CAPÍTULO II
VOLVIÓ el indio a incorporarse, bebió algunos sorbos de agua azucarada, y después, cogiendo las manos del ingeniero y clavando sobre él sus ojos que se iban poco a poco apagando, con voz ronca y entrecortada hizo la siguiente narración:
»Hace muchos años, un día de los primeros del mes en que caen las hojas[2], mi padre, que era un gran sakem[3] de la tribu de los Shawanis, me llamó a su cabaña. Había recibido en un combate tres hachazos en el pecho y estaba próximo a expirar.
»A su lado había dos arquillas de hierro muy viejas y cubiertas de herrumbre, las cuales sin duda había tenido hasta aquel día sepultadas bajo tierra.
»Hijo mío —me dijo—: dentro de poco compareceré ante el Gran Espíritu. Te dejo mis caballos, mi fiel tomahawk[4], mi fusil y estas dos arquillas, que guardarás cuidadosamente.
»Contienen documentos muy antiguos que heredé de mi padre, y él heredó del suyo. Si algún día cae nuestra tribu en la miseria, léelos; y si haces cuanto ellos te indiquen, tendrás oro bastante para comprar caballos, cabañas, anuas y víveres para todos nuestros hermanos rojos de América.
»Y dicho esto, cerró los ojos para no volver nunca a abrirlos. Su alma había volado al seno del Gran Espíritu».
Al llegar aquí, detúvose Sinoky para recobrar aliento. Su voz habíase enronquecido cada vez más, y un viscoso y abundante sudor corría por su frente y sus mejillas.
—No prosigas, amigo —le dijo el ingeniero—. Vas a apresurar tu muerte.
—Es preciso que hable —respondió el indio con firmeza—. Yo lo quiero.
—Descansa siquiera un poco.
El indio hizo un gesto negativo y prosiguió:
—Sucedió lo que mi padre había previsto. Mi tribu, perseguida por sus enemigos, robada por blancos y rojos, cayó en la más extrema miseria; y ahora anda errante por las orillas del Mississippi y del Ohio, perseguida por el hambre y por el frío. Si no hay quien la socorra, desaparecerán muy presto de la tierra los últimos Shawanis.
—¿Y las arquillas? —preguntó el ingeniero—. ¿No las abriste?
—Sí, varias veces.
—¿Qué contenían?
—Documentos duplicados, pero que no logré nunca descifrar.
—¿Dónde están ahora esas arquillas?
—Una, que se hallaba oculta en esta cabaña, me ha sido robada por los hombres que me hirieron de dos balazos en el pecho. La otra está escondida en el bosque.
El indio volvió a detenerse, pero en seguida añadió:
—Hermano, lo que yo no he hecho podéis hacerlo vos.
—¿Yo?…
—Sí, vos. Yo os diré dónde está la arquilla; examinaréis el documento, iréis a descubrir el tesoro, daréis la mitad de él a mi tribu y tomaréis vos la otra mitad.
—Rehusó, Sinoky.
—¿Por qué rehusáis? —preguntó el indio con suave acento de reproche.
—Yo no necesito dinero, Sinoky. Pero te prometo que si descubro el tesoro, se lo daré íntegro a tu tribu.
El indio sacudió su cabeza.
—Escúcheme mi hermano. Vos me habéis socorrido muchas veces; dejadme que ahora os haga yo también algún obsequio.
—Pero es que quizá la suma que tú quieres regalarme sea inmensa.
—La dividiréis con Burthon, O’Connor y Morgan. También ellos me han favorecido.
—¿Y aceptarán?
—Son pobres cazadores, que arrostran la muerte cada día para vivir. Hermano, juradme que cumpliréis mi última voluntad.
—Pues bien, lo juro.
—Gracias, gracias —murmuró Sinoky—. Ahora, escuchadme atentamente.
Intentó incorporarse un poco, pero volvió a caer sin fuerzas, lanzando un sordo gemido.
—La muerte se acerca —murmuró roncamente—. Escuchadme…, escuchadme… Detrás de mi cabaña hay un sendero… que conduce… hasta el bosque. Seguidlo… hasta que encontréis un acebo cortado en su mitad… Allí, torced a la derecha… hasta contar quince pasos…; escuchadme, escuchadme…; después hallaréis otro acebo… con tres cortes profundos…; cavad al pie… de él; la arquilla… está…, está… allí.
Por última vez se enderezó, cogió las manos del ingeniero, las apretó fuertemente, agitó los ojos, movió los secos labios como si quisiese pronunciar alguna otra palabra y en seguida se desplomó sobre el lecho y permaneció inmóvil.
