentoso individuo —un tipo negro como el basalto, cuya fama se había extendido por toda la cuenca del río, desde Nubia hasta Alejandría—, así que dispuso que compitiera con el nubio el miembro de su expedición que fuera capaz de aguantar más tiempo debajo del agua. El propósito era dejar claro que la dominación de Roma afectaba a todos los órdenes de la vida, incluso a los que aparentemente tenían menos importancia. Yo había pasado parte de la infancia en la casa familiar de Cumas, a orillas del mar Tirreno, y buceaba con soltura, por lo que fui el elegido para representar a Roma. El nubio estaba mucho más dotado que yo —medía casi dos metros de altura por uno de ancho—, pero como en esta ocasión estaba representando a su pueblo, aguantó más de lo que solía, aguantó tanto que cuando su cuerpo regresó a la superficie estaba muerto. Él había aguantado más tiempo, pero yo seguía vivo, por lo que tanto unos como otros aceptamos el resultado. Roma resultó vencedora, que era lo que buscaba Germánico, en tanto que los nativos mantuvieron el orgullo intacto. Y en esos recuerdos andaba enredado cuando el perro mordió a la víbora, esta hizo lo propio con el mono, que se ensañó a su vez con el gallo. Entonces este comenzó a aletear con tanta fuerza que acabó rajando el cuero con uno de sus espolones, abriendo un hueco por donde pude introducir primero la cabeza y posteriormente el cuerpo. Si recibí alguna picadura, mordedura o arañazo, ni siquiera lo noté. Solo pensaba en que la diosa Fortuna se había encargado de hacer justicia salvándome la vida, brindándome otra oportunidad. No obstante, me costó un gran esfuerzo alcanzar la superficie, ya que seguía atado de pies y manos. Cuando quise darme cuenta, era arrastrado por la corriente Tíber abajo. No sé cuánto tiempo transcurrió ni qué fue lo que ocurrió, pues los acontecimientos se sucedían a la velocidad que discurría el agua, pero al cabo, después de que mi boca hubiera podido aspirar varias bocanadas de aire, sentí un fuerte golpe y todo se volvió oscuro.
Cuando recuperé el sentido, me encontraba tumbado en un estrecho jergón que se agitaba al ritmo de las olas. Además, llevaba puesta una túnica que parecía un sudario. Supuse que me hallaba en la barca de Caronte, cruzando las aguas de la laguna Estigia. Tras girar la cabeza, descubrí que un hombre mayor, enjuto, de pelo ralo y cano y algo desordenado, y unos ojos tan profundos que casi ni se le veían, me observaba con suma curiosidad. Antes de atreverme a hablar, comprobé que no llevaba una moneda en la boca, tal y como exigía la tradición, pues también Caronte cobraba por trasladar a los muertos de una orilla a otra de la laguna Estigia.
—¿Eres tú Caronte? —me atreví a preguntar, tras comprobar que el barquero o quien fuese me seguía observando en silencio, casi con delectación.
Entonces el hombre soltó una gran carcajada, que dejó al descubierto una dentadura a la que faltaba media docena de piezas.
—Es peor de lo que crees. Soy tu dueño —dijo a continuación.
—¿Mi dueño? —pregunté cada vez más confundido.
En ese momento oí restallar un látigo, al que siguió un grito de dolor. La secuencia que se repite una y otra vez tanto en los barcos comerciales como en los navíos de guerra. Un hombre fustiga a otro para que reme con brío. El hombre que rema grita de dolor, con lo que su remar se resiente. Entonces el hombre del látigo vuelve a ensañarse, con lo que la marcha va perdiendo intensidad paulatinamente.
—Un momento, esta no es la barca de Caronte atravesando la laguna Estigia —dije, como si acabara de efectuar un grandísimo descubrimiento.
No era lo mismo navegar en la barca de Caronte que hacerlo en una embarcación impulsada por hombres de carne y hueso. Entre uno y otro caso había una distancia enorme, tanta como la que separaba la vida de la muerte.
—¡Ja, ja! Eres todo un filósofo, muchacho. No, jovencito, no soy Caronte. Mi nombre es Veterator, soy un mangón[25] y este es mi barco. Se llama La Palmira —dijo el hombre sin ocultar su orgullo.
—De modo que eres un tratante de esclavos.
—O un mercader o un comerciante, como prefieras. Cada cual tiene su forma de decir las cosas. Pero lo importante no es cómo se dicen, sino cómo se hacen. Y yo hago las cosas a la perfección, conozco este oficio tan bien como a mí mismo; en realidad, mi oficio y yo somos la misma cosa, alma y cuerpo, de ahí que todo el mundo me llame Veterator. Estoy especializado en vender grupos de esclavos dotados para conducir literas. Dos, cuatro, seis u ocho hombres sanos y fuertes como no los hay en ninguna parte del imperio. Casi siempre trabajo con sirios y capadocios, ya que en estos países es fácil encontrar mercancía de primera y encima de similar constitución. Claro que para encontrarlos hay que tener una habilidad especial, hay que saber mirar. Si reúnes a cuatro o seis hombres de diferentes pesos y alturas para llevar una litera, la cosa no funciona, por eso yo me tomo la molestia de seleccionar la mercancía con esmero, fruto a fruto, comprobando hasta el último detalle. Entre mis clientes se encuentra el rey de Bitinia, quien me compró ocho esclavos para cargar una litera tapizada en seda, cuyos cojines estaban rellenos con pétalos de rosas de Malta.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —pregunté.
—Resulta fácil de contar, pero difícil de entender. La corriente te arrastró hasta mí. El río y la diosa Fortuna me hicieron un regalo. Siempre me gusta contemplar las ejecuciones de los reos desde la orilla del río, en el interior de una barca. No es que yo sea uno de esos tipos morbosos, ni mucho menos, lo hago por deformación profesional. Así que acababa de presenciar cómo te arrojaban al agua cuando algo tropezó con la quilla. Veterator, me dije, eso que acaba de golpear contra tu barca no es el tronco de un árbol. Era un cuerpo sólido, pero de pequeño tamaño, al menos de tamaño más pequeño que el tronco de un árbol. ¿Y si se trata del joven que acaban de ajusticiar? ¿Y si aún está vivo? Claro que también puede ser el perro, el mono, la serpiente o el gallo. Tras lo cual saqué la red y un remo, y empecé a buscar en los bajos de la barca. Eras tú, muchacho. Te rescaté y, tras comprobar que tu corazón aún latía, te traje hasta La Palmira. Es la primera vez que pesco a un muerto, lo que es un buen augurio. Seguro que hasta sabes leer y escribir.
—Estás en lo cierto —respondí.
—¿Y contar, sabes contar? —se interesó ahora el mangón.
—También.
—¿Y el griego, qué me dices de la lengua griega? —prosiguió su interrogatorio.
Por primera vez vi los ojos de Veterator, dos diminutas ranuras horizontales, en cuyo interior las pupilas relucían de excitación.
—Estudié en la escuela de Apolonia, en Iliria[26], así que lo hablo a la perfección.
—¡Que Júpiter me pellizque! ¡Has estudiado en la misma escuela que nuestro emperador Octavio Augusto! Sanarás pronto, sabes leer, contar y escribir, y encima no chapurreas el griego, sino que lo dominas… ¿Qué más puedo pedir? Al menos sacaré diez mil sestercios si te vendo a la persona adecuada.
Era de noche y el camarote estaba iluminado solo por dos o tres lucernas distribuidas sobre una vieja mesa de madera. A pesar de la escasez de luz, las pocas piezas dentales de mi anfitrión brillaban como las cuentas de un ábaco. El olor a brea era tan intenso que me acordé de Marco Octavio Quartio, mi abogado. Tal vez el calafateado de aquel navío fuera obra de la empresa de su familia.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —me interesé pensando que mi dolor de cabeza tenía varios días.
