19

Auschwitz. Campo de concentración de Birkenau.

Barracón número 31. Diciembre de 1943.

El conde de Saint-Germain, que por aquel entonces obedecía al nombre de conde Ottmar von Rudel, recordaría para toda la eternidad la cara que puso Josef Mengele cuando le extendió la orden firmada por Alfred Rosenberg, según la cual debía recoger (y custodiar) a la niña que el galeno había elegido para llevar a cabo un experimento médico. De haber sido posible, Mengele habría hundido el escalpelo en el corazón de aquel hombre, que acababa de arrancarle la presa de las garras. ¿Acaso los miembros de la Einsatzstb Reichsleiter Rosenberg no eran bibliotecarios, expertos, sí, pero bibliotecarios a fin de cuentas? ¿Cómo entonces las autoridades del Reich habían consentido entregarle a aquella niña al bibliotecario Rosenberg antes que permitir que él llevara a cabo un experimento científico de vital importancia? Para colmo, Rosenberg había mandado un intermediario. Si al menos se hubiera presentado en persona, habría tenido la ocasión de explicarle con argumentos científicos que llevándose a la pequeña cometía un error. Aquella niña judía tenía un cerebro prodigioso, capaz de retener todo lo que leyera de un simple vistazo. Otro tanto ocurría con las matemáticas, era capaz de realizar divisiones de cien decimales en unos pocos segundos o de memorizar calendarios enteros.

En su opinión, aunque en apariencia la pequeña no presentaba ninguna discapacidad cognitiva, tenía que existir algo patológico, alguna lesión cerebral detrás de aquellas habilidades mentales específicas, y la única forma de demostrarlo era sometiendo a la paciente a una intervención quirúrgica. No en vano, su labor como médico-científico, su responsabilidad para con el III Reich, pasaba por demostrar que semejantes cualidades no tenían un origen genético, pues lo contrario sería lo mismo que admitir que los judíos poseían también capacidades especiales. Claro que podía haberse ahorrado tamaña humillación si le hubieran nombrado médico de guarnición a él y no a Eduard Wirths. Sí, aquella orden evidenciaba lo que ya sabía: ser el SS Hauptsturmführer del campo de enfermería de Birkenau no era suficiente. De seguir así, su trabajo en Auschwitz no sería reconocido por el Instituto Kaiser Wilhelm de Genética y Eugenesia. Debido a esta circunstancia, Rosenberg, como gran orador y teórico que era, había logrado que la niña le fuera entregada en su condición de «biblioteca viva», pues, al parecer, antes de ser enviada al pabellón 31, había sido obligada a memorizar decenas de libros cabalísticos y talmúdicos, horas o días antes de que fueran quemados.

—La pequeña no deja de ser una rata judía. Podemos llegar a un acuerdo, usted le vacía el cerebro y luego yo se lo opero. De esa forma, la ganancia del Reich será doble —observó al tiempo que devolvía el papel a su interlocutor.

La propuesta de Mengele no hizo sino aumentar la repugnancia que Saint-Germain sentía por semejante monstruo. Eran precisamente personas como Mengele las que habían propiciado que cierta clase de libros tuvieran que ser rescatados, para preservarlos del contacto con los hombres, empeñados en destruirse los unos a los otros por todos los medios a su alcance.

Durante unos segundos, mientras aguardaba una contestación, la boca del monstruo dibujó un rictus que dejó entrever una de las características distintivas de su anatomía: el espacio interdental entre los dientes superiores frontales.

—La niña ha de viajar conmigo hasta Frankfurt.

De modo que si quiere someterla a una operación, tendrá que solicitar un traslado a nuestras oficinas allí. Esas son mis órdenes.

Teniendo en cuenta que la dieta de los internos, consistente en medio litro de un brebaje que no era café o té, una sopa clara a base de ingredientes podridos o en mal estado, un poco de pan y de queso, les provocaba diarreas crónicas por la falta de nutrientes, no había mucho tiempo que perder. La pequeña había de ser trasladada cuanto antes. Por no mencionar las posibles secuelas que semejante dieta podía haber provocado en su cerebro.

—Cometen un grave error. El cerebro de esa mocosa pone en entredicho todas las teorías sobre la superioridad de nuestra raza, por lo que hemos de buscar una anomalía que explique lo sucedido. Pero para lograrlo tengo que intervenirla. No hay otro camino —se revolvió Mengele en su silla.

—Le recuerdo que el doctor Rosenberg es el padre de esa teoría —observó Saint-Germain—. No lo olvide. Y sus órdenes son claras: he de llevarme a la niña a Frankfurt. Si tiene que formular alguna queja, ya conoce cuáles son los cauces reglamentarios.

Mengele sabía lo que significaban las palabras del conde: entrar en una guerra con Rosenberg era lo mismo que enfrentarse al todopoderoso ministro Goering. Aunque no estaba de acuerdo, tenía que aceptar la decisión de las altas instancias del Reich de crear una institución dedicada al estudio de «la cuestión judía», que se completaría con una biblioteca de textos hebreos. En ese instante, sintió cómo la presa se le escurría de entre las manos definitivamente.

—De acuerdo, recoja su libro viviente. Pero desde luego no se lo envolveremos en papel de regalo —ironizó Mengele.

Cuando Saint-Germain tuvo por fin delante a la niña, se percató al instante de un detalle que había irisado desapercibido entre las personas que llevan semanas estudiando su comportamiento: además de memorizar cuantas palabras o números quedaran al alcance de su vista, también recordaba los rostros de quienes habían sido masacrados en aquel campo de la muerte, lo que tenía su reflejo en una mirada cargada de estupor. Luego cargó su cuerpo desnutrido en brazos. La fina piel y apergaminada se había adherido a su esqueleto inflamándose y provocando heridas ulcerosas. La boca presentaba una profunda úlcera de noma, que le había ahuecado la mandíbula.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Saint-Germain.

—Me llamaba Hanna, pero ya no quiero volver a llamarme así —respondió la niña con una voz débil y meliflua.

—No te preocupes, a partir de ahora podrás llamarte como quieras. Incluso podrás cambiar de nombre cuantas veces desees. Aquí donde me ves, he leu ido ya más de cincuenta nombres.

Cuando el coche arrancó dejando atrás las vías ferroviarias que conducían al interior de Birkenau, la pequeña las miró como quien contempla una horrenda cicatriz sobre el terreno.

A la vuelta de la hoja, en la página 176, leí: