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La cálida luz de Sicilia, siempre vestida de blanco, siempre cosida al azul del cielo como un brillante encaje, me recordó la de Siria. El color turquesa del mar Jónico se deslizaba suavemente por encima de las aguas, que parecían recién pulidas. De haber tenido alguna habilidad artística —y de no encontrarme en la situación de saberme esclavo—, hubiera aprovechado para escribir un poema o pintar un cuadro. No obstante, la belleza del paisaje contrastaba con lo que ocurría en el interior de La Palmira, en cuyas bodegas se seguía oyendo el restallar de los látigos y los gritos de quienes recibían el tormento, algo a lo que acabé acostumbrándome, tal y como había hecho en otras ocasiones, cuando yo era un soldado romano y también un ciudadano libre. Incluso presencié cómo arrojaban al mar el cadáver de uno de aquellos pobres desgraciados que malvivían en las bodegas. Al parecer, se trataba de un condenado a galeras al que súbitamente le había fallado el corazón. Con todo, lo que más me impresionó fue comprobar que el fallecido tenía el cuerpo deforme, más desarrollado y musculoso el lado derecho que el izquierdo, que presentaba claros signos de atrofia. Una desproporción que tenía su origen en el trabajo de remero y en el asiento exterior que ocupaba en la fila, junto al pasillo que separaba las dos hileras de palas, con lo que solo podía maniobrar con la mano derecha o con la izquierda. La mano libre, ya fuera una u otra, permanecía todo el tiempo amarrada al banco, y de ella partía la cadena que impedía que los remeros pudieran sublevarse o huir mientras remaban. Yo había oído contar miles de historias que hablaban de estos hombres —siempre amargados o desesperados—, que si lograban escapar alguna vez del barco eran reconocidos al instante debido a esta deformación de sus organismos. A nadie le pasaba desapercibido un hombre cuyas dos mitades eran radicalmente distintas, tanto como el día y la noche.

Cuando al cabo de los días desembarcamos por fin en Siracusa, tenía la sensación de que el mundo se movía a mis pies, como si la tierra hubiera dejado de ser firme para convertirse en una superficie sinuosa e insegura, idéntica al mar. Esta sensación me acompañó durante mi primer día de estancia en la ciudad, hasta el punto de que a veces tenía que detenerme por temor a perder el equilibrio, lo que despertaba una cascada de risas entre mis acompañantes.

—Vomita, Rufus, vomita sin miedo —me recomendaba Veterator, a quien aquella supuesta debilidad mía o de mi carácter le hacía reafirmarse en su creencia de que mi valor estaba en mi intelecto, en mis conocimientos de las matemáticas y del griego, habilidades de las que pensaba sacar un elevado rendimiento económico.

Lo cierto es que no era la primera vez que había navegado en barco. Más bien al contrario. La travesía entre Ostia y Siracusa había sido la más corta de cuantas había realizado en mi vida. Sin ir más lejos, mi regreso desde Siria a Brindisi —desde donde arrancaba la vía Appia, que habría de conducirme a Roma— me había llevado doce días de navegación, en alguna ocasión incluso había tenido que hacer frente a un mar proceloso y, sin embargo, jamás me había mareado o se me habían doblado las piernas tras desembarcar.

Veterator me permitió visitar la ciudad en compañía de dos de sus guardaespaldas, dos mallorquines a quienes les habían cortado la lengua. Los mallorquines siempre habían tenido fama de ser los mejores manejando la honda —Germánico siempre iba acompañado de una docena de ellos capaces de poner la bala allí donde ponían el ojo[31]—, y los dos esbirros de Veterator portaban orgullosos sendas hondas y media docena de balas de plomo puntiagudas, por lo que evité protagonizar cualquier intento de fuga. En el teatro griego de Siracusa, uno de los más importantes del mundo, en cuyo escenario se habían representado por primera vez algunas de las tragedias de Esquilo, tales como Los persas y Las etneas, tuve ocasión de hacer examen de conciencia y de paso analizar las causas que me habían llevado hasta la presente situación. Mi padre y Germánico habían sido asesinados, yo había sido condenado a la pena capital acusado de parricidio, muerte de la que me había librado gracias a la intervención directa de la diosa Fortuna, cuya ayuda no me había evitado caer en manos de un mangón, quien me había convertido en esclavo bajo el nombre de Rufus. ¡Y para colmo se había truncado mi carrera militar como tribuno del ejército y mi relación sentimental con Claudia! Estaba seguro de que nadie en el mundo había padecido semejante cúmulo de adversidades en tan corto espacio de tiempo. Mi vida se había derrumbado como un edificio que se desploma tras un repentino movimiento sísmico. La sacudida había sido tan fuerte que los cimientos no habían aguantado, provocando además numerosas víctimas mortales. Ahora solo veía ruinas a mi alrededor, idénticas a las del teatro que tenía delante de los ojos y cuya decadencia no estaba clara del todo. Unos decían que era debida al abandono. Otros aseguraban que tenía su origen en el carácter del propio hombre, tan amigo de la destrucción como ajeno a los valores intemporales de la cultura. Lo cierto era que Roma había adaptado tan bello recinto para representaciones circenses y acuáticas. En cuanto al futuro, era una gran incógnita. Aunque, como sucedía también en Siracusa, al lado de las ruinas —a mi lado— había una cantera repleta de bloques de piedra con los que iniciar la reconstrucción, con los que levantar un nuevo edificio, con los que edificar una nueva vida.