—¡Ha muerto! —exclamó el ingeniero, apoyando una mano sobre el corazón del desgraciado indio.
—¡Burthon!
A su voz acudieron el mestizo y la anciana negra, que estaban sentados junto a la puerta. Ambos adivinaron lo sucedido.
—¡Pobre Sinoky! —dijo Burthon, quitándose su gorro—. ¡Malditos sean sus asesinos!
En el interior de la cabaña reinó un breve silencio, sólo interrumpido por los sollozos de la negra.
—Encended cirios —dijo el ingeniero.
Burthon sacó dos velas de una especie de saco, y después de encenderlas las colocó junto al cadáver.
—Ahora —prosiguió Sir John—, coge un azadón y una pala y sígueme.
—¿Vamos a cavar la fosa para enterrarlo?
—No; tenemos que penetrar en el bosque. Y tú, buena mujer, no llores. Tengo una casa mucho mejor que esta cabaña; yo te la daré y verás cómo no te falta lo necesario para vivir. Vamos, Burthon.
Salieron de la cabaña, rodeáronla por detrás y tomaron un senderillo que desaparecía en medio del bosque de acebos.
Comenzaba a blanquear por el Oriente. Por el cielo corrían nubarrones de color plomizo; pero había dejado de llover. Algún pájaro gorjeaba sobre las ramas más altas de los árboles, y a lo lejos, hacia Munfordsville, oíase ladrar a algún perro.
Habían Sir John y Burthon recorrido algunos centenares de metros, cuando resonó en la orilla del bosque un silbido agudísimo.
—¿Es una señal? —preguntó el ingeniero, deteniéndose.
—Son mis dos compañeros que regresan —respondió Burthon—. ¿Debo llamarlos?
—Sí, los necesito.
Burthon aplicó dos dedos a los labios y lanzó un silbido estridente, y tan fuerte, que podía ser oído a inedia milla de distancia.
Al punto, dos hombres, Morgan y O’Connor, se aproximaron por el sendero.
El primero era alto, un poco delgado, de aspecto noble, con ojos negrísimos y barba también negra, recortada a estilo americano; el otro era, por el contrario, muy bajo, pero membrudo, con anchas espaldas, piel un poco bronceada y un bosque de cabellos rojos. Ambos vestían como Burthon e iban armados de carabina y de sólidos bowieknife.
Al ver al ingeniero, descubriéronse respetuosamente la cabeza.
—¿Cómo estás, Morgan? ¿Y tú, irlandés? —preguntó el ingeniero, acercándose a los dos cazadores y estrechando sus manos.
—Estemos bien, señor —respondió O’Connor.
—¿Habéis cazado algo?
—Con una noche tan horrible, era imposible descubrir las huellas del oso. Y Sinoky, ¿cómo está?
—El pobre viejo ha muerto.
—¡Muerto! —exclamaron los dos con tristeza.
—¿Tenéis algo que hacer? —preguntó el ingeniero.
—Nada, señor —respondió Morgan.
—Entonces, seguidme.
—Pero ¿a dónde vamos, Sir John? —preguntó Burthon.
—A desenterrar un documento que nos servirá de guía para descubrir un gran tesoro.
—¿Descubrir un tesoro? —exclamaron el mestizo y el irlandés.
—Sí, amigos.
—Pero ¿de quién es ese tesoro?
El ingeniero les informó en pocas palabras de cuanto le había confiado Sinoky.
—Vamos, pues, amigos —díjoles cuando hubo terminado.
Pusiéronse en camino, siguiendo siempre el senderillo, y poco después llegaban ante un acebo cortado a la mitad de su altura. El ingeniero torció a la derecha, y contando, como le había dicho el indio, quince pasos, se detuvo ante otro acebo, sobre el cual veíanse tres profundas incisiones.
—Cava aquí, Burthon —dijo.
El mestizo empuñó la azada y comenzó a cavar, mientras O’Connor, valiéndose de la pala, echaba fuera la tierra. Al poco rato el pico chocó contra un cuerpo muy duro que produjo un ruido metálico.
Burthon se inclinó sobre la fosa, metió las manos en la tierra y haciendo un poderoso esfuerzo sacó una arqueta de hierro de un pie de larga y seis pulgadas de ancha, y cubierta de una espesa capa de herrumbre.
Sir John la examinó atentamente, esperando encontrar algún muelle o resorte que permitiese abrirla; pero nada vio Entonces cogió el azadón y golpeó los goznes con tal violencia, que al punto se hicieron pedazos.