—En La Palmira dos días. Pero tuve que esconderte otros dos en un almacén del puerto de Ostia. Hube de sobornar a un amigo. Mantenerte a salvo me ha costado más de cien sestercios. Por no hablar de lo que me va a costar alimentarte como es debido. Cuando te saqué del agua estabas inconsciente y muy débil. Como no podía darte de comer alimentos sólidos, todos los días te daba un poco de garum líquido. Te he alimentado como un gorrión alimenta a su cría. Ahora que has recuperado la conciencia, diré que te suban un poco de pollo y un pescado fresco. No quiero que estés hecho una piltrafa cuando llegue la hora de venderte. Pienso recuperar hasta el último as.
Pensé que había llegado el momento oportuno de sondear al mangón y averiguar qué sabía sobre mi persona.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté a Veterator antes de que naufragara definitivamente en un mar de cuentas.
—Sí, sé quién eras antes y quién eres ahora. Te llamabas Manio Manlio Escévola y fuiste condenado a muerte por haber cometido un delito de parricidio. Tú no lo recordarás, pero tu padre me compró en una ocasión doscientos esclavos para trabajar en una de sus salinas. Asistí a tu juicio. Ha sido uno de los más sonados que han tenido lugar últimamente en Roma. Ahora eres un esclavo, uno entre millones, y en vez de llamarte Manio te llamas… ¿Te gusta el nombre de Rufus?
—No soy pelirrojo[27] —dije.
—Ya lo sé, pero mi padre se llamaba Rufus y nunca he poseído un esclavo que pudiera llevar su nombre dignamente. Tú, en cambio, eres un Escévola. Sabes leer, contar, escribir y hasta hablas griego. Mi padre se sentiría orgulloso de que alguien con tu prosapia y con tu formación llevara su nombre. Sí, te llamaré Rufus.
Me sorprendió que una persona como Veterator pudiera siquiera acordarse de su padre.
—¿Adónde nos dirigimos? —pregunté a continuación.
—A Siracusa.
—¡A Sicilia!
Para mí, el nombre de Siracusa no estaba ligado a su pasado turbulento o a la famosa maquinaria de guerra inventada por Arquímedes[28] —diseñada para frenar a la flota romana del cónsul Marcelo—, ni siquiera al monte Etna —donde se creía que estaba la fragua de Vulcano, el dios del fuego—, sino a la leyenda de la ninfa Aretusa, que tan magistralmente había narrado el poeta Ovidio en su obra Metamorfosis. Según el relato mitológico, Aretusa fue transformada en fuente por Artemisa para que pudiera librarse del acoso de Alfeo, quien la amaba desesperadamente. El amor de Alfeo era tan profundo que, en vez de darse por vencido, siguió a la ninfa desde Grecia hasta Siracusa y, una vez allí, tras comprobar que su amada se había metamorfoseado en una hermosa fuente, se convirtió en río para unirse a su amada. Yo siempre le había dicho a Claudia que la seguiría allí donde fuera necesario y que incluso estaba dispuesto a convertirme en río con tal de que nuestras vidas —nuestras aguas— pudieran discurrir juntas y mansas por el mismo cauce.
—No creo que te sirva para conducir una litera —le hice ver a Veterator.
—No pienso venderte para que cargues con una litera. En Siracusa tengo un cliente que estaría dispuesto a pagar lo que fuese necesario a cambio de poseer un esclavo con tu preparación. ¿Has oído hablar de la cantera del Paraíso?
—La historia de Siracusa se estudia en todas las escuelas. Sí, he oído hablar de la cantera del Paraíso.
—El publicano[29] que explota la cantera necesita un esclavo que sepa llevar las labores administrativas. Ahora además tiene intereses en Rodas y en otras islas griegas, con lo que el trabajo encaja perfectamente con tu perfil, Rufus.
—¿Y si me niego? —pregunté para medir hasta dónde estaba dispuesto a llegar el traficante de esclavos.
—No lo harás. Te denunciaría. Revelaría tu verdadera identidad, diría que te habías colado en La Palmira en calidad de polizón, y entonces volverían a ejecutarte, pero esta vez se tomarían la molestia de comprobar si habías muerto…
—Desconozco por completo el negocio de la piedra —me excusé.
—¿Acaso crees que tendrás que trabajar en la cantera arrancando la piedra o labrando sillares? Realizarás tu trabajo en una oficina, entre papiros, pergaminos y tinta negra.
