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Descubrir que era viernes me proporcionó la excusa perfecta para viajar a Málaga, donde además de visitar a mi madre, tenía un par de cuestiones que resolver. Por un lado, estaba el asunto del abogado de mi padre, y por otro la conversación que tenía pendiente con el anticuario Serafín Estébanez, el padre del escritor en cuyo poder obraba el manuscrito de La biblioteca. Al instante, caí en la cuenta de que darle pábulo a lo que decía aquel libro, haciendo lo que el texto decía que haría, era lo mismo que reconocer que mis actos habían sucumbido a su influjo, que no era yo quien dominaba y controlaba mi vida, sino el personaje que encarnaba en aquella historia. Pero, por otra parte, parecía razonable entrevistarme con el señor Estébanez, habida cuenta de que el libro de marras también hablaba de la relación que había mantenido con algunos miembros de mi familia. Quizá supiera algo sobre la niña que mi abuelo había tenido a su cargo mientras se libraba la II Guerra Mundial.
Había algo inequívoco en la luz de Málaga que todo lo volvía más claro, incluidos mis pensamientos. La brisa era tan suave que la ciudad parecía estar envuelta en un susurro, y si algo transportaba aquel aire benéfico, además de microscópicas partículas de sal marina, era un sosiego que ralentizaba la vida, que parecía haber aminorado su paso hasta casi detenerse.
A la altura del paseo marítimo, mi vista acusó el impacto de la fuerte luz refractando sobre el mar. Una sucesión de brillos irisados que oscilaban siguiendo el vaivén de las olas, creando un efecto hipnótico. ¿Cuántas veces se había repetido aquel momento mágico? Y siendo así, ¿por qué no lo recordaba?, ¿no éramos todos y todos los momentos esclavos del eterno retorno?, me pregunté.
La vacilante morbidez del agua me acompañó hasta la casa de mi madre, un edificio de pisos situado frente a la playa, pero separada de ésta por la carretera y por un gigantesco ficus, cuyas hojas el sol de mediodía pintaba del color del estaño.
Una ola de buenos recuerdos me alcanzó nada más poner los pies en el portal. No en vano, allí había pasado los últimos veranos de mi adolescencia. Para mí. Málaga representaba la laxitud y el abandono del estío, el estruendo de las olas, las blancas salpicaduras orlando sus crestas, los parasoles proyectando su sombra sobre las arenas onduladas, los rayos del sol parpadeando sobre el agua, las noches cálidas e interminables perfumadas por la dulce fragancia de las damas de noche y los jazmines.
Como no encontré a mi madre en su casa, dejé mi bolsa de viaje y puse rumbo al despacho de abogados que llevaba los asuntos familiares.
Después de recibir durante algo más de media hora toda clase de explicaciones sobre la situación financiera y patrimonial de mi padre por parte de su abogado, el señor Carlos Font, un hombre de ademanes resueltos y facilidad de palabra, éste me hizo entrega de una nueva carta:
En Madrid, a 17 de junio de 2009.
Querido hijo:
He preferido que esta carta te la entregue en mano, junto con mi testamento y otros documentos, el ahogado que lleva mis asuntos. ¿La razón? La desconfianza que me produce nuestro inquilino, el señor Santos.
Pero permite que empiece por el principio.
Corría el mes de junio de 1954, cuando se presentó en la Casa de los Portugueses un hombre alto, enjuto, alemán de origen, según oí decir en mi casa, que mi padre hizo pasar al salón. Era el primer alemán que veía en mi vida, por lo que dejé volar la imaginación. ¡Había oído contar tantas cosas sobre las gestas prodigiosas del ejército alemán durante la guerra! Era domingo y yo cumplía siete años ese día, así que estaba especialmente excitado, corriendo de un lado a otro de la casa. Como todas las habitaciones daban a la terraza a través de unas puertaventanas, logré burlar la vigilancia de mi madre y salir al exterior. Una vez allí, me aposté frente a la puertaventana que daba acceso al salón donde mi padre estaba reunido con aquel caballero alemán. Pese a que apenas pude seguir la conversación, oí que hablaban de una niña, la cual, al parecer, había estado a cargo de tu abuelo hasta finales de mayo del año 1945, pocos días después de que Alemania capitulara frente a los aliados. De los nombres que allí se pronunciaron, sólo recuerdo uno ton claridad: conde Ottmar von Rudel.
Obviamente, yo olvidé aquella vista, hasta que hace unos años, con motivo de la difícil situación económica que atravesaba el negocio familiar, decidí alquilar el local que hasta ese momento había albergado el anticuario Dalmau.
En cuanto el señor Santos entró por la puerta de mi despacho con una generosa oferta de arrendamiento, sentí una extraña sensación de familiaridad, como si ya lo hubiera visto con anterioridad. No fue hasta dos o tres días más tarde cuando caí en la cuenta de a quién me recordaba aquel librero de aspecto extemporáneo: al conde Ottmar von Rudel. El problema era que habían transcurrido cuarenta años desde entonces y su físico (salvando los desvaríos propios de la memoria de un niño de esa edad) era el mismo que yo recordaba: alto, enjuto de una extrema delgadez, pómulos marcados y secos, elegante y frisando la cincuentena, con las patillas pintadas de blanco. El hecho de que apareciera con un niña, la pequeña Natalia, me desconcertó sobremanera, pues, como he mencionado unas líneas más arriba, uno de los temas de conversación de mi padre con Von Rudel fue precisamente una niña. Según mis cálculos, el conde von Rudel debía tener por entonces más de ochenta años, mientras que la pequeña debía rondar los cuarenta. Es posible que mis cálculos no sean del todo exactos, pero con todo y con eso era imposible que se tratara de las mismas personas. No en vano, yo había visto el rostro de Von Rudel a través de un cristal, que tamizaba la visión de la habitación.
Sea como fuere, coincidencia o no, ya sabes la fuerza que ejercen sobre nuestro subconsciente ciertas imágenes que captamos cuando somos niños, así que decidí seguir el rastro del conde Ottmar von Rudel.
¿Pero cómo hacerlo?
Muy fácil, me puse en contacto con el Centro Judío Simon Wiesenthal, y les conté el caso. De todos es sabido que los miembros de esta institución, con el señor Wiesenthal a la cabeza, se dedican a la caza de nazis que pudieran estar ocultos. Más de un centenar de oficiales nazis encontraron refugio en la Costa del Sol, en la Costa Blanca y en Baleares, gracias a la connivencia del régimen franquista, con lo que aceptaron investigar el caso, que además tenía un interés especial por haberse hecho cargo Von Rudel de una niña judía, según mi testimonio.
Pero me temo que vuelvo a ser demasiado prolijo.
El Centro Judío Simon Wiesenthal, después de más de un año de investigación, llegó a la conclusión de que el conde Ottmar Von Rudel jamás había existido, y que detrás de ese seudónimo se escondía la enigmática figura de un hombre que, durante siglos, se había hecho llamar conde de Saint-Germain, entre otros muchos sobrenombres. La lista de nombres utilizados por el personaje, al parecer, era interminable: Schoening, conde Soltikof, conde Tzarogy o Zaraski, señor Varmer, Daniel Wolf, Samuel Samer, etc. En 1745 se encontraba en Londres, donde adquirió cierta fama como diestro violinista y compositor. El manuscrito de una de sus composiciones, la titulada Música razonada, según el buen sentido, para las damas inglesas que aman el verdadero gusto en este arte, se halla en la biblioteca del viejo castillo de Daudnitz, en Bohemia, propiedad del príncipe Lobkowitz. Pocos años después, en 1763, se hacía llamar señor Surmont, de profesión industrial, y había regalado un cuadro del mismísimo Rafael de Sanzio al señor de Cobeni, ministro plenipotenciario de la Casa Habsburgo. Poco después se encontraba en Italia, según narra el conde de Lamberg en su Memorial de un mundano, a quien además de Saint-Germain menciona como marqués de Aymar o de Belmar, de trescientos años de edad. El propio Saint-Germain se encargó de asegurar que Lamberg era un necio que había tejido una malla de falsedades en torno a su figura. Luego se instaló en Leipzig, Alemania, bajo el nombre de conde de Welldone (que en inglés significa «benefactor»), y se decía de él que era de origen judío-portugués y que tenía «muchos cientos de años». Allí solía agasajar a sus limitados con una infusión de té de larga vida, mezcla de sándalo, hojas de sen, semillas de hinojo, anís, flores de saúco, crema de tártaro, etc. Durante una estancia en Dresde, mantuvo reuniones con el embajador de Federico II en Sajonia, el conde d’Alvensleben, a quien Saint-Germain confesó llamarse príncipe Rakozi, aunque había adoptado el nombre de Saint-Germain, que significaba: santo hermano. «Me llamaré Sanctus Germanus, el santo hermano», dijo. Aseguró, además, tener la naturaleza en sus manos y, como Dios, que creó el mundo, poder hacer surgir de la nada cualquier cosa que quisiera. Por último, hizo entrega al embajador de un plan industrial para el reino de todo punto revolucionario. En cierta ocasión, al ser preguntado por la princesa Amalia, hermana de Federico II, de qué país era, Saint-Germain respondió:
—Soy, señora, de un país que por soberanos nunca ha tenido hombres de origen extranjero.
Esta vaga respuesta, por descontado, no aclaró nada sobre la identidad del enigmático caballero.
El siguiente paso fue trasladarse a Altona, sede del gobierno del ducado de Holstein, que era regido por el príncipe Carlos de Hesse, con quien Saint-Germain no tardó en trabar amistad. Junto al príncipe de Hesse permaneció los últimos cuatro años de su vida.
El conde de Saint-Germain murió, al parecer, de un ataque de parálisis, en Eckernfoerde, el 23 de febrero de 1784. Las exequias tuvieron lugar el 2 de marzo por la mañana, en la iglesia de San Nicolás.
Lo más sorprendente es que en 1789, cinco años después de su muerte, Saint-Germain frecuentaba la corte de Luis XVI, y no son pocos los testimonios de la época que hablan de su implicación en el proceso revolucionario, en su caso advirtiendo a la reina María Antonieta del inminente advenimiento de la Revolución. Incluso se conserva una nota autógrafa que Saint-Germain le envió a la señora condesa de Adhémar, que reza: «Todo está perdido, señora condesa, este sol es el último que se alzará sobre la monarquía, mañana ya no existirá, habrá otro caos, una anarquía sin igual. Sabéis todo lo que he intentado para imprimir al asunto una marcha diferente, se me ha desdeñado, hoy es demasiado tarde. He querido ver la obra que ha preparado el demonio Cagliostro, es infernal; manteneos al margen, yo velaré por vos; sed prudente, y existiréis después de que la tempestad lo haya abatido todo. Me resisto al deseo que tengo de veros, ¿qué diríamos? Me pediríais lo imposible; no puedo hacer nada por el rey, nada por la reina, nada por la familia real, nada siquiera por el duque de Orleans... Sin embargo, si valoráis encontraros con un viejo amigo, id a la misa de las ocho, en los Recoletos, y entrad en la segunda capilla a mano derecha». Firmado: Conde de Saint-Germain.
Los propios comentarios de madame de Adhémar no dejan lugar a la duda:
«Ante este nombre, ya adivinado, un grito de sorpresa se me escapó: todavía vivía aquél a quien se daba por muerto desde 1784...