Burthon levantó la cubierta y apareció un rollo de pergamino muy amarillento y atado con una cadenilla de oro.
—¡El documento! —exclamaron los cazadores con viva emoción.
Sir John lo sacó y desenrolló, y se puso a examinarlo con profunda atención.
—¿Qué contiene? —preguntó Burthon.
—Veo un plano, números y palabras castellanas.
—¿Podéis descifrarlo? —preguntó O’Connor.
—Así lo espero.
De allí a poco salió de sus labios una exclamación de estupor.
—¡Oh! ¿Qué es lo que veo? —exclamó con voz entrecortada—. ¡Morgan! ¡Burthon! ¡O’Connor! ¡Es el tesoro de los Incas!…
—¿Cómo? ¿El tesoro de los Incas? —gritó Morgan—. ¿El tesoro de los Incas habéis dicho, señor?
—Sí, Morgan, sí; el tesoro de los Incas. Amigos míos, son cientos de millones los que vamos a buscar.
—¿Pero estáis seguro de no engañaros, señor?
—No; no me engaño, Morgan. Este documento nos enseña el camino para llegar a la caverna donde se esconde el famoso tesoro de Huascar.
—Traducid ese escrito, señor.
—Dadme cinco minutos de tiempo.
Sentóse sobre el tronco del árbol caído, sacó un lápiz y un librillo y se puso a trabajar. Morgan, Burthon y O’Connor devoraban con sus ojos las palabras que escribía. No parecía sino que los tres habían sido presa de repente de violentísima fiebre, pues sus miembros temblaban fuertemente.
También se hallaba agitado el ingeniero. De sus labios salían frecuentes exclamaciones y en su semblante se iba pintando el mayor asombro a medida que iba traduciendo el documento.
Transcurridos diez minutos, levantó la cabeza, y mirando a los cazadores dijo con voz altera4a:
—No me he engañado. Se trata realmente del tesoro de los Incas.
—Decidme, Sir John —preguntó Burthon—. ¿Es grande ese tesoro?
—Es inmenso, Burthon; tan inmenso, que con él se podría comprar Nueva York con todos sus buques.
—¿De quién es ese tesoro? —preguntó O’Connor.
—Escuchadme, amigos. Hacia el año 1525 murió Huauna-Capac, emperador del Perú, dejando a su hijo Huascar el Imperio, y a su hijo Atabalipa el reino de Quito.
Durante cinco o seis años los dos hermanos vivieron en paz, pero después nacieron entre ellos rivalidades que les llevaron a una cruelísima guerra fratricida.
Huascar, envidioso de la popularidad de su hermano, y aguijoneado por la ambición, le intimó a que le cediese el reino de Quito. Negóse a ello Atabalipa, y la guerra estalló encarnizadísima por ambas partes. El rey de Quito, joven, gallardo, generoso y capitán habilísimo, derrotó a las tropas imperiales en varias batallas, conquistó una a una las ciudades del Imperio y logró, por último, apoderarse de su hermano, al cual mandó prisionero a Casamassca.
El desgraciado Emperador poseía tesoros inmensos, heredados de su padre, y los había hecho esconder en un lugar conocido sólo por él y por algunos de sus fidelísimos curachis[5], habiendo hecho matar a los hombres que los habían conducido; así, cuando Soto y Barca, capitanes de Francisco Pizarro, conquistador del Perú, le visitaron, él les ofreció estos tesoros a cambio de su libertad. Mas, por desgracia, Atabalipa tuvo barruntos de este ofrecimiento, y temeroso de que Huascar, una vez libre, se pusiese nuevamente en campaña, le hizo estrangular secretamente por el general Quiezquiez.
En vano los españoles buscaron los tesoros; en vano dieron tormento a varios curachis esperando arrancarles el secreto; los tesoros jamás fueron hallados, sin que tuviesen mejor suerte las expediciones emprendidas con este fin en diversas épocas por audaces aventureros.
Este documento, amigos míos, nos señala el camino para llegar a uno de esos escondites, quizá el principal, y aun el único donde se hallan los tesoros.
—Entonces, es preciso encontrar esos tesoros —dijo Burthon.
—¿Pero dónde se hallan? —preguntó Morgan.
—Escuchadme, amigos —dijo el ingeniero, extendiendo el precioso documento.
—El punto de partida será, según lo indica este plano, la Caverna del Mammuth.
—Pero entonces está muy cerca el tesoro —dijo Burthon.
—Al contrario. Parece que se halla muy lejos. ¿Conoces la caverna?
—Como a Quisville.
