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Restaurante de Emilio Larhdy.

Madrid, 1 de junio de 1865.

El olor a cocido madrileño era lo único novedoso para Saint-Germain. Ni siquiera el hecho de tener a una reina embelesada a su lado era nuevo para él. Para Isabel II, por contra, aquel conde «sin edad», según las malas lenguas, era la última novedad «masculina» de la corte. A falta de otros entretenimientos, y dada su manifiesta incapacidad para leer, escribir o sumar con soltura, el pasatiempo preferido de la reina consistía en dejar caer su menudo y rollizo cuerpo entre los brazos de un caballero. La culpa de su vida disoluta, en cualquier caso, no era responsabilidad directa suya, al menos eso pensaba ella, sino de su madre, de la que había heredado una ardiente sensualidad, un carácter temperamental y apasionado, y la obligación de casarse con un hombre sin una sexualidad definida de quien el pueblo afirmaba que orinaba en cuclillas. De modo que la lista de sus amantes era tan extensa como la de caídos durante las guerras carlistas, e incluía a militares, políticos, aristócratas y hasta un cantante de ópera. Para colmo, los talentos de Saint-Germain eran comparables en número a la cifra de queridos de la reina. De él se decía que era un excelso poeta, que componía música, que cantaba, que tenía una memoria prodigiosa, que le permitía repetir hojas enteras con sólo echarles un vistazo, y que hablaba sin acento alguno alemán, inglés, italiano, portugués, francés, español, griego, latín y árabe, además del sánscrito. Era un diestro alquimista y un profundo conocedor de las ciencias positivas y, entre otras muchas, había ejercido la profesión de diplomático en numerosas cortes europeas, desde Francia a Rusia. Saint-Germain afirmaba haber tratado íntimamente a la Sagrada Familia y asistido a las bodas de Caná. Se jactaba de haber conocido en persona a Jesucristo, de quien decía que era el mejor hombre del mundo, pero novelesco y arrebatado, y al que había predicho que acabaría mal. También aseguraba haber participado en el Congreso de Nicea y de haber sido él quien intercedió en favor de la madre de la Virgen, Santa Ana, para que tuera canonizada. Con estos antecedentes, Saint-Germain era un firme candidato a la excomunión según la opinión de los consejeros religiosos de la reina, en especial para sor Patrocinio y para el padre Claret. Pero la beatería de la soberana no era más que una impostura de cara al exterior, por lo que terminó perdiendo el seso por aquel enigmático personaje que, para colmo, era delgado y bien proporcionado, de bellos ojos pardos y cabello oscuro.

Guando llegó la sopa del cocido, Saint-Germain rehusó que le sirvieran.

—De modo que es cierto lo que dicen de usted, que ni come ni bebe —observó la reina.

—Beber sí bebo, Majestad, pero sólo agua.

—¿Y qué hace con el hambre? —se interesó la reina, a la que le sobraban unos cuantos kilos.

—Cada mañana, cuando me levanto, le doy esquinazo —bromeó Saint-Germain.

—Cuénteme la anécdota de la mancha del diamante de Luis XV —solicitó la soberana.

—Es una historia muy aburrida, pero si desea oírla, complaceré a Su Majestad. Para empezar, he de señalar en mi defensa que la causante de ese episodio fue madame Pompadour, a la que un día conté mi habilidad para «arreglar» piedras preciosas defectuosas. Pocos días más tarde, estando en compañía de la mencionada dama en presencia del rey Luis XV de Francia, Su Majestad me aseguró poseer un diamante de tamaño mediano con una mancha, cuyo valor ascendía a seis mil francos, pero que valdría diez mil sin el detecto. Así que no tuve más remedio que examinar la piedra y aceptar el encargo de eliminar la mancha. Cuando devolví el diamante un mes más tarde, el rey lo mandó pesar para comprobar que se trataba de la misma piedra, y luego se la entregó a su joyero sin decirle nada, simplemente para que la examinara y tasara. El resultado del análisis determinó que se trataba de un diamante de aguas muy puras, sin mácula, y el joyero le ofreció a Su Majestad nueve mil seiscientos francos. El rey quedó tan sorprendido que decidió conservar la piedra como muestra de mis raras habilidades.

—Siempre me han gustado los hombres con habilidades raras, pero dentro de la más estricta masculinidad —comentó la reina—. Ahora muéstreme esa jarretera suya de la que habla todo el mundo.