El día previo a la subasta de esclavos lo pasé en manos de un trasquilador de ovejas reconvertido en tonsor. Y como si en efecto yo fuera una oveja, se ensañó con mi cabello y con mi barba, que quedaron irreconocibles. En cuanto al primero, me lo trasquiló y rizó. En cuanto a la segunda, me la recortó con el propósito de dotarme de un aire más serio y circunspecto, características que, según Veterator, tenían que acompañar a toda persona que supiera leer, sumar y hablar griego.

—Ante todo está la imagen. Y tú ya tienes el aspecto de un joven y responsable contable —me dijo el mangón después de que el tonsor terminara conmigo.

Ni siquiera el día en que colgué de un tronco las armas de los partos en presencia de mis compañeros me sentí tan observado como cuando, unido por una gruesa cadena a una cuerda de esclavos, fui obligado a subir a una especie de tribuna portátil. La finalidad que se perseguía al exhibirnos de esa manera era la de mostrarnos con la mayor claridad posible delante de los clientes, tres docenas de individuos unidos por un mismo interés: comprar hombres a buen precio, comprar hombres que previamente habían sido despojados de su condición de tales, negándoles todo derecho, incluso el de disponer de la propia vida. Desde aquella tribuna pude comprobar que aquellos individuos con los bolsillos llenos de denarios, sestercios y áureos, atesoraban también la peor riqueza del espíritu humano, esa parte del hombre que está ligada a la disolución y a la avaricia, al placer y la soberbia, en detrimento de la equidad y la continencia. Con todo, yo era por mis conocimientos la joya de aquella camada de esclavos, por lo que mi presencia allí era testimonial, servía de reclamo, y nadie podía pujar por mí, dado que yo ya tenía comprador. Por un momento, me sentí como esa fiera que se muestra en el circo o en el anfiteatro para que el público se deleite contemplándola. Luego, sentí vergüenza, pues no en vano mi padre poseía diez mil esclavos, hombres idénticos a aquellos —y ahora también a mí—, a los que la dignidad les había sido robada. Poco a poco, cada comprador fue adquiriendo su «mercancía», ya por unidades o por grupos, no sin antes realizar un exhaustivo examen de lo que se llevaba, que incluía la revisión de los ojos, de la dentadura, de la lengua, la flexibilidad de las articulaciones y la consistencia de los músculos. Dos horas y media más tarde solo quedaba yo por vender.

Cuando la plaza se hubo vaciado de curiosos, y los ciudadanos de Siracusa comenzaron a retirarse a sus casas para la cena, apareció una litera conducida por ocho sirios de idéntica constitución a los que habían viajado conmigo en La Palmira. Supuse que se trataba de una partida de esclavos vendidos por Veterator y que dentro de la litera viajaba el publicano al que correspondía comprarme. Estaba en lo cierto.

Todavía tardó en dejarse ver el misterioso comprador, pero cuando lo hizo, me encontré frente a un hombre de mediana edad, de gran corpulencia y al mismo tiempo gran vigor corporal, algo inusual en personas demasiado obesas.

—¡Petreyo, mi mejor cliente! ¡Petreyo, el hombre más inteligente de Siracusa! ¡Petreyo el Pétreo, cuánto me alegra ver de nuevo tu orondez! —exclamó o declamó Veterator a modo de saludo.

De haber sido yo Petreyo, no hubiera dudado en desenvainar la espada y decapitar de un tajo a aquel insolente, pero estaba claro que entre ambos existía la complicidad que dan ciertos negocios con el roce y el paso de los años.

—¡Viejo Veterator, he hecho retrasar la cena por tu culpa, de modo que procura que el pez que piensas ofrecerme sea fresco y de buen tamaño! —respondió Petreyo, cuya voz era tan rotunda como su anatomía.

