31

Antes de abandonar la biblioteca, tomé asiento frente a uno de los ordenadores de la sala de consulta y busqué en Internet la dirección a la que había de dirigirme, puesto que desconocía en qué lugar del Parque del Retiro se hallaba la Fuente del Ángel Caído.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que siendo el autor de la escultura el artista Ricardo Bellver, el pedestal, en cambio, era obra de Francisco Jareño, el arquitecto de la Biblioteca Nacional, con el que Saint-Germain conversaba en uno de los textos que yo había sustraído.

Al parecer, habían sido las estrofas tercera y cuarta del canto I de El Paraíso perdido de John Milton las que habían inspirado aquel monumento dedicado a Lucifer, que posteriormente había sido plantado en el centro de Madrid:

Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás, agita en derredor su mirada, y blasfemo la fija en el empíreo, reflejándose en ella el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado.

Una vez logré ubicar la Glorieta del Ángel Caído en el intrincado mapa del Parque del Retiro, puse rumbo a mi destino.

Subí por la calle Villanueva hasta Serrano, crucé la Plaza de la Independencia, bordeé el Retiro por la calle Alfonso XII, giré a la izquierda por el Paseo del Duque de Fernán Núñez y, en el cruce de los Paseos de Cuba y Uruguay, encontré la Glorieta del Ángel Caído. Cuando llegué eran las doce en punto y apenas había por la zona una docena de parroquianos. Como al monumento propiamente no se podía acceder, me planté delante del parterre circular de boj que rodeaba la fuente de forma ochavada que lo protegía. El señor Santos me había dicho que dejara los honorables a los pies del monumento, pero eso era completamente imposible, salvo que me despojara de los zapatos y atravesara la pileta de la fuente. ¿Qué hacer, pues? Decidí entregar personalmente el portafolio. Era preferible que Saint-Germain se enfadara a que los documentos se extraviaran por culpa de un malentendido. Por otra parte, la expresión del cielo era verdaderamente sombría, y amenazaba con romper a llover en cualquier momento.

Un anciano que caminaba detrás de un perro que cuadruplicaba su energía, pasó delante de mí sin siquiera reparar en mi presencia; luego le llegó el turno a una madre con sus dos hijos pequeños, en cuyas muñecas habían sido prendidos sendos globos de colores.

Al cabo de otro par de minutos, reconocí a una persona que marchaba a paso rápido por el Paseo de Cuba en mi dirección.

—¡Santos! —exclamé sin ocultar mi sorpresa—. ¿Qué hace usted aquí?

—¿Tú qué crees? —me respondió, al tiempo que su esqueleto hacía todo lo posible por recomponer el descabalamiento que le había procurado tanto movimiento—. Saint-Germain ha llamado a casa para decirme que, después de repasar los fragmentos del texto de La biblioteca que obran en su poder, había leído que decidirías entregar personalmente el portafolio, contraviniendo su orden de mantenerte al margen, así que me ha pedido que sea yo quien se haga cargo de los documentos para entregarlos en un lugar que, por descontado, no pienso revelarte. Saint-Germain no se fía de ti.

Detecté cierto aire de reproche en su tono de voz, así que dije:

—Tampoco parece que usted se fíe mucho.

—No es eso, pero ayer te mostraste demasiado impetuoso, cuando lo que requería la situación era delicadeza. Si no hubieras perdido los estribos, tal vez ahora sabríamos mucho más sobre quienes tienen recluida a Natalia.

—Recuerdo perfectamente la matrícula del coche solté a modo de defensa.

—Probablemente, un coche de alquiler arrendado con documentación falsa. Me refiero a que en vez de intentar arrojarte al interior del vehículo, lo que tenías que haber hecho, puesto que al parecer estabas dispuesto a actuar a toda costa, era tomar un taxi y seguir el coche de los secuestradores. Ahora sabríamos el lugar donde tienen retenida a Natalia.

—Se trataba de un coche de alta gama.

—La ciudad está llena de semáforos que cambian continuamente de color.

