7

El día de mi juicio Roma estaba de luto. Un mensajero había traído esa misma mañana la noticia de la muerte de Germánico[22]. Y tras él llegaron los rumores, las hablillas que contradecían la versión oficial, según la cual Germánico había muerto a consecuencia de una de esas enfermedades desconocidas que proliferan en las provincias insalubres del imperio. La versión que corrió por las calles y prendió en el corazón del pueblo romano fue otra muy distinta, y coincidía con el análisis hecho por mi padre el mismo día de su muerte. Tiberio había aguardado pacientemente para acabar con la vida de Germánico, su propio hijo adoptivo, y lo había hecho valiéndose de las desavenencias que existían entre este y el gobernador de la provincia de Siria, Gneo Pisón. Según se dijo, Gneo Pisón y su esposa Plancina, la mujer más ambiciosa y soberbia del imperio, habían envenenado a Germánico por orden del propio Tiberio.

El luto general no ahuyentó al público, que acudió en masa para presenciar mi juicio a la Basílica Julia, edificio mandado construir por Julio César y terminado por su sucesor, Octavio Augusto, y que albergaba varios tribunales que podían funcionar a la vez. Esto era posible gracias a que las cinco naves del edifico estaban separadas únicamente por unas cortinas, con lo que el público podía seguir varios procesos al mismo tiempo con solo andar fino de oído.

Dice Cicerón que todo orador tiene que ser majestuoso en el elogio, acre en la crítica, penetrante en los pensamientos y preciso en la exposición y en la argumentación. Curiosamente, Cicerón utilizó su elocuencia como acusador en contadas ocasiones, casi siempre lo hizo como abogado defensor, pues le «parecía inhumano emplear, para perder a las gentes, un arte que la naturaleza había creado para salvarlas», según sus propias palabras. Sea como fuere, a mi abogado defensor le faltaban cualidades para ser un buen orador, las mismas que le sobraban a Domicio Afer, cuyas frases eran concisas, crudas, atrevidas, violentas a veces, mezcladas con poesías que pretendían resaltar la crueldad y el patetismo de mi comportamiento. Si el primero trataba de glosar mi paso por la milicia, incluyendo mi participación en el apresamiento del rey Arquelao, el segundo aseguraba que lo único que demostraba eso era mi gran «profesionalidad» a la hora de matar, la misma de la que había hecho gala a la hora de «descabellar» al senador, mi padre.

—¿O acaso no hay que ser muy diestro en el manejo de las armas para matar a un hombre clavándole una daga justo debajo de la primera vértebra? —preguntó a la concurrencia.

Dicho lo cual mostró a todos los presentes los dibujos que había realizado del cadáver, entre los que destacaba uno en el que se veía la cabeza y la espalda de mi padre, con el lugar exacto por el que había penetrado la daga. Para el fiscal Afer, nadie salvo yo conocía la existencia del arma homicida, por lo que de ser otro el asesino, ¿cómo sabía que mi padre guardaba la daga bajo su toga? He de reconocer que también a mí me intrigaba esta cuestión, pero como no estaba dispuesto a dejarme tragar por las fauces del fiscal, propuse a mi abogado que leyera la lista de personas que conocían que mi padre era dueño de la daga y que incluían al comerciante que se la había vendido, al tallador de la empuñadura, puesto que se trataba de una obra de encargo, y a Marcial, el esclavo, que había presenciado nuestra conversación durante el almuerzo, además de algún que otro amigo al que mi padre pudo enseñar la daga con el propósito de mostrarle su belleza y de camino hablarle de mi regreso y de su intención de sacrificar una res en mi honor. Rebatido, pues, este punto, Afer centró sus ataques en la fortuna de mi padre, de la que tanto el tribunal como el público querían conocer todos los detalles. Enumeró las propiedades de mi progenitor, de la primera a la última, la mansión del Esquilino, vecina de la de otro millonario legendario, Mecenas, las villas de Cumas y de Pompeya, las fincas de Campania, la colección de esculturas —la más grande y completa del imperio, según Afer—, la no menos nutrida colección de esclavos, que superaban los diez millares, por no hablar del negocio de la sal, origen de la fortuna familiar, que «tan sabiamente acaparaba».

—Les recuerdo a todos los presentes que el divino Octavio Augusto, padre de nuestro emperador Tiberio, estableció que para que un ciudadano pudiera entrar en la orden senatorial, la más exclusiva de las órdenes de nuestra sociedad, tenía que poseer un millón de sestercios. Pues bien, según mis estimaciones, calculo que la fortuna del senador Graco Manlio superaba los trescientos millones de sestercios, una cantidad tan astronómica que cubriría de por vida las necesidades de un hijo avaricioso —añadió señalándome de nuevo.

Y para acabar de resaltar el supuesto efecto que el dinero tenía sobre mí, recitó de memoria unas palabras del filósofo Platón que dicen: «El oro y la virtud son como dos pesos puestos en los platillos de una balanza: uno no puede subir sin que el otro baje», y desveló que, a pesar de mi condición de soldado, disponía de un servicio de correo particular que se encargaba de llevar y traer la correspondencia entre mi padre y yo, y hasta con la joven Claudia Fabia. Un lujo que era representativo de mi estilo de vida. Algo con lo que ni siquiera contaban algunos generales.

—«Un as[23] tenéis, un as valéis; haber considerable, hombre considerado», dice otra frase. Lo cierto es que tanto los filósofos, los gramáticos como los poetas escriben cosas para todos los gustos. Siempre ha habido frases contrarias a la acumulación de riquezas, y frases que ensalzan a quienes son capaces de amasar una gran fortuna. Platón dice una cosa y Petronio la contraria. ¿Por qué entonces va a tener más razón Platón que Petronio? —rebatió Marco Octavio Quartio el argumento de Afer.

Y tras pasear delante del tribunal con el dedo índice de la mano derecha en alto, añadió:

—Has hecho mención de las cinco villas que poseía el padre de mi defendido. ¿Acaso son demasiadas para un hombre de la posición del senador Graco Manlio Escévola? Si no me falla la memoria, el insigne Cicerón, orador que desplegó su arte en este mismo tribunal, poseía villas en Arpino, Túsculos, Ancio, Astura, Formis, Cumas, Puzuoli y Pompeya. Ocho en total. ¿Acaso tenéis algo que reprocharle a vuestro maestro Cicerón?

—¡Vaya, sabéis hablar más de diez segundos seguidos! —exclamó Afer jocosamente, lo que provocó la risa entre los asistentes al juicio.

—Tú, en cambio, eres capaz de hablar durante horas sin decir una sola verdad. Hablas de la riqueza del senador, pero no te he oído mencionar ninguna de las aportaciones que la familia de mi defendido ha hecho a la comunidad. Por ejemplo, las obras de reconstrucción del anfiteatro de Pompeya o la construcción del acueducto de Cumas, que fue financiado íntegramente por el senador Graco Manlio Escévola —reaccionó rápidamente mi abogado.

—Es obligación de todo hombre rico contribuir a mejorar la vida de los más desfavorecidos, aunque solo sea por una cuestión de orgullo. Pero aquí no hemos venido a hablar de las obras pías del senador Graco Manlio Escévola, sino de su asesinato.

—Cuando lo que está en juego es la vida y la reputación de un hombre, hay que hablar de todo. Y hablando de todo un poco, tú eres rico y, sin embargo, jamás has soltado un sestercio para financiar unos juegos o arreglar una calzada. ¿Cómo, pues, te atreves a envenenar a este tribunal haciéndole creer que el móvil del asesinato del senador Graco Manlio Escévola es la avaricia de su hijo? ¿Acaso no esperas cobrar un cuarto de la fortuna del senador si consigues la condena de mi defendido? Si como afirmas la fortuna del senador asciende a trescientos millones de sestercios, a ti te corresponderían setenta y cinco millones. Francamente, yo al único avaro que veo en esta sala es a ti, Domicio Afer —intervino de nuevo mi abogado.

Por primera vez, parte del público se puso de nuestro lado, lo que provocó la ira del acusador.

—¡Maldito Marco Octavio Quartio! ¡Mis honorarios están dentro de la más absoluta legalidad, por lo que no permito que entren a formar parte de este juicio! ¡Modera tus palabras o me encargaré personalmente de que pierdas la lengua para siempre!

—¿Me estás amenazando?

—Te estoy advirtiendo. Yo no soy un ladrón ni un asesino, actúo por el bien del pueblo romano y de nuestras instituciones, así que procura no meter tus narices en mi vida privada. ¡Yo estoy aquí en representación del Estado!

Visto el desconcierto de Domicio Afer, cuya elocuencia se había diluido al mismo tiempo que su humor se arruinaba, le indiqué a mi abogado que era el momento de leer en alto alguna de las cartas que había cruzado con mi padre durante mi estancia en Siria y que demostraban lo buena que era la relación entre ambos.

«Saluten, padre: Pese a que me siento orgulloso de poder servir a Roma junto a Germánico, echo de menos tanto tu sabiduría como tu presencia. No hay padre en todo el imperio mejor que tú. La distancia y la guerra que se extiende por todas partes me lo han hecho comprender. ¡Eran tantos los cuidados y atenciones que me dispensabas cuando vivía junto a ti en Roma! ¡Eran tantos tus desvelos! A veces pienso en mi madre, a la que no conocí, y siempre llego a la conclusión de que se sentiría enormemente satisfecha de tu labor como madre y padre al mismo tiempo, tarea que pocos hombres son capaces de cumplir con éxito…» —leyó Marco Octavio Quartio. Y tras tomarse unos segundos de respiro, continúo la lectura, aunque esta vez se trataba de una de las cartas que mi padre me había dirigido a Capadocia:

Saluten, hijo:

Nunca un padre estuvo tan contento y orgulloso de su descendencia como lo estoy yo de ti. Y no solo yo, también lo están tus antepasados. Ruego a Júpiter y a la diosa Fortuna para que te traigan pronto a casa, lo que significará además el triunfo de Roma sobre los partos. Las noticias que me llegan sobre tu comportamiento en el campo de batalla no podrían ser mejores, e incluso me he enterado de que Germánico te tiene gran aprecio y que desea que seas tú, y no otro, el soldado que levante el triunfo cuando caiga definitivamente el rey Arquelao. Si es así, espero que tengas que buscar un gran tronco para que de él puedas colgar las armas de los enemigos de Roma. Te felicito, hijo, como te felicitarían nuestros antepasados, de los que has heredado el sentido de la lealtad y el valor. Recuerda siempre que la energía de un hombre no solo reside en el cuerpo, sino también en el espíritu y que, como señala Salustio, es más natural buscar la gloria con los recursos del carácter que con los de las fuerzas corporales. No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma. Cultiva la justicia y obra con piedad, pues no hay más bella ocupación que la salvación de la patria. El soldado que esto aprende tiene media batalla ganada y asegura además la virtud de su comportamiento. Y no hay nada, hijo, más eterno que la virtud. No hay nada que enriquezca tanto a un hombre y que lo lleve más lejos que la virtud.

La lectura resultó tan emotiva que la sala se llenó de murmullos, lo que no pasó desapercibido para Domicio Afer.

—¿Acaso queréis hacernos llorar? Eres un buen recitador, Marco Octavio Quartio, pero eso solo demuestra que tu educación está a la altura de la nobleza de tu familia. En cuanto a ti, Manio Manlio Escévola, las palabras de tu padre ponen de manifiesto lo mucho que el desierto africano y la guerra en la remota Asia te han hecho cambiar, hasta el punto de convertir a un joven atento y respetuoso en un sanguinario carnicero al que únicamente le importa obtener un buen botín. La historia de Roma está repleta de casos como el tuyo. Jóvenes con poco carácter a los que la sangre vertida en los campos de batalla transformó en despiadados asesinos. Es este tal vez el mayor peligro al que se enfrenta nuestro ejército. Un joven de trece, catorce, quince o incluso dieciséis años rara vez tiene la fortaleza de carácter necesaria para superar con éxito el tránsito de la niñez a la edad adulta, máxime cuando este cambio tiene lugar en tierra extraña y rodeado de sangre y muerte. Yo soy galo y he de contaros que algunos de los soldados que empleó Julio César para conquistar mi país tenían tan solo trece años. Eran, pues, niños —argumentó el fiscal.