Supuse que el pez al que se refería era yo. No me sentí ofendido, pues viendo las dimensiones de la barriga del publicano Petreyo, no era raro que solo pensase en comida, o que a la hora de hablar utilizara símiles o metáforas que tuvieran que ver con el arte culinario.

—Te presento a Rufus.

Incliné la cabeza a modo de saludo.

—Le faltan unos cuantos kilos de peso —respondió a mi saludo, tras escrutarme de arriba abajo.

—Vamos, Petreyo, no quiero que compres al muchacho para comértelo en un banquete. Se trata de que le dejes utilizar la cabeza para que arregle tus cuentas. He oído que tu contabilidad está tan liada como tus tripas.

—Las noticias vuelan, lo mismo que mi dinero. ¿Cuánto pides por él?

—Un precio justo teniendo en cuenta sus habilidades. Doce mil sestercios.

—¡Doce mil sestercios! ¿Acaso se han acabado los esclavos en el mundo? ¿Qué fue de los cien mil galos que Julio César trajo prisioneros de las Galias? ¿Y de los que trajo Augusto de sus campañas? ¿Y de los que trajo nuestro emperador Tiberio de Germania? ¿Acaso no mandó Germánico unos cuantos miles desde Asia? Nadie en este mundo vale doce mil sestercios. ¡No pagaría doce mil sestercios ni por el mismísimo Tiberio!

—Está bien, gordinflón, me has convencido. O mejor dicho, me caes bien y eres uno de mis mejores clientes, así que te haré una rebaja. Te lo dejaré en once mil sestercios.

—El otro día pagué quinientos sestercios por una mula —intervino Petreyo para poner de manifiesto su disconformidad por la cuantía de la rebaja.

—¿Acaso tu mula sabe leer, escribir, sumar y hasta hablar griego? Por ese precio ni siquiera estés seguro de que pueda servir como animal de carga.

—Si no me sirve para cargar, me la como y punto —razonó Petreyo, al tiempo que se acariciaba su descomunal barriga.

—En cualquier caso, tus cuentas seguirán enmarañadas. Necesitas a alguien que ponga orden en tus asuntos, de lo contrario tus socios acabarán por enfadarse.

—¡Que un rayo de Júpiter te parta en mil pedazos, Veterator! ¡Once mil sestercios es una cantidad desorbitada!

—Créeme, Petreyo, Rufus los vale. Sabe leer, contar, escribir y habla el griego como un nativo. La empresa que se lo quede, crecerá como la espuma de las olas.

—El último contable que me vendiste era egipcio, y la única espuma que crecía en su boca era la de ese brebaje que tanto gusta a las gentes de aquellas tierras… ¿Cómo se llama? Cerveza, sí, cerveza.

—Aquel te costó dos mil quinientos sestercios. Rufus es distinto. Se ha educado entre nobles romanos.

—¿A qué nobles te refieres?

—No los conoces, Petreyo, ni ellos tampoco quieren conocerte a ti. Pero lo importante no son los nombres de sus antiguos dueños, sino la inteligencia y la preparación de Rufus.

—Si pago once mil sestercios por un administrativo, más te vale que esta vez tu esclavo sepa contar de verdad y hablar el griego como un nativo del Ática. De lo contrario, Veterator, te juro que te haré seguir hasta el fin del mundo y, una vez que te encuentre, yo mismo me encargaré de desollarte vivo, lentamente, hasta que tu sufrimiento sea tan supremo como sublime mi regocijo. Para terminar, convertiré tu piel en un pergamino, sobre el cual enseñaré a Rufus a hacer cuentas de verdad.

—Reconozco que me equivoqué con el egipcio, pero te aseguro que Rufus no te decepcionará. Todo lo contrario. La próxima vez que nos veamos me rogarás de rodillas que te busque a alguien como él. Si todo sale como espero, podrás dejar el negocio de la cantera en manos de Rufus, con lo que ganarás tiempo para hacer lo único que te gusta en esta vida: comer.

—Cuando yo hinque la rodilla, será para no levantarme jamás. Eres un charlatán y un mentiroso, Veterator, pero necesito a alguien como Rufus. Eso sí, la garantía de esta onerosa compra será tu propia vida.

Veterator hizo un gesto con la cabeza dando a entender que aceptaba las condiciones impuestas por Petreyo.

Pensé en mi plan y en la vida del viejo traficante de esclavos. Si después de que Claudia me recomprara, Petreyo decidía asesinar a Veterator, era asunto de ellos. Aunque estaba claro que mantenían una relación de amor y odio, de necesidad mutua.