»La iglesia estaba desierta, aposté a mi Laroche de centinela, y entré en la capilla designada; poco tiempo después, y apenas me recogía ante Dios, vi venir a un hombre... Era él en persona... sí, él, con el mismo rostro de 1760, mientras que el mío se había cargado de arrugas y de señales de decrepitud... Quedé estupefacta; él me sonrió, se adelantó, tomó mi mano y la besó galantemente; yo me encontraba tan perturbada que le dejé hacer pese a la santidad del lugar...».
Saint-Germain y la condesa de Adhémar volvieron a encontrarse en otras cinco ocasiones en los meses posteriores, casi siempre coincidiendo con algún acontecimiento luctuoso relativo a la revolución y su sed de venganza.
A partir de ahí, Saint-Germain fue visto por personajes ilustres durante los siguientes cien años: en 1783 estaba en Rusia, en 1792 en París. En 1867 asistió a una reunión de la Gran Logia de Milán. En 1896, la teósofa Annie Besant aseguró haberse reunido con él, etc.
Pero volvamos al presente. Si detrás de Von Rudel se esconde el misterioso Saint-Germain, y éste y el señor Santos guardaban un parecido asombroso según mi recuerdo de la infancia, ¿quién diablos es el señor Santos? Ahora me gustaría añadir un detalle que no hace sino acrecentar el misterio de la identidad de nuestro inquilino. En el contrato de arrendamiento que suscribimos, figura el nombre de la sociedad bajo la que opera el señor Santos: Hermano Santo S. A., que es lo que al parecer significa Saint-Germain.
¿Son Saint-Germain y el señor Santos la misma persona? La cronología, por descontado, lo niega. Aunque como dice un aforismo de Villeirs de L’Isle-Adam: «Los magos reales, si desdeñan vivir, se dispensan también de morir».
Según el Centro Judío Simón Wiesenthal, lo más probable era que Saint-Germain hubiera nacido en Frankfurt, hijo de un judío pobre y de una gran dama, de ahí su implicación en el rescate de la niña del barracón 31 del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Naturalmente, el centro Weisenthal ha encontrado una explicación lógica a la supuesta inmortalidad de Saint-Germain. Al parecer, a mediados del siglo XIX, el conde Libri-Carucci, quizá el ladrón de libros más famoso de la historia, formalizó una sociedad delictiva con un hombre que se hacía llamar Saint-Germain. El nombre de esta organización es Sanctus Germanus, y sigue adiva en la actualidad. Con el transcurrir de los años, por tanto, el nombre de Saint-Germain habría sido utilizado por aquellas personas que, a lo largo de este tiempo, han estado a cargo de dicha organización delictiva. De todos es sabido que Alfred Rosenberg fue la pieza maestra en el expolio de obras de arte que llevaron a cabo los nazis. El número de libros de gran valor, por tanto, fue considerable, de ahí que el Centro Wiesenthal considere la aparición del conde Ottmar Von Rudel junto a Alfred Rosemberg como un hecho no fortuito. Es decir, quien quiera que fuese la persona que se ocultaba bajo la identidad de Von Rudel, era en realidad el jefe de la organización conocida como Sanctus Germanus, de ahí que se le conociera también como Saint-Germain.
En cuanto a la pequeña de la que se hizo cargo mi padre por orden directa de Saint-Germain, no hay rastro. Ningún documento de los que sobrevivieron a la guerra menciona la existencia de la pequeña savant. Tampoco mi padre se refirió a ella delante de mí.
Hasta aquí lo que he podido averiguar. A ti te corresponde resolver el enigma de la identidad de nuestro inquilino. Aunque te recomiendo que te andes con mucho cuidado.
Un beso.
Tu padre,
Jaime Dalmau.
De todos los textos que había leído en los últimos días, ninguno me causó tanta impresión como esta carta de mi padre. De ser ciertas sus sospechas, el escenario cambiaba por completo. Si Saint-Germain y el señor Santos eran la misma persona, significaba que éste era el máximo responsable en la actualidad de la organización conocida como Sanctus Germanus. Y no sólo eso. Si Santos era un vulgar ladrón de libros, entonces el secuestro de Natalia —¿la pequeña de la que se había hecho cargo mi abuelo?— se trataba de una farsa. El problema irresoluble que planteaba esta hipótesis era que atentaba contra las leyes de la naturaleza. Se mirara por donde se mirara, se trataba de una suposición desorbitada, absurda, que cualquier mente racional hubiera rechazado de plano. Natalia no podía ser aquella niña. La inmortalidad era una quimera, como también lo era el país de los hiperbóreos. Si Saint-Germain estaba enterrado en el estado de Hesse, como parecía, todo lo demás —las apariciones y desapariciones post mórtem del personaje— tenía que ser obra de un impostor. Cabía incluso que fueran varios los embaucadores, como sugería el informe Wiesenthal. Cualquier timador se habría visto tentado de usurpar la personalidad de un personaje al que, en vida, se le atribuían dones extraordinarios. Posteriormente, cada época había difundido una versión espuria de los hechos, que con el paso de los siglos se había tornado en leyenda. El mundo estaba lleno de incautos, y hacerse con un disfraz era algo que quedaba al alcance de cualquiera. Mi propio padre, sin ir más lejos, había caído en aquella sugestión. De modo que lo que había hecho Santos era apropiarse de la identidad de Saint-Germain, hacer correr el pábulo, la idea de que era poseedor de unos poderes extraordinarios, diríase sobrenaturales. Con esos ardides lograba engañar al mundo, y adueñarse de las voluntades más frágiles. El hecho de contar con una hija como Natalia le había facilitado aún más las cosas, pues la joven podía ser tomada por la savant que, al parecer, mi abuelo había custodiado por orden del conde von Rudel. El problema era que habían llegado demasiado lejos fingiendo el secuestro de Natalia. No obstante, y admitiendo que quedaban por aclarar numerosos puntos, había uno que me preocupaba sobremanera teniendo en cuenta que afectaba directamente a mi orgullo: ¿por qué me habían elegido a mí como víctima propiciatoria? ¿Acaso pensaban que era tan vulnerable como lo había sido mi padre en vida? ¿Era ésa la opinión que tenían de mí?
