CAPÍTULO XV
EL ingeniero y sus amigos, que perecían de sed y sentían arder sus cuerpos y vestidos, de buena gana, apenas desapareció la última llama, se habrían quitado los aparatos Rouquayrol, y precipitado a los barriles de agua; pero las nubes de humo que ondeaban en el interior del inmenso cono y el calor violentísimo que lanzaban de sí las rocas, no enfriadas aún, les persuadieron a esperar algunos minutos, para no correr peligro de morir asfixiados.
Agrupadlos sobre la cima del islote y envueltos en profundas tinieblas, tenían los ojos vueltos hacia el cráter, esperando ansiosamente que apareciese el cielo estrellado. Por fin, aquella masa de hediondo humo se disipó, apareció un pequeño punto luminoso apenas perceptible, después otro, más tarde un tercero, y al cabo, un trozo de cielo magníficamente estrellado. El viejo volcán estaba libre, y del cráter bajaba un aire respirable.
Sir John, primero, y Morgan, Burthon y O’Connor, después, se desembarazaron de los aparatos, pero apenas abrieron los labios para respirar, creyeron morir asfixiados.
El cono estaba caliente como un horno acabado de apagar, y el aire tan encendido, que secó totalmente las bocas y gargantas de los desgraciados.
—¡Me ahogo! —exclamó Burthon, con voz sofocada.
—¡Agua! ¡Agua! —gritó O’Connor.
Morgan bajó corriendo la roca, se lanzó al barril abierto poco antes, y todavía con algunos litros de agua, y lo llevó a sus compañeros.
Uno después de otro hundieron la cabeza y las manos en aquel agua, y se bañaron el cuerpo.
—¡Por fin, respiro! —exclamó O’Connor—. ¡Maldito lago! ¡No creí que escapaba de ésta!
—¡Si llego a saber quién provocó el incendio, le ahorco! —dijo Burthon.
—Lo provocó el taco de tu fusil —dijo Sir John.
—¡Diablo! Pues por un asado de ave, por poco no aso a mis compañeros.
—Vamos a ver el bote —dijo Morgan.
El ingeniero y sus amigos bajaron de la cima y se dirigieron hacia la orilla.
El Huascar, aunque las llamas le habían varias veces lamido, no había sufrido daño alguno; pero la provisión de agua estaba muy disminuida, y el carbón se había inflamado.
Morgan se apresuró a apagarlo.
—¿Y la comida? —preguntó O’Connor.
—Se ha quemado —respondió Burthon—; ¡qué lástima! ¡Tanto como yo había trabajado!
—O’Connor nos preparará otra —dijo Sir John—. Entretanto, recorreremos nosotros el lago.
—Aceptado —dijo Burthon.
Los dos cazadores y el ingeniero se embarcaron y pusieron mano a los remos, mientras O’Connor empezaba al punto la faena de preparar otra comida.
La corriente era muy débil y se dirigía hacia el Sur, donde se abría una gran galería sostenida por corpulentas columnas.
El ingeniero, puesto al timón, dirigió el Huascar hacia el Sud-Sudoeste, con la esperanza de hallar en aquella dirección alguna playa que permitiese el desembarco.
Un silencio absoluto reinaba en el interior del cono, desde que se hubo apagado el incendio. Apenas se oía el murmullo del agua cortada por la aguda proa del Huascar y el caer y levantarse de los remos. Ni el grito de un ave, ni la caída de una roca, ni el zumbido de un insecto.
Sir John echó una ojeada alrededor. Sobre el cráter del apagado volcán resplandecían intensamente las estrellas, y en el islote ardía una hoguera, iluminando con rojiza luz las rocas y las aguas que lo circundaban… Junto a aquella hoguera, que lanzaba al aire algunas chispas, divisábase al bravo marinero inclinado sobre las ollas y marmitas y todo afanado en preparar la comida.
Por espacio de tres cuartos de hora avanzó el bote, sin hallar nada; después sobrevino un débil choque. Morgan levantó la lámpara y miró hacia fuera.
—¿Es la orilla? —preguntó el ingeniero.
—No; es un banco de arena. La orilla está más allá.
El bote rodeó el banco, pasó en medio de pequeños escollos, que asomaban entre las aguas sus negras puntas, y tropezó contra una orilla bastante elevada, pero no imposible de escalar.
Burthon ató el barco a la punta de un escollo, y los tres hombres, provistos de hachas, picos y linternas, desembarcaron sobre el saliente de una roca.
—Subamos —dijo Sir John.