La reina se refería a una liga cuajada de hermosísimos diamantes que otrora Saint-Germain había exhibido en casa de madame Pompadour, noventa años antes, y que era motivo de admiración entre los invitados de ésta.

—De la que hablaba todo el mundo, si me permite que corrija a Su Majestad. La moda ha cambiado, y ya los hombres no llevan jarreteras como antaño. Aunque como lo último que deseo en este mundo es contrariar o defraudar a Su Majestad, utilizaré uno de mis poderes para que la prenda se haga visible en mi cuerpo.

Un segundo después, Saint-Germain comenzó a subir lentamente la pernera del pantalón, hasta dejar a la vista una liga constelada de diminutos diamantes. Luego dejó caer la tela como si se tratara del telón de un escenario.

—De modo que todo lo que dicen de usted es cierto —dijo la reina a modo de constatación.

—También es cierto todo lo que no dicen de mí, Majestad —respondió Saint-Germain haciendo un juego de palabras.

Lo único que le preocupaba a Saint-Germain era la actitud del tercer comensal: el arquitecto Francisco Jareño y Alarcón, un personaje tan árido como La Mancha, de donde era natural. Al arquitecto Jareño le había sido encargado el proyecto para la construcción del Palacio de Bibliotecas y Museos del Paseo de Recoletos. Una obra gigantesca que iba a levantarse sobre el solar de la antigua Escuela Veterinaria, de trescientos cincuenta mil pies cuadrados de extensión. Teniendo en cuenta que el plan iba a aprobarse en el plazo de diez días, Jareño no entendía qué pintaba él en aquella comida, en compañía de la reina y de aquel aristócrata salido de no se sabía dónde, pero al que todo el mundo había mistificado en la corte.

Tras tomar la sopa en silencio, decidió descubrir el motivo de su presencia en aquella mesa emitiendo un leve carraspeo.

Pero los modales de la reina dejaban mucho que desear, así que tuvo que ser Saint-Germain, siempre atento a todo, quien reparara en las señales que enviaba el arquitecto.

—Me temo que estamos aburriendo al señor Jareño, Majestad —observó el aristócrata.

Ni siquiera la reina era consciente de que había convocado al arquitecto a instancias de Saint-Germain, que era quien de verdad estaba interesado en conocer los detalles de aquel proyecto.

—Jareño, ¿lo tiene todo a punto? —preguntó la reina, como siguiendo un guión preestablecido que le resultara incómodo.

—Todo está listo para que el proyecto sea aprobado el día diez de este mes en el Consejo de Ministros, Su Majestad —respondió el arquitecto.

—Hábleme de él. Pero hágalo como si tuviera que contarme cómo fue su primer amor.

Jareño empezó a sentir que el respaldo de la silla se le clavaba en la espalda, aunque lo que en realidad le incomodaba era la extraña petición de la reina. Solicitarle que hablara de su proyecto como si se tratara de un amor de juventud era lo mismo que tratar de simplificar una pieza musical de Mozart en una sola nota.

—Majestad, se trata de un edificio de planta rectangular que está dividido por la mitad por dos brazos en forma de cruz, dando lugar a cuatro patios. La sala de lectura, que se encuentra situada en el centro de la estructura principal, será de planta octogonal. La iluminación se hará cenitalmente, a través de numerosos cimborrios que se cerrarán formando una cúpula ochavada, y el número de salas del edificio ascenderá a treinta y cinco —expuso Jareño.

—¡Pues sí que fue triste su primer amor! Dígame, Jareño, ¿cuántos lectores podrán acudir a la nueva biblioteca?

—El salón de lectura tendrá capacidad para trescientos veinte lectores —respondió el arquitecto.

—¿Tantos? Con lo aburrido que es leer...

Que la reina se quejara del hábito de leer cuando hablaba con el arquitecto que acababa de proyectar la mayor biblioteca de España, no hacía sino poner de manifiesto el sinsentido de aquella reunión.

—He oído decir que en la fachada principal destaca un pórtico central, con dos cuerpos, que alternarán los estilos jónico y corintio, coronado por un frontón. Muy propio de la escuela de Schinckel —intervino Saint-Germain.

El rostro del arquitecto Jareño mudó al oír ese nombre. Mientras que la reina ni siquiera era capaz de mantener un libro abierto sin que le venciera el sueño, Saint-Germain, en cambio, acababa de hacer alarde de una erudición propia de alguien que estuviera al tanto de las últimas tendencias en materia de arquitectura.

—¿De qué conoce a Schinckel? —preguntó el arquitecto sin salir de su asombro.

—Yo conozco a todo el mundo, amigo mío —se jactó Saint-Germain.

Ni la reina ni Jareño podían imaginar que el proyecto del que hablaban fuera a modificarse sustancialmente y a tardar treinta años en completarse, y que ninguno de los dos lo vería terminado por distintas razones.

—Jareño, quiero que escuche los consejos que Saint-Germain tenga a bien darle, pues como ve es un maestro en todas las ciencias y artes. No en vano, el conde ha cumplido ya los ciento... ¿ciento cuántos años tiene usted, conde? ¿O son doscientos? —intervino la reina pasando de un tono enérgico a otro más suave.

—Los hombres son demasiado desmemoriados o demasiado niños para orientarse en la cronología, Majestad —respondió Saint-Germain—. Para ellos, un centenario es un prodigio, un portento. En la Antigüedad, e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de estas verdades es «que no todos los hombres son mortales». La mayoría muere realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este punto de vista, en dos clases: la inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísima aristocracia de los «desaparecidos». Yo pertenezco a esa pequeña élite y en 1784, año de mi supuesta muerte, ya había vivido no un siglo, sino varios.

La reina y Jareño se quedaron estupefactos. Pero la sorpresa habría sido aún mayor si hubieran sabido que esas mismas palabras las repetiría Saint-Germain delante del escritor y filósofo italiano Giovanni Papini, a bordo del Prince of Wales, navegando hacia la India, ochenta años más tarde.

—¿Ha oído esos versos que repite todo el mundo cuando se refieren a usted, Saint-Germain? —preguntó la reina.

—No —respondió el aristócrata.

—Dicen: «El mentir de las estrellas / es muy seguro mentir, / porque ninguno ha de ir / a preguntárselo a ellas».

—Incluso para una persona que ha vivido varios siglos como yo, sería una pérdida de tiempo rebatir un argumento que se sustenta en un chascarrillo —se defendió Saint-Germain.

Pasaron el resto del almuerzo hablando del tema que ocupaba todas las tertulias que tenían lugar en Madrid: el pavoroso incendio que había acabado con la vida del señor duque de Granada de Egea y convertido en cenizas una de las principales bibliotecas de España. El suceso, que estaba siendo investigado por la policía, había dado un repentino giro cuando se supo que el señor duque profesaba la religión de los cuáqueros, rama del evangelismo, razón por la cual, según la Iglesia oficial, se había descerrajado un tiro en la sien después de prenderle fuego a la biblioteca. «Consciente de que el diablo se había colado en su residencia a través de las hojas de aquellos libros malditos», rezaba el comunicado de la autoridad eclesiástica. De manera casi refleja, el suicidio del duque de Granada de Egea había sido comparado con la locura de don Quijote, pues ambos casos tenían en común el hecho de que los protagonistas hubieran perdido el seso por el efecto pernicioso de la lectura, que en el caso del aristócrata también le había corroído el espíritu.

—El único miedo que me da su biblioteca, Jareño, es que pueda acabar convirtiendo a mis súbditos en quijotes y herejes, tal y como le ha ocurrido al pobre duque de Granada de Egea. Incluso he oído decir que tenía en su biblioteca un libro escrito por el mismísimo Diablo —observó la reina.

—Su Majestad no tiene nada que temer. La lectura bien encauzada provoca el efecto contrario a la locura. Los pueblos más desarrollados son precisamente aquéllos que más leen —argumentó Jareño.

—¿Y de la herejía qué tiene que decirme? ¿No hay peligro de que quienes lean libros caigan en la apostasía? —se interesó ahora la reina.

—Los libros son ángeles de la guarda, Majestad, cuya misión consiste en ayudar a modelar la conciencia de los seres humanos —intervino Saint-Germain—. Cierre los ojos y piense en un libro abierto. ¿Acaso no tiene la forma de las alas de los ángeles? Créame, Majestad, no hay mejor escultor para el alma del hombre que un libro. De modo que puede asegurarse que cada libro no sólo es el reflejo del alma de su autor, sino también de quien lo lee. Cada lector reescribe el libro que lee en función a su capacidad lectora, a su educación y a sus gustos, de manera que el hereje lo es antes incluso de empezar a leer. El libro, por tanto, nada tiene que ver con su pecado.

—Dice usted cosas tan razonables en apariencia, Saint-Germain, que una ni siquiera tiene que preocuparse de entenderlas. Aunque mi confesor, el padre Claret, no estaría de acuerdo con usted. Siempre que tiene la ocasión me sugiere que los escritores depositan sus ideas en los libros envueltas en palabras, pero pronto las crisálidas se convierten en mariposas que vuelan por todas partes, y legiones de orugas acaban royendo las hermosas plantas de la virtud que adornan el jardín de la sociedad —argumentó la reina.

—Si me permite el comentario, Majestad, la observación de su confesor es harto enrevesada, más propia de un inquisidor que de un clérigo. Las plantas de la virtud, como las llama el padre Claret, crecen gracias al mundo de las ideas. Una sociedad sin ideas no es siquiera un páramo yermo, sino un desierto en toda regla —objetó Saint-Germain.

—Voy a serle sincera, Saint-Germain, ya que usted lo está siendo conmigo: el padre Claret es un tostón tan grande como cualquier libro tostón. Y ahora, dígame: ¿comerá conmigo mañana? Bueno, lo de comer es un decir...

—Será un placer, Majestad —respondió el aristócrata, al tiempo que inclinaba la cabeza.

—Entonces hasta mañana a la misma hora. Y no lea demasiado. Vaya a recalentársele el seso como al pobre duque de Granada de Egea. Quiero que reserve todo su talento para mí. Es una orden.

—Así lo haré, Majestad.

Cuando el carruaje regio giró en dirección a la calle del Arenal dejando a los dos hombres parados sobre la acera, Saint-Germain aprovechó para decirle al arquitecto Jareño:

—Ahora que la reina se ha ido, podremos hablar más detenidamente de ese proyecto que se trae entre manos. Tal vez pueda hacer algo por mí.

—¿Puedo preguntarle sin que se ofenda a qué viene lauto interés por mi biblioteca? —se interesó Jareño.

—Si tiene un poco de paciencia, pronto lo sabrá. Pero no se trata de un tema que pueda abordarse en mitad de la calle. Vayamos a un lugar más tranquilo. ¿Qué tal si me acompaña a mi casa?

—¿Y dónde está su casa? Tengo entendido que no tiene domicilio fijo. Al menos, eso es lo que se rumorea en la corte.

—Y así es. Jamás duermo más de dos noches seguidas en el mismo lugar —reconoció Saint-Germain.

—¿Y puede saberse por qué? —se interesó Jareño.

—Porque soy depositario de una pesada carga que alimenta cada día —respondió Saint-Germain.

—¿Qué clase de «carga» puede obligar a un hombre a tener que cambiar de domicilio todos los días? —preguntó a continuación el arquitecto.

—Libros, amigo Jareño, libros.

—¿Libros? ¿Acaso libros prohibidos?

—Ángeles de la guarda, Jareño.

—Yo no soy como la reina, Saint-Germain, así que sea más explícito si desea mantener viva esta conversación.

—Digamos que se trata de libros de un valor incalculable en más de un sentido. No sólo en el material. Libros que ocultan arcanos secretos, libros que necesitan ser guardados en un lugar seguro... Pero no me haga hablar más de la cuenta en plena calle. Sígame, Jareño. Yo le enseñaré...

Y Saint-Germain se desabotonó la levita, en cuyo forro habían sido cosidos media docena de bolsillos de los que sobresalían otros tantos libros de pequeño tamaño.

—¿Esconde una biblioteca en el forro de la levita? —preguntó atónito Jareño.

—Sólo llevo encima los ejemplares que, por su tamaño, caben en la prenda. Pero el número de libros que tengo a mi cargo es muy superior.

—Asegura no comer, tampoco duerme dos noches seguidas en la misma cama. Hace una hora le ha mostrado a la reina una jarretera constelada de diamantes, y ahora resulta que su levita es una biblioteca ambulante. ¿Quién es usted, Saint-Germain? ¿Y qué arcanos secretos esconden esos libros?

Por un instante, Saint-Germain recordó el rostro del hermano Adrien en la entrada de la abadía de Nôtre-Dame de Tamié y la pregunta que éste le formuló.

—Preguntas y respuesta, Jareño, lo que estos libros esconden son preguntas y respuestas esenciales —respondió.