—Está bien, lo reconozco, me precipité. Si desde un principio hubiera sabido que los secuestradores iban a aparecer en un coche, lo hubiera organizado todo para seguir sus pasos, hubiera tenido preparado un taxi, pero le recuerdo que me convocaron en la iglesia de San Nicolás, que allí recibí una nota de manos de un indigente, donde se me instaba a situarme frente a la puerta del Instituto Italiano de Cultura, con los pies pegados al bordillo de la acera. Nada hacía pensar que esos hombres fueran a acercarse hasta mí en un coche, menos aún que Natalia fuera la prueba de vida que habíamos solicitado.

—Lo sé. No te estoy echando la culpa de nada. Sólo digo que, en cualquier orden de la vida, resulta mucho más eficaz una mente rápida que dos piernas veloces. En tus circunstancias, es comprensible que los acontecimientos te sobrepasen, porque, al fin y al cabo, descubrir la existencia de un libro como La biblioteca te ha hecho replantearte ciertas cuestiones sobre tu propia existencia. Para quienes andamos todo el día entre libros, estamos acostumbrados a esta clase de sorpresa «existencial», si se la puede llamar de esa forma. Descubrir que la vida que uno está viviendo es una repetición, no es fácil de asimilar. Pero si te sirve de consuelo, el tuyo, el nuestro, no es el único caso.

El señor Santos exhibió una sonrisa tranquilizadora al final de su comentario.

—¿De veras?

—Por supuesto. Sería pretencioso y hasta ridículo pensar que somos los únicos cuyas vidas están, en mayor o menor medida, reflejadas en un libro, con independencia de su título. En mi opinión, todos los libros que hay editados en el mundo se parecen a La biblioteca, puesto que todos capturan episodios de la vida de alguien. Incluso cuando el escritor cree estar componiendo un personaje de ficción, en realidad está contando la vida de una persona que existe en alguna parte. La vida del personaje de ficción y de la persona real coincide. No en vano, la literatura, como la vida, es un sueño, un sueño dirigido y deliberado.

Al igual que había hecho Natalia, el señor Santos se empeñaba en sublimar el valor de la literatura equiparándolo al de la propia vida, lo que, en mi modesta opinión, era un error por cuanto lastraba su capacidad de acción. Santos no podía hacerle frente a aquel libro, puesto que su contenido le parecía prodigioso.

—Si yo he admitido que me precipité, usted debería reconocer que su forma de enfrentar este asunto tiene algo de inexorable, como si de verdad creyese que ese libro tiene un poder inconmensurable —me pronuncié.

—Es que este «asunto», como tú lo llamas, es en electo inexorable, y sólo hay una forma posible de solucionarlo: seguir al pie de la letra lo que indica el libro.

—Desconocemos el final del libro, así que deberíamos establecer un plan alternativo —sugerí.

—Creo que todavía no has entendido lo que está pasando en su verdadera dimensión, muchacho: no nos enfrentamos a Saint-Germain, que también, sino a un libro que es invencible. Y lo es porque su contenido ya está escrito, forma parte de nuestro destino, con lo que únicamente nos queda aguardar que se cumpla, que se materialice. Piénsalo, ¿qué sentido tendría retorcer un brazo que ya está siendo retorcido? Ninguno.

—Tal vez yo no sea más que un intruso en esta historia, al menos es así como me siento. Todos los libros tienen su héroe...

—¿De verdad piensas que has nacido para interpretar el papel de héroe, muchacho? Tú lo has dicho, tal vez seas un intruso en esta historia, de modo que el papel que mejor encaja con esa situación es el de villano, de ahí que me vea obligado a controlar tu excesivo ímpetu —me rebatió Santos.

Al alzar la vista, me pareció que el broncíneo cuerpo del Ángel Caído, apoyado en precario equilibrio sobre su pedestal de granito, estaba a punto de caer sobre nosotros. Por un momento, tuve la impresión de que discutíamos como Dios y Lucifer un instante antes de que éste fuera expulsado del cielo. Lo que no estaba tan claro era quién era quién.