Ayudándose con pies y manos escalaron la alta orilla y se dirigieron hacia el Este, examinando el terreno y mirando atentamente dónde ponían el pie, temerosos de caer en alguna hendidura o, lo que sería aún peor, en algún abismo.
El suelo era rocoso y estaba salpicado de grandes peñascos negros y surcado aquí y allá por anchas hendiduras. No se descubría el más pequeño animalillo, ni siquiera un ratón, ni planta alguna, aunque fuese un hongo, cuando tantos son los que se encuentran en las húmedas cavernas. El único rumor que se oía era el murmullo del agua y la lejana voz del irlandés.
—¡Qué sitio más feo! —dijo Burthon—. Me parece que estoy en un sepulcro.
—¿No descubrís ninguna señal de alguna mina de carbón? —preguntó Morgan al ingeniero, que de cuando en cuando se bajaba a examinar el terreno.
—Hasta ahora ninguna —respondió el interrogado.
—¿Esperáis hallarla?
—No desespero.
Rodearon una enorme roca y se dirigieron hacia el Norte, siguiendo una ancha hendidura que parecía muy profunda.
Habían recorrido quince o veinte metros cuando Burthon cayó hundiéndose hasta las rodillas en un agujero abierto de pronto bajo sus pies con extraño chasquido.
—¡Socorro! —gritó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sir John, acudiendo.
—Que el suelo ha cedido bajo mis pies, pero… ¡esto no es el suelo!
Y apoyando sus manos en tierra sacó las piernas y en seguida se inclinó, dirigiendo la luz de la lámpara sobre aquel agujero. Un grito salió de sus labios.
—¿Qué has visto? —preguntaron Morgan y el ingeniero.
—No es una roca, sino una tabla de madera la que se ha abierto bajo mis pies.
—¡Es imposible! —exclamó el ingeniero.
Y acercándose a la abertura vio con gran estupor que allí había una tabla medio enterrada. Metió dentro una mano y tocó una materia blanda que cedía fácilmente.
—Cavemos aquí —dijo.
Morgan y Burthon empuñaron los picos y rompieron aquella tabla ya podrida y que tenía dos metros de larga y medio de ancha. En seguida apareció una masa negruzca, alargada y ceñida de objetos brillantes. Sir John acercó la lámpara y miró.
—¡Un cadáver! —exclamó.
—¿Un cadáver aquí? —preguntó Morgan—. ¿Y sepultado hace poco?
—Hace siglos, pues está reducido al estado de momia.
—¿Es un indio?
—No… ¡Ah!
—¿Qué hay?
—¡Pero si esto es un chino!
—No… ¡Ah!
—¡Cómo! ¿Un chino? —preguntó el maquinista.
—He aquí los zapatos de alta suela de fieltro, un abanico, una larga casaca de seda…
—Pero no veo la trenza o coleta —dijo Burthon.
—¿Y eso qué importa?
—Los chinos tienen el cráneo rapado, señor. Yo he visto muchos en San Francisco de California, y todos tenían trenza.
—Antes de la invasión de los mongoles no usaban trenza los chinos. Los vencedores les obligaron a raerse el cráneo.
—¿Y creéis que hace tantos siglos que fue sepultado este chino? —preguntó Morgan—. Cristóbal Colón descubrió la América en 1492, y la invasión de los mongoles sucedió muchos siglos antes.
Sir John, en vez de responder, cogió uno de aquellos objetos brillantes que rodeaban La momia. Era una moneda de plata toscamente grabada, agujereada en el centro y de pocos gramos de peso. La acercó a la lámpara y la examinó atentamente.
—¿Entendéis el chino? —Preguntó Morgan.
—Un poco —dijo Sir John—. ¡Ah!
—¿Qué habéis visto?
—Amigos míos, nosotros hemos resuelto una gran duda que desde hace muchos años preocupaba a los sabios de ambos mundos.
—¿Qué duda? —preguntaron a un tiempo Burthon y Morgan.
—¿Sabéis vosotros quiénes fueron los primeros habitadores de América?
—Los pieles rojas —respondió Burthon.
—¿Y de dónde venían los pieles rojas?
—No es fácil saberlo.
—Pues bien, mirad esta momia. Este hombre fue uno de los primeros habitadores de América.
—¿Cómo? —exclamó Morgan—. Los chinos…
—Fueron los primeros que habitaron la América —dijo Sir John.
—¿Pero quién os lo dice?
