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Trataba de relajarme para que la navaja del barbero resbalara por mi piel con el menor perjuicio posible, cuando mi padre exclamó desde la puerta:

—¡Y pensar que hace tan solo dos años eras un niño! ¡Mírate ahora, sentado frente al tonsor!

Era cierto. Hacía dos años escasos que mi padre me había acompañado hasta el foro para tomar la toga viril[2], o lo que es lo mismo, para convertirme en un hombre en toda regla según la ley romana, y pocos días después había partido rumbo a Siria para unirme al ejército de Germánico, el hijo de nuestro emperador Tiberio.

—No es la primera vez que me afeito, padre —le recordé.

—¡Manio Manlio Escévola, tendrás que estarte quieto si no quieres que este sea tu último afeitado! —me advirtió el barbero, al tiempo que aprovechaba para afilar la hoja de la navaja en una piedra que previamente había humedecido con su saliva.

—¡Mañana cumples dieciocho años! ¡Y ya eres todo un héroe! Se rumorea que te han hecho venir desde Siria para nombrarte tribuno del ejército. ¡Manio Manlio y Quinto Mucio Escévola estarían orgullosos de ti! ¡Tanto como lo estoy yo! —exclamó mi padre sin poder disimular su satisfacción.

Como todo noble romano que se precie, mi padre sentía una devoción desmedida por sus antepasados, sobre todo por aquellos que habían ostentado los cargos más elevados dentro de la administración. Tal era el caso de Manio Manlio y de Quinto Mucio Escévola, quienes habían sido cónsules de Roma en tiempos de la República.

—¿Es cierto todo lo que se dice de Germánico? —se interesó el tonsor.

—¿Y qué se dice de él? —respondí con otra pregunta.

—Que vale más que su padre, el emperador Tiberio. Que es el mejor y más valiente soldado de Roma. Que las legiones gritan su nombre antes de cada batalla y veneran su persona después de cada victoria.

—Germánico es hijo adoptivo de Tiberio y sí es cierto que las legiones lo prefieren como emperador. Se rumorea que la salud de Tiberio es frágil y que dentro de poco Germánico será el nuevo César —expuse.

—Tiberio finge su mala salud. Aseguran que Augusto exclamó en el lecho de muerte: «¡Desventurado pueblo romano destinado a ser presa de unas mandíbulas tan lentas!», en alusión a las escasas cualidades morales de su sucesor. Tiberio es un lobo al cuidado de un rebaño de ovejas. El rebaño de ovejas, por supuesto, es el pueblo de Roma —intervino mi padre.

La navaja del tonsor se clavó en mi carne, que comenzó a sangrar abundantemente.

—¡Lo siento, Manio Manlio, pero semejante comentario ha hecho que mi pulso tiemble! —se justificó con la voz quebrada, mientras buscaba un recipiente donde guardaba un emplaste de telaraña empapada en aceite y vinagre.

—Prefiero que me torture un bárbaro antes que uno de tus emplastes —me desmarqué.

No obstante, las palabras de mi padre me dolieron más que las heridas del barbero, pues en todos los años de mi vida no lo había oído hablar de política delante de un desconocido, si bien era cierto que Pomponio llevaba afeitando a los varones de mi estirpe más de veinte años. Por si acaso, traté de quitarles severidad a los comentarios de mi padre fingiendo que hablaba en broma.

—No deberías bromear a la hora de referirte a Tiberio. Pomponio podría pensar que no respetas a nuestro César como merece —dejé caer.

—Pomponio es un hombre libre, un hombre justo, y de la misma manera que se le puede confiar una garganta para que la rasure con el menor daño posible, también se le puede confiar un secreto —me corrigió mi padre.

—El senador tiene razón. Aunque no entiendo de política, soy consciente de que hoy por hoy la única profesión segura en Roma es la de delator. Cualquier esclavo puede acusar a su amo, y en caso de que este sea condenado, obtener a cambio grandes beneficios —intervino Pomponio.

—Según se desprende de tus palabras, podrías hacerte rico si denunciaras a mi padre —añadí con la intención de poner a prueba la fidelidad del barbero.

—¡Que Júpiter me fulmine ahora mismo si mi propósito es ese! Además, no basta solo con formular una denuncia, también hay que saber demostrar la culpabilidad de la persona denunciada, y para eso se necesita una capacidad oratoria de la que yo carezco —expuso el barbero.