—Entonces sabrás que al final de una de sus galerías hay un abismo al que se ha dado el nombre de Maelstroom.
—Lo sé. Es un abismo que todavía no ha sido explorado y al que se cree muy profundo.
—Pues bien, allí, en el fondo de abismo, si hemos de creer a cuanto dice el documento, existe una galería que conduce a un río subterráneo y navegable.
—¿Y debajo de éste está el tesoro?
—No; el pergamino dice que es preciso seguir todo el curso de agua, que es larguísimo y avanzar a lo largo de muchas galerías. El tesoro se hallará en una gran caverna circular, sostenida por inmensas columnas talladas en la roca.
—¿Pero a qué distancia del Maelstroom? —preguntó Morgan.
—El documento no lo dice, pero habla de muchos días de navegación y de muchos otros de marcha.
—Es sorprendente —dijo el cazador—. ¿Cómo puede ser que la Caverna del Mammuth conduzca a la cueva donde se esconde el tesoro de los Incas?
—En efecto, es asombroso; sobre todo si se considera la enorme distancia que separa a Kentucky del Perú —confirmó el ingeniero.
—¿Habrá debajo de América una gigantesca galería? ¿Habéis alguna vez oído hablar de esto?
—Nunca, Morgan.
—Pero ¿cómo es que ese documento se hallaba en poder de los jefes Shawanis?
—¿Y quién nos dice que la tribu de los Shawanis no es una fracción de los Incas?
—La observación es acertada, señor. Pero ¿cómo han llegado esos Incas hasta Kentucky?
—Por la gran galería señalada en el documento.
—¡Una galería de dos mil leguas!
—Pues para trazar este plano, es preciso que alguien haya hecho ese maravilloso viaje.
Morgan le miró con estupor, sintiéndose impresionado por aquel razonamiento que hallaba muy atinado.
—Entonces, existe ese subterráneo —dijo.
—Debe existir, Morgan. Sin duda, una tropa de lacas emprendió ese largo viaje y cerró después el pozo que conduce a la Caverna del Mammuth.
—¿Qué decidís, señor? ¿Intentaremos el viaje?
El ingeniero no respondió. Pensaba, sin duda, en los inmensos peligros que ofrecía semejante empresa.
—Señor —dijo Morgan, con voz conmovida—. Yo sé que vos sois, no sólo un hábil cazador y un hombre valiente, sino también uno de los más ilustres ingenieros de que se enorgullece Kentucky, y uno de los sabios más animosos de los Estados Unidos. Poneos a nuestra cabeza y nosotros os seguiremos a donde queráis conducirnos. Si encontráis los tesoros nos habréis salvado a nosotros de la miseria y a los Shawanis de una muerte segura.
—El viaje me tienta, Morgan. Pero ¿habéis pensado vosotros en los peligros que habremos de arrostrar?
—Los peligros no nos asustan —dijo Burthon.
—Puede costarle la vida a alguno de nosotros.
—No importa —dijo O’Connor.
—Pues bien, acepto ser vuestro jefe. Pero habéis de jurarme dos cosas.
—Hablad —dijo Morgan.
—Lo primero, juradme que me obedeceréis ciegamente.
—Lo juramos —dijeron los cazadores.
—Después, juradme que entregaréis a los indios Shawanis la mitad del tesoro.
—Lo juramos también —repitieron los cazadores con voz solemne.
—Entonces, mañana volveré yo a Louisville a preparar cuanto se necesita para la audaz expedición, y dejar arreglados mis negocios. Y vosotros os introduciréis en la Caverna del Mammuth, haréis amistad con los guías y estudiaréis el camino que conduce al Maelstroom. Y, sobre todo, guardad secreto. Todos deben ignorar nuestro viaje.
—¿Cuánto tiempo necesitaréis para los preparativos? —preguntó Burthon.
—Unos veinte días, a mi juicio.
—Señor —dijo Morgan—. ¿Costarán mucho los objetos que nos serán necesarios?
—Sin duda; pero no te preocupes de eso. Tengo lo suficiente para comprar veinte veces más de lo que necesitemos. Si no me equivoco, tú eres maquinista.
—He navegado seis años sirviendo en las máquinas de la Compañía del Pacífico.
—Y tú, O’Connor, ¿has sido marinero?
—Sí, señor; muchos años.
—Basta, pues. Regresemos, amigos.
Aquella mañana fue sepultado el cadáver de Sinoky en la misma fosa donde había sido hallada la preciosa arquilla; y unas horas después, partían para Louisville el ingeniero y la anciana negra, mientras los cazadores se encaminaban a la Caverna del Mammuth.