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Calle Maipú 994. Residencia del escritor Jorge Luis Borges.

Buenos Aires. 1975.

Con su madre agonizante y su hermano Jorge Luis completamente ciego, Norah Borges era la encargada de abrir la puerta. La fama de su hermano, hombre demasiado accesible para su gusto, había llevado a la casa a toda clase de personajes. Algunos subían directamente de La Central, la librería de enfrente, donde Jorge Luis tenía su grupo de amigos, pero otros parecían recién salidos de un frenopático. De modo que cuando Norah Borges vio a Saint-Germain a través de la mirilla, no le extrañó su aspecto anticuado ni su porte altivo.

—¿Qué desea? —preguntó la mujer con el aire rutinario de quien ha abierto seis veces la misma puerta en las tres últimas horas.

—¿Es la casa de don Jorge Luis Borges? —preguntó Saint-Germain.

—Así es. ¿A quién debo anunciar?

—Dígale a don Jorge Luis que ha venido a verle el conde de Saint-Germain.

—Un momento.

El escritor apareció esgrimiendo una sonrisa pasajera, que pugnaba por liberarse de la opresión de unos labios finos y contraídos.

—De modo que es usted el famoso conde de Saint-Germain, el bibliotecario de la biblioteca que existe desde la eternidad. Hacía mucho tiempo que esperaba su visita —dijo—. Es un grato placer para mí conocerle.

—Lo mismo digo.

—Estaba a punto de salir a comer. Sería un honor para mí que me acompañara.

El silencio que siguió a la propuesta hizo que Borges tomara de nuevo la iniciativa:

—Ya sé que usted no come, pero podrá hacerme compañía. Es aquí al lado. En el hotel Dora. Luego regresaremos y le entrego el libro que ha venido a buscar.

—El libro de arena —completó la información Saint-Germain.

—En efecto, El libro de arena. El libro infinito, cuyas páginas no se repiten jamás. Ahora deme su brazo y salgamos. La agonía de mamá hace cada día más irrespirable la atmósfera en esta casa. También la muerte resulta un acontecimiento infinito para los mortales.

—Pensé que guardaba El libro de arena en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires —comentó Saint-Germain.

—No, no está en la Biblioteca Nacional, sino acá, en casa. No me he separado de ese libro ni un solo día. Hacerlo hubiera sido lo mismo que abandonar mi alma. Los libros, como las personas, tienden a juntarse por afinidades, aunque también sucede que esa afinidad se dé entre una persona y un libro. Entonces la relación va más allá incluso de la más perfecta relación amorosa entre dos personas. De hecho, siempre he pensado que el verdadero amor, el más puro, es el que se produce entre una persona y un libro, lo que llamamos libro de cabecera. No, en la Biblioteca se hubiera perdido, como andan perdidos los bibliotecarios y también los propios lectores. Si se fija usted en la arquitectura de la gran mayoría de bibliotecas, llegará a la conclusión de que han sido diseñadas para que tanto libros como lectores se pierdan.

Saint-Germain tendió su brazo al escritor. Luego, preguntó:

—¿Desde cuándo está ciego?

Borges esgrimió una leve sonrisa.

—Empecé a quedarme ciego el día que abrí por primera vez El libro de arena —dijo a continuación—. Otro tanto le ocurrió a mi viejo. Es el inconveniente que tiene El libro de arena. Va dejando ciegos a quienes leen sus páginas, no de forma inmediata, sino cada día un poco. Claro que se trata de una lectura irresistible. Pero de la misma manera que me cegó los ojos, me iluminó por dentro. La gente está convencida de que El libro de arena no es más que un cuento que ha dado título a uno de mis libros de relatos. Nadie me tomó en serio cuando escribí que basta con que un libro sea posible para que exista.

—Lo sé. Pero es mejor así. La mayoría de los seres humanos no cuestionan la existencia de Dios, en cambio, ninguno cree en una biblioteca infinita y en un libro igualmente infinito, cuando el Universo no es más que una biblioteca sin principio ni fin.

—Tengo previsto un relato que tratará precisamente ese punto. He llegado a la conclusión de que el mundo no es redondo, sino rectangular, con la forma de un libro. Sólo hay que contemplar los mapas de la antigüedad o incluso los medievales para comprobar que el mundo está representado como una superficie plana con forma de rectángulo, exactamente igual que un libro abierto. El fin del mundo, el abismo que los antiguos representaban sería, pues, el final del libro... Pero detrás de ese final siempre hay un nuevo principio, un nuevo renacer, una nueva repetición del mundo, de sus habitantes, de las palabras, pensamientos y obras de éstos.

—Una teoría muy ingeniosa que no carece de verdad. Los antiguos, cuando representaban el fin del mundo, en realidad estaban aludiendo a los confines del conocimiento, a aquellos lugares ignotos que la mente del hombre aún no había transitado —completó la reflexión el aristócrata.

—No camine como un ciego, Saint-Germain, que el ciego soy yo. A este paso nos cagarán las palomas encima antes de que lleguemos a la casa de comidas se quejó el escritor.

En el restaurante del hotel Dora, Borges pidió arroz blanco con mantequilla espolvoreado con queso rallado, y un poco de dulce de leche de postre.

—Veo que usted tampoco come demasiado —observó Saint-Germain.

—A veces también pido un huevo duro. Trato de imitarle, Saint-Germain. Aunque entre comer poco y no probar bocado hay la distancia que separa la mortalidad de la inmortalidad.

—La inmortalidad y la mortalidad vienen a ser la misma cosa, amigo Borges, porque lo que las antecede y lo que las sigue es la nada —observó Saint-Germain.