—Manio, no pongas en duda la fidelidad de Pomponio. Piensa que su negocio también se resiente con la política de Tiberio —intervino mi padre.

—¿De qué forma le puede afectar a un simple barbero la política del emperador? —me interesé.

—Muy sencillo, conforme aumenta el número de hombres ricos que son asesinados por Tiberio, disminuye el número de posibles clientes de Pomponio. Un hombre estrangulado no necesita que lo afeiten.

—En efecto. Podría darte la lista de clientes que he perdido durante el último año, y no tendría dedos suficientes en mis manos para contarlos. Tiberio se ha vuelto implacable con sus enemigos, y ni siquiera sus amigos se sienten seguros —asintió Pomponio.

—Es suficiente —dije, dando por concluido el afeitado.

—¿No deseas que te corte el cabello? —me preguntó el tonsor.

—¿Y que me trasquiles como a una oveja? Ni hablar.

—Pomponio, puedes retirarte. Déjanos solos —intervino mi padre.

El barbero se retiró sin perdernos la cara, al tiempo que doblaba el espinazo en señal de sumisión.

—¿Qué te ocurre, padre? Te noto más nervioso que de costumbre —le hice ver, en cuanto el barbero se hubo retirado.

—La pregunta es qué le ocurre a Roma. Pero no quiero amargar tu regreso. Ya tendremos tiempo de hablar de las cosas serias en otro momento. Primero has de reponerte de tan largo viaje. Esta tarde iremos al anfiteatro a presenciar un combate de gladiadores y más tarde ofreceré un banquete en tu honor. La vieja Livia ha preparado para ti tortas de garbanzos, setas cocidas en miel, sesos de faisán, lengua de flamenco, corzo de Ambracia, atún de Calcedonia, pollo de Frigia y ostras y almejas de Tarento. Sin olvidar el garum[3] de Hispania que tanto te gusta.

Desde la prematura muerte de mi madre, ocurrida durante mi parto, la vieja Livia se ocupaba de procurarme el amor maternal que todo niño necesita, pese a que por su condición de esclava siempre había existido entre nosotros una barrera invisible que impedía que la relación fuera plena, tal y como exige el afecto entre madre e hijo.

—Me has despertado el apetito. Llevo un año alimentándome a base de cerdo salado, trigo tostado y agua con vinagre, así que me gustaría comer algo distinto antes de ir al anfiteatro —añadí tras recordar que no había comido nada en las últimas quince horas.

—Pasemos al triclinio[4]. Le diré a Marcial que nos traiga algo de comer.

Seguí a mi padre hasta el comedor.

Como siempre que entraba en aquella estancia, me fijé en el suelo, decorado con el mosaico de una calavera en cuyo pie el artista había escrito la siguiente leyenda: «Mirándola bebe y diviértete, porque muerto serás como ella».

—Veo que no ha cambiado nada —dije.

—La muerte es lo único que no cambia en esta vida, es lo único seguro. Por eso es conveniente tenerla siempre presente, incluso en un lugar como este, donde uno viene a regocijarse con la comida, la bebida, la música y la conversación con los amigos.

—Ya lo sé, padre. Y también que se trata de algo que los romanos aprendimos primero de los egipcios y luego de los griegos.

Mi padre ocupó el lecho que le correspondía al anfitrión y yo me recosté sobre el brazo izquierdo, a su lado. Regresó Marcial, troceó los manjares, escanció el vino y sirvió todo en los platos con suma delicadeza. Un ritual que había olvidado en el ejército. Inmediatamente devoré una torta de garbanzos y un trozo de pollo, y bebí de un trago una copa de vino caliente sin siquiera diluirlo con un poco de agua.

—¿Vino de Lesbos? —pregunté tras saborear aquel delicioso néctar, tan diferente al vino que bebíamos en el ejército.

—De Falerno —respondió mi padre.

—Es suave como la seda y dulce como la miel —añadí, al tiempo que me llevaba otro trozo de pollo a la boca.

—«Toma los manjares con los dedos, hay cierta delicadeza en el comer, y no te ensucies toda la cara con la mano grasienta…» —recitó mi padre mirándome fijamente.

—¿A quién pertenecen esos versos? —pregunté sin saber muy bien qué quería decir mi padre con ellos.

—Al poeta Ovidio.