Cuando salí del despacho de abogados, tenía un único propósito en la mente: desenmascarar al señor Santos.
El señor Estébanez me recibió en su casa, un chalet que coronaba una loma. El jardín, bien cuidado, estaba dispuesto en bancales, y partido en dos por una larga y empinada escalera. En el lado derecho abundaban los árboles frutales, limoneros y naranjos, separados los unos de los otros por alcorques de ladrillo, mientras que el margen contrario estaba cubierto por una alfombra de césped de un intenso color esmeralda, del que, de tanto en tanto, brotaba algún que otro árbol imponente. Una piscina con forma de riñón se desparramaba por una de las pendientes, creando un extraño efecto en el conjunto, como si el jardín estuviera inclinado hacia ese lado.
—La escalera tiene cincuenta y seis escalones. Si no quieres subirlos, hay otra entrada bordeando la finca. Claro que, como podrás imaginar, el camino es una cuesta tan empinada o aún más que esta escalera —me indicó mi anfitrión, convertido en improvisado vigía de aquella casa con aspecto de atalaya.
—Subiré por la escalera —decidí.
—Lo celebro. No esperaba menos de un joven de tu linaje.
Cuando llegué a la explanada que ponía fin a la escalinata, me encontré a un hombre de baja estatura, pero de aspecto más juvenil del que hubiera imaginado.
—Sí, lo sé, parezco bastante más joven de lo que en realidad soy —se adelantó el señor Estébanez—, Tengo ochenta y tres años para ochenta y cuatro, y no aparento tener más de setenta, según todo el mundo. Ahora me resulta divertido, bromeo asegurando que es cosas de la verdura, que como a diario, pero cuando tenía veinticinco años mi aspecto era para mí la peor de las torturas posibles. Las mujeres me tomaban por un pipiolo, cuando yo era todo un alférez de carrera del Ejército del Aire. Pero dejemos de hablar de mí. Así que tú eres José Dalmau. Hace mucho que esperaba tu visita. Acompáñame.
Obedecí.
—No puedes negar que te parezcas tanto a tu abuelo como a tu bisabuelo —añadió—. Sí, muchacho, tienes la impronta de los Dalmau. Aunque tus facciones son un poco más duras que las de ellos. Tal vez el clima de la meseta haya operado en ti ese cambio. Mejor el clima de Barcelona que el de Madrid, ¿no te parece? Pero vayamos al grano: voy a enseñarte el cuadro atribuido a Anton van Dyck que permuté con tu bisabuelo a cambio de muebles, porcelanas y otras antigüedades.
Después de atravesar un luminoso zaguán y dar tres pasos por lo que parecía un pequeño recibidor, giramos a la izquierda, donde se abría un amplio salón cuyas paredes estaban decoradas con una tela de color damasco carmesí. Aunque para ser más exacto debería decir que lo que verdaderamente decoraba las paredes de aquel salón era una colección de pinturas de todas las épocas y estilos, desde vírgenes medievales hasta lo que parecía una réplica de un cuadro del Peruggino.
—Ven a este lado —intervino mi anfitrión agarrándome del brazo y arrastrándome hasta uno de los extremos de la habitación—. Aquí tienes la virgen lactante con niño. La cabeza que ves en el lado superior izquierdo de la pintura es la de Van Dyck. El oleo conserva las marcas de haber estado doblado, pues parece ser que entró en España en una maleta, al menos eso fue lo que me contó tu abuelo. Para serte Franco, yo no tenía necesidad de realizar la permuta que tu abuelo me propuso, pero éramos camaradas, líeles fascistas afectos al régimen, así que terminé aceptando. La carrera militar no daba réditos suficientes como para mantener cierto nivel de vida, y yo quería prosperar económicamente, de modo que acabé iniciándome en el negocio de las antigüedades. Los años de la II Guerra Mundial y también los inmediatamente posteriores fueron muy prósperos para el negocio, sobre todo en un país como España que, aunque amigo de las potencias del Eje, se había declarado nación no beligerante. Al aceptar el trueque que tu abuelo me propuso, se me abrieron numerosas puertas, con lo que todos salimos ganando.
—¿Y qué puede decirme del libro? —le pregunté.
El señor Estébanez me utilizó como báculo hasta que alcanzó la orilla de un amplio sofá, donde tomó asiento. Luego me invitó con la mano a hacer lo mismo.
—Lo que ya sabes, que todo lo que estamos hablando figura en sus páginas, palabra por palabra. El libro estaba en la gaveta de un escritorio que le compré a un descendiente de un antepasado mío, Serafín Estébanez Calderón. Si algo tienen en común las familias linajudas es que siempre cuentan con una oveja negra, con un miembro manirroto que, más temprano que tarde, se ve en la obligación de enajenar el patrimonio heredado. Y por ese procedimiento, como digo, llegó el libro a mi poder. Mentiría si te dijese que soy un gran lector. Lo fui de joven, pero la literatura me dejó de interesar de forma paulatina, así sustituí las novelas por libros de arte, mucho más enjundiosos e interesantes desde mi punto de vista. La letra de Estébanez Calderón tampoco ayudaba, con lo que me costó tanto entender lo que mi antepasado trataba de escribir como su contenido. Sí, la obra adelantaba acontecimientos y hablaba de cosas que aún no habían ocurrido, pero precisamente por ese motivo no le di demasiada importancia. En fin, me olvidé de aquel libro, hasta que mi hijo Serafín empezó a escribir, digamos, profesionalmente. Por descontado, nunca alenté a mi hijo a dedicarse a semejante oficio, pero ahora me doy cuenta de que tampoco puse los medios necesarios para impedírselo. Mi hijo siempre ha llevado una vida cómoda y fácil, además de contar con la protección de su madre. En esas circunstancias, creo que no me quedó más remedio que permitirle hacer lo que le viniera en gana. ¿Acaso la misión de un hijo no es la de rebelarse contra los deseos de su padre?
