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Abadía benedictina de Saint-Gall. Cantón de Saint-Gall.
Futura Suiza. 5 de mayo de 926.
El príncipe Rakoczi de Transilvania, quien luego sería conocido como conde de Saint-Germain, llegó a la abadía de Saint-Gall horas después de que se hubieran apagado los últimos rescoldos del incendio que había asolado el lugar. El aire fresco aún olía a humo y a carne quemada, y por temor a que pudiera transportar restos de ceniza, se sacudió el impoluto uniforme militar que vestía. Era el último de la horda de caballeros magiares que habían pasado por aquellas tierras en dirección al corazón de Europa, quemando campos y edificios, violando mujeres y apropiándose de cuantas riquezas quedaban al alcance de la vista.
La misión del príncipe Rakoczi, en cambio, era completamente diferente a la de sus camaradas de armas. No buscaba oro, piedras preciosas o telas de finos brocados, sino que iba detrás de una señal: un cadáver. Empresa harto complicada teniendo en cuenta que la ferocidad de las huestes magiares —a quienes los lugareños confundían con los mismísimos hunos— había sembrado el campo de cuerpos desmembrados, irreconocibles. Claro que el cadáver que buscaba pertenecía a una mujer, a una monja de cuerpo menudo llamada Wilborada, que durante los últimos años había estado a cargo de la biblioteca de la abadía de Saint-Gall, y ese detalle podía facilitar su labor.
Trazó un círculo en derredor del campo asolado y fue estrechando el cerco conforme iba desechando los cadáveres de los varones, que eran mayoría.
Al cabo encontró los restos de la monja sobre un montículo. Al igual que había ocurrido con Hipada de Alejandría, el cuerpo de Wilborada había sido quemado y su piel arrancada con caracolas afiladas, el instrumento que se empleaba precisamente para borrar los escritos.
El príncipe Rakoczi sabía que Wilborada había tenido un sueño premonitorio el primero de mayo, un día antes de la llegada de los caballeros magiares, y que, en consecuencia, había dispuesto de tiempo suficiente para enterrar los rollos y pergaminos justo debajo de donde yacía su cadáver.
Tras apartar los despojos de la mujer con la punta de su espada y horadar un pequeño agujero sobre un lecho de tierra removida, el príncipe Rakoczi escarbó con las manos durante un buen rato, hasta que sus dedos tropezaron con el pergamino del Whaltarius, el poema épico inspirado en las tradiciones germánicas que el abad Ekkelard había compuesto un año antes. Aquel pergamino era la punta del iceberg de lo que había ido a buscar. Por primera vez desde que llegara a Saint-Gall, notó que su corazón se aceleraba e inspiró el aire del lugar sin reservas, sin importarle el olor a carne quemada o las partículas de cenizas. Por último, se precipitó sobre el botín como una hiena sobre las entrañas de su presa. Le esperaban los cientos de manuscritos que durante el gobierno del abad Reichenau habían copiado amanuenses irlandeses y sajones. Un tesoro espiritual de un valor incalculable que la monja Wilborada se había encargado de poner a salvo.
A vuelta de página, me di de bruces con este otro texto: