24

Abadía de Nôtre-Dame de Tamié. Alta Saboya Francesa.

Otoño de 1785.

Cuando el jinete alcanzó a ver la abadía de Tamié al final del camino, sintió que su corazón galopaba dentro de su pecho más rápidamente que el propio animal. Iba al encuentro de un moribundo, y temía llegar tarde. Ni siquiera había tenido ocasión de deleitarse con el paisaje de las montañas de Tarentaise, pintadas con los colores del otoño, que incluían los blancos mechones de las cumbres nevadas.

Descabalgó con la premura de un correo urgente que llega a una posta. Bajo un arco chato de piedra aguardaba un monje trapense con un hábito de lana raído, e insuficiente para protegerle del frío.

—¿El hermano Tomás de Fontenay? —se dirigió el jinete al fraile.

—¿Sois el conde de Saint-Germain? —le respondió el monje con otra pregunta.

El jinete asintió.

—Yo soy el hermano Adrien —añadió el fraile— Seguidme.

Dentro de la abadía olía a cabra y a turba quemada. Al traspasar el claustro, el monje dijo siguiendo la costumbre siempre que atravesaba aquel espacio:

—Memento mori.

A Saint-Germain le hizo gracia que aquel monje andrajoso aludiera a la mortalidad del ser humano, precisamente delante de él que era inmortal, así que le replicó:

—¿Conocéis el significado de esa frase, hermano Adrien?

—Naturalmente. Significa: «Recuerda que eres mortal».

—Doy por hecho que conocéis el latín a la perfección. En cambio, desconocéis que se trata de una expresión pagana.

—¿Pagana?

Memento mori era la frase que oían los generales romanos cuando entraban en Roma para celebrar una victoria en el campo de batalla. Se trataba de que la gloria no les ofuscara la razón y les hiciera olvidar su condición de seres vulnerables. Pero ni siquiera la locución es exacta. La verdadera expresión era: Respice post te! Hominen te esse memento!, «¡Mira detrás de ti! ¡Recuerda que eres hombre!», nada de Memento mori.

—¿Cómo podéis estar seguro de eso? —se interesó el fraile.

—Muy sencillo. Porque viví en la Roma de Octavio Augusto, y presencié el desfile de muchos generales victoriosos.

El hermano Adrien llegó a la conclusión de que hablaba con un demente.

—Comprendo.

Luego volvieron a internarse por un estrecho pasillo, cuya fábrica había menguado por efecto del roce de los cuerpos. No en vano, la poderosa constitución de fray Tomás de Fontenay, así como su carácter taciturno, le había granjeado el apodo de «Buey Mudo», el mismo mote que cargara desde la juventud santo Tomás de Aquino. Claro que la corpulencia no era la única coincidencia entre Fontenay y el santo de Roccasecca. Ambos desayunaban lo que comía una persona en todo el día; ambos contaban con una mesa especial donde poder acoplar la panza; y ambos iban a morir en una abadía cisterciense, pese a que los dos pertenecían a la orden de los dominicos. De no ser por el escaso interés que Fontenay había demostrado por la teología a lo largo de su vida, podría pensarse que el monje francés fuera la reencarnación del santo italiano.

Aún tuvieron que superar otro pasillo, aparentemente más ancho, antes de llegar a la celda del enfermo.

A Saint-Germain le sorprendió sobremanera tanto el olor a pesebre del aposento como el hecho de que el moribundo tuviera los mofletes arrebolados, e instintivamente pensó que el ocaso del monje iba a resultar más lento que el propio crepúsculo.

—Temí que hubierais muerto —dijo a modo de saludo.

—¿Y perderme vuestra visita? He alcanzado un pacto con la parca. He de quitarme la vida después de que os marchéis. ¿Habéis traído el veneno como convenimos?

El rostro de Saint-Germain terminó por ensombrecerse del todo.

—¿Es necesario que recurráis a él? —preguntó a continuación.

—Lo es. Tal vez esta tarde o mañana me suba la fiebre y me dé por hablar más de la cuenta. Verted el veneno en el caldo de tortuga. Lo beberé cuando os hayáis marchado. Pero antes le diré al hermano Adrien que os prepare unos quesos de la abadía para el camino.