—En la obra se habla de una niña, que estuvo a cargo de mi abuelo por recomendación de un oficial de las SS llamado conde Ottmar von Rudel, también conocido como conde de Saint-Germain. ¿Qué sabe de estos personajes? —proseguí mi interrogatorio.
—Que llegué a tratarlos a comienzos de los años cincuenta del pasado siglo, cuando yo era un joven que empezaba a abrirse camino en el mundo de los negocios. Von Rudel o Saint-Germain, como quieras llamarlo, tuvo negocios en común con tu abuelo. Von Rudel introdujo a tu familia en ciertos canjes muy lucrativos que tenían que ver con las obras de arte expoliadas por los nazis. A cambio, cuando la guerra finalizó, tu familia comenzó a ayudar a Saint-Germain en la búsqueda de la cosa que más apreciaba del mundo: libros. Libros antiguos, raros. Algunos de ellos ni siquiera estaban impresos; es decir, buscaba los manuscritos. Y siempre se hacía acompañar de la joven que tu abuelo había mantenido oculta durante los últimos años de la II Guerra Mundial. La pequeña tenía una retentiva fuera de lo común, y Saint-Germain la utilizaba para que memorizara los libros que llegaban a sus manos. Ya ves que digo «llegaban a sus manos» y no «compraba», pues en muchos casos, en casi todos, las obras las obtenía mediante el robo. Ya en aquella época se decía que era la cabeza visible de una organización de ladrones de libros conocida como Sanctus Germanas. Como tu abuelo y yo mismo conocíamos en profundidad el mundo de la compra y venta de antigüedades, en ocasiones poníamos en contacto a Saint-Germain con quienes se dedicaban al robo de antigüedades, libros incluidos.
—De modo que usted también trató con Saint-Germain —observé.
—Lo mismo que tú, muchacho. Todos los que formamos parte de La biblioteca hemos tratado de una manera u otra con él —aseguró sin que le temblara el convencimiento.
—El librero Santos y Saint-Germain son entonces... —dije sin atreverme a completar la frase.
—¿La misma persona? Sólo estoy seguro de una cosa: por edad, Saint-Germain tiene que estar muerto. De hecho, su nombre está grabado en una tumba desde 1784, si bien es cierto que numerosos testigos aseguran haber conversado con él muchos años después de que se le diera por fallecido. En mi opinión, la vida del personaje es tan extraña y misteriosa como la existencia misma de La biblioteca. Sí, estoy al cabo de todas esas teorías, mejor llamarlas zarandajas del tiempo circular, del eterno retorno, pero para mí sólo existe una verdad incontestable: nacemos, vivimos y morimos. Si luego hay por ahí un Dios, pues mejor que mejor...
—El problema es que el señor Santos no aparenta tener más de cincuenta años, a lo sumo cincuenta y cinco, mientras que el conde Von Rudel o el conde de Saint-Germain del que usted habla tendría que tener más de ochenta años —observé.
—Más incluso —me corrigió el señor Estébanez.
—¿Entonces?
—Tal vez no estenios hablando de la misma persona. Tal vez tu señor Santos sea heredero de mi Saint-Germain... Me refiero a que el nombre de Saint-Germain es, con toda probabilidad, simbólico. Una cáscara vacía en la que puede ocultarse cualquier insecto. Ya me entiendes. En fin, muchacho, me temo que aún te quedan por descubrir muchas cosas de tan enigmático personaje, aunque tendrás que hacerlo sin mi ayuda, no porque no quiera brindártela, sino porque, como ya te he dicho, la letra del manuscrito de Estébanez Calderón me resultaba ilegible, así que no me tomé la molestia de terminar de leer aquel libro que, por otro lado, no me interesaba más allá del hecho de que planteara un argumento original, pero novelesco a fin de cuentas. En cierta forma, yo también soy un instrumento del propio libro. Tal vez dejara de leer el manuscrito de mi antepasado porque ese era mi cometido, es decir, saber sobre el libro lo que sé, ni una palabra más ni una menos, para ahora contártelo a ti...
—Comprendo. ¿Y el manuscrito? ¿Y su hijo?
—Mi hijo y el manuscrito se encuentran juntos, si me permites expresarlo así. Pero tampoco él podrá ayudarte, puesto que forma parte de la trama de La biblioteca. Como todos los que se han topado con ese libro, se halla bajo su influjo. En mi modesta opinión, Saint-Germain, sea quien sea quien se esconda detrás de ese nombre, es el más interesado en que se publique la obra, pues entonces todo lo que estamos hablando se convertirá definitivamente en ficción, formará parte de una novela, desaparecerá el componente de realidad que tanto para ti como para mi hijo o incluso para mí tiene esta historia. La gente creerá que todo es obra de la imaginación calenturienta de un escritor, los lectores se preguntarán si existió el conde de Saint-Germain, y cuánto hay de leyenda detrás de su figura. Vi dos o tres veces al conde de Saint-Germain en aquellos años de la posguerra, pero recuerdo que una ocasión, después de que le hubiéramos facilitado la compra de un libro raro y notable, según se refirió a él, y como le pregunté sobre qué versaba la obra en cuestión, me respondió: «Hay seres y acontecimientos ideales, que corren en paralelo a los reales, pero por lo general rara vez coinciden. Este libro trata precisamente de una de esas extrañas coincidencias, que los hombres no dudan en considerar sobrenaturales, pues van más allá de su humana comprensión. Dentro de unos años, usted mismo tendrá la oportunidad de comprobar que lo que digo es cierto, pues vivirá una experiencia de esa naturaleza». Creo que Saint-Germain se refería a este momento.