—Lo que no habla muy bien de los galos —intervino mi abogado.

El público rió este comentario.

En cuanto a la supuesta ventaja que suponía para mí contar con un sistema de correo propio, me fue fácil hacerle ver al tribunal que, al ser mi padre un destacado miembro del senado, la fluidez de nuestra correspondencia beneficiaba también a esta institución y, por ende, a todo el imperio, pues en no pocas ocasiones mi correo privado era más rápido y diligente que el del propio César.

—Yo no tengo la culpa de que mi correo viaje a la misma velocidad que el del César y, sin embargo, llegue antes a Roma. Fue mi correo, por ejemplo, quien trajo la noticia del apresamiento del rey Arquelao por parte de Germánico. ¡Y bien que lo agradeció nuestro emperador Tiberio! —dije.

—Al igual que su padre, Manio Manlio siempre ha puesto todos sus medios a disposición del Estado. Si los correos estatales no cumplen convenientemente su misión, no le echemos la culpa a mi defendido. ¿Acaso la noticia de la muerte de Germánico no ha llegado con retraso? Es más, primero se dijo que había muerto, luego se desmintió, asegurando que se trataba de un rumor, y por último, cuando nos encontrábamos celebrando la buena nueva, llegó la confirmación definitiva de su muerte. El fiscal, en cambio, pretende hacernos creer que la ineficacia del correo imperial se sustenta en la eficacia del correo de mi defendido, como si esta fuera un delito tan grave como el que nos ha reunido en torno a este tribunal —se explayó Quartio aprovechando mis palabras.

Pronunciar el nombre de Germánico provocó un gran revuelo entre los curiosos que se agolpaban en las inmediaciones del foro, quienes acabaron recordando su ignominiosa muerte y pidiendo justicia al tribunal.

—Ruego al tribunal que prohíba al acusado mencionar el nombre del difunto Germánico, pues resulta del todo obsceno que trate de unir su nombre al del héroe al que todos admiramos —bramó Afer adornándose con numerosos aspavientos.

Estas palabras del acusador fueron seguidas de un estruendo de aplausos, lo que me hizo comprender algo sobre lo que me habían advertido: que Afer contaba con su propio cuerpo de «aplaudidores», medio centenar de desheredados de la fortuna que vivían gracias a lo que cobraban por aplaudir las intervenciones de su jefe en los tribunales de justicia. Con estos aplausos, Afer quería ganarse al resto de la concurrencia e influir de camino sobre los miembros del tribunal.

—Puedes solicitar al tribunal que prohíba mencionar el nombre de Germánico a mi defendido, pero en cambio no puedes evitar que lo pronuncie yo. ¡Germánico era íntimo amigo de Manio Manlio Escévola, tal y como lo demuestra el hecho de que le regalara este brazalete! —intervino Quartio.

Luego, levantando mi brazo derecho para que toda la sala pudiera ver el brazalete que me había regalado Germánico, exclamó con teatralidad:

—¡Germánico, el dios de nuestro ejército, el héroe de Germania y de Asia, confiaba en mi defendido!

La sala se llenó de ruidos, aplausos de una parte y pataleos de la otra, que ponían de manifiesto lo reñido que estaba resultando el proceso.

—¡Palabras, palabras y más palabras! ¡Todo el mundo puede tener un brazalete! ¡Mi mujer tiene decenas de brazaletes! ¿Pero acaso se los ha regalado Germánico? No, se los ha regalado este humilde servidor. ¿Acaso el acusado tiene un recibo, una carta u otra clase de documento que demuestre lo que afirma el abogado de la defensa? Si es así, que aporte la prueba. En caso contrario, ruego al tribunal que imponga su autoridad y nos permita continuar la vista.