—¿Dónde están los libros? —se interesó Saint-Germain.

—Debajo del catre, por supuesto. Mi propio cuerpo impide que nadie pueda tocarlos sin que yo me entere. Durante años estuvieron guardados en cofres, pero las últimas hambrunas nos obligaron a desprendernos de ellos. Eran hermosos y estaban laboriosamente tallados. De entre los numerosos delitos que puede cometer un chantre, vender los cofres de los libros es el más venial de todos.

—Seguro que habéis sido un buen bibliotecario, a pesar de haber tenido que desprenderos de los cofres comentó el visitante.

Acto seguido, Saint-Germain se postró de hinojos, dobló el espinazo e introdujo los brazos por el hueco que había entre el camastro del moribundo y el suelo, hasta que sus manos se toparon con un bulto. Tras comprobar con el tacto que se trataba de un saco de arpillera de cierto volumen y numerosas aristas, dijo:

—Son más de los que pensaba. Tendréis que moveros un poco.

—Tendréis que moverme vos —replicó el fraile.

Saint-Germain empujó el cuerpo del moribundo con todas sus fuerzas, hasta que logró ponerlo de lado, con la panza apoyada sobre la pared. Un fuerte olor purulento le golpeó el rostro.

—¡Que me parta un rayo! ¿Cuánto tiempo lleváis sin levantaros de este catre? ¡Vuestra espalda es una llaga!

—¿Dos meses? Puede que sean tres. No lo sé con certeza. No quería que la muerte me pillara lejos de los libros. Los he estado custodiando durante los últimos veinte años, tal y como se me ordenó. Lo que no entiendo es el motivo por el cual han de abandonar la abadía. Aquí hay una buena biblioteca, y no se me ocurre un lugar más seguro para esconder unos cuantos libros que la biblioteca de una remota y apartada abadía. Estoy seguro de que el hermano Adrien podría ocuparse de custodiar el lote. Aunque a veces pregunta más de la cuenta, es cumplidor y obediente con todo lo que se le ordena, y no tiene familia. Está solo en este mundo. Creo que se trata de la persona idónea para que me sustituya.

—Ni siquiera vuestra muerte tiene que ver con el motivo de mi visita. Aunque tuvierais una salud de hierro y la providencia os permitiera vivir otros cien años, yo tendría que llevarme los libros. La decisión es irrevocable.

—¿Se puede saber por qué?

—Los libros han de abandonar esta abadía por una razón de peso: dentro de unos años habrá una revolución en Francia, y entonces este lugar dejará de ser seguro.

Ni siquiera la cercanía de la muerte impidió al fraile interesarse por el vaticinio de aquel hombre que, además de ser un diestro químico, tenía fama de visionario.

—¿Una revolución? ¿Qué clase de revolución? preguntó Fontenay.

—Una que cambiará la faz del mundo. Los reyes perderán la cabeza, los nobles las tierras, y la Iglesia buena parte de las prerrogativas de las que hoy goza.

—Eso suena al fin del mundo.

—Lo sería si el mundo existiera tal y como creemos que es —replicó Saint-Germain—. Pero para que el mundo siga pareciendo lo que es, ya estamos nosotros, ¿no le parece, fray Tomás?

—Si eso es lo que va a ocurrir, si el mundo va a volverse loco, ¿por qué entonces no destruimos los libros y en paz? Muerto el perro, se acabó la rabia.

—Hay temas cuya naturaleza resulta demasiado delicada para que se divulguen, pero al mismo tiempo los libros han de seguir mostrándose a determinadas personas, con el fin de que se adhieran a nuestra causa y nos protejan. Por eso no se pueden destruir. Por otro lado, hay que mantener los libros lejos de los vindicadores y de los inquisidores —expuso Saint-Germain.

—Contemplari et contemplata aliis tradere («Contemplar y dar a los otros el resultado de vuestra contemplación»). Es una de las máximas de la orden dominica. Pero siendo franco, ni siquiera sé cuál es nuestra causa», como vos decís —reconoció el fraile con cierto tono de amargura.

—Vuestro cometido era custodiar los libros y habéis cumplido de sobra. Lo demás no debe preocuparos — observó Saint-Germain.