En ese instante sonó el teléfono móvil del señor Estébanez, que me pidió disculpas antes de atender la llamada:
—Sí, soy yo. ¿De parte de quién?... Comprendo... Un seguro de vida... Por supuesto que estoy interesado, aunque tal vez sea usted quien no esté interesado en vendérmelo cuando oiga lo que tengo que decirle: voy a cumplir ochenta y cuatro años, soy diabético, he sido operado en dos ocasiones de cáncer de próstata, eso sí, con éxito, e ingiero todos los días una docena de pastillas, algunas por iniciativa propia y otras por prescripción médica. Entre éstas se encuentra una píldora para la depresión crónica que padezco y que me impulsa a querer morirme cuanto antes. ¿Cuándo desea que suscribamos la póliza, joven? ¿Se pasa usted por mi casa o me acerco yo a su oficina?... Bueno, parece que ha colgado. Es una pena que no haya estado presente en nuestra conversación; me hubiera encantado conocer la opinión de un corredor de seguros con respecto a la supuesta inmortalidad del conde de Saint-Germain. ¿Te das cuenta, muchacho? Se mire por donde se mire, el mundo es una eterna paradoja. Acaso a eso se refieran quienes hablan de la inmortalidad.
Pese a que eran más de las once de la noche cuando llegué a la Casa de los Portugueses, doña Consuelo me abordó nada más pisar el portal de la finca:
—El señor Santos me ha pedido que te entregue esta carta, y que te diga que puedes ahorrarte el trabajo de aporrear la puerta de su casa, porque ha salido y no volverá esta noche —me dijo.
El corazón me dio un vuelco, pues temí que hubiera huido. ¡Yo mismo le había ayudado a empaquetar! Lo más probable era que, a estas alturas, estuviera al tanto del contenido de la carta de mi padre, que como todo lo demás tenía que figurar en el libro de nuestros desvelos. Aunque mantener semejante línea argumental volvía a concederle al señor Santos todos los poderes que tanto mi padre como el señor Estébanez, en sus conjeturas, le conferían al conde de Saint-Germain. Con todo y con eso, parecía que Santos volvía a tomar la iniciativa haciéndome llegar un mensaje.
—¿Le ha dicho adónde iba?
—No, pero me ha dicho que Natalia ha recaído de su enfermedad, que lo del otro día fue algo más que un susto, y que la han tenido que ingresar de urgencia.
—¿No ha dicho nada más? ¿El nombre del hospital, por ejemplo?
—No, no me ha dicho el nombre del hospital... Tal vez lo mencione en la carta.
—¡Oh, sí, la carta! Gracias.
—Dile a Federico que ya es hora de bajar.
—Lo haré.
Ni siquiera esperé a llegar a casa de mi padre para abrir la carta.
Querido muchacho:
Sé que en estás atravesando momentos muy difíciles, y que el sentimiento que te embarga oscila, según la ocasión, entre la decepción y la rabia. Es de todo punto comprensible. Sé también que te debo un millón de explicaciones, pero por desgracia mi estado anímico no es el más idóneo para emprender en estos momentos una empresa de tanta envergadura. Sí, lo que he de contarte requiere su tiempo, además de una predisposición mental de tu parte. Así que, por ahora, tendrás que conformarte con este reconocimiento: soy un estafador a mi manera. Dicho esto, permíteme centrarme en lo verdaderamente importante. Natalia ha sufrido un empeoramiento de su enfermedad y su vida corre serio peligro. No es algo reciente, los primeros síntomas se manifestaron hace cosa de medio año. Todo comenzó con unos dolores abdominales, que luego dieron lugar a náuseas, vómitos, excesiva sudoración, taquicardias, hipertensión, etc. Al cabo, todos estos síntomas derivaron en una neuropatía sensitiva y motora. Para no aburrirte. Se trata de un síndrome clínico de alto riesgo si no se establece el diagnóstico en las fases iniciales. Desgraciadamente, ya sabes cuán reservada puede llegar a ser Natalia, de modo que no quiso darle importancia a algunos de estos sintonías por temor a preocuparme. ¿Puedes creerlo? En pocas palabras, cuando he tenido conocimiento de lo que estaba ocurriendo, el síndrome estaba, por decirlo así, en plena actividad. No te mentí en lo referente a que tenía un cliente dispuesto a pagar una elevada suma de dinero por los honorables de La biblioteca, la cantidad suficiente para costear buena parte del tratamiento que puede salvar la vida de Natalia. Tampoco te mentí cuando te dije que yo no podía ocuparme directamente del robo de los honorables, por lo que contraté a una persona, un ladrón profesional que, desgraciadamente, me traicionó dejándome en la estacada. Estaba desesperado cuando apareciste para enterrar a tu padre. Se te veía tan entusiasmado con Natalia que... En un principio pensé decirte la verdad, exponerte la delicada situación por la que estaba atravesando mi hija, pero temí que los acontecimientos te sobrepasaran e influyeran de forma negativa en el trabajo que, sin más remedio, te iba tocar a hacer: cercenar los capítulos de La biblioteca que estaban pendientes de ser entregados. Prometo contarte nuestra historia, la de Natalia y la mía, en cuanto termines de amputar y entregar los textos de La biblioteca correspondientes a la segunda reserva. Sé que lo que te estoy pidiendo, máxime cuando he reconocido no haber jugado limpio, es insólito, pero antes de tomar una decisión de la que, sin duda, te arrepentirías con el paso del tiempo, quiero que consideres que si no terminas el trabajo que has comenzado, Natalia morirá. Es así de sencillo y de dramático. Ella misma me ha pedido que le permita escribirte unas líneas, que son las que figuran en hoja aparte.
