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Comisaría de Leganitos. Madrid.

16 de noviembre de 2009.

La muerte del escritor Marcos Casavieja se habría convertido en un caso más sin resolver si el inspector Sammartino no hubiera solicitado que le fuera asignado. Después de los dos años y medio que había pasado alejado del Cuerpo, ahora solía ocuparse de los atestados que nadie quería. Era evidente que se trataba de un corolario consecuencia de sus traumas psicológicos, pero el asunto resultaba tan delicado que ningún superior se hubiera atrevido a abordarlo. Aunque de haber surgido la conversación, él no hubiera tenido inconveniente en reconocerlo. Por otro lado, era indiscutible que había experimentado (Sammartino prefería decir «padecido») una gran mejoría. Incluso su relación con Aquí había sobrevivido a varias tempestades, demostrando que para manejar una embarcación es tan importante el casco como la habilidad de quien lleva el timón.

Como siempre que tenía que enfrentarse con un nuevo caso, trató de retener los detalles biográficos de la víctima, pues el crimen casi siempre estaba vinculado íntimamente a la vida del inmolado.

La historia de Casavieja era la de tantos escritores que descollan a los veinticinco años, se mantienen como promesa a los treinta y entran en un declive irreversible a los cuarenta. Durante quince años han tenido la posibilidad de serlo todo en su profesión, pero al cabo, los editores, como las modas, cambian de preferencias, les dan de lado, y, de esa forma, casi sin darse cuenta, se ven arrinconados al tiempo que pierden el título de enfants terribles de las letras para convertirse en escritores a los que sólo les queda una salida: adherirse al malditismo (seducidos por la vieja idea de que el perdedor es el que verdaderamente alcanza el éxito). Piensan en Baudelaire, Rimbaud, sueñan con la vida de Kerouac o de Burroughs, pero al final del camino lo único a lo que pueden aferrarse es a una columna semanal en un periódico local donde poner en solfa a esos otros escritores que, en su opinión, les han usurpado el trono que en buena ley —o literatura— les correspondería ocupar a ellos. El siguiente paso en este descenso a los infiernos es enseñar a escribir a futuros aspirantes a escritores, ya en talleres literarios o en seminarios organizados por alguna entidad financiera. Pero en el caso de Casavieja, había un elemento que había distorsionado el proceso, una nota discordante en aquella melodía que podía haber compuesto y declamado Tom Waits o Nick Cave, dos de sus artistas de referencia: el alcohol, no la absenta, pero sí el scotch con soda. Casavieja no podía levantarse por las mañanas, y a partir de las cuatro o cinco de la tarde comenzaba la liturgia del whisky, que prolongaba hasta altas horas de la madrugada, de modo que su franja de horas de lucidez se limitaba a tres o cuatro por jornada. Así las cosas, y dado sus profundos conocimientos sobre literatura, acabó aceptando el encargo de sustraer un determinado libro en una conocida librería de viejo. El primer robo le llevó al segundo, y éste a otro más, y así, casi sin darse cuenta, el autor de la aclamada primera novela El Vístula pasa por Varsovia, se convirtió en ladrón de libros. Por ese motivo, en opinión de Sammartino, los detalles de su muerte resultaban cuando menos extraños: Casavieja había sido atropellado en la calle López de Hoyos por un coche que había sido robado y que apareció calcinado al cabo de las horas en un descampado cercano a Madrid. Los primeros indicios, por tanto, indicaban que el escritor había sido víctima de un infortunado accidente. Según la versión oficial, lo más probable era que el conductor del vehículo robado se dispusiera a cometer un delito cuando Casavieja se cruzó en su camino, lo que obligó al primero a deshacerse del automóvil y purificarlo con fuego para borrar todo rastro. Sammartino, en cambio, en vez de archivar el expediente, incorporó una nueva hipótesis, que a su vez abría una nueva línea de trabajo: la posibilidad de que la muerte del escritor Casavieja no fuera accidental, sino un encargo, habida cuenta su historial delictivo, por magro que éste fuera. La experiencia le indicaba a Sammartino que la muerte de un delincuente había que abordarla desde el escepticismo, máxime si en ella estaba implicado otro delincuente, como parecía ser el caso. ¿Un delincuente que ha robado un coche posiblemente para perpetrar un delito atropella accidentalmente a otro delincuente? Despojado de las interrogaciones parecía un titular de El Caso.

Sammartino, pues, repasó la lista de antecedentes de la víctima, de donde extrajo una información que consideró valiosa: Marcos Casavieja había robado libros por encargo para algunos de los libreros de viejo o de los coleccionistas más famosos del país, según sospechaba la policía, si bien jamás había consentido delatar a ninguno de sus clientes, sabedor de que en el supuesto de hacerlo perdería su reputación y, en consecuencia, la posibilidad de ser nuevamente contratado. Además, en todos los casos había eludido la prisión, ya tuera tanto por las argucias de su abogado defensor como por las fianzas que los jueces le imponían, cuyo importe siempre aparecía en el momento oportuno.

Pero había una segunda lista de sospechosos, los colegas de profesión a los que había denostado en sus artículos de prensa. La última andanada antes de su muerte había ido dirigida al escritor Serafín Estébanez, al que, en un artículo titulado «La insoportable levedad de cierta clase de literatura», llamaba «oligofrénico literario», entre otras lindezas.

Claro que si todas las malas críticas terminaran ron el asesinato del crítico, nadie se atrevería a ejercer la profesión de crítico literario. Que él supiera, la animadversión entre críticos y escritores, y entre los propios escritores, solía dar lugar a un duelo de plumas, siempre dialéctico, que arraigaba luego en un odio visceral e irreconciliable. Pero de ahí al crimen había un salto considerable. ¿O no?

Sea como fuere, creía próxima la resolución del caso, pues quienquiera que fuese el ladrón del coche, había cometido un error. El fuego había calcinado todo el vehículo, salvo una parte del maletero, donde los de la científica habían encontrado unas huellas. El hecho de que no pertenecieran a alguien que estuviera fichado, en su opinión, facilitaba las cosas, pues en cuanto elaborara una lista completa y fidedigna de sospechosos, sólo tendría que contrastar las huellas encontradas con las existentes en los archivos del Documento Nacional de Identidad.