—No deberías pronunciar el nombre de un proscrito. Podrían arrancarte la lengua —le hice ver a mi padre, ya que había personas de las que era mejor no hablar en Roma, aunque estuviesen muertas, tal y como ocurría con Ovidio.

—Es cierto que Tiberio impidió que Ovidio pudiera volver, ni siquiera le permitió morir en Roma, pero eso no le resta valor a su poesía. Todo lo contrario, la ensalza. La muerte en el exilio de Ovidio demuestra que ni siquiera la poesía está a salvo en Roma. De todas formas, lo importante no es a quien pertenecen los versos que acabo de recitar, sino que comes como un soldado hambriento y sin modales. Comer con corrección no es solo una convención social, también es una muestra del refinamiento de nuestra civilización, de la superioridad de nuestra cultura frente a otras —observó mi padre.

—Soy un soldado hambriento. Y el hambre no entiende de modales. Ya sé que no he de comer a manos llenas, que el hijo del senador Graco Manlio Escévola ha de coger poca comida con la punta de los dedos, pero he navegado durante doce jornadas y cabalgado durante otras tantas sin descanso, huyendo de los atroces recuerdos del campo de batalla.

—Tienes razón. Come como quieras y cuanto desees, hijo. Te has ganado ese derecho luchando contra los partos en Capadocia. Ahora, háblame de Germánico.

Tomé un nuevo sorbo de vino de Falerno antes de comenzar a hablar.

—La leyenda de Germánico va por delante incluso del propio Germánico, como corresponde a un elegido de los dioses. Sus dotes como militar son comparables a las de Alejandro Magno. Es un excelente orador y un digno autor de comedias, y templado con la espada. A su vez es implacable con la injusticia y con los enemigos de Roma. Carece de vicios y lleva una vida espartana. Come lo mismo que sus soldados, duerme en un jergón de paja e instruye a sus tropas como lo haría un padre con sus hijos. Es hermoso como Ganimedes y valiente como Aquiles[5]. Su sola presencia en el campo de batalla asusta al enemigo tanto como diez legiones.

—Recuerdo cuando entró triunfalmente en Roma tras sus campañas en Germania, pero también recuerdo las revueltas que las legiones protagonizaron cuando Tiberio subió al trono, pues querían como emperador a Germánico. Conozco bien a Tiberio, y eso es algo que jamás le perdonará a su hijo.

—Fue el propio Germánico quien sofocó esas revueltas de las que hablas. Su fidelidad a Tiberio y a Roma está fuera de toda sospecha.

—Lo sé, pero estoy seguro de que Tiberio no le da a este hecho tanta importancia como al ascendiente que tiene Germánico sobre el ejército y su carisma entre la gente. Germánico es el héroe del pueblo, en tanto que Tiberio es solo su emperador.

—Uno y otro son creación de los dioses —afirmé.

—Hablando de dioses, mañana sacrificaremos un buey blanco en honor de Júpiter para darle las gracias por haberte permitido regresar a casa sano y salvo. Incluso he comprado una daga de plata para la ocasión —añadió mi padre, al tiempo que sacaba de su toga una hermosa daga ritual de plata tallada.

Cualquiera sabía que para sacrificar un buey era necesaria un hacha, por lo que supuse que la daga era en realidad un arma defensiva.

—Brindemos por que los dioses favorezcan a Tiberio, a Germánico y a Roma —propuse elevando la copa de vino que el fiel Marcial me había rellenado.

La conversación, unida al sopor que me había ocasionado el vino de la bodega de mi padre, mucho más fuerte que el que se dispensa a las milicias, me llevó a evocar el día en que Germánico sometió a Arquelao, rey de Capadocia, y convirtió su reino en provincia romana. Yo mismo había tomado parte en la acción que sirvió para apresar al rey de los partos y a sus generales. Incluso Germánico me había concedido el honor de decorar el tronco de un árbol con las armas tomadas al enemigo[6], dado el valor que había demostrado en el campo de batalla. De hecho, estaba convencido de que esta circunstancia había resultado determinante para que se reclamara mi presencia en Roma. Como mi padre, yo también estaba seguro de que al día siguiente, coincidiendo con mi decimoctavo cumpleaños, sería nombrado tribuno del ejército romano[7], el primer paso para luego poder hacer carrera política y ocupar un asiento en el senado, tal y como me correspondía por nacimiento. Sea como fuere, lo cierto era que los dos años escasos que llevaba prestando mis servicios en el ejército me habían hecho madurar en todos los sentidos, habían valido por una vida entera.