Si te decides, como espero, a completar el trabajo, cuando hayas reunido los honorables que faltan, entrégaselos a Federico. Él sabrá qué hacer con ellos.
Un abrazo,
Santos.
Querido Pepe:
Ya conoces el gusto de Santos por el melodrama, aunque sea cierto que mi enfermedad ha dado un giro inesperado, para peor, se entiende, en las últimas semanas. Lo cierto es que ni siquiera los médicos se ponen de acuerdo. Todo empezó a raíz de una visita al dentista, que me anestesió con lidocaína. A partir de ese momento, las cosas comenzaron a complicarse. Ahora las palabras que más escucho son «arginato de hemina», «beta-bloqueantes» y «glucosa», que tomo en infusión venosa. Creo que si salgo con bien de esta, lo haré con una sobredosis de glucosa. Lamento que en estos días hayas tenido que soportar tanta incoherencia e inconsistencia por mi parte, pero has de comprender que estaba sometida a una gran presión nerviosa. Por fio hablar del plan de Santos, que incluía engañarte, utilizarte, para que nos echaras una mano. Después de la muerte de tu padre, Santos no quiso bajo ningún concepto plantearte el asunto del empeoramiento de mí enfermedad, decirte que mi vida corría peligro, pues posiblemente te habrías derrumbado, de ahí que decidiéramos fingir mí secuestro, cuando en realidad estaba en manos de los médicos. Se trataba de estimularte, de espolearte, de convertirte en mi héroe. Santos tenía vetada la entrada a la Biblioteca Nacional, y el ladrón al que había encargado el trabajo, como sabes, desapareció sin más. ¿Qué hacer? La desgraciada muerte de tu padre abrió una puerta... por la que al cabo entraste. ¡Te pido perdón, una y mil veces! Pero no imaginas lo que supone vivir como yo lo hago. A veces soy presa de un episodio de insomnio, que puede durar varios días; otras, en cambio, sufro alucinaciones o períodos de confusión. En esos momentos, ni siquiera me reconozco si veo mi reflejo en un espejo, he llegado a pasar nueve horas y medía vomitando frases, párrafos, hojas, capítulos enteros de libros que había leído. Soy capaz de recitar veinte mil decimales del número pi, así como tocar al piano cualquier pieza que oiga. Hablo todas las lenguas que me interesan, y no cejo de preguntarme quién soy en realidad. Sí, soy la Natalia que crees, y también la otra, la que piensas que no existe. ¿Comprendes ahora por qué abrirte mi corazón hubiera sido un acto completamente egoísta y desconsiderado de mi parte? Siempre me ha costado mucho manifestar mis emociones, sobre todo a aquéllos que me estiman. Se trata, sin duda, de un resabio de mi niñez, en la que estuve sometida a un fuerte estrés psíquico. A pesar de todo, no me queda más remedio que mostrarme egoísta y pedirte que te avengas a recuperar el texto que falta de La biblioteca. Tal vez si logro sobrevivir a este trance, y debiéndole la vida tanto a ti como al libro —¡cuán paradójico resulta que mi vida dependa de un libro, cuando he vivido gracias a los libros!—, podamos afrontar el futuro con más optimismo.
Un beso,
Natalia.
¿Acaso no hubiera sido mucho más sencillo contarme la verdad desde el principio?, fue la pregunta que me formulé tras leer aquellas cartas. ¿Qué necesidad había de complicar las cosas hasta el extremo de inventar un secuestro? Santos me había subestimado, sin duda, pues de haberme planteado la situación con toda su crudeza, yo habría aceptado cualquier cosa que me hubiera propuesto. No sólo eso, incluso me hubiera prestado a encontrar una solución al problema económico que no pasara por el robo de aquel libro. Mi padrastro gozaba de una buena posición económica, y teniendo yo pendiente el asunto de la herencia de mi padre, no me hubiera costado llegar a un acuerdo con él.
En las actuales circunstancias, y sin tiempo que perder, no me quedaba más remedio que acabar lo que había empezado, pese a que las suposiciones a que daba lugar el asunto del libro seguían pareciéndome todas ellas más cercanas al terreno de lo irracional que al de la lógica más elemental. Es decir, el empeoramiento de la salud de Natalia y el engaño a que había dado lugar, no explicaba en ningún caso la existencia de un libro como La biblioteca.
Cuando vi el ascua del cigarro encenderse y apagarse, una y otra vez, en medio de la noche sigilosa, comprendí que Federico estaba aguardando mi llegada. En esta ocasión, su figura quedaba enmarcada dentro de la esfera del reloj de Telefónica, cuyo anillo ígneo parecía contemplarnos desde la distancia.
—Creo que me debes una explicación —dije.
La cabeza del cigarro volvió a encenderse, y el vago resplandor de aquella incandescencia fue suficiente para mostrarme un par de ojos chispeantes.
—Trabajo para Santos. Desde aquí vigilo todo lo que ocurre en la calle —reconoció con un tono neutro, tan alejado del arrepentimiento como del entusiasmo.
—Después del secuestro de Natalia, me he preguntado cien veces cómo no viste nada, por qué no llamaste a la policía. Incluso me sorprendió que no lucieras algún comentario cuando nos vimos ese día aquí, en la terraza. Ahora entiendo el motivo: porque Natalia nunca fue secuestrada.
—Así es.
—¿Desde cuándo trabajas para Santos?
Un golpe de aire frío terminó de correr la cortina de resquemor que la mutua desconfianza había tejido entre nosotros.