Obviamente, el tribunal impuso su autoridad, tal y como reclamaba Afer.

Por último, les llegó el turno a los testigos, los mismos que me habían ayudado a trasladar el cuerpo de mi padre hasta la litera donde aguardaban nuestros esclavos. Los seis desfilaron delante del tribunal y de los letrados para que la sala diera el visto bueno.

—Afer, creo que se te ha olvidado convocar a un séptimo testigo. Un hombre alto y grande que vestía una capa de lana con capucha —intervino mi abogado.

—Estimado Quartio, no quiero desmerecer tu trabajo como abogado defensor, pero tu treta es tan antigua como lo son las Leyes de las Doce Tablas.

Y dirigiéndose primero al tribunal y luego al público, añadió:

—Con esta artimaña, el abogado defensor quiere hacernos creer que entre los testigos se encontraba el verdadero asesino, un misterioso hombre que vestía una capa y llevaba la cabeza cubierta con una capucha.

—¿Cómo conoces ese detalle? En ningún momento he dicho que el hombre de la capa llevara la cabeza cubierta —acertó a reconocer Quartio visiblemente confundido, diría que casi admirado por la anticipación de Afer.

Lo cierto era que mi abogado no había tenido en cuenta que yo había sido interrogado en mi casa por Afer, antes incluso de que el proceso se abriera. Claro que tal vez la culpa era mía por no habérselo contado.

—No lo has dicho, pero lo ibas a decir. He litigado contra cientos de abogados como tú, y todos utilizáis los mismos argumentos, idénticas artimañas. Asesinos misteriosos y anónimos que, tras cometer el crimen, desaparecen para siempre. ¿Acaso no quieres hacernos ver que el misterioso personaje al que acabas de aludir era el verdadero asesino del senador y que su vestimenta indicaba que estaba de paso en Roma, por lo que no cabría descartar que se tratara de un sicario contratado en alguna provincia o incluso en el extranjero? —replicó Afer.

La sala en pleno rió el comentario de Afer, pues estaba claro que no se había equivocado un ápice.

—Así es. Y el hecho de que tú, en calidad de fiscal, te hayas adelantado a mis planteamientos, no impide que lo que acabas de decir sea tenido en cuenta por los miembros de este tribunal.

—Ya lo has dicho, Quartio. Siento decepcionarte, pero tu argumento va en contra de los principios de nuestras leyes. ¿Acaso no conoces el adagio que dice: «Testis unus, testis nullus»[24]? Es decir, el testimonio de una persona sola no basta para establecer en justicia la verdad de un hecho. Ahora, si no te importa, interroguemos a los seis testigos que presenciaron el crimen del senador Graco Manlio Escévola.

—¡Nadie presenció el crimen del senador Graco Manlio Escévola! —protestó mi abogado.

—¿Ni siquiera los guardaespaldas del senador? —formuló Afer la pregunta con inusitada violencia.

Estaba clara la estrategia de Afer. Su técnica consistía en asfixiar al adversario poco a poco, tal y como haría una serpiente de gran tamaño, sin tener que gastar una sola gota de veneno.

—El senador no llevaba escolta ese día. Iba acompañado de su hijo, y eso tenía que bastar —respondió mi abogado.

La sala volvió a revolverse a la espera de que Afer contraatacara de nuevo tras aquella declaración.

—Y le bastó, ya lo creo, para morir a manos de su propio hijo —dijo el acusador.

En cuanto a los seis testigos, Afer logró convertir sus testimonios en algo rutinario e inequívoco. Todos testificaron lo mismo: todos me habían visto con la daga en la mano, tras haberla retirado de la espalda de mi padre; todos pensaron que era yo quien había clavado la daga en su espalda; todos se sintieron en algún momento amenazados por mi actitud; todos, en suma, reconocieron en mí al asesino.

Terminado el escueto y monótono interrogatorio del fiscal —cuya finalidad era precisamente dotar de naturalidad a las declaraciones de los testigos, cuando todos sabemos que lo natural es lo más parecido a la verdad—, le llegó el turno a Quartio.

—¿Alguno de vosotros vio a mi defendido clavar la daga en la espalda del senador? —lanzó la primera pregunta a los cuatro vientos.

Todos dijeron que no con la cabeza.

—En cambio, del primero al último aseguráis que mi defendido os pidió ayuda amenazadoramente con el arma homicida en la mano derecha.

Esta vez todos asintieron afirmativamente.

—Bien, siendo así, me pregunto por qué razón mi defendido, suponiendo que fuera el asesino, pidió ayuda para trasladar a su víctima después de haberle dado muerte. ¿Alguno de los testigos puede dar una explicación a este hecho?

Los testigos volvieron a mover la cabeza negativamente.

—Los testigos no tienen que explicar nada más que lo que vieron —bramó Afer—. En cambio, yo sí que puedo explicar lo que hay detrás del extraño comportamiento de tu defendido. Manio Manlio fingió cuando solicitó ayuda a estos ciudadanos —el dedo índice de la mano derecha del fiscal señaló a los testigos— y también lo hizo al trasladar urgentemente a su padre hasta su villa para procurarle supuestamente auxilio médico, puesto que, como él mismo confesó, el senador estaba ya muerto antes de ser trasladado hasta la litera. Lo que el joven Manio Manlio deseaba era precisamente que este tribunal no encontrara una explicación coherente a su comportamiento posterior al crimen, haciendo todo lo posible por salvar la vida del senador, o más exactamente, fingiéndolo, y así librarse del castigo que todo parricida merece.

Acabados los testimonios de los testigos de la acusación, llegó el momento de oír a los testigos de la defensa, que se reducían a dos: Augusto Firmo, el contable de mi padre, y la vieja Livia.

Firmo era un tipo alto y enjuto, de pocas palabras, que buscaba en todo momento la exactitud. Recordé que mi padre, siempre que hablaba sobre Augusto Firmo, decía de él en broma que era como una cuenta tanto por dentro como por fuera. Pero a mí, más que una cuenta, me pareció que era un hombre apagado tanto en sus expresiones como en su modo de andar, de desenvolverse. Incluso su voz estaba apagada.

—Augusto Firmo, ¿ha sido usted el contable y administrador de los bienes del senador Graco Manlio Escévola durante los últimos doce años? —preguntó Quartio casi de manera protocolaria, con el propósito de que la sala al completo entendiera el sentido de su pregunta.

—Así es —respondió Augusto Firmo.

—¿Eran muchas las personas que le adeudaban dinero al senador?

—En efecto, eran muchas.

—¿Cuántas?

—Cuarenta y tres deudores reconocidos, y uno cuya identidad el senador nunca quiso desvelar.

Firmo se tenía la lección bien aprendida y no se desviaba ni un ápice del guión que previamente había pactado con Quartio.

—¿Por alguna razón especial?

—Porque se trataba de una persona influyente que, al parecer, estaba pasando una mala racha desde el punto de vista económico, y el senador no quería que el nombre trascendiera a la opinión pública. Según tengo entendido, el anonimato formaba parte del acuerdo.

—¿Qué cantidad de dinero le debía esta persona al senador? —preguntó mi abogado.

—Dos millones de sestercios —respondió el contable.

Un murmullo se extendió por toda la sala, ya que la cantidad era elevadísima.

—¿Todos los deudores del senador le debían tanto dinero? —prosiguió el abogado el interrogatorio.

—No. De hecho, los dos millones de sestercios que esta persona le debía al senador eran por un préstamo. Las deudas de la clientela habitual solían ser cantidades más modestas.

—Que tus matones recuperarían con rapidez, ¿no estoy en lo cierto Augusto Firmo? —interrumpió Afer rompiendo la paz del interrogatorio.