—¿Existen muchos ejemplares de El libro de arena en el mundo? —se interesó el escritor.

—Sólo existe el ejemplar que usted posee, pero libros que son como El libro de arena, hay varios cientos. Llevo siglos requisándolos allí donde se encuentren. A pesar del celo que pongo en mi trabajo, siempre hay ejemplares que quedan fuera de mi alcance. Por ejemplo, el manuscrito Voynich. Afortunadamente, nadie ha conseguido descifrar su contenido, y después de todo, la universidad de Yale es un lugar seguro.

—No sabe cuánto me gustaría estar en su posición. Custodiar libros durante una eternidad. Custodiar los libros eternamente en un mundo que sólo existe en nuestra imaginación.

—Cada ser humano es un libro. Cada día de nuestra vida es una página de ese libro. De ahí que, tal y como usted predijo en su relato titulado «La biblioteca de Babel», exista una relación verídica de la muerte de cada persona que ha vivido, vive y vivirá en la Tierra.

—Pero cuando lo escribí volvió a pasar lo mismo de siempre. Dijeron: «El universo de Borges». Me convirtieron en «borgiano», que es lo mismo que si llamaran a mi literatura «marciana». Cuando lo que yo estaba haciendo era hablar del universo real, de la casa de la esquina, como quien dice.

—Es mejor así. De hecho, si he de preservar la sabiduría de los libros que oculto es precisamente para proteger a los seres humanos de sí mismos.

—¿Adonde llevará El libro de arena?

—A la Biblioteca Nacional de Madrid. Hace un siglo participé en su construcción, y allí establecí mi centro de operaciones.

—Una biblioteca dentro de la biblioteca —reflexionó el escritor en voz alta.

—En efecto. Un laberinto dentro de otro laberinto. Aunque no dispongo de una sala secreta, puesto que se hubiera descubierto más tarde o más temprano. Desde su inauguración, la Biblioteca Nacional de Madrid ha sido objeto de numerosas reformas. Los libros están escondidos entre las obras que componen los fondos de la institución. Las signaturas de los libros catalogados me sirven de coordenadas para ocultar mi biblioteca.

Disponemos, además, de un croquis que indica dónde está ubicado cada libro. Si un ejemplar cambia de lugar, entonces se rehace el plano dejando constancia de las nuevas coordenadas. En un primer momento, mi intención era la de disponer de un espacio dentro de la propia biblioteca, pero los arquitectos que proyectaron el edificio me hicieron desistir. Me convencieron de que el mejor lugar para esconder un libro era entre libros. Un libro desordenado entre un millón de libros ordenados es muy difícil de encontrar.

—¿Y si un bibliotecario toma por error uno de los libros?

—Varias personas nos ayudan desde dentro de la biblioteca, de modo que es muy improbable que suceda algo así.

—Imagino que su trabajo es infinito.

—Así es. Aunque en ocasiones, y ésta es una de ellas, el trabajo merece la pena. Otras, en cambio, las cosas se tuercen. Llevo mucho tiempo tratando de poner a salvo un libro titulado La biblioteca.

—Nunca he oído hablar de esa obra ¿Qué tiene de particular?

—Toda ella es particular, amigo Borges, empezando por la cita que la abre, que es suya.

—¿Mía?

—Así es. Una cita suya de su relato «La biblioteca de Babel».

—Publiqué ese relato en 1941.

—Lo sé. Le sigue otra cita de Lucilio Vanini.

—¿El polemista que fue condenado por hereje y quemado en la hoguera en Toulouse?

—El mismo. Vanini no sólo se anticipó a Darwin doscientos cincuenta años al emparentar al hombre con el simio, también creía en la circularidad del tiempo. Sí, La biblioteca es capaz de citarle a usted con años o incluso siglos de antelación. Pero el libro cuenta con otra particularidad aún más sorprendente: el autor es el propio libro.

—Un libro que se escribe a sí mismo. El auténtico y verdadero autor apócrifo. Prodigioso. ¿Cuál es su argumento?

—Narra mi propia búsqueda de ese libro a través del tiempo, es decir, cuenta la historia de una repetición. Eso supone que esta conversación que estamos teniendo figura también en la obra, de modo que también usted es protagonista.

—De modo que anda detrás de un libro circular que se repite vez tras vez. Es realmente interesante. ¿Me permitirá que escriba un relato sobre esta conversación que estamos manteniendo? —solicitó el escritor.

—¿Tendría algún sentido? —reflexionó Saint-Germain—. Piénselo.

—Veamos, si digo, por ejemplo, resulta fascinante, el lector de La biblioteca leerá: Veamos, si digo, por ejemplo, resulta fascinante, el lector de La biblioteca leerá: Veamos, si digo, por ejemplo, resulta fascinante, el lector de La biblioteca...

—Ab initio ad infinitum, Borges. Si repitiera esa frase un millón de veces, otras tantas aparecerían en el libro, con el consiguiente frenazo de la acción. Es decir, el lector tendría que leer un millón de veces las mismas palabras antes de que la acción de la obra prosiguiera.

—Así que siempre he tenido razón, imaginar un libro hace que exista, de la misma manera que la muerte tiene una dimensión tan gigantesca para los seres humanos primordialmente no porque exista, sino porque pensamos en ella.

—Así es, amigo Borges, basta con imaginar un libro para que exista. Basta con introducir todos los lenguajes en un ordenador capaz de llevar a cabo todas las combinaciones posibles para que todos los libros que se escribieron, que se están escribiendo y que se han escrito se hagan realidad. Ese libro sería tan extenso que incluso contendría lo que usted y yo estamos hablando en este instante.