—Desde que me enamoré de Natalia. Hace unos meses empezó a frecuentar la terraza más de lo habitual. Al parecer, se asfixiaba en su casa, le faltaba el aire y eso le provocaba ansiedad. Hablábamos de las estatuas de coronación de los edificios vecinos y de otros muchos asuntos. Descubrí a una joven culta, misteriosa y frágil a la vez.
Recibí aquella revelación como un puñetazo en la boca del estómago.
—¿Y qué ha sido de la ninfa de piedra del Casino de Madrid?
—Necesitaba una excusa para que mi madre no se inmiscuyera en mis asuntos. Natalia es mi ninfa.
Estuve a punto de preguntarle a Federico si se trataba de un amor correspondido, pero al instante recordé las últimas palabras de la carta de Natalia, que dejaban una puerta abierta a la esperanza, a una futura relación entre ambos, así me conformé con exclamar:
—¡Joder!
Miré en derredor mío y, por primera vez en mi vida, sentí vértigo por la altura que separaba aquella terraza del suelo. Acto seguido, volví a clavar la vista en la figura de Federico, una sombra compacta adornada ahora por la aureola del reloj del edificio de Telefónica, que le confería el aspecto de un personaje del trasmundo. Por fin, el brillo del cigarro, cuyo comportamiento había sido durante los últimos segundos parecido al de una luciérnaga apresada en la mano de un hombre, se extinguió en la noche.
—¿Dónde está Natalia? —pregunté a continuación.
—Ingresada. A la espera de que tú arranques las hojas de ese libro, que yo las entregue y que Santos cobre el dinero que permitirá salvar su vida.
—Si arranco esas hojas nadie me impedirá que sea yo quien las entregue —aseguré.
Federico se tomó unos segundos antes de decir:
—Me parece justo, dejaré que me acompañes, pero seré yo quien lleve el peso de la operación. Santos ya me ha contado lo que ocurrió durante la primera entrega. Gracias a Dios, se trataba tan sólo de un simulacro.
El rugido de un autobús con alguna clase de problema mecánico vino a subrayar las palabras de Federico.
¿Hasta ese punto llegaba la confianza entre Santos y Federico? ¿Por qué entonces no le había pedido a él que se encargara del robo del libro? ¿Tal vez para no comprometer su relación, presente o futura, con Natalia? No, Santos no era de los que se conformaban con un yerno que se pasa las horas vigilando las calles de Madrid desde una terraza para ponerle sobre aviso de los peligros. Ni tampoco Natalia buscaba esa clase de hombre, tan solar como yo mismo, para emplear su misma expresión. Si Santos no le había encomendado la misión de robar los honorables de La biblioteca era precisamente porque no confiaba en él, al menos no lo suficiente.
—Sí, un maldito simulacro —dije con desdén.
—A cada uno nos ha correspondido representar un papel por el bien de Natalia, aunque por lo visto no todos lo hemos encarnado con la misma fortuna dejó caer.
¿Qué había sido del Federico contenido y retraído? Era como si el amor y aquella terraza devorada por la oscuridad hubieran hecho de él un personaje proteico, capaz de cambiar de forma y también de ideas.
—¿Cómo se llama la clínica dónde está ingresada Natalia? —le pregunté pasando por alto sus insinuaciones.
—Desconozco esa información. Pero incluso si supiera dónde se encuentra, no te lo diría.
—¿Por alguna razón en particular?
—Porque sé que sientes por ella lo mismo que yo.
—¿Y si Natalia me prefiriese a mí? —le planteé.
—Eso nunca lo sabrás. Yo me encargaré de que sea así. Es a mí a quien le corresponde el honor de estar a su lado. Soy yo quien ha estado junto a ella en los momentos difíciles, es mi hombro el que ha empapado con sus lágrimas, en mi compañía ha pasado las noches en vela. Soy yo, pues, quien merece el premio de su atención.
—Natalia es mayorcita para saber qué es lo que quiere y al lado de quién —le espeté.
—Sí, en efecto, Natalia es mayor incluso de lo que imaginas, por eso conoce a la perfección a las personas que son como tú. ¿Acaso estarías dispuesto a vivir en un mundo distinto a éste? No, tu amor, tus sentimientos están limitados, digámoslo así, por esta realidad, por este entorno prosaico donde sólo tienen valor (comercial, por supuesto) las acciones y cosas extravagantes. Mientras que a ti te gustaría que Natalia te acompañara a Nueva York, yo en cambio estoy dispuesto a seguirla al fin del mundo, o para ser más preciso, más allá incluso del fin del mundo.
—No sé lo que te ha contado Natalia, ni me importa, pero sea lo que sea te ha hecho perder la cabeza.
—¿Lo ves? Sigues sin entender nada. Perder la cabeza, como tú lo llamas, es lo mejor que me ha pasado en la vida. Ahora me siento como el pintor que descubrió la perspectiva. El mundo ha adquirido una profundidad de la que antes carecía para mí. Todo gracias a Natalia.
—Créeme, Federico, estás confundido.
—Desde luego, no pretendo compartir mi supuesta confusión contigo, como tampoco me gustaría que tú hicieras lo propio con tu clarividencia. Quédatela para ti, te hará falta para sobrevivir en este mundo en el que crees.
Diríase que Federico se hallaba bajo el efecto de un hechizo que le impedía apreciar el verdadero sentido de las palabras de Natalia, para quien el amor era algo más figurado que real, tenía la textura del papel, su corazón estaba tejido de palabras y habitaba entre las páginas de un libro.
A la mañana siguiente me levanté dispuesto a acabar de una vez por todas con aquel simulacro, como lo había llamado Federico. Abrí las entrañas del ordenador y terminé de eviscerarlo, con el propósito de aumentar su capacidad de almacenaje. Para lograrlo, tuve que desmontar el disco duro. Mi intención era mutilar aquel mismo día los diez volúmenes de la segunda reserva, además de los dos ejemplares que se habían quedado fuera de la misma.