El público le dedicó un sonoro abucheo a Augusto Firmo, de cuyos esbirros posiblemente más de uno había sido víctima.

Con todo, Firmo no se dejó amedrentar por el fiscal, acostumbrado como estaba a tratar con individuos de la ralea de Afer. Tampoco este se ensañó particularmente con él, ora porque el administrador conociera alguna deuda antigua del fiscal, ora porque Afer pensara recurrir a él en el futuro. También cabía pensar que aquella repentina contención dialéctica del fiscal formara parte de su estrategia antes del asalto final.

—Supongo que el hecho de que el senador estuviera dispuesto a prestar una cantidad tan elevada de dinero se debía a que el prestatario era un amigo suyo o incluso una persona de confianza —prosiguió mi abogado, pasando por alto el comentario del fiscal.

—Eso ya lo has dicho hace un minuto, Quartio. Ahórrate repetir tus argumentos o tus deducciones, o como quiera que se llame eso que haces cada vez que quieres llevarnos al huerto, a tu huerto. ¡Ah, Quartio, llevo un rato visitando tu huerto! ¿Y sabes qué veo? ¡Pues que se trata de un terreno baldío, sin árboles, sin frutos, sin nada en suma que pueda recrear la vista, la elocuencia o, simplemente, el apetito! Hablando de apetito, ¿no es ya la hora de comer? —se inmiscuyó Afer, obviando que el turno de preguntas le correspondía a Quartio.

El público volvió a jalear la intervención del acusador.

—El senador jamás mencionó el nombre de esta persona, por lo que desconozco qué tipo de relación mantenía con ella —respondió Firmo concisamente, sin tener en cuenta la digresión del fiscal.

—Todo un cuento de misterio. Supongo que ahora nuestro querido abogado defensor querrá hacernos creer que el asesino no es su defendido, sino esa persona misteriosa que con la muerte del senador se ha ahorrado tener que devolver dos millones de sestercios. Y como supongo que el deudor de tan astronómica suma de dinero no era ese individuo alto y embozado con una capucha que merodeaba por el anfiteatro, Quartio defenderá que este individuo era solo un esbirro, la mano ejecutora. Jamás he oído un argumento tan… pueril. Sí, tan pueril —se volvió a apropiar Afer de la palabra.

Luego le llegó el turno a la vieja Livia. En cuanto la vi comprendí que no había sido buena idea convocarla como testigo de la defensa. Tenía el sufrimiento pintado en el rostro o, mejor dicho, pegado a sus facciones como una máscara grotesca. La mirada perdida en el pozo de los recuerdos, unos recuerdos que los últimos acontecimientos habían enturbiado. Estaba claro que le costaba entender lo que había pasado y, lo que era aún peor, también lo que estaba pasando, lo que estaba por venir.

Tras ser leído su nombre en público y una vez cumplimentados los trámites burocráticos para que un testigo pudiera dar su testimonio delante de un tribunal romano, Afer reaccionó como el lobo que de pronto se encuentra en el campo frente a una oveja perdida.

—¿Le debía usted al senador dos millones de sestercios? —le preguntó acentuando su lado más histriónico y cínico.

—Claro que no —respondió la vieja Livia.

El público asistente rompió a reír.

A continuación, Afer se hizo servir un vaso de agua, bebió un sorbo y hasta tuvo tiempo para quejarse del mal sabor del agua de Roma.

—Díganos, ¿qué relación tenía usted con el acusado? —prosiguió el interrogatorio.

—Era esclava de su padre.

—Esa es la relación que mantenía con su padre. Le pregunto por la relación que mantenía con Manio Manlio Escévola, el acusado.

—Era su aya, su nodriza.

—¿Ayudando a la madre del acusado?

—La madre de Manio murió al nacer él —explicó la vieja Livia.

—Entiendo. Es decir, al afirmar que era la nodriza del acusado y al no tener este madre, podríamos pensar que era usted quien cumplía ese papel.

—Él era un hijo para mí —reconoció la vieja Livia.