—Esta moneda lleva el nombre de Ou-Ouahg[10], y Ou-Ouahg reinó 1110 años antes de la venida de Jesucristo.
—¿Estáis seguro de no engañaros, señor?
—No me engaño. Repito que los chinos fueron los primeros que desembarcaron en América y la habitaron[11].
—¿Pero habéis calculado, señor, la distancia que hay entre China y América?
—Estudia una carta geográfica, Morgan, y verás que entre China y Japón hay un trozo de mar relativamente corto. Pues bien: está probado que desde el Japón se puede ir a América en canoa, sin gastar en el viaje más de dos días.
—Permítame que lo dude, señor.
—¿Por qué? ¿No has visto cuántas son las islas que se extienden entre el Japón y la costa americana?
Morgan se sintió vivamente herido por aquella observación, que hallaba exactísima.
—Tenéis razón. Entre el Japón y América se extiende una verdadera red de islas. Pero hace tres mil años los barcos no debían estar tan perfeccionados que pudiesen aventurarse en el mar, ni los chinos podían suponer que hubiese al Oriente un continente.
—Yo no digo que los chinos se dirigiesen hacia el Oriente sabiendo que por aquella parte había tierra. Pero bien pudieron ser arrastrados a pesar suyo.
—¿Hay alguna corriente que desde China o el Japón se dirija hacia América?
—No dudo en afirmarlo, Morgan. Las islas Alenlinas, que se extienden por el mar de Behring, no tienen arbolado ninguno, y, sin embargo, sus habitantes emplean troncos para construir sus canoas. ¿Quién les proporciona esos troncos?
—No lo sé.
—El mar, el cual arrastra hacia aquellas islas troncos de árboles, y especialmente de los llamados laurus camphora. ¿Sabes dónde se cría el laurus camphora?
—Lo ignoro.
—Pues en China y en las provincias meridionales del Japón. Esto, pues, quiere decir que una corriente, siquiera sea muy débil, y los vientos que reinan en algunos tiempos del año arrastran hacia la América los árboles arrancados a las costas chinas o japonesas.
Otro ejemplo: Una nave japonesa, juguete de las corrientes, ha sido recogida por un barco ballenero enfrente de California. Otra, al cabo de mucho tiempo, fue empujada hacia las islas Sandivick. Más tarde fue a encallar otra en las costas del Oregón. No es, pues, de maravillar que las balsas y canoas montadas por los chinos fuesen empujadas hace tres mil años hacia América. ¿No te parece así?
—Ahora me he convencido, señor, de que los chinos fuesen los primeros que desembarcaron en América. ¿Pero creéis vos que sus compatriotas se enteraron de este gran descubrimiento?
—Sin duda alguna, y voy a darte una prueba clarísima e indiscutible. Antiguos documentos, recientemente encontrados, afirman que en el siglo de nuestra era los misioneros budistas chinos emprendieron varios viajes hacia la tierra del Fusang, o sea, del áloe. Esta región, a juicio de los sabios, corresponde a la parte del litoral americano comprendida entre las bocas de la Columbia y la del río Gila. Si no hubiesen sabido que esas tierras del Fusang se hallaban al Oriente, sin duda no se habrían lanzado al mar.
—Es cierto —dijo Morgan.
—¿Y por qué sepultaron este hombre en este volcán? —preguntó Burthon.
—No lo sé, pero no es cosa que pueda sorprender. Quizá esta momia fue un gran caudillo. Prosigamos la excursión, que aquí nada tenemos que hacer.
Los tres exploradores se pusieron de nuevo en marcha en dirección hacia el Este, ora subiendo, ora bajando y vadeando a menudo pequeños torrentes.
De vez en cuando deteníase Sir John a examinar el terreno, esperando siempre hallar señales de alguna mina de carbón de piedra. Pero recorrieron una milla larga sin conseguirlo.
—Volvamos atrás —dijo el ingeniero a sus amigos—. Tengo un hambre de lobo, y la comida debe de estar a punto.
—¿Volveremos aquí? —preguntó Morgan.
—Mañana cogeremos víveres y llegaremos más lejos. Confío que encontraremos carbón.
Desandaron el camino seguido y llegaron al bote, que se balanceaba en el mismo sitio en que le habían dejado.
—A la mesa, señores —gritó O’Connor al divisar las lámparas de sus compañeros.
Sir John, el mestizo y el maquinista cogieron los remos y dirigieron el Huascar hacia el islote.
Pocos minutos después devoraban la comida preparada por el irlandés, la cual todos declararon que era verdaderamente excelente.