Para terminar el almuerzo, mi padre solicitó un vomitivo[8].

—Quiero tener el estómago vacío para el banquete de esta noche. Ahora retírate a descansar un poco antes de ir al anfiteatro —dijo por último.

Lo cierto fue que a mí también me entraron ganas de vomitar, aunque por una razón bien distinta. Me atenazaban los nervios. De nuevo estaba en Roma, en la casa paterna, a la espera de ser nombrado tribuno del ejército. Toda una responsabilidad para alguien de mi edad. Pero había algo más que me inquietaba. Estaba Claudia Fabia, la joven de la que estaba enamorado desde la infancia, a la que no veía desde hacía veinticuatro meses. En vez de retirarme a descansar a mi dormitorio, subí a la terraza, desde donde tenía una magnífica vista del monte Esquilino y de la casa de mi amada, en cuyos amplios jardines había germinado la semilla de nuestro amor. Hija del senador Máximo Tranquilo Fabio, Claudia no solo pertenecía a una familia patricia, también era la joven más hermosa de Roma. Al instante reconocí la vieja encina bajo cuya copa le robé el primer beso. El beso más dulce de todos. Claro que también bajo aquel árbol habíamos intercambiado las caricias más amargas, justo el día de mi incorporación al ejército. Desde entonces no había pasado un instante en el que no hubiera deseado besar sus labios de nuevo, oler el dulce perfume que desprendía su piel, abrazar su delicado talle. Decidí enviarle una nota por medio de un esclavo comunicándole mi llegada y mi deseo de que se uniera a nosotros en el banquete que mi padre pensaba ofrecer en mi honor esa misma noche.

Luego me solacé contemplando el abigarrado panorama de la ciudad que yacía a mis pies, al tiempo que respiraba el aire viciado que ascendía por la colina desde el foro y la Subura, uno de los barrios más populosos de Roma, en cuyo solar convivían los comerciantes con los inquilinos de las casas de alquiler. ¡Había añorado tanto a Roma! ¡Sus majestuosos templos y edificios! ¡El bullicio de sus habitantes recorriendo de arriba abajo la vía Appia o la vía Flaminia! ¡Los vehementes discursos de los oradores en los tribunales! ¡La monótona cantinela de los mercaderes! ¡El ruido de los carros tirados por las bestias! ¡El embriagador aroma de las especias! ¡Y también el fétido olor de las cloacas y de los callejones infectos que, cual pequeñas venas, desangraban sus inmundicias en las grandes arterias que vertebraban la ciudad!

Miles de transeúntes se agolpaban en las calles dejándose hipnotizar por las mercaderías traídas desde los confines del imperio. De vez en cuando, la multitud se apartaba a la voz de «Paso a mi señor» para dejar expedito el camino a algún prohombre romano que se desplazaba tumbado en una litera, con una mano colgando fuera de la misma y los dedos repletos de anillos de oro —fiel reflejo de la indolente superioridad de su dueño—, en compañía de una corte de esclavos y miembros de su guardia personal. Cuando la muchedumbre se atascaba impidiendo el paso, estos hacían restallar sus látigos sobre las espaldas de los transeúntes. Otros señores, en cambio, se desplazaban más discretamente sentados sobre sillas que portaban cuatro esclavos, y parecían bailar una danza acrobática por encima de las cabezas de la multitud. Por último, miré hacia el Palatino, en cuyas laderas Tiberio se había hecho construir un magnífico palacio, conocido como la Domus Tiberina, a poca distancia de la vía Sacra y del barrio etrusco, o lo que es lo mismo, del corazón de Roma. Un corazón teñido por los colores del otoño.

Al oeste de la colina palatina, ocupando gran parte del Velabro y del Campo de Marte, un gigantesco jirón de niebla procedente del río Tíber amenazaba con cubrir toda la ciudad. Cualquiera con dotes adivinatorias hubiera interpretado este hecho como un signo de mal augurio. Pero yo no era supersticioso, por lo que bajé a mi dormitorio y me tumbé despreocupadamente sobre mi colchón de lana de Mileto, a la espera de que llegara la hora de dirigirnos al anfiteatro.