—He de reconocer que un día les eché un vistazo, pero ni siquiera están escritos en latín o en otra lengua romance que yo conozca —confesó el fraile.

—No deberíais haberlo hecho, aunque ya no tiene importancia.

—¿Tan peligrosos son? —preguntó el fraile a continuación.

—Se han dado casos de locura y de ceguera entre aquéllos que han conseguido descifrarlos.

—De modo que son ciertas las cosas que se dicen de ellos.

—Desde luego —aseguró Saint-Germain.

El fraile se tomó unos segundos antes de atreverse a hablar de nuevo:

—Francia entera sabe que vuestro verdadero nombre no es Saint-Germain —dijo—. Incluso hay quienes aseguran que no sois más que un vendedor de forraje para ganado convertido en tahúr. Un charlatán. Un impostor.

Saint-Germain respondió a la observación del fraile con una sonrisa.

—¿Cómo os llamáis de verdad? Voy a morir en cuanto os marchéis, de modo que vuestro secreto bajará conmigo a la tumba —añadió el fraile.

Saint-Germain volvió a sonreír.

—¿Rakoczi? ¿Welldone? ¿Surmont? ¿Marqués de Montferrat? Todos esos nombres me pertenecen. Elegid vosotros el que más os guste. Mi nombre carece de interés —se pronunció.

El moribundo miró a Saint-Germain con recelo antes de atreverse a formular una nueva pregunta:

—¿Es verdad que sois inmortal?

—Si le preguntáis al príncipe Carlos de Hesse-Cassel, os dirá que fallecí el año pasado en su casa, y hasta os enseñará mi tumba, en cuya lápida ha mandado grabar el siguiente epitafio: «Aquél que se hacía llamar conde de Saint-Germain y Welldone, y del que no hay otras informaciones, ha sido enterrado en esta iglesia».

—¿Adonde iréis? —preguntó a continuación el fraile.

—Desapareceré de Europa para ir a la región del Himalaya. Allí descansaré. Tengo que descansar. Dentro de ochenta y cinco años se me volverá a ver. Ahora he de marcharme.

—Id con Dios. Os espera un viaje casi tan largo ionio el mío —se despidió el fraile.

—El viaje entre la vida y la muerte ni siquiera requiere dar un paso, así que vos llegaréis a vuestro destino antes que yo al mío —observó el conde.

El hermano Adrien acompañó de nuevo a Saint-Germain, que cargaba sobre sus espaldas el fardo lleno de libros. Al pisar el claustro, el joven fraile volvió a decir:

—Memento mori.

A lo que Saint-Germain respondió en esta ocasión:

—Bos locutus est («Habló el buey»).

—¿Me estáis llamando buey?

Saint-Germain esbozó una sonrisa cargada de ironía.

—En absoluto. Digo que acabo de oír mugir a un buey —se desmarcó.

—El hermano Fontenay me ha ordenado que os dé unos quesos para el camino —dijo a continuación el fraile.

—Decidle al hermano que me sobra alimento con estos libros. Pero gracias de todas formas.

Extramuros, la lluvia tamborileaba sobre el tejado, y una luz tenue y azulada anunciaba que la noche estaba a punto de caer.

—En los ocho años que llevo en esta abadía, no he visto al hermano Tomás separarse de esos libros un solo día. Me pregunto qué contienen para que tan grande haya sido su celo durante todo este tiempo —observó el hermano Adrien.

—Preguntas y respuestas, hermano Adrien, preguntas y respuestas —contestó Saint-Germain, al tiempo que acomodaba el saco de libros sobre la grupa del animal.

Un estertor procedente de la abadía rompió el silencio que reinaba en el paraje.

—¿El hermano Tomás? —preguntó el hermano Adrien en voz alta.

—Agoniza. Corred a su lado —le recomendó Saint-Germain.

—Disculpadme —se excusó el fraile.

Cuando Saint-Germain se quedó a solas, pensó con añoranza en lo mucho que le hubiera gustado experimentar la sensación de la muerte para sentirse verdaderamente vivo. Luego montó sobre su corcel, clavó las espuelas en los flancos del animal y cabalgó sin descanso hasta la frontera suiza. Tras su estela, se desató una tormenta de viento y aguanieve.