—Tal vez ese publicano haya sido socio de mi padre en una de sus múltiples empresas y me conozca.
—Es posible, pero por eso vas a dejarte barba a partir de hoy mismo. Además, le diré a mi tonsor que te cambie el peinado. Dentro de una semana tendrás un aspecto más rudo y te llamarás Rufus, con lo que nadie podrá reconocerte. En cualquier caso, si eso ocurre, si alguien te reconoce, el problema será tuyo. Manejo a diario un millar de mentiras tan parecidas a la verdad que estoy completamente seguro de poder salir de la situación en el supuesto de que las cosas se tuerzan.
—Lo tienes todo pensado.
—Ya te he dicho que solo hay una manera de hacer las cosas y es hacerlas bien. Ahora dame ese brazalete.
Se refería al obsequio que me había hecho Germánico tras apresar al rey Arquelao. Estaba dispuesto a consentir que el mangón me arrebatara el nombre, aunque solo fuera por una cuestión de conveniencia, pero no a que alguien borrara mi pasado. Y aquel brazalete era lo único que conservaba de mi pasado. Era lo único que me quedaba de mi vida anterior, el único vínculo con mi origen, con mi padre, con Germánico, con Roma.
—Si me quitas este brazalete te juro que me corto el brazo en la primera ocasión, y no creo que un contable sin brazo valga mucho.
—Eres orgulloso. Eso me gusta. Pediré por ti once mil sestercios. Creo que los vales. Quédate con tu brazalete. Ahora procura descansar.
El rumor de las olas y el suave balanceo del bajel me sumieron inmediatamente en un profundo sueño que me llevó a recordar, paso a paso, el viaje que había hecho acompañando a Germánico y que nos condujo a numerosos países en El Acatus, un barco propiedad del senador Máximo Tranquilo Fabio con capacidad para mil doscientos pasajeros, parecido al que ahora me transportaba hasta Sicilia en calidad de esclavo. Aquel fue un viaje que duró algo más de un año y que tanto a Germánico como a mí nos sirvió para completar nuestra instrucción, para conocer nuevas culturas, lo que nos resultó de mucha utilidad a la hora de analizar nuestros propios hábitos, nuestra conducta como ciudadanos romanos y, por ende, como dueños del mundo conocido. Primero cruzamos el Adriático y el mar Jónico hasta la ciudad de Nicópolis, en Acaya. Luego visitamos Actium, donde habían luchado Octavio y Antonio, tío y abuelo de Germánico respectivamente[30]. De allí pasamos a Atenas, para continuar viaje por las islas de Euboea, Lesbos y Berinto. Nuestro siguiente destino fue Bizancio, para adentramos posteriormente en la Tracia y en otras regiones de Asia Menor. Por último, nos dirigimos a Egipto, por cuyo río Nilo navegamos hasta las regiones fronterizas de Etiopía.
Pasé el resto de la travesía ideando un plan para librarme de la esclavitud. Dada mi falta de medios económicos, el proyecto pasaba necesariamente por ponerme en contacto con Claudia y, tras explicarle la situación, que fuera ella quien pujara por comprarme como esclavo. De esa forma, quedaría libre para investigar por mi cuenta quién era el verdadero culpable de la muerte de mi padre. En un principio pensé hablar con Veterator acerca de mi plan —después de todo a él tenía que darle lo mismo que me comprara un publicano o una rica romana, siempre y cuando el comprador desembolsara los once mil sestercios que, al parecer, pensaba pedir por mí—, pero al cabo terminé por desechar esta idea ante el temor de que el mangón pusiera un precio desorbitado a cambio de mi libertad, puesto que venderme a Claudia era lo mismo que concederme la libertad. Decidí llegar a Siracusa, convertirme en Rufus el contable y, una vez allí, mover los hilos convenientemente para que Claudia pudiera comprarme sin sufrir la extorsión de un tratante de esclavos carente de escrúpulos. Para conseguir mis fines lo antes posible, decidí convertirme en un mal contable y en un pésimo traductor del griego, de modo que mi comprador se sintiera estafado por Veterator y no le quedase más remedio que aceptar la oferta de Claudia.