—Él era un hijo para usted, o usted era una madre para él, ¿no es lo mismo? Por último, es usted una liberta, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, soy una liberta.

—¿Quién le concedió la libertad, buena señora?

—El joven Manio. Fue lo primero que hizo tras la muerte del senador, su padre.

—De lo cual se desprende que si le pregunto por la relación que el acusado mantenía con su padre, usted me responderá que era excelente. Por tal motivo, no se lo preguntaré. Puede retirarse.

El interrogatorio de Afer fue tan envolvente que hasta el público tardó unos segundos en entender lo que había pasado y romper a aplaudir. En lo que a mí concierne, estuve a punto de saltar sobre el fiscal y estrangularlo allí mismo.

Por último, llegó la hora de las conclusiones.

Marco Octavio Quartio pidió mi absolución, argumentando que, después de oír a los testigos de una y otra parte y de tener que luchar contra las zancadillas y argucias del fiscal, la única prueba real que había sido mostrada en aquella sala era precisamente el brazalete que Germánico me había regalado. Lo demás eran conjeturas, apoyadas en testimonios ambiguos.

Afer se dio un paseo por la sala con los brazos extendidos y las manos abiertas, antes de arrancarse con su alegato final.

—¿Es el brazalete del acusado lo único verdadero en este juicio? —preguntó en voz alta—. En lo que a mí respecta, soy capaz de ver otro aspecto real de este juicio que mi colega ha pasado por alto en todo momento: la víctima. ¡Estamos aquí porque hay una víctima mortal! ¡Un senador de Roma ha sido asesinado! ¿Acaso no es este hecho lo suficientemente real? Tal vez no lo sea ni para el acusado ni para su abogado. Tal vez el acusado logre esconder su mala conciencia negando la realidad, la muerte de su padre. Pero yo no estoy aquí para negar las evidencias; todo lo contrario, el Estado me exige que defienda a la víctima, que la proteja. Desgraciadamente, el caso que hoy nos ha traído hasta este tribunal se repite últimamente con demasiada frecuencia. Cuatro senadores han sido asesinados brutalmente por sus hijos en el transcurso de los tres últimos meses. ¿Por qué entonces tendríamos que pensar que este quinto asesinato es diferente, máxime cuando todas las pruebas incriminatorias señalan al acusado? No, el caso de Manio Manlio Escévola no difiere de los otros ni en la forma ni en el fondo. Es el caso de un hijo que ha asesinado a su padre a sangre fría a cambio de calmar su sed de avaricia. Ya son cinco los senadores asesinados. ¿Cuándo y cómo seremos capaces de ponerle freno a esta masacre? Como primera medida, propongo que hagamos que nuestras leyes se cumplan sin que nos tiemble el pulso, de la misma manera que los asesinos mantienen firme el suyo a la hora de matar a sus víctimas. Por todo lo expuesto, y siguiendo la letra y el espíritu de la Lex pompeia de parricidiis, solicito que el acusado sea condenado a muerte, siendo azotado en público antes de ser metido en un saco de cuero en compañía de un perro, un gallo, una víbora y un mono, también vivos, y arrojado al mar, al río Tíber o a un abismo. Dado que la víctima era uno de los hombres más destacados de Roma, solicito que el reo sea arrojado al Tíber, de manera que su cuerpo no pueda ser recuperado para ser incinerado y sus cenizas enterradas, tal y como prescriben nuestras leyes para casos como el que nos ocupa —concluyó el fiscal.

La petición de pena de muerte fue solicitada de manera tan ruidosa y vehemente, que hasta el público que había asistido a otro juicio en una sala contigua se unió a los aplausos y vítores que siguieron al discurso de Afer. En realidad, tuve la impresión deque Roma entera aplaudía y se regocijaba con mi posible condena a muerte. Me bastó una mirada a los miembros que componían el tribunal para comprender que Afer había ganado de nuevo. Solo media docena de personas se mantenían serias en la sala. Una de ellas era la vieja Livia. La otra, Claudia. Ambas lloraban desconsoladamente.